Resistir ante la crisis: lecciones de Albert Camus y Rocky Balboa

Aunque seamos proclives a tener una baja concepción de nosotros mismos, hay circunstancias límite que nos hacen caer en cuenta de nuestro sentido de eternidad. Así aparecía apuntado en una entrada de los cuadernos de Albert Camus a mediados de los años treinta. Una nota inspirada por el filósofo Jean Grenier, uno de los maestros del autor de El extranjero que por entonces era un joven de apenas veintipocos años de edad. De acuerdo con dicho texto, la enfermedad, la pobreza y la soledad empujan a una especie de iluminación interna.

Pensemos en las crisis. Tan difíciles como son, ofrecen una recompensa: la de forzar cambios que, por algún u otro motivo, habíamos aletargado. Estos cambios pueden ser de distinto tipo. Quizá el más importante sea el de actitud.

En la misma entrada, Camus rescató la idea de Grenier sobre los últimos bastiones. Los rincones de nosotros mismos que son irrenunciables y en los que hay que guarecerse cuando el mundo se hunde.

Si la lluvia llega y su inclemencia se prolonga por uno, dos, veinte, quinientos días, surge la tentación de desfallecer. Qué puede hacer uno contra el universo que se conjura, el que no deja desayunar a gusto. Queda resignarse, parece. El mal ha machacado todo a su paso. El panorama abruma al pobre individuo que desde un rincón había hecho lo que le correspondía. Cumplió con la parte que le tocaba. Y no fue suficiente.

Viene la desilusión. Se supone que si uno actúa de tal o cual modo, le corresponde determinado resultado. Pues no, uno se entera que hay decenas de variables que nos trascienden y que los chascos son la norma en algunas temporadas que se empeñan en dejar una marca de obscuridad.

El júbilo se viene abajo. Pronto la sonrisa torna a puchero y el brillo en la mirada es eclipsado hasta volverse ojera. Es triste ver a soldados caídos que tenían las mejores intenciones hasta que la vida les amargó. Pero es aquí donde ellos y todos debemos aprender la lección: a no tirar la toalla y a permanecer en la pelea.

Cuando las decepciones se acumulan, algunas personas se ven tentadas a la autoconmiseración. Le agarran el gusto al drama o a andar de víctimas. La consecuencia es fatal. Uno se rinde con cada lamento gratuito. Se posterga la recuperación. Es torpe creer que la pataleta será atendida por el cosmos. Pensar que el sufrimiento traerá piedad del universo. Uno después se entera que no. Si acaso uno obtiene algo de lástima y consuelo entre el público, lo cual no basta para recuperarse. Peor, corres el riesgo de volverte un patético espectáculo.

No está mal tener momentos de debacle y vivirlos en todo esplendor. Es parte del proceso. Y hay que pedir ayuda si lo necesitamos. Hundirse en uno mismo no trae nada bueno. Hablo de otro asunto. Al error que supone quedarse ahí, tirado en el chapoteadero; conformarse con el papel de un derrotado, cuando más bien hay que sacar la casta y levantar la cabeza.

De nada hay garantía y alzarse en lucha tampoco asegura que la fortuna llegará de inmediato. Ojalá fuera así. Lo que sí es que aumenta las probabilidades de la remontada. Y aunque esta no llegue, esforzarse al menos otorga una dignidad ante uno mismo. Un estatus mejor que el de un renacuajo que lloriquea para llamar la atención.

Los periodos críticos brindan una oportunidad para que aflore lo más excepcional de nosotros. Hablo desde luego quienes están en plenitud de facultades y que pueden hacerlo. Hay aspectos de profundidad patológica que necesitan acompañamiento profesional. Aunque, hay que decir, para ello también es necesario dar ese paso adelante, admitir que el asunto nos rebasa y darse la oportunidad de remediarlo con la ayuda de un especialista.

Quien, por otro lado, tenga margen de maniobra, quien aún pueda valerse por sí mismo, que lo haga. Y pronto. Hay que intentar apañárselas, al menos. En algún punto te darás cuenta que estabas en el suelo por creer que no quedaba de otra… y luego descubres que no era tanto así. Que la última llama viva dentro de ti es suficiente para hacer BUM. Con el ojo morado, la nariz rota y ya sin nadie a tu lado, puedes tener la determinación de Rocky Balboa y gritarle a la desgracia que aún no has escuchado la campana.

O recuerda lo que decía otro viejo sabio:

[…] un ángel que se encuentra detrás de ti. Si alguna vez te hieren y sientes que vas a caer, este ángel te susurrará en el oído; te dirá… ¡DE PIE, HIJO DE PERRA! Porque Mickey te ama.

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Breves apuntes sobre no dormir

No dormir, y querer hacerlo, se parece bastante a estar en prisión. Preso de uno mismo, de la vida, de esa noche que a cada segundo se vuelve más espesa. Si a eso sumamos el confinamiento, ya ni te digo.

Llevaba días con el intento de un párrafo. Cómo dar con la tecla, no sé. Recordé una historia de Haruki Murakami en la que una mujer pasa días sin dormir. El resultado es ambiguo; pese a tal condición, el personaje no pierde la capacidad de llevar tareas con relativa destreza. Por ello marca contraste con el insomnio tradicional, el que todos conocemos, un asunto peor.

La faena que refería Kafka: dar vueltas en la cama hasta alcanzar unos minutos de sueño que no son sueño y un dormir que no es dormir. La pesadilla que implica rozar el borde de la siesta sin acceder durante horas al otro lado del río.

Las mujer en el relato de Murakami recordaba que el insomnio la tenía en un estado de alerta. El cansancio la llevó a perder sensibilidad, a ser torpe. La impotencia sobrevenía. Pese a necesitarlo, no podía dormir. Era lo que llamaba «la gélida sombra de la vigilia». Lamentaba tener «la cabeza envuelta en una niebla permanente», hasta que un buen día todo terminó y durmió veintisiete horas seguidas.

Regreso a lo mío. Yo no duermo sino por agotamiento total. No basta la fatiga o tener sueño: mi cuerpo se toma el bostezo como una provocación para seguir a tambor batiente. Necesito el borde del desmayo para caer rendido al fin.

La mente es un enemigo fatal ante tal empresa. Cualquier pensamiento es una chispa que aviva de nuevo el desvelo. Las imágenes no llegan, asaltan. Puedo estar cercano a la meta, ya casi del otro lado, y de pronto algún recuerdo irrumpe. La intentona por arrullarse entonces se reinicia. Es el inconveniente de hacerle caso a la voz interior.

Algo que me ha servido es leer. Lejos quedaron los tiempos en que podía avanzar cien páginas de tirón. Recurrir a un libro mientras estoy sobre la almohada me arrulla. A las quince, veinte páginas, quedo hipnotizado por las palabras ajenas. Los pestañeos aumentan. Es imprescindible tener una lámpara en el buró (pararse a apagar la luz es anticlimático). Ya después el sobresalto de una memoria lo puede arruinar, pero al menos así me acerco a la meta. Lamento disminuir mi ritmo de lectura, aunque en la balanza me inclino por dormir.

Pasa también que todo es un poco más tranquilo a altas horas de la noche. Es la tregua del día (nadie molesta, hay un silencio romántico). Uno puede encandilarse con la madrugada sin darse cuenta de que es una amante que profesa ingratitud. Dormir hasta tarde paga poco. Acostumbrarse a despertar después de las once a.m. lo trastoca todo. Lo descubres eventualmente. Casi siempre cuando es demasiado tarde.

El insomnio está ligado a la soledad. Decía un viejo poeta que a las tres de la mañana estás tan solo que hasta el sueño te ha abandonado. En la intimidad de la madrugada de un lunes cualquiera no tienes otra que revolcarte en las sábanas. No vas a estropear el descanso de nadie para ponerte a platicar. Al otro día, cuando saltas a la cotidianidad, el resto del mundo va en una frecuencia distinta a la tuya. Vas ojeroso donde los demás son sonrisas. Adormilado, aferrándote a un café para sobrevivir ante la energía que desfila a tus costados.

Por ello hay que acostarse y levantarse temprano. A nivel personal tal vez sea la madre de todas las batallas. Decenas de variables se abren o cierran a partir de este hecho fundamental: dormir bien y ponerse en marcha lo antes posible. No hay que escatimar en esfuerzos para superar un pozo que nos vuelve tan vulnerables.

Un jardín donde no entran los políticos

Ya no se salva la cotidianidad. A dondequiera que volteas hay un rastro de veneno. Los políticos desperdigan sus gérmenes y apenas reacciones verás que están ahí. En un anuncio afuera de tu casa, en la conversación con los seres queridos, cuando enciendes la radio y en vez de una melodía encuentras el jingle tropical que se repite hasta la náusea. Tus oídos y ojos no dan para más. Poco a poco esta gentuza ha cercenado lo que alguna vez fue un ambiente proclive a lo digno, en donde la intrascendencia de los agentes gubernamentales era un signo de sofisticación. Ahora no. Cada vez están más insertos en tus días. Una sociedad politizada conduce a una espiral decadente. Echas de menos los tiempos en los que podías centrarte en lo verdaderamente importante. En ti mismo. En la reflexión de la mejor marca de café, en pensar en un museo. En salir a correr una tarde de sábado. Ahora la propaganda se extiende. Es un virus que ha tomado como huésped a gente cercana. A tu familia, a tus amigos… a ti mismo que despiertas por la mañana y, de nuevo, piensas en tal o cual funcionario. En lo que dijo o en lo que debió haber hecho.

Parece que no hay escapatoria. Y no la habrá hasta que recuerdes que la vida es más que eso. Que los políticos son poca cosa y que si bien tienen cierto poder, no debes conferirles el poder de invadir tu intimidad. Es clave entenderlo. Solo así podrás contrarrestar la fatiga, el abatimiento que produce la actualidad. Es hora de que vuelvas a tu jardín secreto. Y si no lo tienes, que plantes en él la primera flor. Un espacio en donde no entren los políticos, donde no llegue su bruma espiritual. En donde no dejes que su presencia tumefacta haga eco en ningún grado de separación.

Este jardín puede adoptar la forma que sea. No te preocupes si no tienes patio ni el mar al alcance. El jardín es un momento del día. Un rincón de tu habitación. Un trazo en la memoria. Dale la encarnación que prefieras, pero ten ese lugar. Defiéndelo a muerte. Dedícale al menos un hora cada día. Que sea una disposición irrenunciable. Un rato donde te olvides de lo malo, del achaque cósmico con forma de presidente, senador o diputado.

Conforma la guarida en donde solo entra la belleza. Un corredor edulcorado por Beethoven o las Dixie Chicks, tú decide. En donde los versos de Cavafis marcan la pauta y en donde la única patrona sea Lauren Bacall y el arco de su ceja. Ninguna otra condena salvo el recuerdo de niñez. No seas siervo de ningún demagogo ni rindas pleitesía a quien pretende llevar el control de tu existencia. Nunca te sometas. Permanece con un ojo en la noticia, claro. Mantente siempre al tanto de los movimientos que los impresentables quieren dar para acuchillarte. Reclama y critica. No des paso libre a su sombra inmunda.

Pero vuelve siempre a tu jardín. Atiende al arte del desprendimiento. Olvídate de la partidocracia mientras preparas pasta en la cocina. Lee libros viejos: es un acto de resistencia. Lo mismo que abrir una cerveza para disfrutar un partido de futbol. La música, las películas de Billy Wilder, una tira cómica, una persona que te quiera y su voz . Solo ellos deben entrar en tu reino particular. No te dejes contaminar por la ordinariez. Salva lo que vale la pena. No sucumbas a la fuerzas bruta del eslogan ni al intelectual que cree saber lo que te conviene desde una oficina en el piso 9. Tampoco al hombre que se cree afortunado por haber vendido su alma a cambio de ser un peón desde el teclado. ¿Qué tienes tú que ver con ellos? Nada, vuelve a refugiarte detrás del manto cálido de tu ejército. Ese puñado de canciones. Las relectura de un poema. Un postre recién horneado. Un beso.

Que no te engañen. Lo valioso está ahí. No en la ocurrencia de un hombre gris, mucho menos en su hatajo de sirvientes.

Bob Dylan y el arte del insulto

Foto: Al Clayton

Quienes maldicen a la ligera pierden impacto en cada nueva carga. Caen en lo genérico, en la rutina. Se vuelven aburridos. Los insultos lapidarios vienen de las personas de pocas palabras, aquellos que no abren mucho la boca, pero que, como volcanes, lanzan eventualmente toda la inspiración contenida. Pasa con los viejos cascarrabias de los que nadie sabe mucho hasta que un día rompen el silencio con una ofensa que los vuelve leyendas del vecindario.

Bob Dylan aspira al título de mejor creador de insultos dentro de la música popular. Varias de sus canciones están pobladas del ingenio del rencor. La lírica al servicio del desprecio y el desquite. A falta de entrevistas y apariciones ante medios, la rabia acumulada sale en latigazos musicales que fulminan al interlocutor. Esta habilidad está presente en todas sus épocas, aunque especialmente en su juventud y primera madurez.

En «Masters of War» amenaza a quienes conforman la industria de la guerra. No conforme con equiparlos con Judas, Dylan les desea una muerte temprana (espero que su muerte llegue pronto / seguiré su ataúd / y esperaré a que los depositen / en su lecho de muerte / y permaneceré junto a sus tumbas / hasta cerciorarme de que están muertos) y tira un dardo a su capacidad mental: veo a través de sus cerebros como veo pasar el agua a través de mi desagüe.

Aun con gran virulencia, las canciones de protesta (aunque él renegara del término) no dejan de tener tinte formulaico. Lo mejor de Dylan está cuando se dirige a gente cercana, a personas a las que alguna vez tuvo en estima y luego lo defraudaron. El ejemplo más famoso es el de «Like a Rolling Stone», una canción de regodeo ante la caída de quien antes fue altiva. Más que una frase en concreto, la canción entera es un tour de force contra la frivolidad de la Miss Solitaria. Un festín alrededor de una piedra que cae.

De esa misma temporada es «Positively 4th Street», donde el autor se deschonga y tira sin piedad a una amistad que lo ha traicionado. Eres un caradura al ostentarte como mi amigo, dice, cuando estaba decaído te quedaste parado con una sonrisa. Sé muy bien por qué hablas a mis espaldas, yo solía estar acompañado de la muchedumbre con la que ahora estás tú. La furia está enfatizada por el insulto a la inteligencia que viene del otro lado. Ante ello, Bob Dylan rompe el vínculo, se aleja y expone sus motivos. Me tomas por tonto si piensas que haría contacto con alguien que intenta esconder lo que ni siquiera sabe cómo formular, dice, y sella con las líneas cumbre de la composición, un ‘vete al carajo’ de configuración especial: me gustaría que por una vez pudieras estar en mis zapatos y que solo durante ese momento yo pudiera ser tú. Así entenderías el fastidio que implica verte.

Blood on the Tracks es el álbum de ruptura amorosa de Bob Dylan. En él se muestra vulnerable, atormentado, confundido… y también molesto, como lo demuestra en «Idiot Wind», el cuarto tema. Casi ocho minutos en donde desfoga las cuentas pendientes de una relación estropeada. En medio de la lluvia, el protagonista reprocha a la mujer su nula lealtad, y peor, que se ponga del lado de quienes intentan hundirlo. La consecuencia es que la mire con desencanto. Le indica que ya no la siente más y que le produce náuseas tocar los libros que ella ha leído. No le cree ya, ha dejado de respetar sus palabras. Un viento idiota sopla cada vez que abres la boca. Un soplido dirigido hacia el sur. Un viento idiota sopla cada vez que mueves los dientes. Es un milagro que sepas respirar teniendo una mente como la que tienes.

Conviene que un genio tenga un espíritu indómito. Así era el de Duluth, Minessota: sin complejos. En tiempos obscuros hay proclividad a ir al límite. Alguna chispa puede salir de ahí. La empresa no está libre de riesgos, eso sí. Como ha señalado Dorian Lynskey, la faceta artística de Bob Dylan jugaba en detrimento de la persona. El ahínco de llevar la palabra y la libertad hasta las últimas consecuencias lo convirtieron en un hombre huraño, sumergido en la orfebrería de combinaciones hirientes. Sacaba la bayoneta contra los demás, daba con sus puntos débiles y los demolía, comentó alguna vez Carla Rotolo, testimonio recogido también por el periodista británico.

Por qué soy un hombre de perros

Soy un hombre de perros por un asunto de, digamos, temperatura. Los prefiero sobre cualquier otro animal porque van en la misma sintonía que nosotros. Mientras una cabra o un pez están en lo suyo, el perro tiene una conexión especial con el espíritu humano. Lo sabrá quien, en medio de la penuria, haya recibido la bendición de un lengüetazo que súbitamente mejora un ánimo que parecía perdido. Nunca estás solo si tienes un perro cerca. No es perogrullada: hay multitudes que no quitan la sensación de soledad. Los perros permanecen aunque seas un barco que se hunde, aunque seas una desdicha a la que no le queda nada que ofrecer. Decía Jardiel Poncela que los gatos son los animales de quienes necesitan amar y los perros las mascotas de quienes necesitan ser amados. Difiero del querido maestro. Los perros conjugan la entrega y el encanto. Permiten vivir al máximo ambas experiencias. Cómo no adorar a quien ladra para protegerte. Al que se arrima a tu lado para dar una calidez que te sostiene en la lucha. Son lo contrario a un fantasma: su aparición ilumina cualquier espacio. Dan alegría, quitan la bruma a la cotidianidad. Verlos con la lengua de fuera es una fuente de inspiración. Su manera de levantar la pata al orinar o rascarse es una estética cómica. Sobre todo, el perro es un ancla a la vida, como lo mostró Umberto D.

A cualquiera que se sienta abandonado habría que recomendarle la adopción de un cachorro. No solo te brindan su compañía, al cuidarlos adquirimos un sentido y nos salvamos a nosotros mismos. Limpiarlo, darle de comer, sacarlo a pasear, ahí una gran responsabilidad ante el cosmos. No podemos rendirnos tan fácil mientras ellos dependan de nuestra presencia. Hay que esforzarse y cumplir. Estos animales confieren una alta clase de dignidad. Por eso, entre alguien que va solo en la calle y alguien que va paseando a su perro, me fío más del que va con el perro. Uno puede ser flor marchita, estar en el peor momento posible y ser blanco de la decadencia irremediable de los días. Da igual, el perro que espera en casa nos recibe como campeones del mundo. De su mundo. Que un perrito te mueva la cola cuenta como condecoración de la naturaleza. Y el sonido de un perro que olfatea cerca de tu oído es música divina. Ni siquiera ahondé en la lealtad que ofrecen sin pedir nada a cambio. Por eso soy un hombre de perros.

Los Beatles en busca de Sol

Los Beatles echaron mano de “I’ll Follow the Sun” como un recurso de emergencia. Era 1964 y la banda necesitaba sacar un nuevo álbum para aprovechar la inercia que su fenómeno causaba en Estados Unidos. Apenas en julio de ese año habían lanzado el brillante A Hard Day’s Night, su primer disco conformado enteramente por canciones propias, pero había que volver al ruedo para Navidad. Así los Fab se vieron obligados a otro arreón, fuera como fuera.

Al resultado le dieron un título cargado de ironía: Beatles for Sale. En la portada se les veía demacrados, sin el brío de sus primeras incursiones en la industria. Al final, presionados por el tiempo y la escasa paz mental que daban las giras, el grupo tuvo que recurrir a seis versiones de otros artistas para completar el proyecto. Algunos desmerecen la obra por esa razón. Lo cierto es que las canciones originales tienen la calidad suficiente para sacar las castañas del fuego. El cuarteto de Liverpool mantenía el talante aun en condiciones difíciles y entregaba perlas clavadas de inmediato en la posteridad.

Paul McCartney escribió «I’ll Follow the Sun» en 1959. Fue unas de sus primeras incursiones como compositor y al cabo de los años fue interpretada contadas veces por la banda, aunque con un estilo distinto al que conocemos ahora. Ante la necesidad de nutrir Beatles for Sale, el tema fue rescatado y recibió un tratamiento más acústico y cálido respecto al que tenía en un principio.

«I’ll Follow the Sun» es eminentemente la canción con la que se despide alguien que no se siente valorado; sobre todo una canción sobre seguir adelante y dejar atrás un amor/amistad que tuvo sentido hasta que las nubes grises llegan y lo arruinan. Es un adiós sin remordimiento: del otro lado no hay consideración ni respuesta y de todos modos hubo actos indelebles que condujeron a la decepción.

No obstante, como en otras canciones del álbum, en «I’ll Follow the Sun» hay melancolía. Esto se desliza en el estribillo, el momento cumbre de la interpretación. Ahí, la voz de Paul se despide con una digna luminosidad: Ahora el momento ha llegado / Así que, amor mío, he de irme / Y aunque pierda a una amiga / Al final te vas a enterar de lo que ha pasado.

El toque maestro está en el acompañamiento que hace la voz de John Lennon en esas líneas, quien las repite de un modo sombrío, en contraste al de Paul. El oído atento podrá percibirlo. Ni siquiera parece cantar, simplemente arrastra las palabras, desganado, una parte del protagonista sabe lo difícil que todo será a partir de ahora. Es un mismo espíritu que se desdobla en situaciones así. La ambigüedad, los sentimientos contradictorios que carga uno al marcharse. Ningún cóver que se le haya hecho ha sabido detectar la importancia de este detalle, mucho menos replicarlo. La lección que dejan los Beatles es que de cualquier modo hay que moverse. Ir en busca de Sol. De otro Sol.

Durante años creí que John Lennon cantaba nada más en ese fragmento. Mi amigo Jorge D. (que sabe mucho más de música que yo) me aclaró un día que no: en realidad las voces de John y Paul van juntas en «I’ll Follow the Sun» durante la mayor parte del tiempo, fusionadas de tal forma que apenas y se nota que son dos gargantas y no una las que nos acompañan. Es durante los segundos de despedida en que las voces se separan. De este modo muestran los sentimientos discordantes que se mezclan en la ruptura. El efecto es enternecedor.

And now the time has come
And so my love I must go.
And though I lose a friend,
In the end you’ll know.

One day you’ll find
that I have gone.
For tomorrow may rain so,
I’ll follow the sun…

Alguien que Elliott Smith solía conocer

Toda proporción guardada, Elliott Smith era casi una síntesis de los Beatles. Tenía la pasión melancólica de John Lennon, el virtuosismo melódico y compositivo de Paul McCartney, y la sensibilidad y contención instrumentista de George Harrison. Le faltaba solo el carisma y talante de Ringo Starr. Elliott Smith terminó como terminó al no poder lidiar con la locomotora que llevaba por dentro. Un tormento a flor de piel, quiebre continuo que se deslizaba en sus canciones, caramelos cargados de hermosura con los que uno acaba por sentirse tan emotivo como apesadumbrado.

Vaya que aquel pobre hombre la pasaba mal. Más que escucharlo uno quisiera darle una palmada en la espalda, un abrazo, cualquier gesto de aliento que, se sabe, ya no le puedes dar.

El álbum más beatle de Elliott Smith fue el último que publicó en vida. Figure 8 (2000) fue su Abbey Road personal. En medio de la marea de cambio de milenio, el compositor estadounidense ni se inmutó. Sacó una colección de pop preciosista de sonidos templados cual si fuera 1969. El resultado es conmovedor, un último acto heroico en el terreno donde era diestro.

Pese a estar abrumado por los días, Elliott se las ingeniaba de algún modo para deleitar. Su vida era una debacle a la que equilibra con caricias sonoras, recompensando así a quienes accedían a escuchar sus confesiones más íntimas. Muchos genios cargan con una losa e intentan disculparse sin darse cuenta de que no tienen que hacerlo, sin comprender que quienes los quieren de verdad estarán ahí con ellos pase lo que pase; aún así actúan como si tuvieran una deuda que pagar. Son tan susceptibles que creen que deben justificarse ante el otro, cuando más bien merecen consolarse a sí mismos.

Figure 8 lleva una estructura que da cuenta del estado emocional por el que pasaba su autor. Las primeras canciones van a tambor batiente: inicia con «Son of Sam», uno de sus temas de mayor amplitud, y sigue con rendiciones del calibre de «L.A.» o «Junk Bond Trader» que son portentos dignos de alguien en plenitud y que aspira a salir en MTV.

Sin embargo, algo se descompone sobre la marcha. Por más que Elliott lo quiera disimular, hay una sensación que lo aqueja. Esto se hace patente en las pistas cuatro y cinco que llevan títulos parecidos entre sí, el autor se rinde por unos momentos y deja la creatividad de lado para evidenciar la cisma que le acorralaba. La cabeza no da para más durante la ruptura. «Everything Reminds Me of Her» y «Everything Means Nothing to Me» tratan de la memoria que atormenta, va de la mujer lejana siempre presente y termina con el nihilismo. Ya nada tiene significado para él.

Con la ornamentación y el tratamiento que da a «Everything Means Nothing to Me», propia de música de cámara, da la impresión de estuviera acompañado de un pequeño ensamble, aunque en el fondo esté solo. Es el canto de cisne de su espíritu maltrecho. Bajo capas de arreglos e impulsos melódicos sepulta la verdadera catástrofe, el derrumbe que le consumía por dentro.

¿De dónde viene la aflicción? Hay indicios en la canción menos elaborada de todo el disco. Una pieza que sabe a desliz. Soltada apenas en la segunda posición, «Somebody That I Used to Know» aparece así, pronto, como una carga que por más que intente no le queda otra que soltar lo antes posible para librar la condena… sin lograrlo. La semilla lanzada en ese momento termina por formar la bola de nieve del resto de la obra. Esto, que seguramente representó un drama personal, deriva un logro artístico mayúsculo.

«Somebody That I Used to Know» es un relámpago acústico. Las sensaciones reflejadas ahí son tan intensas que no podían extenderse demasiado. Se trata de la canción menos tratada en todo el material. Elliott no quería retomarla mucho. El dolor era suficiente ya como para volver a él a agregarle algún arpegio, un teclado. Tampoco lo necesitaba. La letra es confesión sin ambages. El nebrasqueño tenía sentimientos tiernos que una mujer volvió duros.

Ante ello, Elliott da un paso de página ambivalente. Se congratula de que todo haya terminado: su interlocutora no comprende lo que causó. Hay reproche, también la voluntad de olvidarla y seguir adelante. Crees que no hiciste mal, le dice a modo de reclamo, y por ello no vale la pena volver a concederle un solo pensamiento.

Es hora de dejarla ir. Lo que fue ya no va más. La persona que fue especial ahora solo es alguien que solía conocer. Pero es mejor que permanezca en silencio. Ya no puede hacer sonidos. Se ha convertido en una película muda.

La conexión entre Jeanette y Chéjov

Todo llega a su fin, uno lo comprende un día, a menudo cuando está cerca de anochecer. La última obra de teatro escrita por Antón Chéjov, El jardín de los cerezos (1904), da cuenta del ocaso. El resquebrajamiento de una época a la que los ocupantes siguen aferrados. Un derrumbe del que no se percatan: condena por frivolidad. La bancarrota que arrasa un espacio donde hubo memorias y donde hubo belleza. En esta costura el drama. O la comedia, como la ideaba el autor, pese a sucesivas interpretaciones. Aun así, como apunta uno de los personajes, no hay día en que no ocurra una desgracia.

En el segundo acto hay un diálogo sobre la condición reducida del hombre. No somos para tanto, piensa uno de los presentes. Al final todos morimos, así que sería mejor olvidarse de ínfulas y ponerse a trabajar. Una forma de trascender, aun siendo pequeño, o más bien, ver con cinismo lo fútil de toda esta patraña. No creamos que somos mucho más que las hormigas, así que toma la pala, las botas, la pluma y papel, lo que sea. Entra en acción y acepta lo que corresponde.

Trofímov pone en duda lo dicho. ¿Cómo está eso de que morimos? Quizá tengamos cien sentidos y al morir solo perezcan cinco de ellos, los que conocemos hasta ahora. Puede que los otros noventa y cinco continúen vivos. Otros modos se existencia son posibles, no hay que afligirse ni bajar la cabeza.

Las líneas anteriores pasan un tanto desapercibidas dentro de una de las más famosas y aclamadas obras de Chéjov. Hubo, no obstante, alguien que casi ochenta años después retomó la teoría de que las personas tienen cien (o más) sentidos. Se trata ni más ni menos que Jeanette en Reluz (1983), el tercer álbum de su carrera.

Tras el éxito que Corazón de poeta tuvo en Brasil un par de años antes, la cantante y su equipo decidieron grabar un álbum con tintes bossa nova para afianzar el mercado. El resultado no tuvo el éxito que esperaban, pero el intento dejó un puñado de joyas. La más destacada de ellas es «Más de cien sentidos».

Compuesta por Edson Vieira de Barros (conocido con el nombre artístico de Ed Wilson) y José de Ribamar «Cury» Heluy, «Más de cien sentidos» calza perfecto con el estilo hipnótico de Jeanette; el de una belleza que no tiene que esforzarse para seducir y a quien le basta un susurro para dejar huella. El suave aliento que derrite un glaciar.

La adaptación al español del tema original en portugués corrió a cargo de Luis Gómez-Escolar, un orfebre de la lírica hispana. Ignoro si cualquier de los involucrados pensaba en El jardín de los cerezos durante las sesiones de grabación. Es probable que no, y aún así está la referencia. Los dos tenemos más de cien sentidos

Digo que es probable que no porque el retrato difiere en casi todo en ambas piezas, excepto por esa alusión. Mientras Trofímov piensa en la trascendencia humana, un horizonte existencial en el que caben todos, Jeanette canta a la intimidad de pareja. Todo brilla, solo para ellos dos. Amantes prometidos de amor sin fin. Estrellas caídas llevadas por la misma canción. Al estar juntos la experiencia es tan amplia, tan placentera, que cinco sentidos se quedan cortos. En su historia romántica se agolpan más de cien sentidos.

Charles Bukowski y la decepción con una mujer

Foto: Michael Montfort.

Un desconsuelo sobreviene cuando alguien comete la desfachatez de no ser como creíamos que era. Tal suceso equivale a la caída de un árbol que se ha cortado sin sentido. Madera noruega que se pudrirá al paso del tiempo. Es la decepción. Chispas que lanzan los tontos sentimentales, como aquella canción de Roxy Music.

Charles Bukowski era uno de ellos. Una víctima habitual de la salvaje tristeza que supone lo que se ha perdido para siempre. No había remedio para él. Lo decía en uno de sus poemas referente a ese espacio en el corazón que nunca será llenado… pero en el que seguimos a la espera.

Su sensibilidad era especial con algunas mujeres, en específico con las que por una u otra razón acabaron lejos de su vida. En una carta dirigida al poeta Steve Richmond en 1971 fue enfático al respecto.

Richmond era uno de los pocos amigos que tenía dentro del círculo literario, un ámbito que por lo demás le asqueaba. Pues bien, él pasaba por un mal momento tras la traición de una chica. Bukowski, más experimentado (era veinte años mayor) intentó darle un consuelo. Le dijo que había mujeres que podían hacerte sentir bien, pero que al cabo de un rato no tendrían empacho de clavarte un cuchillo y retorcerlo por dentro. Esto es de esperarse, le dijo, pero de cualquier modo duele cuando ocurre. Era normal que Steve se sintiera abatido.

Bukowski le aseguró que algunas mujeres gozan de enfrentar a los hombres entre sí, sobre todo enfrentarlos consigo mismos en una carrera a las tinieblas, y que si la oportunidad se presentaba la tomarían con gusto. Refería que los hombres tienen un tipo de lealtad que no es manejada por ellas.

Por último, le aconsejó dejarla ir. No tenía caso. «La soledad también trae un amor tan alto como las montañas». Lo sabía bien él, dado a periodos prolongados de reclusión.

El alejamiento tenía igual sus consecuencias. Una vez que la confianza se había roto la cadena de podredumbre se extendía. En otra carta, escrita en 1966, el autor angelino fue tajante. «El problema no es tanto perder a una mujer, esto es esperable, sino presenciar hacia dónde finalmente se dirige… hacia la muerte más corrompida, hacia lo más falso de lo falso, hacia la mentira, hacia la obvia mentira a perpetuidad. Es como una comedia, solo que tú eres la única persona en la audiencia y ellos están en el escenario».

Es famoso el poema en donde Bukowski asevera que siempre hay una mujer que te salva de otra y que mientras esa mujer te salva también se prepara para destruirte. Polémico y contradictorio, caía en generalizaciones espurias, en agravios. Aunque tampoco es que se pueda pedirle temple a alguien envuelto en llamas.

Además, sí que hay unos cuantos casos así. De inclemencia, de lascivia que destruye a seis manos el jardín que se había formado en tres primaveras. La puesta en abismo que ofrece la fórmula exclusiva a uno y a otro y a otro. Ante la compenetración grupal, el adiós inevitable. Hay deslices que no se pueden tolerar.

Luego de la cisma viene el silencio, al final todo es un poco nada. Borges reflejó esa verdad demoledora al escribir sobre la muerte de Beatriz Viterbo tras una candente noche de enero. Pese al desplome, el mundo sigue su marcha. Los anuncios de cigarrillos, el ruido de las cafeteras, los periódicos manchados. Así nosotros seguimos. Un sobresalto al principio, uno que al otro día ya es un poco menos y que al cabo de otros días desaparece. Lo que hubo está perdido. Triste, hasta que lo olvidas.

La melancolía del encierro

Son días de jazz. El blue de Miles, el blue de Coltrane, el blue de Kenny Burrell, el blue de Tina Brooks, el blue de Paul Desmond. Qué mejor descripción de la melancolía del encierro que la leve guitarra de Jim Hall en “When Joanna Loved Me”, como si los dedos fueran un susurro en las cuerdas. Canela en rama junto al saxo que quiso ser un martini seco, una delicada recreación instrumental de las palabras de Jack Segal: el recuerdo de la persona amada cuando ella era recíproca, presencia que hacía de cualquier muladar un rincón de París, que cada instante a su lado fuera una tarde soleada de mayo, que cualquier sonido supiera a Mozart.

Queda poco de eso, salvo en la memoria. A falta de contacto y del efecto rejuvenecedor de las distracciones, las paredes aumentan la dimensión tiránica. La tarde de mayo es de pronto un chubasco de agosto, y es probable que al cabo de unos días dé un brinco al otoño más triste. Tal vez llegue el mes que suponga la resurrección, aunque no se sabe si será este mismo año o el siguiente o el que va después. Y muchos ya no estarán (o estaremos) para presenciarlo.

Un truco para no caer en desesperación está en transitar en piloto automático. Ir de la habitación a la cocina (el nuevo éxodo diario) sin pensar más que lo mínimo. No traer a colación las semanas de confinamiento acumulado ni el tiempo perdido e ir libres del espeso guirigay, fingir que la incertidumbre es un espejismo, un instinto legado por los ancestros como cualquier otro fastidio. Renegar; ni futuro ni pasado, tan solo el instante perpetuo en la que te las apañas para guardar el talante. Pensar que la vida es esta minucia y así, tal vez, dejar de angustiarse por lo que a fin de cuentas ya se ha vuelto la nada.

El engaño, claro, dura poco. Ahí están los recuerdos que se niegan a morir. No se rinden, contrario a lo que tenías planeado. Te arrastran con ellos, como en la canción de Joanna. Apenas se agolpa en la mente aquel viejo paseo, la minúscula charla, y de nuevo estás ahí, lamentando lo que ya no encuentras, lo que por ahora no puedes hacer. Y aunque eso duele a rabiar, también te remite por un instante a ese mayo remoto. Te brinda un fragmento del París nunca visitado. Una sonrisa de ella. Una caricia de Paul Desmond y del jazz todo, en sus tonos blue, tan lúgubre como romántico. Valores todos que, pese a la tristeza, te invitan a seguir en la lucha. A mantenerte esperanzado. La ansiada vuelta se acerca cada día.

Publicado originalmente el 13 de agosto de 2020.