Despídete del año, querida

Evitaré en el tópico de hacer un balance de lo que fue el año que ahora termina.  En el 31 de diciembre la mayoría de las personas anda ocupadas en otros menesteres. No todos, es verdad. Hay mucha gente que pasan el Año Nuevo en soledad o en celebraciones sin nada de especial. A ellos les envío un afectuoso saludo. Tampoco es que lo que les pase sea tan malo. La culpa la tiene el contexto. Parece que si el 31 de diciembre no bebes champagne sobre un rascacielos, tu vida es en automático candidata a ser lo peor que ha existido. Y no, tampoco hay que hacer dramas. Si no tienes a nadie a lado, baja una película para ver mientras tú solo te dejas llevar por una botella de vino y chocolates. Es un plan superior a determinadas reuniones que son de lo más incómodas.

El 2013 tuvo mucho de malo al igual que trajo noticias positivas. Lo de siempre, vamos. No hay ningún año perfecto, así como no hay ninguno que esté lleno de tragedias, Hay algunos que son jodidos en serio, pero al menos ofrecen algún minuto rescatable. Sea por una visita al zoológico, por un helado de vainilla o por el mero hecho de que se ha podido respirar hasta las últimas consecuencias.

No revelaré con exactitud lo que he pasado en los doce meses que hemos dejado atrás. Diré nada más que me despedí de grandes personas y conocí a seres maravillosos. Vi películas, escuché discos nuevos y viejos. Me gradué. Terminé el borrador de la tesis.  Sufrí. Disfruté. Acabé arrepentido de las decisiones tomadas, aunque no de todas porque otras estuvieron acertadas. Tomé alrededor de treinta autobuses entre tres ciudades. Afiné el guardarropa.  Usé un collarín. Tuve desencuentros. Pláticas que hicieron que olvidara por un tiempo la podredumbre. Fui a conciertos, menos que en otros años. Lo mismo con el cine.

Y, sobre todo, viví momentos intrascendentes. Días que ya no recuerdo. Días que pase en la secuencia de levantarse de la cama-tomar un baño-comer-salir-regresar-dormir. Sin nada palpitante de por medio. Días como los cualquiera ha pasado, yo creo. Días que pese a que pudieran parecer oportunidades desperdiciadas, de cierto modo agradezco. Porque son días que no trajeron consigo ningún accidente, ningún muerto, ninguna visita a prisión. Días de soporte. El relleno que permite que lo extraordinario  se sostenga.

Lo que sí creo fue un buen movimiento fue abrir este blog. Después de un año sin tener una bitácora personal, tomé la determinación de iniciar una nueva. Fue un acto que nació a partir de una espina interna que creció hasta volverse una molestia.

Había dejado de bloguear porque creí que era conveniente separarse un rato del teclado. En ello influyeron desilusiones, ocupaciones y la sensación de que no iba a ningún lugar. Luego me arrepentí. Tuve que asumir que dedicarle tiempo a un blog no se trata de alcanzar el éxito. El no tener la recepción que creía que merecía era lo de menos. Lo mejor de escribir en un espacio en línea es hacerlo por uno mismo. Para llevar un registro de acontecimientos que de otro modo se evaporarían con facilidad.

Varias veces en aquel año que estuve sin bloguear,  viví cosas que eran dignas de contarse y que ahora han perdido todo sentido. Me arrepiento de no haberlas plasmado. Lo lamento cuando lo pongo en perspectiva. Llegué a decirme: «Tienes que escribir esto, sácalo de tu pecho, no dejes que se haga piedra contigo». Pero lo dejaba de lado. Pensaba que había que seguir el camino sin dejar constancia de nada, De cualquier forma a nadie le importaba, así que para qué tomarse el tiempo y el esfuerzo. Tonterías por el estilo. Dejé ir muchas palabras que pudieron tomar forma conmigo.

Hace tiempo una tía me platicó  que escribió una novela cuando fue niña. La escribió hace décadas,  entre los catorce y los dieciséis años de edad. A mano, sin máquina de escribir ni mucho menos computadora. El manuscrito  terminó por ser una pieza de casi trescientas páginas. Un libro que nunca le enseñó a nadie, que mantenía escondido en un cajón. Un amigo secreto en el que vertió los sentimientos que la embargaban de joven. Aquellas hojas contenían confesiones, rastros, obsesiones. Y un día, en medio de un impulso que jamás alcanzó a comprender, decidió tirarlo todo a la basura. Literal. Al escuchar las campanas del camión de la basura, tomó todo lo que había escrito y salió para depositarlo en una de las bolsas. El remordimiento fue tal que nunca más volvió a la literatura.

La historia me conmovió.  Pensé en la forma en la que abandonamos actividades o personas que podrían darnos todavía mucho juego. Travesías truncadas debido a un mal rato, a una decisión precipitada, a tirar la toalla.

Supe entonces que lo que no escribía se iba a un camión de la basura imaginario. Lejos por siempre, para no volver jamás. Lo de menos era la calidad. Los textos pueden ser grandes o malos. Estar ahí es lo que cuenta. Que las palabras que flotan por los aires encuentren un refugio en el cual departir. Dejar un registro de la propia existencia por si llega el día en que ya no se podrá.

Cierro el 2013 con esa satisfacción. La de saber que en esta página se alojan creaciones que antes no estaban ahí. Lecturas que no hubieran existido de no ser porque de pronto pensé que había que regresar a dar pelea. Y lo fantástico es que en estos últimos tres meses he recibido comentarios generosos por parte de ustedes los visitantes. Hace unas semanas, por ejemplo, me llegó un correo electrónico que me llenó de emoción. Sonreí como loco frente a la pantalla mientras lo leía. Palabras que me dieron un ánimo inmenso, que compensaron todos los silencios. Lo mismo por Facebook o en Twitter donde he recibido aprecio que a lo mejor no hubiera tenido si siguiera negándome a dedicarle unos minutos a escribir pensamientos. Apoyos por los cuales  el tiempo invertido ha valido la pena.

Al mismo tiempo no pierdo la dimensión. El soporte y el aliento podrían irse de repente. E incluso convertirse en reclamos o insultos. Igual habrá que continuar. Así sea escribir para un público adverso. Así sea escribir para nadie. Lo que más importa es hacerlo por uno mismo. No dejar que el señor de la basura se lleve los tesoros que nos pertenecen.

Feliz 2014  a todos los que están ahí. Los mejores deseos para ustedes.

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Anillo de graduación

No me gusta usar accesorios corporales. Nada de pulseras, aretes, collares. Llevo años sin usar un reloj de pulsera, aunque quizás eso cambie pronto. Y están los anillos, que no son lo mío. Si un día me caso propondré que las argollas sean sustituidas por una vasija.

De modo que hace unos meses, cuando terminé mis estudios universitarios, me negué a pedir un anillo de graduación con el paquete de foto generacional.

—Son de plata. Trecientos pesos de diferencia nada más, anímate —dijo la que ofrecía el producto.
—No, muchas gracias. No estoy interesado —le dije.

Luego, en encuentros familiares, llegaban las preguntas.

—Qué padre está la foto con la toga—decía alguna tía.
—Salí fatal.
—No digas eso.
—Es la verdad. La guardaré en el armario para que nadie la vea.
—Qué exagerado.
—Debieron haber empleado una mayor carga de photoshop, no me habría interpuesto.
—Oye, ¿y el anillo? Déjame verlo.
—No pedí anillo.
—¡Cómo que no pediste anillo!
—No es lo mío. Jamás lo usaría.
—¡Pero es un recuerdo de tu juventud! ¡Todos tus tíos tenemos uno! ¡Tener el anillo es una tradición!

Tiempo después, descubro que estoy en una joyería con mi padre. Pasa a menudo, das un pestañeo y ya no estás en tu habitación, sino en otro lugar.

—De verdad, no hace falta, no te preocupes —le digo a mi padre.
—Cómo que no.
—De verdad. Para qué quiero un anillo. No lo voy a usar.
—Es un recuerdo de tu carrera. Lo tienes que tener.
—¿Y yo para qué quiero recordar ese calvario? No, de verdad, mejor cómprame unos lentes de sol.

Acto seguido, mi padre pregunta a la señorita por los anillos de graduación. Muestran varios modelos.

—A ver, fíjate cuál te gusta y te lo pruebas..
—No, por favor, mejor después.
—Que te lo pruebes.

Miro la caja. Son alrededor de 20 modelos. Algunos traen piedras, algunos son chicos, algunos grandes, otros medianos. Presionado ante la situación, y para que la empleada no piense que desprecio la mercancía gracias a la cual se gana la vida, pruebo algunas de las opciones.

—Lo siento, ninguno me queda —le digo a mi padre.
—Son de muestra. Es para que elijas la forma. Luego al que te guste le ponen el logo de tu escuela, la universidad y lo ajustan a tu tamaño.

Maldición. Las vías de escape se esfumaban.

Elijo uno de apariencia discreta. Nada suntuoso. El plan es decir que ese está más o menos, pero que ninguno me convence del todo. Luego bastará con poner cara de «mejor hay que esperar a ver más opciones» para ganar tiempo y quedar como alguien que tiene consideración por las finanzas familiares.

—Ese le gustó. ¿Qué precio tiene? —le dice mi padre a la señorita.

La cifra es alarmante

—Está muy caro. No hace falta, después vemos mejor —digo.
—No, de una vez. Es un recuerdo de tu carrera.
—Puedo pedir todavía el del paquete de la foto. Con uno de plata está bien, el de oro ni lo voy a usar.
—Que no, entiende.

Ahí me rendí. Comprendí que el anillo de graduación era un regalo que le hacía ilusión a mi padre, y que debía atesorarlo como tal; quitar la cara de amargo y recibirlo con una sonrisa de gratitud. Era una cuestión generacional. Si para mí un objeto así no tenía mayor significado, para él y sus hermanos era un asunto capital.

—Está bien, papá. Muchas gracias.

Pagó con la tarjeta. Los de la tienda pidieron mis datos, tomaron la medida y tuve que enviarles el logo de la escuela por correo electrónico. Al mes pude pasar a recoger el anillo.

Durante varias semanas lo tuve arrumbado en un cajón. Era un lindo detalle, pero no hacía falta que lo usara para ir a comprar las verduras. ¿Y si un maleante se lo roba mientras estoy distraído? Mejor ni sacarlo.  Ese es el problema cuando tienes algo que costó mucho dinero: que siempre cargas con el miedo a perderlo. De tal forma que casi nunca lo disfrutas. Se vuelve una carga. Además estaba la otra parte, que a mí los anillos no me gustaban, así de sencillo. Era una cuestión estética.

Ah, pero bastó que viera algunas películas para que mi perspectiva cambiara. Aquel hombre distinguido lleva un anillo y se le ve fantástico, pensaba. Quizás deba darle una oportunidad al que tengo.

Y me lo puse. Y no estuvo tan mal. Soy Tony Soprano, decía ante el único espejo que podría tolerar semejante ridiculez.

Empecé a usarlo de a diario. A caminar con él por los parques.

Acariciar a los perros ya no era igual: ahora uno de los dedos contaba con una parte metálica que esperaba no afectara demasiado en la experiencia del animal.

Doy otro pestañeo. Esta vez aparezco en el asiento de un autobús. Un minuto antes estaba dormido. Noto algo raro en el ambiente. Miro por la ventana. El atardecer. Llevo ya unas dos horas de camino. Luego miro a mi mano derecha.

No traigo el anillo.

Reviso las bolsas del pantalón. A veces lo guardo ahí para lavarme las manos. No está ahí. Toca buscar en las bolsas del saco. Tampoco.

Ya con una ligera sensación de agobio echo un vistazo la bolsa frontal de la camisa, me fijo en el asiento. Incluso en el piso del autobús, aunque esté en movimiento.

En ningún lado está. No sé dónde lo dejé.

El anillo estaba perdido. Y entonces lo comprendí todo. Ese anillo que para mí no significaba nada, el anillo que no quería, de pronto simbolizaba todo para mí. Sentí que le había fallado a mi familia al extraviarlo. Lo mío era una vergüenza. No merecía compartir el mismo planeta que el resto de los humanos.

Llamo por teléfono a la casa de unos familiares.

—¿De casualidad no dejé el anillo con ustedes?

Alarmados prometieron buscar. Todos lo hicieron, aquellos con los que había convivido en las horas previas a la pérdida. Nada sirvió. Pasó una semana hasta que vine a escribir esto. Lo curioso es que el sentimiento de culpa no se va. Aunque ahorrara para comprar uno igual, o aunque me hicieran el regalo de vuelta, ya no sería lo mismo. Ese anillo, el primero que me dieron, el que me pertenecía, el que hacía ilusión a mi familia, está lejos en estos momentos. Y me pone mal saber que alguien más lo pudiera tener.