Rius, un viejo amigo

Yo de niño quería ser monero. Me parecía el trabajo ideal. Podrías divertir a la gente y a la vez entrar en el debate nacional. Por aquellos días yo estaba muy influido por Eduardo del Río, “Rius”, una de mis primeras lecturas. Devoré todos los libros que encontré de él. Los títulos de Rius abordaron cualquier temática que se pudiera ocurrir. Desde la filosofía, hasta la religión, pasando por la economía, la política, la música, la tauromaquia, el sexo y la nutrición.

Visto a distancia, la obra de Rius está llena de imprecisiones, sesgos y recomendaciones nocivas con las que mucha gente se formó y que todavía son vistas como una norma por los miles de lectores que tuvo. A menudo la borrachera ideológica le jugaba malas pasadas. En sus libros hay tanto conspiranoia política, como una perspectiva que llega al límite de la anticiencia (era un crítico irracional de la medicina) y tenía una inclinación constante a la falacia naturalista.

Sin embargo, a la vez, los libros de Rius contenían unos cuantos apuntes válidos que nunca deben ser vistos como una biblia (de la que él mismo tanto ironizó), sino como un punto de partida. El error es conferir rigurosidad a lo que hay que ver como una pequeña noción, una base a partir de la cual forjar una ruta más seria. Su mérito fue imbuir la sed de conocimiento. La enorme capacidad de síntesis. Mostrar que la educación podía ser entretenida. Rius podía equivocarse, pero nunca era aburrido.

Recuerdo haber llenado mis cuadernos de la secundaria con monitos. Les ponía grandes globos de texto y ahí escribía los resúmenes que dictaban los profesores. También añadía chistes y cuanta locura se me ocurriera. Quería ser como Rius. Una vez el maestro de historia se dio cuenta de lo que hacía. Tomó mi cuaderno para una revisión durante el recreo y empezó a hojearlo; ante él pasaron todos esos personajes, mal dibujados, entre los cuales destacaban futbolistas, taqueros, monjas y perros. Todos ellos hablando de los temas que habían sido abordados durante las clases. El virreinato, la independencia, la revolución… Sin decir nada más, mi profesor tomó el cuaderno y fue a mostrárselo al director, que pasaba cerca de ahí por el pasillo. Ambos solían ser solemnes y estrictos. Pensé que me iban a regañar. Pero más bien se rieron. Soltaron una carcajada por unas cosas que había puesto. Los vi comentarse algo al oído y lanzar una sonrisa de complicidad. Luego se acercaron a mí para devolverme la libreta añadiendo un simple: “Te pasas, eh, pero muy buenos resúmenes” o algo así. La memoria me falla. Lo que sí sé es que en ese momento se reveló ante mí la gran posibilidad que ofrece el humor.

Conforme crecí dejé de leer a Rius. Ya al final yo no coincidía en casi nada con él. No obstante le reconozco que al menos tuvo la humildad de sacar un libro llamado Lástima de Cuba, dedicado a señalar el gran fracaso de los hermanos Castro. No todos los socialistas tienen detalles así.

De cualquier modo, volteo hacia atrás y recuerdo lo importante que Rius fue alguna vez en mi formación. Esa gran habilidad que tenía para explicar lo complejo de forma sencilla: una lección invaluable. Y aunque mucho de lo que mencionaba no era del todo preciso (y a menudo estaba de plano equivocado), proporcionaba un abanico de temas a los que, de no ser por él, no me habría acercado en absoluto. A partir de ahí ya le correspondía a uno seguir explorando y formarse de su propio criterio. Eso es lo que hice y de manera indirecta el maestro Rius también contribuyó para que yo me dedicara a contrastar la información, aun cuando tal cosa supusiera apartarme de él.

Les digo. Hace años no leía a Rius. Nuestras posiciones políticas e ideológicas se alejaron de manera irremediable. Pero hace poco fui al Museo del Estanquillo y quedé prendado con las piezas relativas de aquel viejo maestro. La colección del museo no me gustó tanto, pero sentí nostalgia al ver dibujos de Rius. Me puse a pensar en aquellas tardes donde sus caricaturas me pusieron en contacto con el gusano del conocimiento.

El único cuadro con el que me tomé foto en el Estanquillo fue con la parodia de Rius de La última cena, protagonizada por los míticos personajes de Los Supermachos y Los Agachados, obras corales que son un retrato indispensable de la sociedad mexicana. Me atrevo a decir que son la versión mexicana que anticipó a Los Simpson, así como su serie “para principiantes” se adelantó a la colección millonaria de libros “para dummies”

En esos días estuve pensando mucho en él. Un amigo de la infancia. Quizás ya nunca lo volvería a leer, pero mi cariño lo tenía asegurado. Cuando supe que falleció sentí un hueco en el estómago, el mismo órgano que en alguna época se sometió a las horribles dietas sugeridas en La panza es primero.

Lo tendré siempre como ese viejito loco entrañable.

Descanse en paz, Eduardo del Río.

 

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Foto: Pedro Valtierra /Cuartoscuro
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El asiento trasero de Charlie Brown

Charles M. Schulz dejó una gran cantidad de lecciones a través de la tira cómica Peanuts y el conjunto de sus personajes. La reflexión, la ternura y el sentido del humor se conjugan en su obra para dejar manifiestos que logran impactar y poner en perspectiva al lector. La sencillez de largo alcance que, a través de un grupo de niños en unos pocos cuadros, acaba por hablar del paso de la vida en general. Las estampas de Charlie Brown y compañía son un archivo de consulta para cualquier momento en el que se requiera nutrir la sensibilidad y entrar de lleno en un tipo de inocencia que ya no abunda: en donde la genialidad echa mano de los recursos simples e inmediatos. Aquellos identificables para cualquiera, como la caída de una hoja o la compra de un helado. El inicio de una chispa interior que lo mismo levanta un recuerdo que una sonrisa.

Los grandes trabajos de Charles M. Schulz se apilan a montones durante varias décadas. Basta elegir al azar una de sus páginas para obtener una sustancia para recubrir los vacíos de la emoción. Resulta incluso recomendable hacer un recorrido en desorden por su legado. Tomar pinceladas de por aquí y por allá hasta crear una pintura de dulzura pensativa.

Una de las últimas publicaciones ante las que terminé flechado pertenece al año de 1972. Se trata de una secuencia en la que Patty y Charlie Brown conversan acerca de la seguridad. Patty instala el tema a modo conceptual, pero de inmediato Charlie Brown lo pasa a un plano de cercanía. En la forma en que el lector se pueda vincular. Vivir así la historia de otros como si fuera la propia.

—Seguridad es dormir en el asiento trasero del auto —dice Charlie Brown—. Cuando eres un niño pequeño y has ido a algún lugar con tu mamá y tu papá, y es de noche, y vas en el auto con rumbo de vuelta a casa, puedes dormir en el asiento trasero. No tienes que preocuparte de nada… tu mamá y tu papá están en los asientos delanteros y ellos absorberán todas las preocupaciones. Se harán cargo de todo…

Patty interviene. Le dice que eso es genial. Sin embargo, Charlie Brown entra en angustia antes de continuar con el mensaje.

—Pero eso no dura para siempre. De pronto, creces y ya nunca más vuelve a ser igual. Se ha acabado y ya no podrás volver a dormir en el asiento trasero nunca más.
—¿Nunca?
—Absolutamente nunca.
—Toma mi mano, Chuck.

Las palabras de Charlie Brown no solo invitan a la reflexión, también remiten a tiempos preciosos de la infancia en donde, en efecto, no había razones para preocuparse. Tiempos en los que existía una comodidad no del todo consciente y en donde bastaba con cerrar los ojos para que los padres se encargaran de arreglar los problemas que pudieran surgir.

Una certeza, la de que tienes a personas que te protegen y que harán lo que esté en sus manos para cuidarte. Pero, como se indica también, eso pronto llega a su fin. No puede ser para siempre. La ligereza desaparece un día para quedar en el recuerdo. Y es aterrador. Y triste. Saber que ya nunca se podrá ser el niño que duerme en el asiento trasero mientras los padres conducen en medio de la noche —y la tormenta— hacia el lugar en donde igual se harán cargo de ti. Si te lo piensas es una perspectiva dura. Durísima. Adiós a la certeza de que todo estará bien. La sensación se ha ido y ahora eres el encargado de tu propio destino. Un reto que resulta estimulante y que promueve el orgullo, pero que al mismo tiempo exige compromiso, una serie de condiciones innegociables para las que no siempre se dispone de la fuerza suficiente.

Yo no le había dado la justa dimensión a esto hasta que Charlie Brown vino  a removerme la cabeza. Ya nunca seré el niño que duerme con tranquilidad en el asiento trasero del auto.

Los pensamientos se extienden. No todo es aterrador. El automóvil es mucho más que un medio de transporte. Es un pequeño hogar. El sueño fundacional de la familia en el siglo XX. Un símbolo de éxito e independencia.

En una época de familias separadas en donde cada integrante mira la televisión desde su propio cuarto, los viajes en auto se presentan como una de las pocas oportunidades para acercar, para mantener la unión entre las personas. Ecos de intimidad colectiva que acercan a los pasajeros durante el trayecto.

Ir en auto es llevar la vista puesta hacia adelante. Estar en sintonía de conversación, en donde se puede ver y escuchar lo que los otros perciben desde sus sentidos. Tener a los demás a una caricia de distancia. Avanzar y detenerse juntos. Padecer de los baches al unísono, delirar con un tope que se ha sobrepasado unos centímetros. De igual forma el auto es el confort de la piel. El auxilio del aire acondicionado cuando afuera se derriten los cubos de hielo. Subir los vidrios para entrar en una burbuja. Perderse en calles desconocidas y tomar atajos por el camino empedrado.

Que el resto hable de las bondades de otros medios de transporte. Que salten en júbilo con las ventajas de ir en bicicleta. De la armonía ecologista y del vértigo de hacer el viaje en una moto sin miramientos. Que te hablen de lo saludable que es caminar por la banqueta. Y que después te digan lo malo que es el tránsito vehicular. Lo mal que hacen los autos al medio ambiente. Que el metro es la respuesta y que las canalladas del transporte público son parte del folklore de tu tierra.

Nada le quita la mística al auto. Seas el conductor, el copiloto o el rehén que va acostado en la cajuela. Se trate de un deportivo, una camioneta, un compacto, una limusina, una chatarra sobre ruedas… es un auto. La posibilidad de partir en cualquier momento al rumbo que te plazca. El lugar en donde dormiste y en donde avanzaste en silencio junto a las personas que más quisiste en la vida. El artilugio con el que fuiste a la playa. El lugar en donde está encerradas tus pertenencias. Toda esa basura que es fundamental para mantener a flote tus nervios.

Que Charlie Brown lo sepa.

***

Ocurrió hace un año. Estaba en el auto con mi familia. Mi padre iba al volante (esa tradición en sí misma), mi madre de copiloto y los tres hijos atrás. Por una serie de circunstancias hace mucho tiempo que los cinco no íbamos juntos así. Y recorríamos calles que yo desconocía. Preferí no preguntar a dónde nos dirigíamos. Solo dejé que aquello ocurriera. Tuve la impresión de que estábamos perdidos. Pero nadie decía nada. Daba igual. Yo me sentía bien. La prisa, el enojo, el aburrimiento… no existían. La música alumbraba las bocinas y lo importante es que estábamos ahí, uno al lado del otro. Mi padre siguió conduciendo durante un largo rato, por horas quizás. Hasta que se dio cuenta de que era suficiente y manejó de vuelta a la dirección de antaño.

Mi hermano menor dormía ahí, entre nosotros.

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Algunas anotaciones sobre mi madre

Mi madre es muy buena cocinera. Sé que la mayoría de los hijos dicen lo mismo, pero mi madre cocina de maravilla en un sentido objetivo. Existe un consenso al respecto. Propios y extraños me lo mencionan cada que tienen oportunidad. De alguna manera se las ha arreglado para imprimir armonía y calidez en cada uno de sus platillos, desde la simpleza de un sándwich hasta las complejidades de un banquete navideño. Al parecer la habilidad la heredó de mi abuela, que todavía en la actualidad deleita con sus habilidades en el terreno de la comida mexicana. Ella incluso llegó a tener un restaurante a principios de la década de los noventa con mucho éxito. Cerró porque era una labor muy pesada para alguien de su edad. Estaba absorta por completo. A pesar de los años de retiro, todavía es abordada algunas veces en la calle por antiguos clientes que la felicitan y le recuerdan lo mucho que disfrutaban de sus creaciones. Le piden que regrese al negocio. Le aconsejan contratar a un equipo de cocineras para que le ayuden, aunque al final siempre obtienen un no rotundo por respuesta. La cuestión con mi abuela es que es muy celosa con su talento. No le gusta compartir recetas con nadie. Ni siquiera con sus hijas cuando le suplican. Pareciera que es su modo de mantener el aura imprescindible de su figura hasta el final. El único método que hay para obtener algunas nociones de su técnica en preparación de alimentos es observarla cuando está frente a la estufa. Pero ni así. De poco sirve conocer los ingredientes, las cantidades y los tiempos. Hay una parte que se escapa, una que no se puede emular. Algunos de mis platillos favoritos están condenados a la extinción.

Mi madre vivió un tiempo en Canadá durante su época como estudiante. Se alojaba en la casa de una pareja de ancianos y tenía como compañera de habitación a una joven hindú, la cual rezaba y meditaba en el suelo varias veces al día. Una chica muy amable que alguna vez le regaló a mi madre un billete de la India que, por desgracia, luego perdió. El matrimonio que administraba el hogar era muy estricto en cuanto a la conducta de los inquilinos. Para ahorrar costos tenían una regla: el baño diario estaba prohibido. La ducha estaba limitada a llevarse a cabo cada tercer día. Mi madre siempre ha sido muy limpia y esto representaba un inconveniente. La idea de andar sucia le aterraba, así que decidió no se dejarse vencer. Cuando el matrimonio salía para ir a la tienda o asistir a algún compromiso, ella desobedecía las órdenes y se metía a bañar… aunque fuera con el agua fría. A veces, cuando surgía la oportunidad, lo hacía con agua caliente. En este caso tenía que secar bien el baño y eliminar rastros de vapor en las ventanas para que nadie se diera cuenta de lo que hacía.

También vivió Nueva York, una temporada en la que amplió sus perspectivas y en la que se tiró a la enorme oferta culinaria que la ciudad ofrecía. «Es difícil contenerse, es difícil privarse en un lugar así«, me dijo en alguna ocasión. Compraba cajas de alitas que parecían no tener fin. Malteadas que del tamaño de una cubeta. Postres con la energía suficiente como para encender un foco.  Por aquellos días le tocó asistir a un concierto de The Cars. De esto me enteré hace pocos años de forma casual mientras escuchaba «Just What I Needed» en la computadora. Mi madre se acercó y dijo: «Yo vi a esa banda en Nueva York. Ya no me acordaba, los reconocí cuando pusiste la canción». Durante el concierto, me dijo también, le pasaron un cigarrillo de marihuana pero ella no quiso probarlo.

Durante su juventud, mi madre participó en un concurso de belleza a nivel nacional. Representó a su estado de origen. Ahí conoció a un legendario conductor de televisión y de ahí salieron un par de actrices que luego se volvieron famosas. Alguna vez me enseñó un par de fotografías del evento. Lucía espectacular. Lástima que como hijo no heredé nada de su atractivo. Hace poco supe que había un video del concurso en el que participó. Mi padre me mostró un fragmento con su celular. Por alguna razón me incomodó verlo. Ni siquiera le pregunté de dónde lo había sacado o si estaba disponible en internet. No quise mirar más que unos segundos. Solo me quedé con su sonrisa. La de una joven que quizás no vislumbraba aún cómo sería su futuro. Una vida doméstica al cuidado de tres hijos, ya sin cámaras ni luces. Ya desde niño me acostumbré a ver las ediciones de Nuestra Belleza México y Miss Universo. Primero en compañía de mi madre, luego en soledad, aunque en años recientes he dejado de lado la tradición. Recuerdo una noche en que vi uno de los concursos en compañía de mi madre. Estábamos en la parte en la que se seleccionaban a las diez finalistas. «Se siente horrible cuando no escuchas tu nombre. Te hundes cada que mencionan el nombre de alguien más».

Hay un detalle que me entristece respecto a mi madre. Está consumida por el ideario de las creencias irracionales y las supersticiones. Así es y tengo en claro de que nunca lo podré remediar. Lo he intentado. He puesto esfuerzos en hacerle ver que no hay ningún fundamento en algunas de las concepciones de las que es rehén, que puede llevar una vida más libre y plena si rompe con las cadenas que la tienen sujeta un modo de ser en el que reinan los charlatanes. De nada sirve. Ella está acostumbrada a creer en los horóscopos y adivinaciones, así como una serie de prejuicios que juegan a varios niveles. El embuste la ha absorbido, ha echado raíces en su inocencia.  De vez en cuando vuelvo a intentar que recapacite. Le muestro las equivocaciones que se esconden detrás de los engaños habituales que rondan por ahí. Ella lo entiende e incluso llega a aceptarlo. Pero al poco rato se deja deslumbrar por alguna otra nota sin bases o ha adoptado una nueva convicción hecha por arte de magia.

Mamma-Roma

Cerca del azul

Me angustia ver a las moscas y mosquitos que se estrellan una y otra vez contra el vidrio. No sé si sean capaces de sentir algo parecido a la desesperación, en todo caso me pongo en sus zapatos (llenos de mugre) y el resultado es temible. Avanzar rumbo al horizonte y topar con una barrera, una fuerza invisible que detiene tu camino hacia la libertad. Morir sin saber por qué. Por ello les intento ayudar, no sin librarme de un pensamiento: quizás lo que busquen sea más bien el suicidio.

O me siento sumido en una profunda soledad o estoy fastidiado de la compañía. Estoy siempre en uno de los extremos, es imposible que esté conforme o que encuentre un punto medio. Nací para navegar en lo insoportable.

No tengo un solo amigo, al menos en el sentido hondo del término. Las personas que más me valoran son las que menos me conocen. Sé que hay quienes me aprecian y consideran simpático —dios los bendiga—, incluso hay algunos chiflados que me profesan admiración…  pero fuera de eso estoy aislado; vivo apartado de los movimientos sociales. Deambulo entre espaldas. Soy incapaz de encontrar una explicación. Considero, modestias a parte, que soy alguien educado y gentil. Tengo temas de conversación y me encanta escuchar y estar ahí para quien lo necesite. Pido poco, salvo un mínimo de civilidad. Entonces no sé. Cabe la posibilidad de que existan rasgos despreciables de mi personalidad que yo no alcance a identificar y que los otros sí. O que todos estén profundamente equivocados. Nunca se sabe. Aun así la soledad ofrece un dejo de orgullo: la noción de que no eres parte de los demás. Un consuelo que rara vez es suficiente.

Lo he dicho antes: me da asco ser leído por ciertas personas. Si pudiera, limitaría mi público a gente honorable. Ojalá tuviera la opción de vetar la entrada de algunos. Lástima que no se puede. Cuando te dedicas a publicar (así sea en medios informales) tienes que hacerlo al parejo. No queda de otra. Cualquiera puede ir y absorber lo que tienes. Lo único que resta es ceder. Durante una época creí que era preferible el silencio: no decir nada, guardarse para evitar que tus preciadas palabras llegaran a la boca del burro. Al final descubrí que eso es peor. El encierro te priva de muchas bondades. Toca aguantar la náuseas y continuar a sabiendas de que estás expuesto a los bellacos.

Además, un detalle. Este blog es leído por unas cuatro personas. Nada más. Ya debo asumir que la fama nunca llegará por aquí. Jamás seré descubierto por un productor de Hollywood o un editor importante por lo que escribo. Las bitácoras en línea son anticuadas y yo he pecado de necio. El problema es que no sé hacer otra cosa. Los plataformas audiovisuales que son tendencia resultan incompresibles para mí. Me veo incapaz de realizar videos o cápsulas de audio. El éxito todavía me obsesiona, aunque al mismo tiempo estoy dispuesto a continuar pese a su ausencia. Hazlo por ti. Lo demás es circunstancial.

Ya solo la familia apuesta por mí. No todos, desde luego. Solo los familiares cercanos que no llegan a la decena. El apoyo de ellos es casi un milagro. Por más que puedas alejarte de ellos alguna vez, no dejan de ser las escasas figuras incondicionales que tienes. Cuando mueras, por ejemplo, serán los únicos que lloren en serio por ti. Los únicos que te cuidarán en el hospital y los únicos que, al cabo de un año, seguirán visitando la tumba en la que te conviertes en polvo. Algunos conocidos lo harán por un rato, dirán que te extrañan y que no pueden seguir sin tu presencia. Dales un mes o dos. Se olvidarán, continuarán sin mayores problemas (y así está bien). Tu familia no. Llevarán un pesar hasta el último aliento.

De esto no me enteré hasta después. Ana Cecilia, una chica muy amable que conozco desde hace un año, me saludó el otro día mientras caminaba por la calle pero yo no me di cuenta por ir absorto en una lectura. Estoy apenadísimo con ella. Así se lo hice saber. Ni la disculpa me libra del sonrojo. Dejaré de lado mi costumbre de leer mientras paseo por la banqueta. No porque tenga temor de chocar contra un poste o ser atropellado en una esquina, sino porque me dolería mucho convertirme en alguien que pasa de largo ante la bondad de los demás.

Pasaba por el parque cuando vi a un montón de palomas pelear por un trozo de galleta salada. Ninguna lograba adueñarse del botín. Apenas una de ellas lo tomaba, la presión del resto hacía que lo soltara para que una más lo agarrara con el pico. De inmediato, la nueva dueña era abordada por las otras que no daban tiempo para masticar y tragar en paz. Aquello se repitió varias veces, hasta que ocurrió una escena digna de tirar una risa. Un pájaro, mucho más pequeñito que las palomas, planeó por la zona y aprovechó el caos para tomar la galleta y salir volando mientras las antiguas propietarias se quedaban sin saber qué acababa de ocurrir. Estamos rodeados de lecciones si estamos dispuestos a poner atención.

Si algún día publico un libro, para mí sería un honor que le sirviera a alguna familia para emparejar la pata chueca de una mesa.

Al igual que Patrick Modiano, considero que, más que habitantes del mundo, somos supervivientes del mundo.

Me contradigo más que nunca y me doy cuenta de ello. Ya no busco corregir ni decidirme por una de las opciones. Dejo el desorden tal como está. Es un dilema insignificante de cualquier modo.

Sigo con los problemas de sueño. Añoro poder dormir de corrido. Lo que tengo, en cambio, son despertares por la madrugada… cada dos horas más o menos. En ocasiones cada hora y media. Lo único valioso que he aprendido en estos años de desvelo es que si aguantas despierto hasta las cinco de la mañana, los sentidos entran en una faceta embriagadora… es como si no necesitaras volver a dormir. Podrías estar así durante décadas. Luego los minutos pasan y la euforia se va. Tienes la urgencia de tirarte a la cama.

Ni una sola vez he escrito sobre varias de las personas que más estimo. Siento que las ensuciaría con mis letras, que debo mantenerlas a salvo de lo que digo.

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Un rato de honestidad

Atravieso una crisis de lectura. De pronto se me dificulta terminar los libros. Pasa con ejemplares de muchas páginas, pero también con libros cortos que se supone están para acabarse en una sentada. Es la primera vez que me sucede. Un oleaje espeso detiene el ejercicio de pasar los ojos por las letras. Procuro no caer en agobios. Cabe la posibilidad de que sea el momento de abandonar la lectura y pasar a otras actividades. Antes moría por leer la mayor cantidad de títulos y autores. Ahora empiezo a considerar que acaso tengamos un límite a partir del cual la literatura deja de correspondernos. A mí me ha llegado demasiado pronto.

Con la escritura noto igual un alejamiento. Una especie de pérdida progresiva de una sustancia imprescindible para avanzar. Como si estuviera perdiendo la vista, pero en un sentido abstracto en relación al proceso de creación.

Percibo señales para preocupar: cualquier línea que escribo me parece fuera de sitio, mal ensamblada o llena de un torpe artificio. La disposición misma de las letras en cada palabra ha dejado de cuadrarme. Las expresiones y términos más simples me parecen extraños, dignos de pertenecer a un idioma que no domino y con el que a duras penas me las puedo ingeniar. En las últimas semanas se ha agudizado un trastorno en la percepción con el que veo errores en donde no los hay. Un ejemplo es el de la palabra utensilio que estoy seguro debería estar escrita con c («utencilio») o paciencia a la que echo en falta una s intermedia. La solución que encuentro ante tal embrollo es a la consulta constante de diccionarios para minucias en las que, en condiciones normales, no habría que detenerse. Así pierdo tiempo y naturalidad. Puedo pasar horas enteras en el trazo de una oración que al final parece sacada de un mal traductor en línea. Estoy en medio de una involución.

Cada día que pasa me aíslo más. Ya ni siquiera sé cómo conversar con mediana soltura. Estoy ensimismado, sin la menor capacidad de reacción. Soy una máquina de monosílabos. He perdido músculo para las relaciones sociales y no hay nadie con quien pueda recuperar el ritmo. Creo que ni siquiera estoy interesado en remediarlo. Lo intenté mucho y no funcionó. De cualquier manera, el mundo exterior no se pierde de nada con mi ausencia. Los seres humanos somos poca cosa, es la realidad. La falta de un sujeto en específico no supone mayor tragedia para nadie, excepto para familiares y amistades muy cercanas (y eso a veces). O admiradores, en caso de que los tengas. Estar al margen, por otro lado, te da cierto tipo de libertad. Al estar desarraigado, puedes abandonar y mandar todo al diablo sin temor a las pérdidas (porque lo que tienes equivale a un cero) o posibles ataques nostálgicos en el futuro. Estar en blanco, sin relevancia alguna, te ahorra un montón de peso en el equipaje.

Lo que lamento es haber entregado lo poco que tenía al tipo de personas que se marchan una vez que han absorbido lo que podían de ti, sin quedarse siquiera a enterrar tu cadáver. Le doy menor importancia conforme pasan las noches. Ir de víctima resulta ridículo y se ha de reconocer que uno mismo es el mayor responsable del estado por el que se atraviesa. A bancársela, entonces, como dicen en Argentina.

He asumido la idea de que nunca se publicará nada escrito por mí. Hablo de un libro o un texto que aparezca en una revista de alto tiraje. Debí aprovechar cuando aún tenía cierta ilusión. Aquel era el momento idóneo para enviar material a editoriales o concursos. Pero no lo hice. Nunca fui rechazado ni aceptado. Ni siquiera lo intenté. Dejé que la emoción pasara. Creí que una bitácora en línea sería suficiente para atraer la atención de alguien que pudiera adentrarme en las áreas impresas. De nada sirvió. Fue una mala estrategia. Este blog será mi único testamento. Debí probar por otros rumbos: picar piedra, intentarlo cuando aún tenía fuerza para hacerlo. Para que esto funcione tienes que poner mucho de tu parte. Saber vender tu producto, conocer a las personas adecuadas. Hice muy poco para conseguirlo. Siento profunda admiración por aquellos que logran escabullirse hasta llegar a la primera fila, una tarea en la que el talento cuenta menos que la determinación.

El otro día pasé frente a un restaurante oriental. Cerca de la puerta de entrada se encontraban un par de hombres que vestían de la misma forma: pantalón azul marino, camisa blanca y un chaleco de color crema. Platicaban entre ellos mientras se recargaban en una pared. No sé por qué me invadió una sensación de alarma. Esos hombres matarán a alguien, pensé. Están esperando a que un empresario salga del restaurante para entonces proceder a molerlo a tiros. Estaba seguro de que eso iba ocurrir. No tenía ninguna prueba para sostener la afirmación, tan solo una certeza que procedía de alguna locura en el cerebro. Tenía que alejarme de ahí para llegar a un compromiso, así que tuve una idea: le tomé una foto a ambos hombres para así poder colaborar con la policía cuando llegara el tiempo de esclarecer el crimen. Durante la semana siguiente revisé los periódicos en busca de una nota que hablara del asesinato de un hombre a las afueras de un restaurante. No encontré ninguna.

Tengo un recuerdo de infancia. Yo tenía como siete u ocho años. La casa era muy grande y ello causaba algunos conflictos. Las labores domésticas eran demasiadas para mi madre. Así que de vez en cuando recibía la ayuda de una señora que completaba las tareas de limpieza. El refuerzo estaba enfocado a barrer, trapear y a realizar labores menores en el jardín. La señora parecía estar en contra de uno de los beneficios que se tienen en una casa grande: el poder tener muchas mascotas. Nosotros teníamos una perrita y muchos gatos. Hubo una noche en que mi padre adoptó a unos mininos que estaba abandonados en una caja tirada a la calle. Cuando los juntó con el gato que ya teníamos, dio por inicio de una cadena de sexo y reproducción animal que derivó en el nacimiento de muchas otras mascotas. Llegó el punto en que teníamos alrededor de trece gatos, aunque nunca hicimos un censo en toda regla. Casi todos habitaban en el jardín. Salvo uno, el primer que tuvimos, ninguno entraba en la casa. Aún así, la nueva sobrepoblación gatuna vino a complicar el trabajo de la señora de la limpieza. Ante su mirada, aquellos tiernos seres representaban una invasión infernal. Cierto día, noté un sonido extraño que provenía de algún punto en patio delantero. Era un chillido. Al principio me costó encontrar el origen exacto del problema, sin embargo al poco rato di con él. Los quejidos venían de un montón de bolsas negras que contenían la basura que la señora había barrido. A los pocos segundos vi con horror que una de las bolsas se movía. Dios mío, podía tratarse de una rata… o uno de los gatos. Eso es, debe ser uno de los gatos. ¡La bruja metió a un gatito en las bolsas de la basura! Fui invadido por una ráfaga de preocupación. Tenía que salvar a uno de los nuestros. Y así fue. Metí la manos entre la mugre y la peste y rompí la bolsa que se movía. Un gatito negro salió disparado con el pelaje lleno de suciedad. Tuve que contar el incidente a mis padres. La señora de la limpieza ya nunca volvió. Más allá de toda la tensión que sentí cuando ocurrieron los hechos, me quedó una satisfacción. Pienso en el camión de la basura que pudo llevarse a un pobre animal encerrado y caigo en la conclusión de que evité una tragedia. Que, aunque mínima, de algún modo le ha dado una justificación a mi vida.

De algo sirvió.

Jacquot de Nantes

Piedritas que sostienen al mundo

Cuando te dedicas a escribir —así sea dentro de la informalidad— llega el punto en que te preguntas si lo que haces tiene sentido. Supongo que también ocurre con otro tipo de actividades, aunque la espina se acentúa cuando se trata de algo que no aterriza del todo en el suelo.

La escritura llega a ser una actividad ingrata a la que puedes dedicar años y años sin recibir una sola retribución a cambio. Está estipulado en las reglas. Nadie debería sentirse sorprendido. Hay campos a los que se entra a sabiendas de los riesgos que ello supone. Aun así no deja de ser una cuestión que choca contra el pecho en determinadas épocas. Por más que uno quiera mantener el tesón, habrá ratos donde se eche de menos un refuerzo. Alguna señal de que vamos por el camino adecuado.

Se sabe: uno ha de remar contra la corriente para llegar a la isla del tesoro. El reto adicional está en ignorar a la corriente y tirarse a lo que uno quiere sin reparar en los resultados. Pintar cuadros sin esperar que se vendan, hacer dibujos para después tirarlos a la hoguera. Porque es verdad, si te dedicas al arte para alcanzar el éxito (monetario, profesional, social) o la fama, tienes que replantear la actitud. Crear no debe ser un medio para salir en una revista o en la televisión. La obra ha de ser el fin mismo. Ya si después logra gustarle a las multitudes, bien, pero no queda que esto último sea la obsesión principal, sobre todo porque inevitablemente conducirá a las decepciones.

Inclusive así surge los momentos de más tierna humanidad en donde se desea un meteórico ascenso rumbo al estrellato que parece tan lejano. Mas, como no llegan las migajas siquiera, se cae en la tentación de dinamitar la rutina. Acaso sea preferible dejarlo todo. Tirar el cofre al mar. O lo que parece ser la mejor revancha: guardarlo todo para uno mismo. Que los frutos del esfuerzo sean degustados en solitario. Un poco a la Salinger. Tampoco es que necesites a los demás con sus odiosos aplausos, sonrisas y abrazos. Tú vas de maravilla con las paredes frías. Has logrado encontrar el afecto escondido detrás de la lluvia que cae.

Decides abandonar. Sabes que nadie echará de menos lo que ofreces. Eres un fantasma que atraviesan sin ver. Y te vas a un rincón en donde hay buena sombra. Una amable brizna de hierba te hace compañía.

En esas estaba yo. Dejando breves anotaciones en libretas viejas. Dibujos en papelitos que regalaba al bote de basura. Mejor así, pensaba. Todo es tan pequeño que nadie notará la diferencia. De qué sirve. Para el universo somos menos que granos de arena. Ni para qué continuar con la farsa. Casi todo sobra ya. Dejen de estudiar, niños. Abandonen sus trabajos, señores. Todo se derrumbará de cualquier modo. Emprendamos un arrojo masivo al precipicio. La cita es el próximo martes a las nueve de la mañana. No falten.

Paso los días sin mostrar nada a nadie. Doy algunas caminatas para escuchar el sonido de los árboles. Al ser cubierto por el sol, alcanzo a ver a una paloma que va sola por la banqueta. Pienso que yo soy esa paloma. No estoy en la plaza con otras aves a la espera suplicante de que alguien nos tire un poco de pan. He tomado una ruta de abandono. Ahí voy, con el pico en el pasto en busca de rastros de semillas.

Luego ocurre un fenómeno. De regreso a casa encuentro que me ha llegado un correo electrónico. Es un lector del blog. Me dice que le gusta mucho lo que escribo, que a diario entra para ver si he puesto una nueva entrada. No puedo contener la emoción. Dejo la computadora y bajo hasta el jardín. Una vez ahí, doy un largo respiro y regreso a la habitación. Hay alguien que me valora. No estoy solo en el planeta. Miguel considera que lo que hago es importante. Doy un par de brincos. Quisiera reaccionar de otra forma, pero lo cierto es que el más mínimo halago me dispara hasta las nubes. Ya se lo he dicho a otras personas que tienen algún gesto conmigo, aunque ellos piensan que exagero. Lo cierto es que no, de verdad entro en éxtasis cuando alguien me recomienda o cuando manifiesta su aprecio por lo que hago.

De pronto Miguel se convierte en uno de los pilares de mi existencia. No lo puedo defraudar. Se trata de un ángel que se alimenta con mis palabras. Su vida depende de mí. Las cuatro líneas que me envió por correo electrónico son la prueba irrefutable de que me necesita. Soy como un segundo padre para él.

Tranquilo, Miguel. Estoy de vuelta porque eres alguien importante y porque me preocupo por ti.

Además he notado que las visitas al blog se han disparado. Mi breve ausencia ha acercado a lectores que entran ante la esperanza de poder de encontrar mi esquela mortuoria.

En Twitter recibo elogios adicionales por entradas que ya ni recuerdo cómo escribí. Soy tan ridículo que me ruborizo frente a la pantalla. Mi perspectiva ha cambiado por completo. La barra de energía ha vuelto a estar en verde. He caído de nuevo en el optimismo: empiezo a vislumbrar la tierra prometida.

Pienso en el poder que tienen los gestos. Una palabra de aliento puede cambiar el día de los demás. Con una sonrisa puedes llevar a un chico de la desolación a la alegría. Se ha desestimado a la amabilidad cuando se trata de uno de los grandes poderes que nos quedan bajo la manga.

Lo entiendo al fin cuando descubro que en Facebook tengo algunos mensajes privados sin leer. Yo no me había dado cuenta hasta que alguien lo mencionó por ahí, el caso es que los mensajes privados que te envían personas que no tienes agregadas aparecen en una pestaña distinta al de los «inbox» de tus contactos. Yo no había visto eso, y al hacerlo me topé con comentarios que lectores me han dejado durante todo el año. Fue como encontrar un billete en un pantalón viejo. El cariño que echaba de menos aparecía de pronto en un caudal incontenible.

En especial por una chica que con su gentileza logra que recupere el buen humor por completo. Resulta que lo expuesto en esta bitácora no solo ha entretenido, sino que ha sido de ayuda para algunos. Con eso es suficiente para borrar los vacíos existenciales y a seguir un trayecto de ya varios años. Comprendo que la vocación no es determinada por los abandonos, sino por los regresos. Eso que te obliga a retomar la carretera por mucho que te empeñes en quedarte ya en medio de la nada.

Y me acuerdo de una escena de La Strada (1954) de Federico Fellini (el más grande) en la que Gelsomina platica con Il Matto acerca de lo inútil que se siente en medio de la inmensidad que la rodea. Ella piensa que su presencia es inútil y que lo mismo daría si no estuviera más entre los vivos. Entonces él la anima diciéndole que todo lo que existe tiene un motivo para estar aquí. Aunque no lo conozcamos todavía. Todo aporta, todo mueve. Incluso las pequeñas piedras a las que pisamos.

Se trata de un fragmento que veo cada tanto cuando necesito recuperar la perspectiva. En los días más duros conviene recordar —sin caer en misticismos ni supersticiones— que estamos aquí por algo. Y así sea mínimo, vale la pena seguir adelante por ello.

Lo refuerzo ahora con un detalle adicional. Esta es la publicación número 100 de este blog. Vendrán muchas más, amenazo.

la strada gesolmina

Cómo lidiar con la soledad

Recuerdo a un compañero que tuve en la secundaria. Se llamaba Gustavo. Casi siempre estaba solo. La situación parecía tenerlo triste. Una vez me le acerqué en uno de los recreos. Platiqué un rato con él. Me apenaba que nadie más le diera unos minutos de su tiempo. Tenía que hacerlo yo, que por otra parte tampoco era un ser demasiado gregario que digamos.

La conversación no fluía. Repasamos las generalidades del clima y de las tareas. Hasta que, luego de terminar nuestra comida, Gustavo me hizo una pregunta:

—¿Cómo se le hace para tener amigos?

Su preocupación era enorme. Quiero tener amigos, me decía, quiero ser feliz.

Me hubiera gustado darle una receta mágica para alcanzar la popularidad que deseaba. Pero no tenía nada. Yo tampoco sabía cómo hacer para socializar. Lo que en otros parecía fluir con naturalidad, a mí se presentaba complicadísimo. Era incapaz de comprender como, sin reparar apenas en ello, las personas platicaban  y convivían hasta un día convertirse en amigos. Era de no creerse. Ellos iban en autopista. En cambio, para algunos de nosotros, el camino de las relaciones estaba lleno de topes.

A Gustavo le pasaba. A mí también. Aunque había una diferencia. A él le agobiaba en dimensiones extremas. Conmigo no era tanto así (aunque sí tenía algunos momentos de debilidad en donde lamentaba mi condición), por el contrario, abstenerme de algunas convivencias me daba cierto orgullo. Como si estar al margen del grupo me diera un aire de exclusividad. Yo era mi propio club, uno en el que casi nadie podía entrar. La asociación más distinguida del Sistema Solar. Con eso me bastaba. No había razón para ir a ensuciarse con los filisteos.

Más o menos esa idea quise implantar en Gustavo. Como la campana sonó, apresuré a darle un consejo que espero le haya servido.

—No le tengas miedo a la soledad. No es tan fea como parece. Algún día saldrás de ella. Mientras tanto sácale provecho. Diviértete.

Ambos regresamos a nuestro salón. A partir de ahí no volvimos a platicar de la misma manera. Durante el resto del curso tuvimos pequeños encuentros que se limitaban a superficialidades. Aquella fue la única vez que platicamos en un tono personal. Desconozco que haya pasado con él. Le perdí la pista cuando entré a la preparatoria. A saber si lo que le dije le fue útil o todo lo contrario.

El mundo tiene a muchos Gustavos. Personas que lamentan estar apartados de las actividades sociales. Lo sufren mucho. Añoran poder convivir con aquellos que les niegan el paso. Sus horas transcurren en la prisión de la individualidad, con los sueños enfocados a estar en un sitio distante, en donde puedan sentirse parte de algo. Lo que sea.

Como ya he dicho, a mí estar solo  no me molesta tanto. Hasta lo disfruto. No siempre, pero sí la mayor parte del tiempo. Sería exagerado decir que preferiría pasar la vida sin nadie, porque de vez en cuando viene bien tener a alguien a un lado. Lo que sí es que la compañía ha de tomarse con medida, que luego empalaga a los sentidos.

Lo que pasa es que hay un estigma sobre la soledad. Incluso se piensa que si la valoras, lo que buscas es engañarte a ti mismo. Como los que dicen «soy gordito, pero feliz», o aquellos que se regodean en sus propias carencias. También se asocia a la soledad con la ineptitud. Se piensa que entre menos amigos tengas, significa que eres menos importante. La falacia se apoya en la idea de que entre mayor atracción produzcas en los demás, significa que eres más valioso. En el cuadro no se toma en cuenta que la popularidad puede ser engañosa. En cualquier plano de la vida. La historia se ha encargado de mostrar cómo lo más célebre no siempre es lo mejor y que por los campos han desfilados seres extraordinarios que no fueron valorados en su tiempo. Recordemos que el mal gusto abunda entre los mortales. Celebran mucha basura.

El aislamiento tiene que ver, sobre todo, con una actitud. Puedes tomarlo como una maldición o preciarte de ello. Puede deprimirte o hacerte feliz. Yo recomiendo no caer en los extremos, si bien es preferible inclinar la balanza a la segunda de las opciones.

Conviene pensar que estar solo no tiene nada de malo.Tiene su mérito. Aprendes a valerte por ti mismo sin tener que recurrir a terceros.Además te da la libertad de hacer muchas cosas que la presencia de otros podría arruinar.

La soledad es la que te permite ir al cine sin tener que coordinar horarios ni esperar a que todos se pongan de acuerdo. Es beber una copa por el placer mismo de la experiencia y no para hacer soportables a las personas. Es ir a un concierto sin preocuparte por elegir un punto de encuentro. Es comer sin temer que un perejil se te quede atorado en el diente. Es leer sin interrupciones. Es ver una serie, elegida según tu propio canon, durante ocho horas. Es gastar todo lo que tienes en ti mismo, hasta tener un banco sólido de pertenencias.

Por otra parte, la soledad es  guardar las palabras que torturan por dentro. Las que quieren salir para ser escuchadas para otras personas.  También es irte a dormir sin un beso de las buenas noches. Es contener los planes que requieren de otra presencia. No tener con quien compartir tu comida. Es realizar todas las tareas a falta de alguien con quien repartirlas. Que nadie te espere en casa. Eso es la soledad. Marearse dentro de uno mismo. Estar de pie sin un soporte. Mucho silencio.

Así que no, la soledad absoluta tampoco es el camino más recomendable. Que Schopenhauer perdone. Imposible llegar a viejos sin cariño. Necesitamos de otros, al menos por una noción de equilibrio.

Pero lo importante es que, cuando se está en soledad, no valen los lloriqueos. Las lamentaciones al estilo Gustavo no traerán amistades y amor inmediato. No funciona, por injusto que pudiera parecer. No. A la mayor parte de la gente le da igual que estés triste. Algunos se acercarán a darte cierto a apoyo. Sin embargo, su caridad tiene límites. Te darán los mejores deseos (palmadita en la espalda incluida), mas se abstendrán de invitarte a sus reuniones o fiestas porque… qué aburrido eres, vas a entristecer al resto del personal.

Las palabras que le di a Gustavo fueron improvisadas. La cuestión es que ahí va incrustada una pequeña actitud que considero importante para salir adelante en tiempos obscuros. La soledad como inversión, no como lamento.

Si has caído en la cuenta de que el abandono empieza a afectar tus huesos, bien. Remédialo. No con reclamos ni con estrategias forzadas para encajar. Nada peor para conseguir amigos que intentar conseguir amigos. Ni se te ocurra practicar chistes para contarlos y ser la sensación de la comarca. Fallarás. En resumidas cuentas, no andes de arrastrado. Que no te preocupes  ser aceptado. Primero trabaja en tu propia autoestima.

Preocúpate más por ser alguien que atraiga a los demás, que seguir  de encimoso con ellos. Trata de acercarte a la plenitud. Sé fuerte. Sonríe. Ve siempre aseado. Viste a diario con la mejor ropa que puedas. Mantente en forma. Cuida tu cuerpo. Así aumentan las probabilidades de que los otros quieran estar contigo. A casi nadie le atrae un ser que está hundido en la miseria. Eso lo asocian a un aumento de problemas. Quieren estar con alguien alegre. Andar con personajes exitosos. O al menos que sean interesantes. Lo leí en un estudio científico que encontré entre una montaña de pimienta.

Así que usa tu tiempo libre para mejorar. Lee. Estudia. Prepárate. En lo que sea. Aprende a cocinar, a tocar un instrumento o hablar japonés. Integra algo extra a tu estuche de habilidades.

La otra ventaja de mantenerse ocupado es que te ayudará a conocer más personas afines a ti. Maestros, compañeros de clase, secretarias, personal de limpieza… tu paleta de opciones será colorida. Podrás tener pláticas con personalidades diferentes sobre una gran cantidad de temas. Aprovecha para escucharlos. Aprenderás también mucho de ellos.

Si piensas que los lamentos sirven de algo, temo decirte que no de mucho. Si acaso para un desahogo saludable. Llora un rato si quieres. Toca el fondo para usarlo de trampolín. Duerme, descansa.  Al despertar tendrás otra perspectiva. Quizás menos dramática. Aprovecha y sal de ahí. Haz cambios.

Acuérdate de la filosofía de George Costanza. Un día se dio cuenta que todo le salía mal. Para enmendarlo decidió hacer todo lo contrario a lo que tenía acostumbrado, para ver si se desataba un efecto inverso. La fortuna, los cambios. Y sí, le funcionó. Lo mismo contigo. Si tu vida parece ir picada, no disfrutes la caída. Haz movimientos para romper con la inercia. Apúntate a un club de lectura. Ve a una conferencia gratuita. Visita un museo. Adopta un perrito. Lo que sea mientras te mantenga despierto.

Ve con un psicólogo si es necesario. Lo que importa es actuar. Antes de que lleguen las arrugas y las canas.. Y si nadie se da cuenta de tus mejoras, si nadie parece valorar tus esfuerzos, bueno, allá ellos. Contigo mismo basta y sobra. Los sabrás al mirar el espejo.

weekend godard

He aguantado lo suficiente

breakfast club

Hoy por la tarde mi etapa universitaria llegó a su fin. Ahora sí, de verdad. El verano pasado terminaron las clases y fue la graduación. Pero la tesis la terminé hace apenas unas semanas. Al poco rato vino el examen profesional. Lo aprobé por decisión unánime, aun contra mi propio pronóstico. La experiencia duró casi dos horas, cuando yo pensaba que no pasaría de treinta minutos. Por fortuna sobreviví. De algún modo me las ingenié para superar las críticas y los cuestionamientos, si bien hubo momentos de tensión que hicieron que por dentro pensara: «no sé por qué nací».

Hoy pasé a despedirme de aquello. Llevé unos pequeños regalos para el director de mi investigación, las profesoras que hicieron de sinodales y para una secretaria que me ayudó con varios movimientos administrativos.

Llevaba los obsequios dentro de una bolsa enorme. Una de material sólido para que nadie pudiera ver el contenido. Sin embargo, el tamaño del empaque resultó peor: llamaba la atención de los que pasaban a mi lado. Se trata de una bomba, seguro pensaron algunos.

En cuanto llegué a la escuela, supe que se trataba de mi última visita casual. Iré alguna vez más para concretar el trámite de la titulación y de la cédula profesional, claro. El caso es que ya no volveré para visitar a nadie en particular. No iré a conversar con nadie, ni a tomar una clase. Tampoco a que hagan revisiones de mi trabajo ni a pedir informes sobre alguna cuestión académica. Todo eso se ha acabado. Fui con esa convicción.

Y recordé los buenos momentos y los malos momentos. Las memorias se activaron. De cualquier forma no me dejé llevar por sentimentalismos. Si bien extrañaré algunas cosas, serán muchas más las que celebro dejar atrás. De la misma manera en que conocí a personas extraordinarias que ahora considero fundamentales en mi formación, hubo muchas otras que me dieron igual. Y seguro que yo les di igual a ellos también.

De hecho, uno de los detalles que más me llamó la atención, fue el hecho de que ya casi no conocía a nadie de ahí dentro. Lo que veía eran estudiantes nuevos. Jóvenes de generaciones con las que no conviví, o con las que apenas tuve algún encuentro. También vi algunos rostros conocidos.  Compañeros, trabajadores de la institución y, sobre todo, personas que durante cuatro años y medio consideré interesantes y atractivas pero con las que jamás entablé una sola plática. Lo cierto es que ya era tarde para remediarlo. Yo ya no pertenecía a ese lugar. Eso lo tuve claro. Lo cual no me dolió, al contrario. Me dio gusto estar al tanto de ello y seguir adelante. No hay que aferrarse a lugares así. Un error común. Por el contrario, yo creo que hay que moverse lo más rápido posible.

Si fuera por comodidad, pediría que me llevaran de regreso a la primaria.

También saludé a algunos maestros. Fui felicitado. Les di las gracias por las enseñanzas. No a todos, porque de la mayoría no aprendí salvo aquello que surge de la indignación, pero sí a aquellos por los que alcancé a sentir una estima personal.

Platiqué, sobre todo, con el director de mi proyecto recepcional. Un hombre de bien que tuvo una paciencia extraordinaria conmigo. Le comenté que ya me he puesto en contacto con el libro Guinness de los récords para que se lo reconozcan.

PROFESOR CON SERENIDAD DE ACERO LOGRA QUE EL ALUMNO MENOS ENTUSIASTA DEL MUNDO TERMINE UNA TESIS.

Quedo en deuda con él. Puso una dedicación muy grande sobre mi investigación y mi formación en general. Lo que es más, aunque de forma indirecta, gracias a él hice algunas cambios en mi vida que considero que fueron positivos, o que al menos removieron lo que parecía no evolucionar. Lo único que le deseo es que a partir de mi egreso, pueda tener mucho más tiempo libre que le sirva para descansar.

Luego fui con la secretaria. Fue una conversación breve. Le comenté una historia que quizás ella ya no recordaba. Yo a ella antes le caía mal. O eso me parecía. Soy paranoico con estos asuntos. El caso es que cuando ella trabajaba en otro departamento de la escuela, me tocó vivir su indiferencia. Una indiferencia llegaba a convertirse en una especie de desprecio. Lo sufrí múltiples veces. Recuerdo en particular una ocasión, haces tres años, en la que acudí a ella para recoger  un documento.

—Buenos días —le dije.

Pasó un segundo.
Pasaron dos segundos.
Pasaron tres segundos.
Pasaron cuatro segundos.
Pasaron cinco segundos.
Pasaron seis segundos.
Pasaron siete segundos.
Pasaron ocho segundos.

Ella no respondía. Yo estaba ahí parado a la espera de una respuesta que no llegaba. Lo único que ella hacía era continuar con la vista fija en la computadora.

—Buenos días —dije otra vez.

Pasó un segundo.
Pasaron dos segundos.
Pasaron tres segundos.
Pasaron cuatro segundos.

—¿Qué se te ofrece? —dijo al fin.

Cuando se lo conté, ya como una vieja anécdota, me dijo que ella no recordaba aquello. Discúlpame, no me di cuenta. Qué pena contigo. Le dije que no se preocupara. Yo entendía.

El caso es que cuando la transfirieron a otro puesto, todo cambió. Para mi sorpresa, empecé a ser tratado de una forma muy amable de su parte. Cómo has estado, Carlitos, me decía. Qué gusto verte. Eres muy lindo.

La transformación es misterio que todavía no alcanzo a comprender.

Fui con las dos sinodales. Una es mexicana, la otra es española. Ambas siempre fueron muy gentiles conmigo. Para tirar por la borda aquella imagen de que los educadores son seres horribles. Me dieron algunos consejos, rieron con mis chistes malos y nos dijimos adiós, al menos por una temporada. Lo mismo con un profesor que alcancé a ver en los jardines. Sus palabras de aliento sirvieron de motivación.

Luego vi a muchos otros profesores que considero no hacen bien su trabajo. Lo curioso es que se han perpetuado por años y años en sus cargos sin el menor pudor. Ellos ni me voltearon a ver. Y yo dejé de hacer el esfuerzo que por mucho tiempo hice: el de, a pesar de su actitud,  ofrecer mi mano franca;  saludar con un qué tal o un buenos días, aunque ellos respondieran sin ganas.

Esta vez, simplemente caminé. Lo mismo por algunos compañeros que jamás se dignaron a regresarme una sonrisa. Por primera vez dejé de intentar un acercamiento. No había caso. Ellos se quedaban. Era tiempo de dejar aquello de lado.

Enfilé rumbo a la salida con la vista en alto. La bolsa de los regalos ya estaba vacía. Al principio planeaba llevarla a casa, ya que podría servir guardar otras cosas en ella. Pero, dadas las circunstancias, yo quería librarme de todos los pesos posibles. Así que la aplasté todo lo que pude y la tiré en un bote de basura. Luego me puse los audífonos para escuchar una canción de los Kinks que, en esos ratos de incertidumbre, iba como anillo al dedo.

Salí por fin de la escuela. Antes de cruzar la calle, eché un último vistazo hacia  atrás. Vi la gran puerta de entrada, por donde pasé cientos de veces en los años recientes. También vi las paredes. Las barras metálicas. Los salones. La gente que reía adentro. Los que conversaban. Toda la historia que ya no me correspondía.

Regresé a mis pasos. Fui a la tienda por algo de tomar.

Nunca hablas de mí

A menudo las personas que conozco se me acercan con una inquietud. Me lo dicen a modo de reproche, pero también como si se tratara de un lamento.

—¿Por qué nunca escribes sobre mí? —me dicen—. En todo el tiempo que he leído tu blog jamás te has dignado a dedicarme una coma. No es justo. Yo siempre estoy para ti.

Intento explicarles. Si no escribo sobre ellos o si no los menciono de forma directa, no es porque no los quiera. Son seres importantes en mi vida. De hecho, se cuelan de forma sutil en mis textos, aunque ni ellos mismos alcancen a darse cuenta.

Para calmarlos, les digo que a lo nuestro prefiero mantenerlo en  lo más íntimo. Que no quiero ventilar  nuestras experiencias. Que lo que pasa entre nosotros queda dentro de lo que somos. No voy a compartirlo con nadie más. Lo que sí haré es pasar esos sentimientos a palabras de otra naturaleza, que de cualquier forma alojan algo de ellos.

Y así, algunas de esas personas se calman. Lo entienden. Saben que esta bitácora se aleja de ser una revista de sociales. Que no da para poner fotos de ellos ni contar aquello que confesamos en lo personal. No, acá da para generalidades. En cualquier caso, el único que ha de exhibirse soy yo. Puedo hacerlo sin que esto comprometa a nadie más. Debe bastar con lo que pase conmigo.

—Es mejor que te tranquilices. Si lo piensas, es mucho mejor que no hable de ti en el blog. En internet hay mucho demente suelto. Imagina que me pusiera a revelar lo que me contaste anoche. Ellos lo leerían. Los locos, esos que comen directo del suelo. Y no quiero eso. Quiero que nuestra relación se mantenga con un aforo mínimo, en donde solo quepan dos. Para qué hacer partícipes al resto de los seres humanos en esto, que a fin de cuentas solo padecemos tú y yo.

De cualquier forma los reclamos no cesan. Siguen a lo suyo. Escribe sobre mí, dicen. Cuéntale a tus lectores que sé preparar pasteles de chocolate. Diles que soy un experto en artes marciales. Quiero que piensen que soy una persona de éxito. Hazles saber que me admiras. Que no te dé pena, soy un ser especial para ti. Me amas, lo soy todo para tu pobre mundo.

Ahí es cuando comienzo a sentir preocupación. Les recuerdo que el concepto de este espacio se refiere a lo propio. Que, además de lo que sale de mi cabeza, hay poco espacio para material adicional.

Lo que pasa es que ven a esta página como un escaparate. Piensan que si escribo su nombre formarán parte del ciberespacio. Casi como aparecer en una revista, según su lógica. Para ello les sugiero que abran su propio blog. Si quieren alcanzar la fama por algo han de empezar.

—mariadoloreshdz.wordpress.com está disponible. Inicia un diario ahí. Verás que pronto alcanzarás notoriedad, si es que le echas ganas y sabes moverte. Haz anotaciones de lo que amas, de aquello a lo que odias. Deja al teclado fluir. Azótalo contra el escritorio. Cualquiera lo puede hacer. Que no se te ocurra pensar que la tarea está destinada para unos cuantos privilegiados. Por aquí ha pasado lo peor de la sociedad. Así que no desentonas. Puedes hacerlo. Escribe sobre lo que quieras, excepto sobre mí.

A veces con eso se calman. Reconocen que les da pereza sentarse frente a la computadora para contar su vida. Te entiendo, me dicen, debe ser complicado que los pensamientos fluyan.

Para rematar, les digo que esto no significa mucho. El hecho de que no me haya referido a ellos de forma concreta en alguna de las entradas publicadas, no significa que los desprecie. Al contrario. Quiero protegerlos de las inclemencias del exterior, dejarlos fuera del peligro. A cambio les dedico mis pensamientos, mis sueños, algún apunte  en el cuaderno. Tributos confidenciales que no buscan atención ni complacer. Detalles a los que les basta con el recuerdo. 

Aun así se los repito. Tú estás aquí, tú formas parte de lo que he escrito. Si alguna vez hice una reflexión en torno a las sonrisas fue porque me acordé de la que tú tienes, esa que me fascina. O la vez que hice un apunte sobre los vestidos, fue porque me acordé del verde con puntos que ya casi no usas. Así que no creas que me olvido. Puede que estés presente en casi todo lo que ves ahí, igual que con todos a los que estimo. Los llevo en la espalda, están sobre mí. Los tengo siempre presentes. No podría poner una tilde si no fuera porque algún fragmento de mi interior está en sintonía con lo que ustedes dejaron suelto. Lo ridículo sería lo contrario, evidenciarlo de forma explícita y corriente. Poner tu apellido o referir a un acontecimiento puntual que merecería permanecer únicamente en la memoria de los protagonistas. Los demás sobran. El cariño se desenvuelve mejor en la privacidad. Un abrazo enfrente de una multitud termina por quedar descolgado.

Al final, sin importar lo que mencione, siempre queda alguien que insiste.

—Déjate de tonterías. Si no escribes sobre mí, es porque no me quieres. No me amas. No le tienes respeto a nuestra amistad. Seguro me odias. Quieres que muera. Si estuviera en tus manos, me enviarías a un asilo mental. Anda, cobarde, si quieres dame una bofetada. Golpea mi cabeza. Preferiría que fueras directo, que tu rencor se manifestara de una  forma distinta al ninguneo. Te deseo lo peor. Eres el tipo más injusto que ha pasado por el planeta. Te vas a quedar solo, arrumbado en el fondo de un basurero. Lo tendrás merecido. Y cuando eso suceda, yo estaré en primera fila para tomar fotografías. Y reír.

Prefiero que ya no me agobie. Calma, le digo y continúo a lo mío. Hago anotaciones para una artículo sobre piedras. Uno que desarrollo con alguien concreto en mente. Aunque no se lo diga. Aunque no se dé cuenta. El lucimiento me da igual. Yo sé de qué se trata todo lo que aparece en este lugar.

two for the road

Italiano para principiantes

Me he inscrito en clases de italiano. Por fin me di el gusto. Era una de los deseos que tenía pendientes. Desde pequeño he sentido fascinación por todo lo que tiene que ver con Italia.

El amor nació por el futbol. Christian VieriAlessandro Del Piero fueron, junto con Dennis Bergkamp, los primeros ídolos que tuve en el mundillo del deporte internacional. Cada que podía ver juegos donde salieran ellos, se convertía para mí en un acontecimiento importante. Eran tiempos donde no había internet. Tampoco tenía televisión por cable, así que cuando surgía el milagro de verlos en noticiero o en un partido repetido, era  un hito personal.

El amor por ese país pasó después a la películas. La conexión se dio por casualidad. cuando en un mercado conocí a un señor que vendía películas europeas. Cada semana iba y le compraba dos o tres. Siempre italianas. Nada de francesas ni alemanas. Ahí conocí todo lo que pude de Visconti, Monicelli, De Sica, Pasolini, Antonioni y mi director fetiche desde entonces: Federico Fellini. De la mano, llegó un actor por el que sentí debilidad inmediata. Hablo de, claro, Marcello Mastroianni, quien además de ser un gran intérprete, contaba con un carisma que hacía imposible no amarlo. Todavía lo tengo por modelo a seguir.

Por otro lado, caí flechado ante Sophia Loren. Pero también ante actrices casi de la misma belleza. Claudia Cardinale, Ornella MuttiMonica vitti. Y bueno, la que quizás sea mi actriz favorita del mundo, Giulietta Masina, a quien quise abrazar hasta el llanto luego de ver su ternura en La strada.

Lo que veía eran, sobre todo, películas de los años sesenta. Una década que ya en lo musical también ofrecía tesoros. De hecho, hubo un periodo de un año, en el que veía casi en exclusivo cine italiano. Hasta la fecha, después de Estados Unidos, es el país del que más cintas he visto.

Adoraba la estética de aquellos trabajos. La manera en que los directores lograban hacer obras maestras a partir de recursos mínimos. Y esas actuaciones con voces llenas de ímpetu, de pasión. Dándole al habla el protagonismo que merecía, sin dejar nada en blanco, porque el cuerpo se encargaba del resto.

Igual estaba el sentido de identificación. Los italianos comparten algunos rasgos con la cultura mexicana. O al menos así me lo parecía desde sus películas, en donde el machismo se mezclaba por la devoción por la figura materna, o en donde la influencia de la religión permeaba en el comportamiento de los personajes. Aquellas historias tenían la naturaleza de la vida en provincia, deambulante entre las tradiciones y las dificultades propias de una vida en la que siempre había carencias, pero también disposición a la sonrisa.

Recuerdo mejor a unas películas que a otras. De algunas solo me quedan fragmentos. Como aquel desayuno en el que una pareja prepara alrededor de cuarenta huevos revueltos. Y que se los comían al ritmo de las botellas de vino, sin saber que será uno de los últimos días que pasarán juntos.

Le tengo cariño a esas películas porque parte de ellas conformaron lo que soy ahora. La música, el cine, los libros, las series son más que un entretenimiento. Se las arreglan para influir en la forma en que te conduces ante el exterior, por lo cual no es exagerado sentir un tipo de agradecimiento. Qué sería de nosotros si nos gustaran bandas diferentes a las que nos gustan, por ejemplo. Es posible que tuviéramos una personalidad con otras características. Y ahí es donde surge aquel debate, si es que nos amoldamos  a lo que absorbemos, o si buscamos aquello que se amolde a lo que sentimos.

En fin. Cómo no sentir debilidad por Italia. Sus autos, su ropa, sus mujeres (mi gran amor platónico es de allá;  le dedicaré una entrada algún día), la comida. Morrissey decía que en Roma hasta los vagabundos vestían con un estilo increíble. Yo de allá llevo lo que puedo. El reloj, la cartera, los lentes (tengo los mismos que Fefe Cefalú). Y aunque hay otros países que me gustan, casi ninguno me produce el mismo encanto. Una de las excepciones es México, que tiene lo suyo también, para que no se alboroten los patriotas.

Cuando la profesora preguntó a los alumnos por qué habíamos entrado a una clase de italiano, fui sincero. Le dije que no era por cuestiones laborales ni por un proyecto académico. No al menos a corto plazo. Era, ni más ni menos, un gusto que me quería dar desde hace tiempo. Me da lo mismo que sea un idioma  hablado en pocos países y que en términos prácticos sea de escasa utilidad (en comparación al francés, alemán, portugués o el mandarín), pero qué diablos, hay que complacerse a uno mismo de vez en cuando. No pensar tanto en lo conveniente, sino en lo que pide el espíritu.

En el grupo nada más somos siete. Seis hombres y una señora (adiós al sueño de conocer ahí el amor de una jovencita que sepa preparar cannoli). Uno de los compañeros es un conductor famoso de la televisión local. Los otros son estudiantes. Uno dijo que tenía una novia en Roma, y que por eso se había inscrito. Pensé en decirle que las relaciones a distancia no funcionan; me detuve porque vi ilusión en sus ojos. Quién soy yo para quitarle eso. A lo mejor él rompe la maldición. Se casará con Mariola Giorgelli.  Tendrán cuatro hijos y se volverán millonarios al patentar el fusilli bañado en mole verde.

Llevamos dos sesiones hasta ahora. Ya sé decir algunas frases básicas y he tenido las primeras complicaciones. En vocabulario me va bien. Igual en pronunciación. Horas de películas sirvieron de algo. Incluso pude orientar a la maestra cuando dijo que Guido Anselmi era el protagonista de La dolce vita. En cualquier caso, es una chica muy amable. Quisiera poder dominar el idioma como ella. Que pudiera copiar todo el conocimiento en una memoria usb. Pasarlo a mi cerebro en unos segundos. Y ahorrarse lo demás. Estar listo para tomar un avión rumbo a Nápoles. Pasear por las calles hasta encontrar a un anciano que quiera platicar. Sin esa posibilidad, queda mucho camino por recorrer. Mientras tanto habrá que tomar fuerza de la pasta.

sophialooo