Yo de niño quería ser monero. Me parecía el trabajo ideal. Podrías divertir a la gente y a la vez entrar en el debate nacional. Por aquellos días yo estaba muy influido por Eduardo del Río, “Rius”, una de mis primeras lecturas. Devoré todos los libros que encontré de él. Los títulos de Rius abordaron cualquier temática que se pudiera ocurrir. Desde la filosofía, hasta la religión, pasando por la economía, la política, la música, la tauromaquia, el sexo y la nutrición.
Visto a distancia, la obra de Rius está llena de imprecisiones, sesgos y recomendaciones nocivas con las que mucha gente se formó y que todavía son vistas como una norma por los miles de lectores que tuvo. A menudo la borrachera ideológica le jugaba malas pasadas. En sus libros hay tanto conspiranoia política, como una perspectiva que llega al límite de la anticiencia (era un crítico irracional de la medicina) y tenía una inclinación constante a la falacia naturalista.
Sin embargo, a la vez, los libros de Rius contenían unos cuantos apuntes válidos que nunca deben ser vistos como una biblia (de la que él mismo tanto ironizó), sino como un punto de partida. El error es conferir rigurosidad a lo que hay que ver como una pequeña noción, una base a partir de la cual forjar una ruta más seria. Su mérito fue imbuir la sed de conocimiento. La enorme capacidad de síntesis. Mostrar que la educación podía ser entretenida. Rius podía equivocarse, pero nunca era aburrido.
Recuerdo haber llenado mis cuadernos de la secundaria con monitos. Les ponía grandes globos de texto y ahí escribía los resúmenes que dictaban los profesores. También añadía chistes y cuanta locura se me ocurriera. Quería ser como Rius. Una vez el maestro de historia se dio cuenta de lo que hacía. Tomó mi cuaderno para una revisión durante el recreo y empezó a hojearlo; ante él pasaron todos esos personajes, mal dibujados, entre los cuales destacaban futbolistas, taqueros, monjas y perros. Todos ellos hablando de los temas que habían sido abordados durante las clases. El virreinato, la independencia, la revolución… Sin decir nada más, mi profesor tomó el cuaderno y fue a mostrárselo al director, que pasaba cerca de ahí por el pasillo. Ambos solían ser solemnes y estrictos. Pensé que me iban a regañar. Pero más bien se rieron. Soltaron una carcajada por unas cosas que había puesto. Los vi comentarse algo al oído y lanzar una sonrisa de complicidad. Luego se acercaron a mí para devolverme la libreta añadiendo un simple: “Te pasas, eh, pero muy buenos resúmenes” o algo así. La memoria me falla. Lo que sí sé es que en ese momento se reveló ante mí la gran posibilidad que ofrece el humor.
Conforme crecí dejé de leer a Rius. Ya al final yo no coincidía en casi nada con él. No obstante le reconozco que al menos tuvo la humildad de sacar un libro llamado Lástima de Cuba, dedicado a señalar el gran fracaso de los hermanos Castro. No todos los socialistas tienen detalles así.
De cualquier modo, volteo hacia atrás y recuerdo lo importante que Rius fue alguna vez en mi formación. Esa gran habilidad que tenía para explicar lo complejo de forma sencilla: una lección invaluable. Y aunque mucho de lo que mencionaba no era del todo preciso (y a menudo estaba de plano equivocado), proporcionaba un abanico de temas a los que, de no ser por él, no me habría acercado en absoluto. A partir de ahí ya le correspondía a uno seguir explorando y formarse de su propio criterio. Eso es lo que hice y de manera indirecta el maestro Rius también contribuyó para que yo me dedicara a contrastar la información, aun cuando tal cosa supusiera apartarme de él.
Les digo. Hace años no leía a Rius. Nuestras posiciones políticas e ideológicas se alejaron de manera irremediable. Pero hace poco fui al Museo del Estanquillo y quedé prendado con las piezas relativas de aquel viejo maestro. La colección del museo no me gustó tanto, pero sentí nostalgia al ver dibujos de Rius. Me puse a pensar en aquellas tardes donde sus caricaturas me pusieron en contacto con el gusano del conocimiento.
El único cuadro con el que me tomé foto en el Estanquillo fue con la parodia de Rius de La última cena, protagonizada por los míticos personajes de Los Supermachos y Los Agachados, obras corales que son un retrato indispensable de la sociedad mexicana. Me atrevo a decir que son la versión mexicana que anticipó a Los Simpson, así como su serie “para principiantes” se adelantó a la colección millonaria de libros “para dummies”
En esos días estuve pensando mucho en él. Un amigo de la infancia. Quizás ya nunca lo volvería a leer, pero mi cariño lo tenía asegurado. Cuando supe que falleció sentí un hueco en el estómago, el mismo órgano que en alguna época se sometió a las horribles dietas sugeridas en La panza es primero.
Lo tendré siempre como ese viejito loco entrañable.
Descanse en paz, Eduardo del Río.