Roma, la feminidad de Cuarón

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Roma, la obra maestra de Alfonso Cuarón, conjuga dentro de sí una multitud de méritos cinematográficos que en el balance final entregan una experiencia que trasciende a la pantalla. El testimonio del pasado se hace presente a través de una atmósfera nostálgica donde cada espacio alimenta la reflexión y la memoria.

La cinta se desenvuelve alrededor de una familia de clase media que habita en la colonia Roma de la Ciudad de México a principios de la década de los setenta. Cleo, una de las empleadas domésticas que trabajan en la vivienda, ve transcurrir sus días entre las responsabilidades laborales, las conexiones afectivas y los abatimientos personales que la aquejan en la obscuridad.

Cleo es una niña, una adulta. Dulce, valerosa, gracia, cicatriz. Una mártir. La aspiración de una clase verdadera. Una mujer maniatada, sujeta a una realidad aplastante, que sin embargo no se queja. Alguien que rinde sacrificio, pelea y sufre por aquellos que tiene cerca, una generosidad que no se rinde ante la mezquindad ajena.

En más de un sentido el director rinde tributo a la mujer mexicana, esa que a lo largo de las décadas ha tenido que encajar un papel de sometimiento y sacrificio en la sociedad que la condena. Dejó constancia del jardín guardan, así como las nubes que les acechan. Lo hizo con respeto, sin invadir el área en la que solo ellas cantan y lloran, explorando un contorno complejo que muy pocos han podido descifrar.

Cada plano, cada secuencia, cada instante está nutrido por pinceladas de sutileza. Cuarón tuvo la sensibilidad suficiente para dibujar la huella humana con la ayuda de leves movimientos. Se revela esa humildad tan propia de los mexicanos acostumbrados a bajar la voz para no incordiar al otro; hay frases cortas en las que se adivina el alma entera.

Hay que admirar que Cuarón sea tan discreto. Aunque el guión está en clave semiautográfica, él nunca se asoma demasiado, ni siquiera en su papel como realizador. Cualquier elemento está al servicio de la experiencia, no en sumar puntos de cara a la crítica. Al lado de Roma, la mayor parte de los filmes de su generación parecen ejercicios onanistas, efectismos de validación.

El manejo de los recursos se ejecuta con tal maestría que la mirada se pone a flor de piel. Una escena de aparente sencillez, como aquella en la que Cleo sirve el desayuno a uno de los hijos de los patrones logra en los que el espectador reviva su infancia por completo. Lo mismo que en esos instantes donde la familia mira la televisión en grupo o donde la madre contesta una llamada telefónica desde otra habitación para que nadie la escuche… aunque al final todos acaben por notarlo.

En Roma la figura del hombre se percibe como algo distante, frío, incluso siniestro. Una parte acostumbrada a vulnerar. La mujer asume el peso de una sociedad que no le da el mérito que le corresponde. Un heroísmo que se da por sentado. En ella hay una responsabilidad que la masculinidad intercambia por desapego. La mujer carga con aquello que para el hombre es fácilmente descartable.

Otro papel que encumbra la película es el de Sofía, la esposa abnegada que ve al marido alejarse más cada día. Aquella que se esfuerza por mantener una imagen ante los demás para evitar el bochorno de asumirse abandonada. La que se hace fuerte para no dañar a los niños. La que renunció a su juventud por alguien que se fue en un instante. En la convivencia entre ella y Cleo se atisba el encuentro entre constelaciones. La danza oscilante de dos seres tan próximos como lejanos.

Pese a las diferencias entre los dos personajes hay un reconocimiento mutuo. Una complicidad en la angustia. Cada una a su modo, pero ambas padecen. Similar a lo que implica Roma en términos esenciales: una microhistoria a partir de la cual muchos se pueden identificar. Cuarón se vuelve universal al hablar desde su particularidad; toca fibras que mueven a miles de personas que desde sus propios espacios notan aquello que ya fue y aquello que permanece cual sombra.

Otro mérito es el de visibilizar la perspectiva de la empleada doméstica, a las jóvenes indígenas, a las clases bajas, y de hacerlo sin adoctrinar, una empresa difícil al ser estos los temas tratados. Hay tintes sociales y sin embargo jamás se trasluce un tono propagandístico ni demagogo, lo que está ahí, aun lo político, parte de la misma cotidianidad en donde deambula un carro de camotes o la música de José José. A esos personajes los hemos visto. Son parte de nosotros, nos acompañan, nos vemos reflejados en ellos.

Guillermo del Toro atina al decir que en estos tiempos tan convulsos Cuarón “habla de personajes que son invisibles y de dramas de los que no se habla, y de este modo nos brinda uno de los antídotos más urgentes: la empatía”.

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El largometraje transcurre como un murmullo, un caudal que sobrelleva las heridas que permanecían ocultas. Roma deja patente el crisol que México significa. Un carnaval que a menudo se vive (y padece) en silencio. Ahí en donde conviven aspiraciones conflictuadas en donde hay lo mismo violencia que hermanamiento.

Por fortuna hay deleite estético. Secuencias como las de las fiestas, el incendio y la presencia del mar cautivan y sirven de inspiración. Llevan a plataformas del pensamiento, conciben la belleza en un torbellino.

No hay modo de regatearle méritos. Con esta obra Cuarón compite con cualquiera y logra hermanarse con directores como Robert Bresson, Ingmar Bergman y Federico Fellini, cada uno con su propio estilo, pero artistas que supieron crear armonía a través del pozo de las emociones, el rastro de la infancia y un entendimiento de la psicología femenina.

El estilo neorrealista en alianza con episodios fuera de la norma crean una atmósfera envolvente, intimista, una donde el sueño se funde en recuerdo. La genialidad radica en hacer que la técnica sea imperceptible, sin restar protagonismo a la experiencia.

Cleo y Sofía son mujeres que en su orfandad dan vida, cobijo, trasiego de milagro. Con virtudes y defectos se vuelven el sostén del cosmos que es la familia. Roma de Cuarón es un hito. Tal vez sin proponérselo consiguió un logro mayor que trae a quienes se le acercan un fruto de calado eterno. Una de las últimas escenas, esa que ocurre en la playa, muestra lo que tanto se echa en falta. Una estampa memorable y bellísima. La reconciliación que bien haríamos en establecer todos los derrotados.

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Los jardines errantes de Octavio Paz

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Jardines errantes: cartas a J.C. Lambert, 1952-1992: Seix Barral. Barcelona, 2008.

 

“Las dos artes supremas de la verdadera civilización: el jardín y la conversación”. —O.P.

 

Hace unos años  se lanzó este libro compuesto por cartas inéditas que Octavio Paz envió durante un periodo de más de cuarenta años al poeta y traductor francés Jean-Clarence Lambert. Y como suele pasar, la intimidad epistolar se vuelve un sitio donde se descubre a una personalidad sorprendente.

Octavio Paz y Jean-Clarence Lambert se conocieron en 1951 después una exposición de Rufino Tamayo presentada por André Breton en París. En aquel entonces Octavio Paz trabajaba como secretario en la embajada  mexicana y fuera de la élite cultural no era muy conocido en Europa. Su creciente obra no había sido traducida al francés, hasta que del encuentro con Lambert surgió un entendimiento lo suficientemente fuerte para que Jean-Clarence Lambert  se dedicara paulatinamente a recrear (un término que el autor de Libertad bajo palabra prefería sobre el de traducir cuando de poesía se trataba) los trabajos más importantes de Paz.

El espíritu indómito y la labor diplomática hicieron que Paz saltara de un país a otro continuamente; Japón, la India, Estados Unidos, Inglaterra, Suiza, además de México, fueron algunos de los lugares en donde residió. La comunicación entre estos dos hombres tuvo que darse, entonces, por correo. La mayoría de los textos se enfocan en la toma de decisiones editoriales así como de testimonios de publicación: correcciones de las versiones al francés, conformación de antologías poéticas, pago de derechos, creación de proyectos literarios (como el de las revistas Plural y Vuelta que el mexicano relata al francés), etc.

Dicha parte puede carecer de interés para el lector casual: lo interesante está en lo que rodea a esos apuntes profesionales, concretamente las líneas que Paz dedica a la reflexión y donde confluyen  la fraternidad, la cultura, la vida y hasta los consejos amorosos realizados siempre en un tono relajado, el que distingue a un diálogo entre amigos. Seguramente Paz jamás imaginó que esta correspondencia de carácter personal terminaría por ser leída, años después, por el público general. De haberlo sabido quizás la vanidad y su sentido perfeccionista le habrían impulsado a hacer modificaciones y omisiones, no tanto de estilo, sino por el sentido: en especial para mantener intacta la imagen férrea que se suele tener de él. Lo digo porque en muchas de estas cartas se muestra como alguien inseguro respecto a su propia obra, como si casi nada le gustara (excepto por “Piedra de Sol”  del que dice: “Es lo mejor que he escrito. O, al menos, el poema en donde he querido decir todo lo que tenía que decir”) e incluso en una de ellas confiesa estar fastidiado de escribir; sin embargo, los episodios de abatimiento se alternan con  otros donde se muestra optimista, resuelto y satisfecho, confirmando así la idea de su hija, Helena Paz Garro, que lo definía como alguien fluctuante.

Se debe tener en cuenta que en cuarenta años una persona cambia mucho (¿y no se hace incluso a cada día?), por lo que la variación de ánimo presente entre una carta y otra es perfectamente entendible;  estos jardines errantes no deben tomarse como un volumen desmitificador, sino como uno de aproximación a la parte humana del que fuera uno de los actores más importantes del ambiente intelectual del siglo XX.

Para los lectores jóvenes del presente será cuando menos curioso leer estas cartas y postales que, obviamente, se tratan de medios limitados de comunicación. Lo que ahora se puede resolver rápidamente por medio de un mensaje de celular, a mediados del siglo pasado tomaba semanas enteras. Aparte de lo que tardaba en llegar una carta de un país a otro hay que agregar el hecho de que a veces se perdían en el camino, y que un mero detalle dejado a medias equivalía a repetir el proceso hasta que los datos quedaran precisados por completo.

En el libro no se incluyen la misivas escritas  por Lambert, en parte porque éstas quedaron reducidas a cenizas en el incendio que hubo en el departamento de los Paz en 1996 y en parte porque las palabras del escritor mexicano se defienden por sí solas: él era la figura central de las mismas.

¿Autorizaría Paz la publicación de estas cartas? Imposible saberlo, lo cierto es que en el prólogo de uno de los tomos de sus obras completas (¿O fue en otro lugar? Confieso que cito de memoria),  refiriéndose a sus primeros escritos,  Octavio Paz mencionó que los publicaba a pesar de considerarlos menores, simplemente porque era preferible a que lo hiciera él, con cierto control, a que lo hiciera alguien más, sin ningún tipo de filtro, después de su muerte. Los lanzamientos póstumos son terreno peligroso, y este, aunque tambaleante por momentos, logra erigirse como un material provechoso.

La erudición en su rostro más amable, así se podría calificar a esta serie de cartas que resumen las virtudes de Octavio como amigo: profundo, cortés, atento, guía, consejero… algunas que junto a la sensibilidad y el compromiso, también conforman al poeta.

 

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Este texto fue publicado originalmente en la revista Spazz en el año 2011, aproximadamente.

Andy Warhol: estrella de goma

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1977. Andy Warhol está arrodillado en una iglesia. El motivo de sus rezos es muy simple: le pide a Dios más dinero. No salud, no amor, no felicidad; el contacto espiritual tiene como fin el dinero. De pronto una señora se le acerca. Quiere una limosna. Y no solo eso, exige 10 dólares. Andy Warhol, que es una celebridad, le da una moneda de cinco centavos. La señora no se conforma y comienza a esculcarle los bolsillos, pero no encuentra nada más.

Con esta breve anécdota podemos adivinar mucho del protagonista.

Andy Warhol, surgido de las clases bajas, no fue nunca un gran intelectual. Lo fantástico es que nunca pretendió serlo. Al contrario: la relevancia de este artista, nacido en Pittsburgh e hijo de inmigrantes eslovacos, fue que se regodeó en sus limitaciones hasta apropiarse de lo cotidiano. Fue frontal en ello: era pura superficie, no había nada detrás. El gran mérito fue reconocer tal condición, a diferencia de la caterva de imitadores que en lo sucedáneo han intentado conferir profundidad a su propia obra a través de palabrería, más que por méritos técnicos o simbólicos.

Andy Warhol era el descaro, una actitud punky ante la vida a la que experimentaba como si no hubiera consecuencias, como si todo fuera un set de televisión. El fervor por los objetos del supermercado, por la cultura pop que se desmoronaba por dentro pero que jamás perdía el glamour. La filosofía del depressed but remarkably dressed. Estrellas que valían por su rostro antes que por cualquier otro factor humano. La transgresión contra lo que es considerado sagrado o solemne, y la repetición de lo serio hasta que perdiera significado. La obra de Warhol es cuestionable y puede gustar o no, pero vale la pena darle un repaso como una concepción del american dream. Igual un especie de péndulo entre Robert Rauschenberg y el ready-made duchampiano.

La tendencia comercial de Warhol ve productos en cualquier parte, lo mismo en una silla eléctrica que en un accidente automovilístico, todo vale para crear estampas coloridas; un desapego que pretende otra lectura, una muy simple si bien sugerente.  La priorización de la imagen anula el trasfondo. He ahí también la sordidez, un desfile del consumo. El  desastre acaba sepultado por la serigrafía.

Para quien guste de entrar en contacto con lo anterior,  el Museo Jumex  en Ciudad de México organizó la exposición Andy Warhol. Estrella oscura en colaboración con el curador Douglas Fogle, un esfuerzo loable en el que se hace un recorrido enfocado en los primeros años productivos del autor en los sesenta, por medio de más de cien trabajos (muchos de ellos iconos del siglo XX) provenientes de 18 museos e instituciones diferentes. Pinturas, filmes, dibujos, fotografías y material variado en un carrusel que se extiende en la totalidad del museo.

Andy Warhol era un tipo parco y extravagante que prefería inspirarse con una revista del corazón antes que con un tratado estético o maestro antiguo. Un hombre que escarbaba la belleza fuera donde fuera y que, como indica uno de los textos de la salas, añoraba reencarnar en un anillo de Elizabeth Taylor. Su ansia por la fama lo llevó a abandonar la industria publicitaria en donde destacó en la década de los cincuenta. Y vaya que consiguió trascender. Es alguien que, en definitiva, juega en su propia dimensión y cuyo encanto también radica en el personaje.   Si se va a la exposición con eso en mente, la visita ofrece recompensa, aunque el lugar esté atascado de gente y aunque las restricciones de seguridad sean excesivas a petición de los propietarios de las piezas (no se pueden tomar fotografías ni respirar demasiado).

No olvidar: alguna vez Andy Warhol besó a todas las chicas raras que se le acercaron en una fiesta solo para no parecer antipático. Acabó con la garganta inflamada, sí.

84, Charing Cross Road

Guardo un gran respeto por cualquier persona que se conduzca por la vida de una forma distinta a la mía. Es más, los admiro. Tendría que aprender de sus maneras y siento atracción hacia ellos. En ocasiones la compatibilidad con alguien está determinada por las diferencias, más que por los puntos en común. Uno se divierte bastante con alguien con quien no se está de acuerdo en casi nada y que, encima, se encuentra abierto al diálogo sin resentimiento. Un mínimo de coincidencias es recomendable, de cualquier modo. Nunca sobra. Tener un nivel similar de cultura o compartir ciertas aficiones permite que, a partir de ahí, se puedan poner a juego las desavenencias. Es lo que anima. Para eso están los amigos: para, además de acompañar, ofrecer un complemento en el que se hallen retos y estímulos que saquen de la aburrida comodidad.

Encontrar amistades, en cualquier caso, no es una tarea sencilla. No lo es para todos, al menos. Si eres alguien que pone unos parámetros indispensables para unir a alguien a tus filas, ten seguro que llegarán las complicaciones. Hay quienes son flexibles en este aspecto y consideran como amigos a cualquier tipo que les simpatice, lo cual puede resultar ilusorio. En las situaciones límite es cuando se echa en falta el haber tenido un mínimo de exigencia para diferenciar a una amistad de lo que fue un mero conocido. Del otro extremo, está la tendencia de ser demasiado riguroso con el proceso de selección, medida que de manera invariable conduce a la soledad. Lo importante es buscar un balance. Dar algunas concesiones hasta hacerse de un pequeño grupo de seres confiables entre los que se puede tejer una red de enriquecimiento y apoyo mutuo.

Parte de la madurez radica en entender que rara vez se consigue llegar a los ideales . Aplica en en múltiples aspectos. Casi siempre uno termina por conciliar cuando la imagen de ensueño se revela como imposible. Con esto no digo que uno se deba rendir o conformar a la primera oportunidad. Al contrario, uno debe luchar por lo que se desea hasta las últimas instancias, pero también hay que ser conscientes de hay puntos aceptables  en los que quizás convenga reposar ya que resultan preferibles al vacío. La mira entonces ha de encaminarse a levantar el listón lo más alto que se pueda: luchar por cada centímetro. Si no se llega hasta el techo, aunque sea se logrará un resultado superior al que disponen los que no ponen unos gramos de empeño.

Pienso en lo mucho que el factor circunstancial influye en lo que a formar amistades se refiere. No nos juntamos con las personalidades más afines a nosotros, sino con las que tenemos a la mano. A partir de un pequeño número de coincidencias (al otro le gusta la misma película que tú, es aficionado a tu equipo de futbol o vive a lado de la casa de tu abuela) se establece un vínculo llevadero que puede crecer hasta convertirse en una relación para atesorar. Hacemos migas con los compañeros que pertenecen al mismo entorno en el que estamos sumergidos. No los ideales, sino los que son preferibles al resto de las opciones disponibles. Es lo que ocurre, si bien hay notables excepciones. Una cuestión de mera probabilidad. De los cientos de millones de individuos que habitan el mundo, resulta inverosímil pensar que los más afines a nosotros pudieran estar en las cercanías. Ya no digamos en nuestra colonia, sino hasta en una misma ciudad.

Al menos así lo veo. Yo sé que miles de ustedes claman haber encontrado a su alma gemela del otro lado de la pasillo. Y está bien. Creo que es posible. No voy a ser yo el encargado de romper las globos y doblar las serpentinas. Por el contrario: los felicito. Sin embargo, desde mi perspectiva particular, me he enfrentado a una conclusión que es bella y dolorosa a la vez. Gran parte de las personas con las que podría tener un vínculo profundo, se encuentran a cientos de kilómetros de distancia. No es una regla infalible, desde luego. He conocido a seres extraordinarios en los lugares en donde he habitado y estoy agradecido de compartir el código postal con ellos. Lo único que señalo es una obviedad: en el planeta hay seres extraordinarios que están repartidos fuera de nuestro alcance inmediato.

Muy triste, sí. Nunca te enterarás de la existencia de muchas de esas personas. No sabrás cómo se llaman, dónde viven ni cuál es su corte de cabello. Tampoco los acompañarás a tomar un café. No formarán parte de tu trayectoria. Peor aún resulta cuando descubres (ya sea gracias a internet u otros medios) que sí tienes semejantes que andan respirando en parajes remotos. Por una parte disfrutarás de saber de ellos, contactarlos y conocerlos aunque sea a distancia. Por el otro, te quedará el dolor de recordar eso, que están muy lejos de ti y que el encuentro es prácticamente imposible.

Hace poco leí un libro que me hizo reflexionar al respecto. Se llama 84, Charing Cross Road de Helene Hanff. Un volumen muy especial que recopila las cartas que la autora intercambió desde Nueva York con los empleados de una librería ubicada en Londres, Inglaterra. Un vínculo que  comenzó en 1949, cuando la escritora hizo caso a un anuncio publicitario de la librería Marks & Co que ofrecía sus servicios para compra y venta de libros de segunda mano. Helene Hanff, en una búsqueda de ediciones difíciles de conseguir,  se animó entonces a contactarlos, pese a que los separara un océano. A partir de entonces, y durante casi veinte años, se estableció una amistad por correspondencia entre ella y los empleados de la librería. Fue así que  una mujer solitaria pudo encontrar mentes afines a sus intereses, en especial la de Frank Doel, el jefe de ventas de la tienda con quien intercambió la mayor parte del material. Lo único malo es que estos camaradas estaban en otro continente.

Los británicos padecían las medidas de austeridad de la posguerra, por lo que Helene les enviaba regalos alimenticios que se suponían una pequeña gloria. Del otro lado recibía cartas y paquetes que, además de libros, le ofrecían calidez, amabilidad y comprensión. Siempre desde las diferencias de una cultura y otra. Frank Doel era el típico caballero de Inglaterra. Flemático y no libre de pasiones como la de la comida y el futbol. Helene, por su parte, era relajada: tenía un gran sentido del humor muy en el tono tongue-in-cheek para meter en aprietos a sus amigos.

Con el transcurso de los años y la profundización de la amistad, surgen las tentativas de que Helene haga un viaje hasta Londres para visitar la librería. Los empleados del lugar le insisten con invitaciones y ella les manifiesta sus ganas de ir. La idea es emocionante porque la esperarían con los brazos abiertos, con el cariño de gente que la estimaba y vivía con una curiosidad enorme de tenerla de frente. Sin embargo, los planes se posponen una y otra vez por la falta de dinero y, sobre todo, por ese inagotable número de compromisos a los que conocemos como vida. Ya será el próximo año, piensan una y otra vez sin reparar que el paso del tiempo lo cambia todo. Algunos empleados Marks & Co dejan su puesto y otros más desaparecen. El caso más demoledor es el que da fin a la correspondencia. Frank Doel muere de forma sorpresiva sin haber visto nunca a Helen. Así se lo hacen saber con un pequeño mensaje.

Una de las tantas historias que terminan a golpe. La amistad profunda que deja un fragmento inconcluso. Una espina clavada para la autora que pasó el resto de sus días con un espacio en blanco en donde el tormento instaló sus pertenencias.

Gracias a la publicación de estas cartas, Helene Hanff consiguió el éxito literario que tanto se le había resistido.El contenido de las misivas era entrañable y conquistó a un público que todavía le guarda cariño. Incluso se de adaptó para teatro y hay una versión cinematográfica protagonizada por Anthony Hopkins y la gran Anne Bancroft. Su valor no hace sino aumentar en la actualidad. En tiempos donde los libros se han convertido en meros archivos digitales que pueden bajarse a montones sin ninguna dificultad, uno se conmueve ante una época donde las complicaciones logísticas no pudieron vencer la fuerza de voluntad entre dos figuras hermanadas por el corazón y la literatura.

Helene Hanff  pudo visitar Londres después del éxito del libro. Ya no fue lo que esperaba. Sus amigos se habían ido. La familia con la que intercambió correspondencia ya no estaba. Marks & Co había cerrado sus puertas.  Durante años (y mientras pudo) entregó sin falta las regalías correspondientes a la hijas de Frankie por los conceptos derivados de 84, Charing Cross Road.

A pesar de haber enamorado a oleadas de lectores y de haber cosechado cierta celebridad durante dos décadas, Helene Hanff murió en 1997. Su fin llegó en medio de problemas económicos y una profunda soledad.

El lugar en donde se encontraba la librería Marks & Co es ocupado ahora por un restaurante.

«Es muy consolador sentir que hay alguien a muchísimos kilómetros de distancia capaz de ser tan generosa y amable con personas a las que ni siquiera conoce».
—Bill Humphries.

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«Querida Katherine:

Interrumpo la tarea de limpiar mis estanterías y me siento en la alfombra, rodeada de libros por todas partes, para escribirte unas letras y desearos un buen viaje. Espero que tú y Brian lo paséis muy bien en Londres. El otro día me preguntó por teléfono: «¿Vendrías con nosotros si tuvieras dinero para el viaje?», y a mí se me saltaron las lágrimas.

Pero… no sé…, tal vez sea mejor que nunca haya estado allí. Soñé tanto con ello y durante tantísimos años… Solía ir a ver películas inglesas sólo para familiarizarme con las calles. Recuerdo que años atrás un muchacho al que conocía me dijo que las personas que viajaban a Inglaterra encontraban exactamente lo que buscaban. Yo le dije que buscaría la Inglaterra de la literatura inglesa, y él asintió y me dijo: «Está allí».

Tal vez sea cierto, o tal vez no. Porque ahora, al mirar a mi alrededor en la alfombra, siento una certeza: está aquí.

El hombre, ¡Dios lo bendiga!, que me vendió todos mis libros murió hace pocos meses. Y el dueño de la tienda, el señor Marks, ha muerto también. Pero Marks & Co sigue allí todavía. Si por casualidad pasas por el 84 de Charing Cross Road, ¿querrás depositar un beso en mi nombre? ¡Le debo tantísimo…!»

—Helen Hanff.

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Marks & Co en 1969. La foto es de Alec Bolton y la Librería Nacional de Australia.

Las cartas de Charles Bukowski

Hace unos días terminé de leer un libro que recopila las cartas de Charles Bukowski. Es el segundo que leo, el otro también editado por la editorial ECCO. El periodo que abarcan los textos va de 1960 a 1970, una década de especial interés porque se trata de aquella en el que un cartero pasó a convertirse en un escritor de tiempo completo.

Leer misivas ajenas puede provocar un sentimientos de culpa. Cualquier trabajo similar puede interpretarse como una invasión al terreno más íntimo de los artistas. Ser intrusos de cartas de amor, amistad o desencuentro, pone a quien lo hace como un fisgón. Y si bien todo lo somos en mayor o menor medida, si el autor es alguien a quien se admira, la decisión de hacerlo se convierte incluso en un debate moral.

Los libros de cartas suelen ser también el último recurso de las editoriales y de los herederos cuando ya no queda más por explotar. Cuando todo el material inédito se ha ido y cuando las ediciones conmemorativas ya se agotaron, lo único que resta es echar mano de las viejas cajas con postales firmadas. Por eso hay que desconfiar.

Desde ese punto de vista, el participar en la dinámica (a través de la compra y de la lectura) podría significar una mancha en las manos. Sin embargo, el caso de Bukowski se cuece a parte ya que en él no existía un deseo expreso de mantener en reserva todas aquellos intercambios epistolares. Al contrario, en varias ocasiones manifestó su deseo de poder recopilar algunas de las cartas que había mandado a sus amigos para que fueran publicadas por una editorial

Eso decía al menos en sus tiempos de pobreza. Es probable que una vez arriba del trono de la fama, su opinión fuera distinta. El dinero ya no era factor. Pero al menos esa idea ayuda a sentirse un poco menos culpable a la hora de dar paso a lecturas de semejante naturaleza.

Sobre todo porque revelan la faceta más vulnerable de su autor. Alguien que tiene problemas de salud, dolores emocionales y la angustia de saberse encerrado en un trabajo asfixiante del que parece no existir escapatoria.

En las cartas, entregadas en su mayoría a otros colegas escritores, se encadenan los gritos desesperados de un hombre que lleva en la cabeza las sombras de tacones que dan un portazo y las peleas en bares que se convierten en una purificación.

Pero lo más destacado es que con cada entrega se muestra una faceta conmovedora del viejo Chinaski. Alguien sin muchas esperanzas que coquetea con el suicidio sin saber todavía que la luz al final del túnel está cerca de llegar. Una luz representada por John Martin, el editor de Black Sparrow Press, la primera figura editorial que decidió apostar por Bukowski, ofreciéndole una modesta cantidad de dinero mensual a cambio de que renunciara a su trabajo en el servicio postal y se dedicara de lleno a escribir. Tenía casi cincuenta años. El resto es historia. El ascenso, las turbulencias, la leyenda.

Otro rasgo importante es la intensidad con la que Bukowski aborda el formato de las cartas. Para él se trata de un relámpago, de ir al grano desde la primera línea y aprovechar cualquier rendija para dar paso a sus obsesiones. Tratándose de un ser solitario, la correspondencia se convertía muchas veces en el único refugio en el que podía tener una conversación sincera. En donde las palabras no iban ya para presidiarios, prostitutas o borrachos, sino para otras almas que ofrecían su hombro comprensivo.

Es cierto que en las cartas no se suelen contener lo mejor de un creador. Las mejores muestras casi siempre están exhibidas en las novelas, relatos y poemas publicados. Mas, cuando el talento existe, su manifestación se vuelve una consecuencia inevitable. El genio se alcanza a deslizar entre los párrafos para que el lector vaya preparado con una red de captura.

Los tópicos abordados se cuentan por miles. Además de ser alguien prolífico, Bukowski era un tipo de líneas variadas que transcurrían de manera impredecible. Así es como podía pasar de la melancolía a la fiereza, de la reflexión a la vulgaridad y de la ternura a la violencia.

El hombre había vivido. Y eso le daba la oportunidad de tener toneladas de anécdotas para contar. Si con todos sus poemas no se agotaba, con las cartas tampoco. Siempre quedaba la sensación de que había más. Lo que sí es que hay algunos ejes recurrentes. Su hija Marina, los problemas de dinero, los temores de salud, las mujeres que iban y venían, así como el agotamiento y la falta de ganas por mantenerse cerca de sus semejantes.

A fin de cuentas, para él la escritura era una forma de no morir. Quizás la única alternativa para plantar cara a la miseria. Hacerle frente y apropiarse de ella para beneficio individual. Cada letra sobre el papel era un escape. Las horas pasadas frente a la máquina de escribir eran horas lejos de un empleo miserable, de un dolor de cabeza, de la humillación de un rechazo.

Bukowski tenía una idea a la que luego desestimó. Pero que aun así debería considerarse. Él decía que si lograba hacer a una persona feliz durante su paso en este mundo, entonces su vida no había fracasado. Daba igual que su zapatos estuvieran rotos. Que las crítica especializada lo mandara al basurero de la historia. No importaba si un perro orinaba su cama o si moría después de ser atropellado por un camión. Si tan solo alguna vez uno de sus poemas hacía feliz a alguien, hubo algo digno de salvar. Una victoria. Tengo por cierto que, en su caso, las victorias se cuentan por miles. Y que sus lectores, que todavía lo perseguimos en las librerías, estaríamos encantados de invitarle una copa, si no fuera por lo restrictivos que son en el más allá.

P.D. La lectura de estos libros me dejó con ganas de recuperar la vieja tradición de la correspondencia, en un sentido más profundo que el mensaje de texto enviado con prisas. Al respecto, se me ocurrió una idea. Enviaré cinco correos electrónicos a los cinco primeros lectores que me envíen una pregunta, una línea, una foto o una carta entera. Cuéntenme algo, lo que sea. Corto o largo. Yo haré lo mismo por ustedes. Mi correo pueden verlo en la barra de la derecha, pero se los dejo aquí por si les da flojera mover los ojos: yomiss(arroba)gmail(punto)com. Les contestaré pronto. Quizás en menos de un día o dos. Lo único que aseguro es que no pasará de una semana. Apresúrense, que es una oferta limitada.

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La autobiografía de Morrissey

Hubo una época en que leí toneladas de entrevistas a Morrissey. Por aquel entonces tenía una lentísima conexión a internet a la que solo podía acceder un par de horas al día. Así que cuando encontré una página en la que se recopilaban artículos y entrevistas dedicados a Morrissey, decidí que era buena idea copiarlas todas en un documento de Word que almacenaba para leer por la madrugada.

La recopilación en cuestión terminó por superar las 140 páginas, un pequeño libro que se convirtió en una referencia y en donde aprendí mucho acerca de la personalidad de mi cantante favorito. Lo cierto es que incluso así era insuficiente. Por mucho que leyera, siempre permanecía un velo de misterio. Había temas que Morrissey nunca trataba pese a que le insistieran.

Lo suyo era una gran habilidad para evadir los cuestionamientos, aun cuando daba respuestas. Las mayores confesiones las reservaba para las letras de sus canciones, en donde lograba un efecto muy particular en donde una sinceridad descarnada dejaba intacto un fondo indescifrable.

La vida privada de Morrissey era eso, privada. Llevada con una cautela tal que en vez de producir certezas, era rodeada por especulaciones. La rumorología en torno al hombre se transformó en una de las catapultas mediáticas del artista que prefería verse afectado por ellas que aclararlas, ya que esto suponía el tener que revelar sus secretos.

Un gran juego de cartas. Lo que permanece oculto atrae, y si la situación se prolonga por años, se transforma en obsesión. Lo más revelador eran los discos: diarios personales llevados al ambiente musical. Llaves que conseguían abrir los candados internos hasta elevar la devoción de los escuchas.

Muchos intentaron contar la historia de Morrissey, sin embargo él se guardó el privilegio de la última palabra. Puro timing. Dejó a la semilla tranquila con el fin de que aflorara en el momento oportuno. Ni más ni menos que en un libro de casi quinientas páginas lanzado en 2013.

Aún cuando deseaba tener la autobiografía en mis manos y devorarla en cuanto pudiera, una parte de mí no estaba tan segura. Quizás era preferible mantener el misterio. Ese sano espacio entre el artista y la persona que impedía ensuciar cada uno de los mundos.

Así que cuando Karla tuvo la gentileza de regalarme el libro, tardé varios días en decidirme a empezarlo. Temía que con ello se pudiera caer una imagen que tardé años en conformar. Corría el riesgo de encontrar detalles que chocaran con lo que ya tenía bien establecido. Con los ídolos a veces conviene mantener una distancia prudencial para no salir decepcionado.  No era como leer cualquier otra historia. Esto era diferente porque  se trataba de nosotros.

De cualquier modo, en un instante de valentía, decidí iniciar la lectura. Y no me arrepentí. Cada página sumó y en ningún momento restó. Conozco bien la forma de ser de Morrissey, de modo tal que no resultó raro ver el tono egocéntrico y trágico que puso en su versión de los hechos.

Lo que sí me llamó la atención fue la forma en que está escrito, en un bloque enorme de texto sin división en capítulos y con párrafos del tamaño de un rascacielos. Para alguien conocido por letras de líneas breves y con tendencia a la sencillez fue un cambio drástico que demuestra que su habilidad con la pluma no es fruto de la ocurrencia o del apunte emocional, sino de una particular concepción de las ideas y del lenguaje que no está peleada con un arrojo lleno de urgencia.

Da la impresión que la densidad de la estructura no es un casualidad. Pienso más bien que se trata de una manifestación adicional: la vida vista como un todo. No fragmentada por acontecimientos, sino por la perspectiva de quien la lleva a cuestas. Un solo torrente que acumula dentro de sí a las personas, las anécdotas y las reflexiones.

Las primeras 150 páginas son oro puro para los admiradores ya que en ellas transcurren los años de formación. Una infancia de que la existían pocas referencias fiables y que muestran que más allá de ser una estrella, Steven es un hombre de familia cuyo ambiente cercano llevó a convertirlo en un alma sensible. Son los detalles aquí revelados los que conformaron al artista, con el acento puesto en la tortuosa etapa escolar que lo orilló más y más a la individualidad.

El estilo que imprime a su relato provoca ternura al mismo tiempo que fascinación. Un hombre maduro es el encargado de contar su propia infancia, y en vez de hacerlo con la serenidad de la adultez, lo hace desde la inocencia del niño. No lo hace desde la mirada de quien es, lo hace desde la mirada de quien fue. Alguien que se transporta a una serie de circunstancias que aún le son incomprensibles.

Un refugio ante tal panorama resulta ser el arte. El cine, los literatura y, sobre todo, la música. El pequeño Steven consume discos, películas y libros como una forma de mantenerse a flote. Los New York Dolls le muestran que hay alternativas para manifestarse y que otra existencia es posible. La fascina el peligro del punk a la vez que siente debilidad por las canciones de pop romántico. La devoción por Iggy Pop convive con el apego a Shirley Bassey.

El punto de quiebre llega cuando Johnny Marr hace aparición. Es su entusiasmo el que, de cierto modo, logra salvar la vida de Morrissey. Un día el joven guitarrista se presenta a su puerta con la intención de que ambos formen una banda. El contacto lo establece Billy Duffy. Son los inicios de los años ochenta.

En el plano musical, las palabras de Morrissey son amables con su antiguo compañero. Le reconoce un talento casi sobrenatural y una disposición que logra mantener la relación a flote. También concede halagos a las habilidades de Andy Rourke y Mike Joyce en sus respectivos instrumentos. Sin embargo, cuando se trata del tema personal, Morrissey no tiene piedad y ataca parejo. A Johnny lo acusa de haber sentido celos por el protagonismo que él adquirió como cantante, y a los otros dos los pone como seres ambiciosos cuyo más grande mérito en la vida fue cruzarse en su camino.

Lo anterior se vuelve una constante. Morrissey tiende a separar lo profesional de lo humano. A partir de eso, concede elogios a personajes como David Bowie, Sandie ShawDavid Johansen por lo alcanzado en su trabajo, pero luego los vapulea por lo que, desde su punto de vista, son rasgos imperdonables que terminaron por afectarlo. Morrissey es dramático y no teme ponerse una y otra vez como víctima. Sus penurias son siempre consecuencia de lo hecho por otros, jamás por su propia culpa.

Para los detractores esta posición podrá resultar molesta. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que se trata de una manifestación propia del genio. Sus admiradores, por otra parte, están acostumbrados a la dinámica, que de hecho fue una de las razones que en primer término los impulsaron a seguirlo.

A decir verdad, casi ninguno de las decenas de personajes mencionados se salva de su afilada pluma. Morrissey carga contra la mayor parte de la población mundial. Esto incluye a Tony Wilson, John PeelSiouxsie, Stephen StreetGeoff TravisCraig Gannon, Alain WhyteBryan Ferry, Sarah Ferguson, Neil Aspinall y una larga lista que bien podría equivaler a un directorio telefónico.

Como era de esperarse, la peor parte se la lleva Mike Joyce por aquel juicio (ya en los años noventa) en el que el baterista reclamó regalías atrasadas por su participación en The Smiths. El muy cínico pidió un 25% de las ganancias en concepto de conciertos y lanzamientos del conjunto, como si su aportación hubiera tenido la misma importancia que la de Morrissey & Marr. El proceso fue polémico y llevado a cabo desde una aparente ineficiencia en los tribunales, lo cual derivó en un triunfo para Mike Joyce el cual Morrissey no perdona ni perdonará jamás. El incidente en cuestión ocupa cerca de 60 páginas del libro, superando a cualquier otro de los temas tratados. En ellos hay palabras llenas de amargura con un único consuelo: Morrissey sabe que por encima del dinero está el legado, y que mientras él ha seguido con un estatus de héroe pop, aquel suceso relegó a Mike Joyce a una condición de paria. Ningún intérprete de prestigio trabajaría con un traidor a sabiendas de que podría recaer en el vicio. Por si fuera poco, entre los fans de The Smiths, Mike Joyce siempre quedará en la peor de las cuatro posiciones.

De Johnny Marr también habla con amargura. Lo culpa de ser el causante de la ruptura de The Smiths, que de otro modo habrían grabado otros 30 álbumes. En particular a Morrissey le enfureció que Johnny Marr empezara a trabajar con otras bandas y proyectos mientras The Smiths todavía estaban en activo. Retrata aquello como si fuera una infidelidad y un insulto directo a su persona. Y declara que al final el tiro le salió mal ya que jamás pudo alcanzar una fama ni un nivel como el que tuvo a su lado. Incluso se anima a presumir que Viva Hate llegó al primer lugar de las listas del Reino Unido mientras Naked de los Talking Heads (en donde Johnny Marr participó) quedó en cuarto.

No obstante, no todo es amargura. La acidez es intercalada con un exquisito sentido del humor y con un abanico amplio de anécdotas. Morrissey declara haber entrado a la escuela en la que estuvo James Dean (en los días en que visitó Fairmount, Indiana para la grabación del videoclip de «Suedehead»), situación que aprovechó para robar dos sillas que se llevó en avión como souvenir. También cuenta que alguna vez le ofrecieron aparecer en un episodio de la serie Friends, pero se negó cuando le indicaron que su papel consistiría en ser hostigado por Phoebe que le insistiría que cantara con su voz depresiva en medio de una cafetería .

Desde luego que también habla del terreno más íntimo, el de su vida amorosa. El gran pez por el que decenas de periodistas se pelearon sin conseguir la captura. Y por fin, el protagonista mismo salía a disfrutar del banquete, pero no de manera explícita sino bajo el resguardo de una elegante utilización de las palabras. En todo caso no teme afirmar que a los 35 años tuvo lo que se podría considerar su primera pareja. Un fotógrafo con el que vivió durante dos años. No se especifica la naturaleza de la relación, lo que se deja en claro es el soporte que supuso para su vida, que por fin tuvo una figura complementaria a la cual sostenerse. El tiempo pasa y ya en su etapa en Los Ángeles, resulta que conoce a una mujer con la que se podría decir caer enamorado. Un espíritu cálido que le hace replantear algunos asuntos y con quien incluso surge un efímero deseo de formar una familia.

El cierre de la autobiografía se vuelve un regalo a los lectores. Es ahí en donde el egocentrismo cede el paso al cariño que Morrissey siente por sus admiradores. Las últimas páginas son un repaso a sus sensaciones respecto a los conciertos. La mención de las ciudades va acompañada de un aliento que destila gratitud. A destacar el espacio que dedica a México, país en el que se detiene y al que le brinda algo más que palabras diplomáticas. Lo que manifiesta es un genuino aprecio e inclusive un apoyo frente a las injusticias a la que sus ciudadanos deben enfrentarse a diario. En el carácter del mexicano se refleja ese interior  atormentado —al que conoce en plenitud— que sin embargo tiene la fuerza suficiente para cantar y sonreír.

Al final, la autobiografía consigue su cometido. Ni cae en la trampa de alimentar al morbo ni deja espacio a la dejadez. Lo que se le podría reprochar es que a ratos parece una obra más pensada en la autocomplacencia que en dejar un registro global. Una revancha postergada contra sus enemigos. En lo personal lamento que no incluyera más comentarios acerca de sus álbumes de estudio  y de los procesos de grabación. Algunos de ellos los repasa apenas en medio párrafo y los hace parecer más bien una mera plataforma para atizar a la siguiente víctima. Lo mismo con las canciones a las que toca con la fuerza de un pétalo.

Un puñado de fichas se quedan bajo la manga. La figura de Shelagh Delaney queda en la nada, acaso para protegerla de los lectores casuales, como también esa amiga de la infancia que se suicidó de la que no hace ningún apunte siquiera.

Morrissey siempre se reserva el derecho a la conclusión. Ofrece algunas monedas, pero se queda con el botín. Te deja ver la casa mientras te mantengas del otro lado de la cerca. Sabe que así funcionan las figuras de culto. Dando algunas respuestas solo para que a partir de ellas surjan más preguntas. Y así mantenernos pegados a sus palabras durante el próximo siglo lleno de flores.

Morrissey kidMorrissey con su hermana Jackie.

Consideraciones finales de How I Met Your Mother

Empecé a ver HIMYM en el año 2009, más o menos por la época en que entré a la universidad. Por entonces la serie llevaba ya unas tres temporadas transmitidas, que es el punto ideal para engancharte a base de maratones de varios episodios consecutivos. Me divertí mucho con las aventuras de los protagonistas. Pero hubo algo más que hizo que me enganchara. No se trataba de una historia que se sostuviera únicamente en las risas, en los pequeños detalles que venían a ráfagas o en la originalidad desbordante que tenía. Era una serie muy emocional que lograba impactar en tu propia historia. Lo que desfilaba por la pantalla era una colección de sentimientos enmarcados por una dinámica con la cual, por casualidad, también te podías divertir.

Una vez más tiraré al dramatismo. HIMYM supuso para mí un alivio. Gracias a ella recuperé la esperanza en el amor. El amor en su vertiente más cursi, trágica y disparatada, que es como debe ser. De la mano puso de nuevo en la escena al destino, no entendido como algo definitivo a lo que ya estamos sometidos desde nuestro origen. Sino como una búsqueda, en este caso de aquella persona que consideramos está tenemos hecha a la medida. Esa ilusión de que hay alguien afuera, en algún sitio, por la que vale la pena salir. La noción de que hay motivos para resistir las penurías y los constantes golpes que da la cotidianidad. Que nuestro punto de quiebre puede suceder. Y que hay que mantener los ojos bien abiertos para identificarlo. Vivir con la intensidad de saber que es posible. No renunciar al instante.

Lo sé, es una visión un tanto ingenua y ridícula. Carente de lógica y que hasta podría resultar perjudicial para el desarrollo personal. Sin embargo tiene un encanto especial. Es una perspectiva originada en la niñez. Porque hay de decirlo, en el fondo los adultos siguen apelando a la fantasía. A los cuentos de príncipes azules y de bellas durmientes. Solo que le dan otras formas, más discretas, o más bien adaptadas al propio contexto al que han sido orillados.

Por eso siempre fui más de Ted, por mucho que Barney tomara los reflectores del juego. Y también de Marshall y de Lily que sintetizaban la estabilidad a la que tarde o temprano aspiramos. Porque muchos quisiéramos ser como Barney, pero en el fondo sabemos que somos más como Ted. Así de tontos, así de ingenuos, así de tirados al precipicio.

HIMYM llegó a su final y del mismo modo que al principio, me hizo pensar. Ahí otro de los grandes atributos que la caracterizaron al programa. El punto no era solo ver una narración llevada episodio por episodio, la dinámica también era interiorizar los padecimientos y reflexiones de los personajes. Poner en perspectiva tu propia vida bajo aquellos parámetros. Era ver lo que pasaba y ponerte a cuestionar hacia dónde se dirigía la trayectoria de tus días.

Yo a esta serie la quise, que es el mayor elogio que puedo soltar a lo que no deja de ser un producto televisivo. La quise hasta el final. Esto no impide que estuviera muy al tanto de la decadencia que comenzó allá por la quinta temporada, a partir de donde vino cierto desgaste y mucho relleno escondido en los rincones. Pero HIMYM, como suele pasar con los clásicos, no era un simple programa. Lo que algunos teníamos con ella era una relación como la que tienes con una pareja. Con sus altas y bajas. Y a la cual le perdonas los malos ratos porque le guardas cariño. Qué le vamos a hacer. No te puedes desprender así como así de lo que alguna vez amaste. Hay lazos que atan. Tienes que seguir hasta el punto de no retorno. Incluso en la miseria guardas un sueño en secreto: el de que por alguna razón la nave levante el vuelo de nuevo, que todo vuelva a ser como alguna vez fue.

Y a veces lo hacía. En las peores rachas todavía aparecían algunos chispazos que recordaban la magia en la cual se fundamentó el vínculo. A veces se hilaban varios de ellos hasta el punto en que te hacían creer que de nuevo se había enderezado la ruta. Luego venía la caída. Resultaba que no, aquello ya no era la octava maravilla. Pero qué diablos, la perfección en las relaciones no existe. Si lo que tienes en frente es especial, tienes que aguantarlo hasta las últimas consecuencias. Y yo a la pandilla le debía bastante. Así que no los podía abandonar a la mitad, así como así. Es un poco como lo que decía Bill Shankly: «Si no puedes apoyarnos cuando perdemos o empatamos, no nos apoyes cuando ganemos». Creo que esa discurso la retomó de algún otro lado. Lo importante es que aplica a otros puertos. Hay obras a las que debes acompañar en los fracasos y en las medianías. Después de todo ellas estuvieron contigo cuando no estabas al cien, ¿no? Se le llama lealtad. Una actitud que empieza a quedar en desuso. Procuremos no dejar que se extinga.

A mí, por mencionar lo concreto, la última temporada me dejó sentimientos dispersos. Nunca me convenció del todo que los creadores la basaran por completo en la boda de Barney y Robin. Reconozco que se trató de un reto que lograron resolver, y que tiene su mérito el haber sacado petroleo de semejantes limitaciones en el marco de acción. No obstante, creo que se desperdició la oportunidad de ahondar en aspectos sustanciales. Quizás conocer un poco más de La Madre en cuestión y del ambiente familiar al que enfrentarían los protagonistas. Sé que en parte la decisión tuvo que ver con el hecho de mantener la tensión y que también la ruta estuvo condicionada por la  gran bola de nieve en la que se había convertido el libreto. Es muy fácil decirlo desde el lado del espectador, y aún así te queda la piedrita en el zapato. Porque repito, HIMYM no era solo una serie. Era algo nuestro. Algo en lo que se fundamentaba un modo de ver la vida. Un ser querido al que quieres aconsejar. Al que le pides que se ponga el suéter antes de salir o al que le recomiendas estudiar determinada carrera que consideras lo mejor para su futuro.

He leído comentarios de personas a las que no les gustó el final. Se trata de un fenómeno recurrente en la mayoría de las creaciones que marcan época. Pareciera que la insatisfacción por el último episodio es la gran manifestación de la devoción que se siente por una serie. Es sintomático, de hecho. Cada uno tiene una forma peculiar de querer cerrar las cosas. Olvidemos las generalizaciones. Los rasgos de la personalidad por fin afloran; cómo es que los guionistas osan oponerse a lo que deseamos. La serie no es suya, es nuestra. Bastardos.

En lo que a mí respecta, me voy con sentimientos encontrados. Me agradaron unas cosas y otras no tanto. Siento que partes clave fueron reflejadas con demasiada prisa. Podría decirse que hubo poco respeto por la figura de La Madre, como si hubiera sido un mero pretexto argumental y a quien tuvimos que despedir sin llegar a conocer con mayor profundidad. Lo mismo con Marshall, Lily y Barney, que parecen llegar a una conclusión obvia y cortante. Con un éxito profesional alcanzado a modo de milagro y con un matrimonio disuelto en un instante que es seguido de una paternidad redentora.

Pero luego están los últimos cinco minutos en donde lo comprendes. A fin de cuentas todo siempre se trató de Robin y de Ted. O no. Más bien de Ted. O no. Más bien de una postura ante las relaciones humanas. Que el título no te engañe. How I Met Your Mother no es la historia de cómo es que Ted conoció a la madre de sus hijos. El relato solo es el móvil para retratar la esencia de un romántico incurable. Alguien que no se conforma. Alguien que no se rinde. Alguien que nunca quita el dedo del renglón en pos de alcanzar lo que el corazón le ha dictado.

Es de lo que nos hablaron. Pese a que tardáramos en darnos cuenta. Por tanto, quizás debamos darle a los creadores la licencia. Es verdad, en la hora de cierre decidieron desmoronar aquello por lo que mantuvieron la atención de los espectadores durante casi una década. Puede parecer una estrategia un tanto injusta y sacada de la manga. Habrá quienes clamen estafa, ya que los tipos sacrificaron una concepción a la que muchos le tomaron cariño. Sin embargo, creo que con ello lograron instalar una idea mayor: el tiempo no siempre logra desvanecer los sentimientos que tienes por alguien.

El valor de Tracy no desaparece. Que no se haya mostrado demasiado de ella no implica su inexistencia. Lo que tuvo con Ted se refleja en dos hijos y en la conformación de la historia misma. No hay un solo capítulo en el que ella no sea presencia. Está ahí como una dirección a cada segundo. Ubicua en cualquiera de los detalles.

Los admiradores puede imaginar cómo fue su vida en matrimonio. Ahí sí, tener cierta libertad para dar rienda suelta a lo que cada quien convenga como lo mejor.

Lo que hay que celebrar es la aparición adicional. La recuperación de esa flama que nunca logró apagarse del todo. La de Robin y Ted. El triunfo de una espina clavada. Cada uno podrá encontrar un paralelismo en su vida amorosa. Aquel chico o chica que sin importar el paso de los años, todavía obsesiona, aunque todo indique que ha llegado a su fin. HIMYM dio de postre un regalo. Dejar en claro que la esperanza no muere con la juventud. Que todavía quedan muchos caminos y posibilidades. Que a lo mejor llega el día en que nosotros mismos nos veremos sorprendidos por la aparición de lo que siempre quisimos. Nuestra trompeta azul particular.

TV LOOKOUT

 

La mirada de Tony Soprano

Yo soy de Tony Soprano. De James Gandolfini en general. Gran hombre. Uno de los actores que dejan una huella en la que dan ganas de pasear. Haces unas semanas, sin ir más lejos, cuando vi la película Enough Said (2013), su mera presencia en la pantalla logró que me estremeciera. Es uno de los pocos que consiguen eso. Marcello Mastroainni es otro. Así que verlo junto a Julia Louis-Dreyfus (otra adorada gracias a una serie) fue conmovedor. A pesar de que lo que tenía enfrente era una comedia, en varias partes no pude evitar caer en un estado de melancolía, a sabiendas de que lo que veía era uno de los últimos trabajos en los que aquel gordo entrañable participó antes de morir. Con seguridad la última vez que podría encontrarlo en una sala de cine.

James Gandolfini tiene la particularidad de mostrar mucho de sí mismo cuando le toca hacerse cargo de un personaje. Pareciera que los papeles se amoldan a él más que él a los personajes. Lo especial de su carácter le permite darse ese lujo. Esto se puede notar en algunos de sus comportamientos. Cuando come, por ejemplo. Lo hace de una forma inconfundible que expresa mucho de su naturaleza.  Un detalle pequeño en el que dice bastante de sí.

Si pones atención te darás cuenta. De forma específica está la forma en que mueve los cubiertos entre la comida  hasta conseguir atrapar la combinación exacta que quiere llevarse a la boca. Son los detalles. Ahí está lo crucial. Él lo sabía. No es lo mismo que el tenedor lleve dos espárragos y una patata a que lleve un espárrago y dos patatas. La experiencia es completamente distinta. Así que hay que luchar. Arrastrarse por el plato, y maniobrar entre caídas y subidas hasta conseguir la porción que se desea. Lo mismo con la cuchara. Con los postres hay que ir hasta el límite. Agarras un pedacito de pastel, un poco de cereza y luego una tajada de helado de vainilla. Las proporciones exactas para que la mezcla sume puntos a la degustación. Y la forma en que se mastica es importante también. Una forma de hablar sin palabras. La comida es demasiado importante como para reducirla a un mero plano nutricional. Hablamos de un ritual que delata nuestro interior.

Les digo. Soy de Tony Soprano. El protagonista de la serie que más me ha cautivado jamás. Es curioso porque, a pesar de ser protagonizada por un mafioso de Nueva Jersey, su historia deja mucho para que la gente común pueda identificarse. Era muy sentimental, muy humano. A diferencia de otros productos televisivos, podías centrarte en su figura como si se tratara de alguien real. Podías olvidar que estabas ante una obra de ficción e involucrarte. A Tony siempre lo sentí como alguien cercano. Un tipo muy familiar en el que hallé rasgos distintivos cercanos a los míos. Aquel carácter ambivalente me recordaba mucho al de mi padre, que de alguna manera se traspasó  a mí.

En ciertas partes  podían presentarse muchas diferencias con el espectador. Pero eran cuestiones sobre todo circunstanciales y de superficie. En lo que se refiere a la esencia, en Tony Soprano se esconde mucho de lo que puede conformar a cualquier hijo de vecino. Una manera particular de afrontar lo que se tiene por delante. En su caso a un negocio ilegal. En otros,  lo mismo aplicado a un empleo y a un modo de vida normal.

Momentos de este gran antihéroe recuerdo muchos. Cada episodio de las seis temporadas (la última de ellas es doble) contenía al menos una escena para el recuerdo. Sucesos para atesorar por siempre. Lecciones de éxito o fracaso de las cuales se podía extraer algo que te hiciera más fuerte.

De todas esas fracciones, puedo distinguir dos que están por encima del resto. Fueron, a decir verdad, los que consiguieron que pusiera a los Soprano sobre cualquier otra serie que haya visto antes o después. Puntos de amarre con los cuales se consolidó mi amor por aquella odisea, y en Tony en particular. Sobre todo porque fueron acontecimientos que sentí como propios, que me hicieron decir: «él sí sabe cómo va esto de la vida». Manías de las que yo creía que nadie más era presa. Obsesiones que no pensé que nadie más padeciera. Debilidades que eran mostradas son suma facilidad cuando si uno se lo piensa son complicadísimas de sacar a relucir.

Los dos momentos a los que me refiero ocurren en la cuarta temporada. Y ambos tienen que ver con la forma en que Tony Soprano se relaciona con las mujeres. Faltaba más.

El primero ocurre cuando Tony se siente atraído por Valentina, la nueva novia de Ralph Cifaretto, un golfo de cinco estrellas. Valentina es bellísima y también siente atracción por Tony. Pero a este último algo lo detiene. Y no es que ella sea la pareja de su compañero de negocios, ni mucho menos. No se trata de un dilema moral, sino algo mucho más profundo. Cuando ella le pregunta por qué no profundizan en su aventura amorosa, Tony le dice, sin más rodeos: «Porque no quiero tener lo mismo que tuvo Ralph Cifaretto«. Valentina es la mujer de sus sueños, alguien que lo tiene fascinado. Pero en su valoración hay algo que está por encima. Los principios, la dignidad, un sentido de exclusividad. Estar con ella no es solo estar con ella. Es estar con su pasado. Es pensar que sus labios han recorrido a un tipo que a Tony le causa un enorme desprecio. Celos por los caminos cruzados.

El debate personal de Tony es inmenso. Hay una parte en donde lo vemos a solas dentro de su auto. Y con su celular llama a Valentina. Por fin parece comprender que quizás lo suyo sea una exageración. Que puede darle una oportunidad a esa chica sin importar que esté relacionada a un ser repugnante como Cifaretto. Cuando ella contesta, Tony guarda silencio. Sus intenciones se vienen abajo cuando por su mente comienzan a pasar las imágenes de aquellos dos en escenas románticas. Besos, caricias, abrazos. Siente repulsión. Ganas de tirarlo todo por la borda. Entonces decide colgar. Al carajo con todo. A tomar por el saco. Prefiere seguir a solas su camino.

Aquella secuencia es magistral.  Entendí a la perfección los sentimientos de Tony. Los suyo podrá parecer irracional, machista y exagerado. Pero es honesto. Es real. Más de una vez he pasado por sensaciones parecidas. Considero que las personas deberían cuidar al máximo la elección de sus parejas. Porque son una especie de trayectoria. Un novio o novia repulsivo se vuelve una mancha en el currículum que puede repeler a futuros prospectos. Da lo mismo que seas bellísimo. Si estuviste con alguien asqueroso, tu imagen pierde varios enteros.

Lo curioso es que la relación entre Tony y Valentina sí se consuma. Lo hace apenas ella le aclara que jamás ha tenido sexo con Ralph Cifaretto, ya que él en realidad tiene algunas costumbres muy raras en la cama, más bien orientadas a la pasividad del masoquismo.

No recuerdo si el segundo episodio al que hago referencia ocurre antes o después del que he descrito acá arriba. Lo que sí sé es que se trata del momento cumbre de James Gandolfini como actor. A decir verdad, no es una interpretación demasiado llamativa en un primer acercamiento. En su carrera hay ejemplos de mayor resonancia. Esta que digo es bastante discreta en algunos sentidos. Lo interesante es que, a la vez, llega hasta el tuétano.

Tony está en los vestidores de un club luego de tomar un baño de sauna. Ya se ha puesto los pantalones. Le falta abotonar su camisa. En eso está cuando se le acerca Ronald Zellman, uno de sus contactos principales dentro del mundo de la ley y la política. Un funcionario corrupto que le ha ayudado en diversas cuestiones, siempre a cambio de retribuciones económicas. También son amigos. Así que cuando Ronald le pide platicar sobre una cuestión que lo agobia, Tony le dice que adelante.

Resulta que Ronald ha empezado a salir con Irina, una ex amante de Tony. Ronald quiere ser franco. Ella le gusta mucho. Quiere estar con ella. Aunque entiende que para Toný podría ser un asunto conflictivo. Por eso quiere decírselo directamente, para evitar embrollos futuros y dejar el tema en claro. Tony se ríe. Le dice que no se preocupe. Que Irina es parte de su pasado. Es una buena chica y le desea lo mejor a ambos. Que sean muy felices. Ronald se lo agradece con una sonrisa. Cierran la plática con un apretón de manos.

Desde luego el asunto no acaba ahí. Tony es un hombre de obsesiones. Alguien que no se puede controlar. Una característica de su personalidad que a través de su carrera lo ha metido en muchos problemas.Un rasgo que pone en un riesgo constante a su figura como líder de un grupo delictivo.

Tony está al tanto de sus propios defectos. Sabe que hay algo mal dentro de él. Pero estar consciente de ello no es suficiente. Es un vicio que no puede dominar. Por más que lo intente, cualquier pequeñez puede detonar su lado más obscuro. E intenta controlarse. De verdad que lo hace. Dios, ha pasado mucho tiempo desde que estuvo por última vez con Irina. Que tenga un nuevo novio no debería importarle. Después de todo se alejó de ella porque era una chica que empezaba a abrumarlo. Además, él es un hombre casado. Una bella esposa lo espera en casa con sus dos hijos. Sí, es verdad. Tiene a la familia. Mejor ir con ellos. No hay razones para pensar más en una antigua comàre.

Tony ya va dentro de su camioneta. La jornada de trabajo ha finalizado. Es de noche y toca disfrutar el camino de regreso al hogar. Como todavía quedan muchos kilómetros por recorrer, decide amenizar el trayecto con música. En la radio suena «You Ain’t Seen Nothing Yet» de Bachman–Turner Overdrive, una canción que lo  anima tanto que se pone a cantar.

Y es ahí donde comienza la clase de actuación de Gandolfini. En donde pone al resto de las estrellas de televisión a la altura del betún. También en donde queda en claro el poder evocador de la música. Porque, apenas termina «You Ain’t Seen Nothing Yet», empieza una canción que cambia por completo el semblante de Tony.  Es «Oh Girl» de The Chi-Lites. Desde la primera frase del cantante, no le queda otra que recordar a Irina. Lo mucho que ha echado de menos su compañía en el ajetreo de las últimas semanas. En lo irónico de la situación. Que le duela que ella pueda ser feliz con alguien más, pese a que él mismo la haya alejado de sí. Y Tony canta, pero ahora con lágrimas contenidas en los ojos. Con la voz entrecortada. Hay palabras que jamás saldrán de paseo.

Solo por esa parte, la actuación merecería los mayores aplausos. Sin embargo, todavía falta lo mejor.

Tony da un volantazo. Ha decidido cambiar de ruta. Lo siguiente que vemos es que está afuera de la casa de Ronald. Tony ya no llora, su actitud ha pasado a ser dura. Toca el timbre. Unos segundos después, Irina abre la puerta. Es casi media noche y ella está en pijama. La visita sorpresa le da un susto de muerte.  Tony decide pasar sin esperar a ser invitado. Lo único que le dice a la pobre mujer es: «¿Tienes algo de tomar?».

Pero para qué contarlo. Mejor dejo que ustedes mismos vean lo que pasa.

 

Atención a la transformación que sufre el personaje. De nuevo, Tony pasa de todo. Le da lo mismo los problemas que su actitud le pueda acarrear. Más si tomamos en cuenta que Ronald es un contacto clave para varias operaciones ilegales. Alguien que, sin ir más lejos, trabaja para el gobierno. Pero en ese momento da igual. Él solo quiere desquitarse. Así que va y golpea a su viejo amigo con un cinturón, como se golpea a los niños traviesos. Hasta hacerlo llorar.

Al diablo con lo que venga. Hay momentos en la vida en que uno se debe dejar llevar. Actuar sin medir las consecuencias. Que por algo se tiene una vida para arriesgar.

Recién consumada la venganza, Tony ha vuelto a la serenidad. Está calmado, quizás con el pensamiento fijado en los conflictos que vendrán luego de ese incidente en donde se olvidó de su parte racional.

Y se acerca a Irina por última vez. La tiene cara a cara. Después de todo lo que han vivido juntos, un abismo los separa. Ella llora. Y podrían decirse tantas cosas que es imposible decir una sola palabra. Da igual. Porque, antes de irse, Tony le lanza esa mirada. La mirada definitiva. La que lo dice todo. Ante la cual no cabe otra opción que rendir silencio. La que merecía que se se rompieran todos los protocolos. La que merecía un Óscar. La que merecía un Pulitzer. El jodido premio Nobel de Medicina.

Esa mirada.tony soprano

Esa.

Eleanor & Park

Leer a un autor por vez primera tiene mucho de apuesta. Tienes que arriesgar tu tiempo sin saber si la inversión valdrá la pena. Y toca hacerlo de vez en cuando, ya que hay que ampliar la paleta de lecturas. Hay tantos libros disponibles que encerrarse en un puñado de escritores puede resultar contraproducente. Hay que explorar. Ver si por ahí anda suelto alguien que podría ser fundamental para tu mente.

En el camino uno se encuentra de todo. Lecturas provechosas y otras que no lo son. El instinto se aplica en la búsqueda. Se pasan horas por la librería hasta encontrar los títulos que resaltan sobre el resto. Habrá veces que se vaya con un listado en mano, pero algunas de las adquisiciones más valiosas se realizan cuando uno acude sin nada específico en la cabeza. Y en donde se revisan todas las repisas y se le echa un vistazo en los pasillos para ver si por ahí se encuentra la sorpresa. Tal vez una novela tirada en una esquina, o un poemario que acaba de ser abandonado por una mujer que solo ilusionó a las páginas con una compra que al final no concretó. Y te lo llevas para que no se le rompan los versos.

Luego están los libros que venden mucho. Esos que encuentras en todas las tiendas y que son mencionados por todas las revistas. Escritores de los que no escapas. Aquellos que son conocidos incluso por aquellos que nunca leen. Son los que dominan las mesas de novedades. Las listas de recomendaciones.

Fue así que conocí Eleanor & Park, una novela de una tal Rainbow Rowell.

Fue imposible pasarla de largo. La editorial le hizo una gran campaña de publicidad. Esto, más que ayudar, hizo despertar mi desconfianza. Hay que dudar de los best sellers. No por una actitud esnob, sino porque las masas suelen tener gustos espantosos. No siempre, pero pasa a menudo. Así que hay que ir con cuidado, no vaya a ser que por seguir la corriente acabes por gastar tu sueldo en un libro de Dan Brown.

Decidí abstenerme de aquel libro. Le di tan poca importancia que leí su contraportada, algo que nunca hago con aquello que despierta mi interés. Y vi un diálogo entre los dos protagonistas, en donde el amor se mezclaba con una mención musical.

Y ahí reafirmé mi posición. En otros tiempos hubiera sido al revés: la referencia me habría impulsado a realizar la compra. Ahora ya no, estoy cansado de todos las obras que echan mano de la música pop para llamar la atención o dotar a sus personajes de una personalidad outsider. Antes causaba gracia, sin embargo terminó por convertirse en un recurso facilón para captar a ese público que se siente especial por bajar canciones indie a granel.

A mi mente vino Las ventajas de ser invisible de Stephen Chbosky. Vaya decepción me produjo en su momento. Una experiencia que no me dejó nada, excepto cierto asqueo por la forma en que algunos autores han estandarizado el perfil de los marginados.

Eleanor & Park daba la pinta de ser lo mismo. O hasta peor, ya que en el diálogo aquel se mencionaba a Bono. Un horror. Vale rescatar la opinión de Rob Fleming, que en Alta Fidelidad pone a U2 en su top 5 de bandas que deberían ser masacradas en caso de que se estallara una revolución musical.

Nick Hornby, se cuece a parte, por cierto. Sus libros están llenos de referencias a la cultura pop, pero lo salva el hecho de que lo suyo sí aporta al platillo. No se tratan de menciones gratuitas, sino alusiones obscuras que contribuyen a poner en perspectiva el nivel de obsesión que mueve a sus personajes. Una estilo propio de alguien que sabe de lo que habla y que, a diferencia de otros, no juega al postureo.

De vuelta a Rainbow Rowell, decir que las semanas pasaron y mantuve la terquedad de no querer adentrarme en su obra. Aún así, tuve sentimientos encontrados. Seguía con el pensamiento fijo en aquella portada y en en la figura de los dos protagonistas. Llegué al extremo de pensar en ellos antes de dormir y mientras me daba una ducha. Ambos daban martillazos a mi conciencia y no había nada que pudiera hacer, salvo ceder a ellos. Darles una oportunidad para que la obsesión desapareciera.

Así que en cuanto pude lo compré. Total, ya qué, peores cosas he hecho en el pasado. En una de esas hasta podía gustarme. Todavía estuve cerca de echar marcha atrás cuando vi que en Gandhi tenían Eleanor & Park  en la sección infantil/juvenil, lo cual era para producir bochorno. Soy viejo para andar entre crayolas.  Si opté por seguir adelante, fue porque en las noches previas supe que el libro  había sido votado como uno de los mejores de 2013 por parte de los usuarios de Goodreads, algo que si bien no era garantía (muchos de los que visitan esa página son los mismos que veneran a Stephenie Meyer), al menos invitaba a darle el beneficio de la duda.

Y al final el tiro no salió tan mal. Si bien pude detectar deficiencias (en la manera en que se desarrollan los diálogos, sobre todo) y una superficialidad rampante, acabé por disfrutar lo que tuve ante los ojos. La bella historia de amor entre dos chicos que vivieron (y padecieron) los años ochenta.

Cierto que las referencias musicales a ratos eran hasta de mal gusto. Metidas con calzador, nada más para complacer a los admiradores de (500) Days of Summer. Como cuando Eleanor menciona en una parte que la voz de Park le recuerda a la de Peter Gabriel, solo que sin las melodías y sin el acento inglés, que es como decir que tu sobrino habla parecido a Barry White, solo que sin la voz ronca y el acento texano. Porque claro, de lo que se trataba era colgarse de una estrella,  de que el fantasma de Genesis estuviera presente, igual que las playeras de Fugazi que rondaban por el jardín.

Lo que importa es que, a pesar de ello, el relato sobrevive porque contiene la esencia de lo que distingue al primer amor. Aquel en donde hay ternura y descubrimiento, con toda esa inocencia que el paso de los años vuelve irrecuperable.

Eleanor & Park hace recordar al primer noviazgo, a la primera persona por la que sentiste cariño. A su modo eso es grandeza. Todo lo demás da igual. Cuando un libro consigue despertar en ti una serie de gratos recuerdos, qué más da que sea cursi, que esté mal traducido (de pena ajena el poco cuidado que Alfaguara le puso a la edición en español) o que sea un superventas leído por miles de imbéciles. Lo importante es que ha funcionado para ti, que al menos por un tiempo logró reactivar memorias y sensaciones que creías desaparecidas.

La clave está en algo que Park reflexiona en un capítulo a propósito de por qué Romeo y Julieta es una obra tan popular:

Porque todo el mundo quiere recordar lo que significa ser joven y estar enamorado.

Eso es, guardando proporciones, lo que hace de Eleanor & Park un trabajo que cautiva: pone en sintonía con un pasado que, con similitudes y diferencias, casi todos atravesamos.

Verán, conforme se envejece, uno termina por volverse inmune a ciertos sentimientos. Sensaciones que en la niñez brotaban con facilidad,  con el tiempo dejan de funcionar. Ya sea por culpa de las decepciones, del dolor o porque nunca obtuvieron lo que que requerían.

Es triste tener que separarse de emociones que fueron bellísimas, que alguna vez iluminaron el interior. Impresiones que te hicieron sonreír, que te hicieron sentir vivo. Y que un día se marchitan. Imágenes que asocias al pasado, a lugares, a personas que ya no están.

Es de agradecer que la literatura logre reactivar partes de ti que estaban desaparecidas. Darse cuenta de que todavía se encuentran refugiadas por ahí. Respiran incluso, pese a estar débiles y sofocadas.

De algún modo el niño que fuimos se encuentra ahí dentro. No se ha ido. No del todo. En ocasiones le da por latir. Lo único que pide es que te acuerdes de él, que le des algún estímulo. Para que entonces salga del escondite y te recuerde aquella vez que la ilusión estaba a tope. Cuando un simple mensaje te hizo saltar de alegría. Sí, en esa noche que parecía la mejor de tu vida. En donde la existencia de alguien te bastaba para ser feliz. Nada más. Y cuando por tu cabeza rondaban las ideas de un futuro en donde la historia de ambos se convertía en una sola. Suficiente para ir a dormir con una idea fija: que ojalá al despertar la sensación siguiera contigo.

Más allá de lo criticable y de las deficiencias, en eso radica la magia de Eleanor & Park. Créanme, no es poca cosa.

rainbow rowell

Julieta al desnudo

Recién terminé de leer Juliet, Naked, la última novela de Nick Hornby, uno de mis escritores favoritos. Lo leí en inglés, porque la edición de Anagrama es mucho más cara. Hay casos en donde lo conveniente es comprar lo que viene del exterior. Sale a mejor precio y hasta la presentación es más bonita. En español tradujeron el título como Juliet, desnuda, tal vez por una cuestión comercial que implicara enganchar a lectores que buscaran material erótico. En realidad, Juliet es el nombre de un álbum lanzado por Tucker Crowe, uno de los protagonistas de la novela. Tucker es una vieja estrella musical que durante los años setenta fue calificado como una combinación de Bob Dylan, Bruce Springsteen y Leonard Cohen, pero que un día, en medio de una gira, decidió abandonarlo todo sin dejar ninguna huella a sus admiradores.

Con el paso de los años el público se olvidó de él, salvo por un puñado de seguidores que le permanecieron fieles sin importar las inclemencias de la ausencia. Ahí es de donde Hornby hace un retrato certero y gracioso de lo que significa el fanatismo musical. Aquel que impulsa a las personas a realizar viajes de varios horas con tal de conocer lugares por donde pasaron sus ídolos, así se trate de un baño público en donde se le vio por última vez.

Con internet el fenómeno se amplifica. Como señala Hornby, solo hace falta que un tipo de Canadá, cuatro de Londres, seis de Estados Unidos y un par de Australianos tengan una misma pasión para que terminen por encontrarse en una comunidad en línea en donde pasarán metidos gran parte del año sumidos en discusiones sobre las mismas canciones de siempre.

Duncan es uno de esos freaks. Un sujeto que admira a Tucker y que invierte su tiempo en pasear por los foros de la comunidad en donde suelta comentarios,  datos, anécdotas y toda clase de material relacionado con su héroe.

La música absorbe. Igual que con el futbol, si eres un verdadero apasionado, se trata de un germen que se filtra en todos los órdenes de tu vida. Annie, la pareja de Duncan, lo sabe. La novela cobra vida cuando surge una pelea entre ambos a propósito de un incidente que a ojos ajenos parecerá menor, pero que para un fanático como Duncan no tiene perdón alguno.

Resulta que a Annie se le ocurre escuchar el primer lanzamiento oficial de Tucker en más de 20 años antes de que Duncan lo haga. Eso lo hace sentir traicionado, humillado… sensaciones que apenas los melómanos extremos comprenderán. El disco en cuestión se trata de Juliet, Naked, que contiene las versiones demo de Juliet, el mejor trabajo lanzado por el artista allá por 1986, antes de retirarse. De ahí que la traducción del título propuesto por Anagrama no me parezca del todo acertada. Una referencia estaría en el Let it Be… Naked (2003) de The Beatles. Fuera de una posible insinuación en el nombre, la palabra «naked» hace alusión a la naturaleza del lanzamiento. Juliet, al desnudo, o Julieta al desnudo, más bien.

El caso es que ese pequeño hecho derrama la gota en una relación que parecía ir a ningún lado, a pesar de que los dos llevaran juntos ya muchos años. Lo que es más, Duncan explota al saber que Annie ha escrito una crítica negativa del álbum y que ha decidido subirla a la página web de la que él es miembro.

La historia, hasta ese punto, se desenvuelve con gracia. A partir de ahí medio se pierde, cuando Tucker surge de las cenizas para contactar a Annie luego de que le gustara leer la reseña que escribió. Sí, a pesar de hacer un exilio digno de Salinger, Tucker aún googleaba su nombre y era un ávido lector del foro en línea en donde sus admiradores se congregaban.

El texto desfavorable que ella le dedicó, le causó un placer mayor que el de todos aquellos subnormales que lo amaban, y de los que estaba fastidiado ya. Luego de intercambiar una serie de correos, ambos personajes deciden reunirse. ¿Para Duncan sería un honor que su música favorito le bajara la novia?

Leí este libro con entusiasmo. Las expectativas eran altas, ya que los comentarios que había leído al respecto lo señalaban como un regreso de Hornby a sus raíces, las de aquel hombre aguerrido  que para combatir tiraba de la música pop y del futbol, sus armas predilectas. El que lanzó esas dos joyas llamadas Fiebre en las gradas y Alta fidelidad. Y aunque en Juliet, Naked hay fragmentos destacados, la verdad es que nunca termina por despegar. Permanece en él un ánimo disfrutable que produce la suficiente adicción para que termines las 400 páginas en pocas sesiones, sin embargo me da la impresión que, desde Un gran chico, ninguna de sus obras termina por ser redonda.

De cualquier forma yo a Nick Hornby lo defiendo a muerte. Leo todo lo de él que se cruce en el camino. Se trata de un referente generacional que me ha dado algunas de las lecturas más provechosas que he tenido. Si señalo que no me deslumbró en esta entrega, es solo para ponerlo en perspectiva. Porque he de agregar que no se trata de un trabajo despreciable, ni mucho menos. Es, debo apuntar, una novela que proporciona una cálida compañía para esos días en los que se está en busca de algo ligero.

Varias veces incluso tuve que contener las carcajadas, fuera por el humor característico del autor o porque había partes en donde me identificaba cual espejo. Ya saben, el clásico es gracioso porque es cierto del que SeinfeldGeorge Carlin fueron maestros.

Aparte Hornby tiene ese carácter agridulce que siempre lo vuelve entrañable. Posee una habilidad que yo valoro bastante: la de poder hacer reír y conmover al mismo tiempo.

Rescato varias partes. Hay una, por ejemplo, en donde Annie empieza a lamentar todo el tiempo que perdió a lado de Duncan. Todos esos años juntos en un noviazgo que al final no trajo nada extraordinario consigo. Entra en una crisis existencial: está cerca de cumplir cuarenta años y no ha tenido un solo hijo ni ha alcanzado éxito alguno que la justifique como ser humano. Vamos, el típico bache por el que todos llegamos a pasar algún día, en donde el pasado y el presente carecen del valor suficiente como para que el futuro pueda entusiasmar. Entonces alguien le dice algo muy cierto: muchas veces pensamos en términos dramáticos: «Oh, he tirado 15 años a la basura», «Oh, estoy condenado por haber tenido tantas equivocaciones».  Somos demasiado duros con nosotros mismos bajo una óptica distorsionada. Se llega a pensar que para ser felices todo tiene que ser digno de una película. Que para que nuestra existencia sea respetable tuvimos que habernos lanzado de un paracaídas, trabajado en una isla paradisíaca o quedar inconscientes en centros nocturnos de Berlín. Basamos nuestras expectativas en lo que en términos reales son más bien fantasías. Las vidas ajenas parecen perfectas porque solo vemos los highlights, lo que los demás nos dejan ver, cuando en la mayor parte de los casos, si tuviéramos la oportunidad de analizarlo por completo, caeríamos en cuenta de que todos tienen sus propios problemas y una cotidianidad que no siempre es satisfactoria. Una vida llena de puntos altos es impensable. Y no se necesita de acontecimientos legendarios para que la travesía haya valido la pena. A esos 15 años «perdidos» se le pueden restar muchos meses si de pronto uno se pone a pensar en aquellas películas que vimos y nos deslumbraron, o esos libros que removieron nuestras entrañas de una manera que nadie más en el mundo ha experimentado. Se trata pues, de apelar a los placeres sencillos. Una filosofía que desde hace un tiempo para acá he procurado adoptar, sin perder de vista tampoco las sanas ambiciones que impulsan a progresar.

Ver una serie de televisión, coleccionar discos de jazz, salir a jugar con un sobrinito. Ahí están algunas bendiciones que olvidamos al hacer un recuento de las propias trayectorias personales. Razones por las que respirar vale la pena. En parte por eso es que el futbol se convierte en un refugio para algunos, pese que existan quienes no lo comprendan. Hacer que se te vaya la vida por un juego entre sujetos que ni conoces se vuelve un catalizador de emociones que de algún modo mueve sentimientos que de otro modo no tendrían salida alguna. Hey, si nunca ganaré veinte millones en la lotería, al menos deja que grite ese gol. Puede que sea el único asidero que permita una alegría semejante.

Otro fragmento destacado llega cuando Duncan, en medio de la ruptura amorosa, intenta acercarse a Annie a partir de una noticia acerca de Tucker que ha leído por ahí. Le dice que no es un mero pretexto para contactarla. Los artistas favoritos de una pareja son de cierto modo una especie de «hijos» que mantienen unidas a las personas, a pesar de que estén separadas. Es el fenómeno que se presenta cuando escuchas a una banda que le gustaba a alguien que conociste. Cuando salen en la radio, no solo escuchas a ellos y a su canción, en el paquete también vienen incluidas las memorias que relacionas a una antigua compañera o compañero que ahora estará por siempre a tu lado por medio de elementos que están fuera de control y que pueden aparecer en cualquier instante.

Disfruto de pensar en cosas así. Cuando veo jugar al Liverpool se que hay alguien más que lo está haciendo al mismo tiempo que yo. Lejos, a kilómetros de distancia, pero hay algo que nos une, y es el hábito de estar ambos de forma religiosa frente a la pantalla de la computadora. Igual cuando leo una noticia importante de Morrissey, Bob Dylan o The Beatles. Mientras lo hago, pienso que con seguridad esa persona especial lo estará haciendo también. Y que cabe la posibilidad de que desde su terreno, se acuerde igual de mí.

Es lo que tiene Hornby. Pone en sintonía con las relaciones humanas a un nivel muy emotivo. Incluso en sus trabajos de media tabla. No cualquiera.

Y eso me recuerda que cerca del final, uno de los adeptos a la doctrina de Tucker Crowe proclama que la «la felicidad es un veneno». Lo dice luego de escuchar el nuevo álbum de temas inéditos que le parece terrible. El compositor es ahora un hombre feliz, en plenitud. Ya no es aquel joven atormentado que en los años setenta y en los ochenta cantaba canciones llenas de desdicha con las que era posible encontrar afinidad. El arte se resiente por culpa del regocijo. Muchas de las mejores creaciones tienen su origen en los peores sentimientos. ¿Se imaginan a un Ian Curtis optimista? Sentaría fatal. Es la misma razón por la que Years of Refusal me parece un álbum medio flojo del otro mancuniano, ya no tiene tantos motivos para quejarse. En el fondo somos crueles con quienes adoramos. Hasta se echan de menos los tiempos de aflicciones que sacaban lo más intenso de ellos.

Quién sabe, tal vez Hornby en la actualidad esté en la cumbre de su plano personal y por ello su obra se resienta. Habrá que esperar a que la esposa lo abandone para que saque una gran colección de relatos.

juliet