Roma, la obra maestra de Alfonso Cuarón, conjuga dentro de sí una multitud de méritos cinematográficos que en el balance final entregan una experiencia que trasciende a la pantalla. El testimonio del pasado se hace presente a través de una atmósfera nostálgica donde cada espacio alimenta la reflexión y la memoria.
La cinta se desenvuelve alrededor de una familia de clase media que habita en la colonia Roma de la Ciudad de México a principios de la década de los setenta. Cleo, una de las empleadas domésticas que trabajan en la vivienda, ve transcurrir sus días entre las responsabilidades laborales, las conexiones afectivas y los abatimientos personales que la aquejan en la obscuridad.
Cleo es una niña, una adulta. Dulce, valerosa, gracia, cicatriz. Una mártir. La aspiración de una clase verdadera. Una mujer maniatada, sujeta a una realidad aplastante, que sin embargo no se queja. Alguien que rinde sacrificio, pelea y sufre por aquellos que tiene cerca, una generosidad que no se rinde ante la mezquindad ajena.
En más de un sentido el director rinde tributo a la mujer mexicana, esa que a lo largo de las décadas ha tenido que encajar un papel de sometimiento y sacrificio en la sociedad que la condena. Dejó constancia del jardín guardan, así como las nubes que les acechan. Lo hizo con respeto, sin invadir el área en la que solo ellas cantan y lloran, explorando un contorno complejo que muy pocos han podido descifrar.
Cada plano, cada secuencia, cada instante está nutrido por pinceladas de sutileza. Cuarón tuvo la sensibilidad suficiente para dibujar la huella humana con la ayuda de leves movimientos. Se revela esa humildad tan propia de los mexicanos acostumbrados a bajar la voz para no incordiar al otro; hay frases cortas en las que se adivina el alma entera.
Hay que admirar que Cuarón sea tan discreto. Aunque el guión está en clave semiautográfica, él nunca se asoma demasiado, ni siquiera en su papel como realizador. Cualquier elemento está al servicio de la experiencia, no en sumar puntos de cara a la crítica. Al lado de Roma, la mayor parte de los filmes de su generación parecen ejercicios onanistas, efectismos de validación.
El manejo de los recursos se ejecuta con tal maestría que la mirada se pone a flor de piel. Una escena de aparente sencillez, como aquella en la que Cleo sirve el desayuno a uno de los hijos de los patrones logra en los que el espectador reviva su infancia por completo. Lo mismo que en esos instantes donde la familia mira la televisión en grupo o donde la madre contesta una llamada telefónica desde otra habitación para que nadie la escuche… aunque al final todos acaben por notarlo.
En Roma la figura del hombre se percibe como algo distante, frío, incluso siniestro. Una parte acostumbrada a vulnerar. La mujer asume el peso de una sociedad que no le da el mérito que le corresponde. Un heroísmo que se da por sentado. En ella hay una responsabilidad que la masculinidad intercambia por desapego. La mujer carga con aquello que para el hombre es fácilmente descartable.
Otro papel que encumbra la película es el de Sofía, la esposa abnegada que ve al marido alejarse más cada día. Aquella que se esfuerza por mantener una imagen ante los demás para evitar el bochorno de asumirse abandonada. La que se hace fuerte para no dañar a los niños. La que renunció a su juventud por alguien que se fue en un instante. En la convivencia entre ella y Cleo se atisba el encuentro entre constelaciones. La danza oscilante de dos seres tan próximos como lejanos.
Pese a las diferencias entre los dos personajes hay un reconocimiento mutuo. Una complicidad en la angustia. Cada una a su modo, pero ambas padecen. Similar a lo que implica Roma en términos esenciales: una microhistoria a partir de la cual muchos se pueden identificar. Cuarón se vuelve universal al hablar desde su particularidad; toca fibras que mueven a miles de personas que desde sus propios espacios notan aquello que ya fue y aquello que permanece cual sombra.
Otro mérito es el de visibilizar la perspectiva de la empleada doméstica, a las jóvenes indígenas, a las clases bajas, y de hacerlo sin adoctrinar, una empresa difícil al ser estos los temas tratados. Hay tintes sociales y sin embargo jamás se trasluce un tono propagandístico ni demagogo, lo que está ahí, aun lo político, parte de la misma cotidianidad en donde deambula un carro de camotes o la música de José José. A esos personajes los hemos visto. Son parte de nosotros, nos acompañan, nos vemos reflejados en ellos.
Guillermo del Toro atina al decir que en estos tiempos tan convulsos Cuarón “habla de personajes que son invisibles y de dramas de los que no se habla, y de este modo nos brinda uno de los antídotos más urgentes: la empatía”.
El largometraje transcurre como un murmullo, un caudal que sobrelleva las heridas que permanecían ocultas. Roma deja patente el crisol que México significa. Un carnaval que a menudo se vive (y padece) en silencio. Ahí en donde conviven aspiraciones conflictuadas en donde hay lo mismo violencia que hermanamiento.
Por fortuna hay deleite estético. Secuencias como las de las fiestas, el incendio y la presencia del mar cautivan y sirven de inspiración. Llevan a plataformas del pensamiento, conciben la belleza en un torbellino.
No hay modo de regatearle méritos. Con esta obra Cuarón compite con cualquiera y logra hermanarse con directores como Robert Bresson, Ingmar Bergman y Federico Fellini, cada uno con su propio estilo, pero artistas que supieron crear armonía a través del pozo de las emociones, el rastro de la infancia y un entendimiento de la psicología femenina.
El estilo neorrealista en alianza con episodios fuera de la norma crean una atmósfera envolvente, intimista, una donde el sueño se funde en recuerdo. La genialidad radica en hacer que la técnica sea imperceptible, sin restar protagonismo a la experiencia.
Cleo y Sofía son mujeres que en su orfandad dan vida, cobijo, trasiego de milagro. Con virtudes y defectos se vuelven el sostén del cosmos que es la familia. Roma de Cuarón es un hito. Tal vez sin proponérselo consiguió un logro mayor que trae a quienes se le acercan un fruto de calado eterno. Una de las últimas escenas, esa que ocurre en la playa, muestra lo que tanto se echa en falta. Una estampa memorable y bellísima. La reconciliación que bien haríamos en establecer todos los derrotados.