Cómo subir de peso

Noté que su comportamiento había cambiado en los últimos días. No tuve otra opción que preocuparme. Hace tiempo lo que ocurría entre nosotros era pura alegría, pero lo de ahora era una horrible parodia. Así pasa. En las relaciones humanas lo que parece eterno tiene una duración aproximada de año y medio. O apenas de unas horas, depende del caso.

Lo conocí por una compañera en común. Ella ya me había advertido que lo dejara solo como un amigo. Laura, Ramón está genial para entablar una amistad. Pero ni se te ocurra pensar algo más porque es un chico muy extraño. Lo digo en serio.

No le di mucha importancia a sus palabras porque mi amiga suele ser una exagerada de primera, y lo que en verdad tomaba en cuenta era lo mucho que él me gustaba. Era un hombre atractivo, nunca lo he negado, más para una mujer como yo, que ya ve de cerca los cuarenta años. Ese periodo en el que uno busca con desesperación al amor de su vida y que, uno se empieza a resignar, puede ser cualquiera. Lo que menos me importaba era su forma de ser o la calidad de nuestras conversaciones; a nuestras primeras citas las vi como un pretexto, lo central era que el vínculo se hiciera fuerte para que, luego de un año o dos, pudiéramos pensar en casarnos. Los hombres son plantitas a las que hay que regar y cuidar para ver si un día crecen y lanzan frutos con forma de collares y autos.

Con él iba de maravilla. Pronto nos hicimos novios y después de ocho meses era habitual que saliéramos a cenar. No era raro que yo durmiera en su casa o él en la mía. Era lo que se podría considerar una relación seria. Basta decir que en su habitación ya tenía yo un cajón propio para guardar lo que quisiera, prueba que da fe de la familiaridad con la que nos tratábamos. Nuestras respectivas mascotas también pueden dar cuenta de ello. Mi perro y su perra dejaron de recibirnos con ladridos cada que llegábamos a las casas contrarias, e incluso nos recibían con saltos, lengüetazos y toda clase de fanfarrias.

Él no conoce a mi familia. Lo lamento, porque creo que se caerían bien y eso podría lograr que nuestra relación subiera de nivel, pero ni hablar: ya se sabe que las distancias geográficas pueden mucho más. Yo en cambio sí que conozco a su familia, bueno, solo a su madre. Su padre murió hace nueve años y es hijo único.

Todavía recuerdo el día en que nos reunimos. Fue en su casa. Su madre tiene sesenta años aunque aparenta fácilmente unos diez más. Ella se ofreció a preparar la cena. Antes de ir, tomé un baño y me puse un vestido bastante discreto, acorde a la ocasión. Llegué puntual a la cita (en realidad llegué cinco minutos antes, así que le di una vuelta a la cuadra para llegar con exactitud a la hora acordada) y fui recibida de manera calurosa por la señora. Ramón, en cambio, se portó bastante frío aquella noche. De cierto modo, a partir de ahí, nunca volvió a ser el mismo. Al principio nos presentó. Laura, ella es mi madre, se llama Josefina. Mamá, ella es Laura, de quien te conté. Nos dimos la mano a manera de saludo. Me da mucho gusto conocerla, dijo ella. Y nos dispusimos a tomar asiento.

La cena fue espantosa. Cualquiera esperaría algo más de una anciana. Se supone que todas son unas expertas en materia culinaria.

Estuve ahí alrededor de una hora. Hablamos poco. Yo era la invitada y, sin embargo, parecía la anfitriona. Tuve que esforzarme por encontrar temas de conversación: qué calor ha hecho últimamente, la vajilla está muy bonita, mis padres viven en Monterrey. A pesar de mi esfuerzo, no pude lograr que la plática fluyera. No tardé en rendirme, ellos parecían menos interesados que yo, así que al poco rato renuncié por completo.

Los últimos minutos fueron, básicamente, de la siguiente manera: mirábamos nuestro plato e intercalábamos carraspeos sin proseguir a decir nada. Frente a nosotros teníamos varios platos llenos de comida (carne, puré, ensalada, unos huevos tibios y calabazas cocidas) a los que nadie recurrió en busca de una segunda ración. De cierta manera, o eso me parecía, los tres teníamos en mente que servirse más comida implicaría  —aparte de tener que aguantar un sabor espantoso—prolongar la agonía por unos minutos que, dadas las circunstancias, podrían sentirse como horas. No valía la pena arriesgarse por intentar ser cortés.

Al poco rato me fui. Antes, durante la tarde,  llegué a considerar que podría  dormir ahí, sin embargo, apenas llegué, Ramón me dijo que esa noche su madre se quedaría en casa.

Aunque al principio lo tomé como una ofensa, ya al final de la velada no lo padecí demasiado. Incluso, cuando llegué a mi departamento, di un fuerte respiro y adoré la armonía del silencio que reinaba en la sala. Tomé un baño y luego me recosté en la cama hasta quedar dormida.

Al día siguiente no recibí ninguna llamada. El detalle me llamó la atención porque Ramón acostumbraba  marcarme al celular cuando pasábamos más de ocho horas sin vernos. Sin excepciones. Así que, cuando al otro día tampoco dio señales de vida, me preocupé, aunque decidí no marcarle por una cuestión de orgullo. Al tercer día tampoco nos vimos y desde luego tampoco llamó.

Al cuarto día llegó la ruina.

Llegué cansada del trabajo. Apenas pude, me puse ropa cómoda y me tiré en el sillón más largo de la sala. Cerré los ojos y no tardé en conciliar el sueño. Pudo ser una buena siesta, de no ser porque se vio interrumpida por el sonido del timbre. Me levanté. Pensé que había dormido poco, porque me dolía la cabeza, pero miré el reloj y noté que habían pasado tres horas desde mi llegada. Antes de abrir revisé quién tocaba. A través de la mirilla vi que era Ramón. Me extrañó porque él tiene llave de la puerta. Le dije que pasara y lo único que hizo fue darme una palmada en la espalda. Con algo de vergüenza tuve que dejar la ridícula posición que había tomado para darle un beso. Me dijo que venía a recoger algunas cosas. Entró a mi cuarto y salió de ahí después de diez segundos. Me pareció que no llevaba nada consigo e inmediatamente abandonó el lugar, no sin antes darme un pequeño cariño cerca de la nuca. Cuando pasó a mi lado noté que tenía un rasguño profundo en la mejilla derecha, casi abajo del ojo. Tenía pinta de haber sido causado por un felino.

De no ser porque aún estaba exhausta, habría reaccionado de otra forma. Al final lo único que hice fue dirigirme a la cama y dormir hasta la mañana siguiente.

Desperté tarde. Era sábado y vacilé un rato antes de salir de la cama. Después de haber abierto los ojos, me puse de pie y fui rumbo al espejo. Noté que mis ojeras estaban más marcadas de lo normal, y también me di cuenta de lo mucho que a veces dependo del maquillaje. Ahí mismo, en el reflejo, alcancé a ver algo que se encontraba a mis espaldas, sobre las sábanas. Era una hoja de papel. Me di la vuelta y la tomé. Estaba un poco arrugada. Había dormido sobre ella sin darme cuenta. La carta, escrita a máquina por ambos lados, decía lo siguiente.

Laura:

Quiero contarte sobre una idea a la que le estuve dando vueltas en las últimas semanas. Primero quiero aclararte que lo he pensando lo suficiente como para estar completamente seguro. No hay forma en la que puedas hacerme cambiar de parecer. La decisión está tomada, por lo que te recomiendo que ni siquiera te desgastes con palabras de convencimiento.

Laura, querida Laura: he decidido convertirme en un gordo. 

Te advierto que no es una broma, aunque lo parezca. Se trata de un asunto muy serio. A partir de mañana iniciaré un proceso de alimentación con el que espero aumentar al menos 40 kilos. No será fácil, desde luego. Pero creo que puedo hacerlo. Se trata de un reto personal para el que no he querido pedir asesoría. Lo único que haré será comer como cerdo. Como un cerdo en la ciudad. 

Comeré muchas hamburguesas, pasteles y chocolates. No escatimaré en raciones de pan ni negaré la oportunidad a cualquier clase de caloría o carbohidrato que se atreviese en el camino. Ya sabes que yo siempre he sido delgado y ya es hora de dar el gran salto. Quiero ser un gordo considerable. No alguien con un simple problema de sobrepeso, quiero ser un gordo de verdad, uno que parezca tener un problema irreversible de nacimiento .

Si piensas que es un disparate, créeme: no lo es. Tengo razones de sobra. Quiero que sepas, y espero ya lo hayas notado, que ya no te amo. Sé que el sentimiento (o la falta de) es mutuo, por lo que no temo herir tus sentimientos (si acaso tu vanidad). De cualquier manera quiero dejarlo en claro para evitar confusiones. Hace semanas, quizás meses, que nuestra relación perdió emoción y pasión. Cada noche a tu lado se volvió un fastidio del que solo quería salir. Y confieso que muchas veces prefería ir al trabajo que tener que desayunar a tu lado. 

Me aburres y no hay nada que podamos hacer. No te aguanto. No quiero volverte a ver. De una vez te aviso que esta carta también es una despedida. En los próximos días un compañero de la oficina pasará a recoger los pocos enseres que he dejado en tu hogar. Por lo tuyo no te preocupes, él mismo llevará una caja donde he depositado todo lo que has dejado en el mío.

Es mejor así. Nos ahorraremos dramas. No quiero que me vuelvas a ver, al menos por ahora que permanezco delgado. Menciono esto porque tú eres una de las motivaciones que me han impulsado a buscar la gordura. 

Mira, durante años me he rodeado de relaciones forzadas que no conducen a ningún sitio. Nunca he sentido lo que, al parecer, el resto de los humanos siente. No me he enamorado de ti tal como no he logrado enamorarme de nadie. Lo he intentado, lo juro. He hecho lo que hacen los otros. Dar besos, invitar a cenas y llevar a la cama. Nada funciona, para mí ninguno de los esfuerzos tiene importancia y solo los he hecho para satisfacer protocolos sociales que, a partir de ahora, dejaré atrás. No es problema tuyo, como puedes ver, es un asunto íntimo del que prefiero librarte. Es inútil hacer el intento. Lo nuestro me importaba menos que el sabor del fuego.

Lo que sí, es que en mí se mantiene un vacío que solo la comida puede llenar. Lo he notado. Cuando comíamos,  lo que en verdad me apasionaba eran los platillos. ¡De verdad era feliz con ellos! Lo único que lamentaba era que eventualmente se terminaran. Y lo que me quedaba eras tú con tu cuerpo, que al parecer todos deseaban, excepto yo.  Si evitaba pedir un segundo plato era porque consideraba que mis ideas eran un disparate, y porque ello implicaba (como el día en que cenamos con mi madre) que tendría que pasar más tiempo contigo. Optaba entonces por esperar a estar solo para comer una inmensidad de dulces que me ponían más contento que a un niño.

Quiero dejar la culpa. Dedicarme a comer sin ninguna clase de remordimiento. A falta de amor he decidido abalanzarme sobre la repostería y las empanadas de atún. Nada más parece quererme y a nada más parezco querer.

Era eso lo que quería decirte. Mi objetivo es ser un gordo inmenso y tú eres un estorbo para mis planes. Espero lo sepas entender. No te guardo rencor. El que tú me pudieras tener desparecerá en unos meses cuando veas mis lonjas o lo abultado de mi papada. Te aseguro que no nos volveremos a acercar.

Sinceramente

Ramón.

***

Me quedé helada. Confieso que en algunas partes tenía razón. No se podía decir que yo estuviera enamorada, aunque sí estaba dispuesta a casarme con él sin ningún problema. Cualquiera en mis circunstancias lo haría.

Han pasado tres semanas desde entonces. No sé qué hacer. Quiero conocer a otros hombres, el tiempo se me agota. ¿Por cuánto tiempo más seré atractiva?

El viernes pasado fui a un bar que queda cerca del trabajo. Noté bajo movimiento por la hora que era. Bebí cuatro copas sentada en la barra, resignada a que nadie me invitara un trago. Al poco rato entró un sujeto con aspecto de camionero. Llevaba gorra e incluso barba. Era gordo. Cien kilogramos, por lo menos. Gracias a él supe que el acné no era exclusivo de los adolescentes. Entonces recordé a Ramón. Las palabras de su carta llegaron a mi mente y las dejé ahí dentro. Lo hice con el deseo, puro del corazón, de tener un peso encima.

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Encuentro cercano con un tipo de tercera

Recibo un correo electrónico. Es de un lector, quiere que nos veamos en persona. Apuro la respuesta. Le digo que no puedo. Menciono que estaré ocupado la semana entera, aunque lo cierto es que no tengo nada que hacer el resto de la década. Lo siento, agrego, no veo por qué debería reunirme contigo.

A los tres minutos recibo un nuevo correo. Es de la misma persona. Dice que ha leído todos los textos de mi viejo blog. Lo considera magnífico e inclusive menciona que gracias a él ha conocido a su ahora esposa. Tengo que verte, escribe al final. Quiero contarte cómo se dieron las cosas entre ella y yo. También te daré un obsequio para compensar el detalle. Por lo que escribes sé que eres tímido. Podemos vernos en un lugar público para que no tengas miedo de nada. Solo quiero mostrarte mi agradecimiento, te lo suplico.

Me emociono. A veces pienso que nadie lee lo que escribo, que jamás alcanzaré el éxito modesto con el que sueño cada tres noches. Gracias a ese correo cabe la posibilidad de que sea el principal impulsor de una gran historia de amor. Al diablo con la timidez, con la desidia y la flojera. Tengo que conocer a ese hombre. Seguro me dirá que su primer hijo llevará mi nombre y que estoy invitado a su boda en la playa.

Intercambiamos un par de mensajes para coordinar el encuentro, decidimos vernos por la mañana en un centro comercial. Voy a dormir. Horas después despierto y me alisto para la cita.

Llego puntual. Espero en la entrada principal como acordamos. Recargo la espalda en una pared. Una niña se acerca a pedirme una moneda. Sacó una de diez pesos y se la doy. Celebro el hecho de que los textos sobre calcetas y canarios que escribí hace años se convirtieran en la chispa que encendió un amor. Por fin tengo una existencia justificada. Sin mi presencia el hombre del correo electrónico ahora estaría cortándose las venas.

Pasan quince minutos. No lo veo. En el último mensaje le pedí que llevara una rosa amarilla para reconocerlo. Acaso no pudo conseguir una. Miro a un señor que lleva tiempo parado cerca de ahí. Es posible que se trate de él. Luce como un triunfador, alguien que lee a alguien como yo.

—Disculpe, ¿es usted Bibiancito94? Soy Bigmaud.
—¿Qué?
—Que si puede darme la hora, por favor.

La cara se me pone roja: lo alcanzo a notar en el vidrio de la puerta eléctrica. Las mejillas sonrojadas son la alarma de los tímidos. ¿Qué carajos es “Bibiancito94”? Lamento el no haber preguntado su nombre real cuando pude. La foto que tenía de avatar era pequeña y borrosa. No tengo ni idea de con quién concerté una cita. El peso del mundo cae de nuevo sobre mis hombros. La escena es patética. Estoy ahí de pie a la espera de que un desconocido llegue. El pleno fracaso terrenal.

Los héroes de internet son perseguidos por mujeres hermosas con las que salen a cenar. Nínfulas expertas en conversar sobre literatura, sonreír, enamorar. En contraparte, lo que yo tengo, luego de cinco años machacando la mente sobre el teclado, es una cita con un perdedor que me ha dejado plantado.

Una estafa. La espera de cuarenta minutos es una tolerancia suficiente. Doy unos pasos rumbo a la esquina. Ahí planeo tomar un taxi. Pero antes de que consiga cruzar la calle, un ancla humana sujeta mi brazo. Es un chico de unos dieciocho años. Tiene el cabello castaño, es regordete y usa lentes.

—Soy yo, Carlos, Bibiancito94.
—¿Bibiancito94? ¿Cómo carajos sabes mi nombre?
—Porque he leído todo lo que has escrito. Perdona la tardanza, tuve que ir a cambiarme de ropa.

Después de mirarlo, descubro un detalle perturbador: el tipo está vestido igual que yo. Lleva unos pantalones de mezclilla azul claro, una camiseta negra y una bufanda azul marino. En una de las manos lleva la rosa amarilla, otras tantas rojas y bajo el brazo una caja de chocolates.

—Te ves muy bien. Toma, te traje unos chocolates con galleta. También las flores son para ti.

Solo tomo la caja. El tipo está loco. El primer admirador que tengo resulta ser un chiflado de primera. Debo irme de ahí.

—Lo siento, Bibiancito, pero tengo que irme. Gracias por tu aprecio. Suerte con lo de tu mujer. Es difícil encontrar alguien que valga la pena en este mundo, si ella te hace tan feliz como para querer vivir a su lado el resto de tus días, seguro es un ángel.
—Eh… tengo que explicarte algo… vayamos a tomar un café, por favor.
—No hace falta. Ten muchos hijos, besa a tu perro y adopta una esposa. Haz lo que quieras, ocupa tu mente, pero ya no me leas.

Cruzo la calle y avanzo tres cuadras. Antes de tirar la caja de chocolates a un bote de basura, leo la nota que trae en la parte superior:

Dos ojos
han bastado
para hundirme
en tu amor.

rohmer

Publicado originalmente en Imagen Médica.

Falta la noche de quietud

Llegué temprano a la casa de la cultura. Aún faltan veinte minutos para que la clase comience. En la entrada veo a tres mujeres sentadas en una mesa. Una de ellas llama la atención. Es la tercera vez que la veo hacer lo mismo más o menos en ese horario: tejer. No sé por qué está ahí. Tal vez cuide el lugar. Es una agente encubierta. La bufanda que elabora es una pantalla. En el fondo es una experta en artes marciales que podría cortarle la cabeza a cualquier intruso. Comprendo lo grave de la situación cuando me lanza una mirada. Le deseo buenas noches para que no se abalance contra mí. Si me asesina no aprenderé a decir los días de la semana en italiano.

El guardia de las recepción pide que me registre en una bitácora. Es la nueva tendencia en los edificios públicos. He tenido que repetir la operación en varios lugares en los últimos meses. Supongo que de algo les servirá, a menos de que a los maleantes se les ocurra usar un nombre falso, un plan maestro con el cual todo el protocolo se vendría abajo. De cualquier forma, soy honesto. Pongo mi nombre, hora de llegada y firma. Noto que mi letra es la más bonita de todas. No hay comparación. Deberían tomarle una foto a la hoja y enmarcarla para que todos aprecien mis trazos. Lástima que nadie lo valorará. Tener letra bonita no abre ninguna puerta. Al contrario. Lo único malo de la mía es que no se entiende muy bien. Me lo han dicho. Es confusa. Pero estéticamente luce estupenda, que es lo importante. Tampoco es que quiera comunicarme mucho con los demás. Cuando tengo que llenar alguna forma sin utilidad, pongo mi número telefónico lo peor que puedo, para que no llamen. No pongo uno falso porque las mentiras son espantosas. Les doy el real, solo que en medio de rayones. A ellos corresponderá descifrarlo si es que quieren marcar.

Noto que en el salón ya hay dos personas. La profesora y un alumno, el famoso conductor de televisión local. Conversan entre ellos. La puerta de cristal está cerrada. No quiero interrumpir. Seguro que estropearía la mejor platica que han tenido en el año. Ella se ha enamorado, pienso. O quiere pedirle trabajo, eso es. Clases de idiomas en el canal estatal. En horario matutino, después del programa de espectáculos. Un éxito que cambiará para siempre su existencia. Todavía falta mucho para que inicie la clase. Mejor regreso en mis pasos.

La señora que tejía ya no está. Fue a perseguir a un ladrón. Le ha roto el cuello. De un mordisco le ha arrancado un ojo. Respiro con alivio. No soy él. Mantenerse dentro de la legalidad tiene sus ventajas. Decido salir a caminar en lo que dan las ocho de la noche. No llevo suéter. Afuera hace frío. Da igual. Prefiero pescar un resfriado que hacer un mal tercio dentro del aula. Recuerdo que no he hecho ningún amigo en el curso, así que lo mínimo a lo que puedo aspirar es a no tener ningún enemigo. Nadie que me odie, al menos. Camino. Cruzo los brazos para guardar el mayor calor posible.

Cerca de ahí se encuentran varios restaurantes. Podría entrar a uno. Le diría la condición al mesero. Tengo quince minutos para comer. Trae lo que tengas ya preparado. No te preocupes. Aceptaré lo que sea. Lo único que quiero es un rato de normalidad. La idea, de inmediato, se vuelve ridícula. No es la primera vez. Lo que hago es mirar el menú que exhiben en el exterior. Cuando una empleada del lugar se acerca a preguntar, le digo que tengo prisa, que solo miraba las opciones para ir el fin de semana con unos colegas. Dice que ahí me esperarán y sonríe. Tengo que alejarme con una sensación de remordimiento. Me acabo de convertir en un mentiroso. Merezco la soledad.

Al dar vuelta por la esquina, un hombre cruza conmigo. Debe tener unos cuarenta años. Le sobran treinta kilos. Lleva gorra y una carpeta llena de papeles.

—¿Sabe usted dónde se encuentra el Distribuidor Juárez?
—Lo siento, no tengo idea.
—Mire, yo soy cubano, pero estoy buscando la casa salvadoreña. Quiero saber cuánto más tengo que caminar.
—Si quiere pregúntele a los del restaurante. Tal vez ellos le puedan decir,
—No. Ya me habían advertido cómo es la gente de acá. Le he preguntado a tres personas y ninguna me ayuda. Soy una persona honesta.
—Disculpe, es que yo no conozco las calles de la ciudad.
—Tranquilo, déjese de mentiras. Seguiré por el camino hasta encontrar a un mexicano de pura cepa, de esos que tienen una esponja en el corazón. Lo dejo en paz.
—No, de verdad yo…

El hombre se va. Lamento no tener idea alguna sobre direcciones. Conozco apenas  el nombre de tres o cuatro calles si incluimos aquella de la casa en donde vivo. Por culpa de la ignorancia, un señor ha pensado que lo discrimino. Que no le quise dar indicaciones porque odio a los extranjeros. Lo cierto es que no. Me caen bien los cubanos. Si un día me pierdo en otro país, espero que la gente local me eche una mano. Que lo que hoy no pude hacer, no se revierta por algún tipo de venganza cósmica. Lo veo venir. El destino se ensaña. Un día estaré en Marruecos, lleno de sed y con hambre. Nadie me ayudará. Cuando pida auxilio, alguien me dirá que le pregunte a Benito Juárez.

Decido regresar al salón. Eso me pasa por salir a caminar. Desearía estar siempre acostado en una cama. Dejar que pase todo lo que tenga que pasar. Ya no quiero ser partícipe de esta gran broma. Lo mejor que podría hacer es dormir hasta la muerte. Tampoco es que haya mucho que perder.

Faltan dos minutos para las ocho. Encuentro a la profesora en el pasillo. Dice que me vio hace rato, que debí haber entrado al salón. Le digo que no pude, que tenía que hacer una llamada telefónica.

alain delon quietud

Se busca una sirena

Un viejo compañero de la universidad llamó a casa. Su nombre es Armando, un entusiasta metido en proyectos que tienen que ver con los medios de comunicación. Mentiría si dijera que lo aprecio como a un hermano. Lo que sí es que le tengo respeto y lo considero un hombre trabajador.

La llamada fue una sorpresa. Hace meses que no hablábamos.

Después de saludarnos y ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas, me hizo una invitación.

—Quiero que colabores en el periódico en donde trabajo.

Sentí que la piel se me helaba. Por cualquier respuesta que diera terminaría arrepentido. Durante un tiempo quise ser un escritor de tiempo completo. Lo tenía claro. Empezaría con la publicación de cuentos en revistas variadas. De ahí pasaría a escribir un libro. Lo enviaría a un concurso y saldría premiado. Ganaría el primero, segundo y tercer lugar. El comité emitiría un comunicado:

“Por primera vez desde que el Premio Grimaldo fue instaurado hace 40 años, somos afortunados de tener a un concursante de excelencia que ha merecido el rompimiento de todos nuestros protocolos. Los tres primeros lugares son para él. Tres cheques que en conjunto conforman medio millón de dólares”.

Ahora el encanto se ha ido. He perdido la magia frente al teclado. No puedo escribir una línea sin sentir que el aire se esfuma rumbo a tierras lejanas. Muero de envidia al escuchar a personas que dicen poder escribir veinte cuartillas en una sola tarde. Es el mismo tiempo que yo demoro en armar un miserable párrafo que después terminará en la basura.

—No te preocupes —dijo Armando— no es demasiado trabajo. Lo único que se te pedirá cada día es que  entregues cinco notas de al menos trescientas palabras. Puedes encargarte de la sección cultural o deportiva, si te place.

¿Cinco notas? ¿Por qué lo dice con tanta ligereza? ¿Acaso no sabe que la niebla afecta a las neuronas? Soy un artista, no un obrero. Con un esfuerzos apenas y podría escribir una nota a la semana. Para cumplir con los objetivos del periódico tendría que vender mi alma al diablo, una actividad denigrante destinada a las personas sin talento. Otra opción sería invertir mi sueldo en pagar a un escritor fantasma que se encargara de mis labores, pero sería igual de humillante.

—Por el momento no habrá paga, amigo. Pero no te preocupes, podemos darte boletos para eventos y productos gratuitos que nos mandan a la redacción. Ya en junio podríamos hablar de una pequeña retribución económica. Por lo mientras he decidido platicar contigo porque sé que te gusta escribir. La experiencia te podría ser útil. Conseguirás ser leído por muchas personas.

No quiero ser leído por nadie, Armando. Todo lo que he escrito me avergüenza. Lo del gusto por la escritura es una falsa impresión. Odio cualquier actividad entre cuyos requisitos se encuentre el estar despierto. Por otra parte, no hay dinero de por medio. Cuando no hay paga, las empresas te alimentan de ilusiones. Algunos ingenuos pescan el anzuelo. Van confiados en que el sueldo es lo de menos, que el beneficio está en que se trata de un primer paso en el camino hacia el éxito. En el pasado lo creía. Que de algún lugar hay que agarrarse. Esos primeros trabajos sin remuneración son el escalón que finalmente te llevará a la cima del mundo. Eso es: Armando es un ángel. Quiere abrirme la puerta del cielo para que yo brille como un astro divino. Ya quedará en avanzar hasta topar con los aplausos de una multitud. Decido comunicarle la noticia a este noble caballero.

—Lo siento, Armando. Agradezco tu invitación, pero por el momento estoy ocupado en múltiples proyectos. Ahora mismo trabajo en lo que será mi próxima novela. Se llama “El corredor de verano”. Tengo la confianza  de que esta vez sí seré publicado por una gran editorial. Y otro detalle, la semana que viene comenzaré a trabajar en una galería de arte. Qué más quisiera poder ayudar en tus planes. Lamento estar imposibilitado para hacerlo.

Armando no insistió. Colgó luego de una despedida escueta. No es la primera vez que termino así: despreciado, hundido en el vacío del abandono. Algo me dice que he terminado con fama de indolente. La gente piensa que estoy indispuesto para cualquiera. Todas las personas que conozco se reúnen una vez a la semana para hablar sobre mí. Ese muchacho no quiere hacer nada, declaran. Lo hemos invitado a trabajar en la radio, en el periódico, en revistas, en secretarías de cultura, en la universidad misma… y nada. El tipo está negado. Debe padecer algún tipo de trastorno mental. Jamás muestra interés. Es un muerto en vida.

Me arrepiento. De antemano sabía que acabaría tirado en el fango. Siento dolor cuando pestañeo.  Perdóname, Armando. No te desprecio. Quisiera formar parte de tu equipo, ir a eventos, entrevistar a celebridades.

Estoy confundido, es todo. No hago nada. Ya ni siquiera leo libros. Abro páginas y luego de las primeras cuatro líneas lo abandono. Paso a descansar. Es la única estrategia que tengo para resolver problemas: dormir. Lo terrible es que no siempre lo consigo. Duermo poco. Así que doy vueltas en la cama durante horas. Y pienso. Pienso en todas las oportunidades perdidas, que están rotas más bien. En lo académico, en lo laboral y en lo humano. Vienen a mi mente esas personas que se han ido. En ella, sobre todo. La de la sonrisa. Una sonrisa tan perfecta que no la quise arruinar. Era demasiado buena para un tipo acabado como yo.

Lo único que puedo hacer a estas alturas es esperar a que llegue la noche. Subir entonces a la azotea a respirar. ¿Qué aroma tienen las estrellas? ¿Lo sabes tú? Se lo he preguntado a mucha gente. Nadie responde. Por la lejanía respecto a ellas es difícil identificarlo. Así que concéntrate. Cierra los ojos y aspira. Siente cómo el tiempo entra en tus pulmones para luego pasar a tus pies. Sonríe ante la perspectiva de que pronto podrás cerrar los ojos.

BillPublicado originalmente en Imagen Médica.

El pato de la bañera

Un pato amarillo de plástico. Lo recibiste cuando eras pequeña, para que pudieras jugar cuando te bañaras . Y así fue. En la tina, sin que tu madre dejara de vigilar, el pato flotaba  y tú le decías que te gustaba brincar con tus amigas de la escuela. A él no se le borraba la sonrisa del pico. Era alguien que no ponía resistencia lo mismo si lo querías hundir. Un cómplice incondicional.

A veces, por estar distraída con él, se te olvidaba el champú como se te olvidaba usar el jabón. La hora del baño pasó a ser la hora de la diversión con el pato siempre dispuesto a seguir los designios de tu mano. Creciste con él, tu fiel compañero. Incluso se quedó a tu lado cuando pasaron los años y tu madre dejó de vigilar. Tú ya habías visto programas de televisión donde salían juguetes parecidos y te daba risa que lo tuyo pudiera ser un lugar común. Lo habitual, tus padres dicen que eres especial, pero todo lo que te ha rodeado es ordinario. Eres castaña, tienes el cabello hasta los hombros, la piel morena, los dientes un poco chuecos. Nada fuera de lo normal. Tienes el modelo exacto de pato que viene a la mente de cualquier que haya visto una cantidad razonable de películas.

Sea como sea, te cuesta dejarlo atrás. Ya te han crecido un poco los pechos. Eres otra. En cambio el pato siempre ha estado ahí, con una sonrisa que no muchos ofrecen. Intentas convencerte de ello. Te dices,  aunque ya soy una joven, nadie se dará cuenta que todavía me baño con una figura de plástico. Es lo que los niños hacen. Y ya no juegas con él como antes, pero le hablas mientras lo paseas por la tina. Le cuentas que el chico que te gusta te ha preguntado cuál es la música favorita de tu mejor amiga, y tú le has dicho que Nina Simone —cantante que tú le presentaste— para ser amable con él, aunque al mismo tiempo sabes que tu respuesta hará que ellos se acerquen y se vayan lejos de ti, con lo que perderás a un prospecto y a una amiga. Y el pato te mira, y sonríe, el muy insensible. Si a estas alturas todavía lo aguantas, es porque al menos te escucha, y no habla. Qué pena te daría que alguien supiera tus secretos y los contara por ahí. Así que vas, le confías cada día lo que pasa por tu mente con la seguridad de que tú misma tienes la llave de escape. El pato, ya sabes, nunca te traicionará. Y a veces le das un beso en los ojos, una de las pocas formas que tiene de cubrirlos porque le faltan los párpados.

Un día tu madre se acuerda. Desayunas con ella cuando de pronto te pregunta por tu amigo. ¿Te acuerdas que de niña te compré un pato de juguete? No lo soltabas. Te la pasabas horas y horas dentro de la tina platicando con él. Le dabas vueltas y lo aventabas para salpicar. ¿Te acuerdas? Te reías toda linda. Quién sabe dónde haya quedado. Yo no lo tiré .Tal vez esté en alguno de los tambos de tu cuarto. Búscalo. Sería un bonito recuerdo para enmarcar. Me avisas si lo ves.

Te quedas callada. No le dices que todavía guardas al pato en uno de los cajones de tu buró. Que siempre, sin falta, lo sacas de una cajita blanca antes de ir a darte un baño. Que cuando terminas, lo secas y lo metes de vuelta al escondite. Ahí vive, con la única consigna de salir a escucharte cuando lo deseas.

Lo que sabe y lo que ha visto el pato. Conoce tu cuerpo mejor que nadie. Sabe lo que te hace llorar. Lo que te hace reír. Aquello con lo que sufres. Las personas que amas. Lo que te da miedo. El pato está enterado de todo. Te sorprende entonces que no deje sonreír. Que no importa cuántas lágrimas derrames enfrente suyo, él no cambia un milímetro. Y no le importa que estés desnuda o que te hayas tocado. Nada le interesa. Aunque tú lo procures, aunque lo cuides, aunque le hables con toda ternura. Es más, le darías de comer si fuese necesario. Si no lo haces es porque es de plástico, no por otra cosa, porque te mueres de ganas por darle algo que no sean tus dolores. Lo único que puedes ofrecerle son pequeños detalles. La caja limpia donde lo guardas, a la que le has echado un poco de tu perfume para que no vaya a sentirlo como un refugio cualquiera.

Claro. Ya no haces lo que antes. Ya no lo avientas ni lo apretujas ni lo muerdes. Lo tomas con  cariño y todavía le das besos e incluso lo dejas recorrer tu cuerpo, un favor que en el fondo sabes que es para ti. Al cabo que con el pato no pasa nada, ni pasará. Tus desahogos no le amargan la cara. No le sacas arrugas. No le preocupas. Ni te odia ni te guarda rencor. Ni siquiera le das lo mismo. Nada. El pato está ahí porque tú no puedes deshacerte de él.

El pato. Tu querido pato. Con lo mucho que le estimas, jamás se te cruzó por la mente el ponerle un nombre. Tu relación con él parte de ti misma, se trata casi en exclusivo de ti. Y te ríes hasta empezar a llorar cuando caes en cuenta de que sin importar lo que pase, sin importar lo que digas, el pato seguirá igual. Y que tú, por mucho que expulses, por mucho que dejes salir de tu corazón, te arrugas y empeoras sin pausa. Es ahí cuando en la sonrisa del pato notas algo diferente, aunque sea la misma que ha estado contigo desde que eras una niña.

Gina Lollobrigida

Publicado originalmente en Imagen Médica.

Hablar con una escritora

Por aquellos días había una feria del libro en la ciudad. Yo no quise asistir, aunque me gustara leer. El ambiente literario casi siempre me produce arcadas, en especial por esos exhibicionistas que van a esa clase de eventos para mostrar lo mucho que leen. No digo que todos. Como suele pasar, habrán excepciones. Una entre cien o entre mil. Personas honestas, no de esos que solo consiguen libros cuando tienen una serie de puestos en medio del camino.

Gracias al cartel oficial, supe que en el evento se presentaría una escritora que me gusta: Lidia Amberes. Uno de los primeros libros que leí, cuando tenía once años, fue uno de los suyos: Amarillo en las flores. Con ese bastó para que me enganchara a ella. Tampoco es que fuera muy prolífica. Desde ese entonces, aparte de un libro de poemas, sacó apenas un par de novelitas de no más de doscientas páginas. Una de ellas, Las raíces, fue vapuleada por la crítica. Debo decir que a mí me gustó. La protagonista de la historia, llamada Elena, era hermosa. Creo que la atracción era provocada por su vulnerabilidad. Se trataba de una muchacha que tenía que vivir con un tío malhumorado. Él la ponía a trabajar en un centro de lavado para  compensar los gastos de manutención. Al principio ella intentaba combinar la escuela con el trabajo, pero a las pocas semanas debía conformarse con lo segundo: limpiar ropa que jamás usaría. La carga era excesiva. Era difícil  aguantar el cansancio de dos responsabilidades. Debo señalar que nunca he pasado una situación similar. Soy de una familia que, en cuestiones económicas, podría decirse que vive dentro de la comodidad. Aun así fue inevitable que, además de la atracción, sintiera cierta identificación con ella. Era por razones bastante íntimas y sutiles porque, por lo demás, en lo más evidente, existían diferencias significativas. Yo era (como soy ahora) un varón sin familiares abusivos ni problemas alimenticios. Las preferencias personales tampoco me eran cercanas. A Elena le gustaba comer pan con crema. Yo en cambio aborrezco la crema. Una de sus aficiones era cantar frente al espejo y yo nunca lo he hecho porque odio cantar más de lo que odio mi voz. Pienso que los gustos de Elena estaban condicionados por las circunstancias. Que muchas veces nuestras aficiones están determinadas por aquello que entra dentro de nuestras posibilidades y que si yo hubiera llevado su vida, también me encantaría comer pan con crema. Y acaso, si no tuviera dónde reproducir los discos que tengo, terminaría por recurrir a la única salvación que supone el propio canto.

Era el penúltimo día de la feria del libro. Como he dicho, no estaba interesado en ir a ninguna de las actividades marcadas en la programación. Lo que sí es que, como era sábado, no pude evadir la costumbre de ir a caminar a las calles del centro e ir a comer a un pequeño establecimiento llamado Toyama donde siempre me he sentido tranquilo. Algunos dicen que es un lugar en decadencia. A mí me parece que se mantiene bien a pesar de tener ya casi treinta años en marcha. Pocos lugares logran sostenerse tanto tiempo en un mercado tan inclemente como el tenemos. Creo que la clave está en sus precios modestos y en una comida que tira de aceptable a decente dependiendo de lo que elijas. Yo, cuando voy, pido casi siempre lo mismo: el sándwich de tres quesos. Es una apuesta segura. Hay otros platillos en el menú, pero no me siento con la disposición de experimentar con una sopa de fideo o un plato de carne con papas. A fin de cuentas funciona. Con eso y varias tazas de café tengo para pasar ahí cuando menos tres horas. Gracias a que conozco a los meseros, sé dónde tomar asiento para ser atendido por Juan Carlos, un señor que ya sabe cuándo acercarse a la mesa y cuándo no. Sabe que, si estoy leyendo, debe evitar interrumpirme, así vea que tengo la taza vacía o haya derramado un bote de cátsup sobre el piso. Nuestra relación está coordinada. Al no ser un lugar con excesiva clientela, él puede prestar atención a esos descansos que tengo cada dos o tres capítulos del libro en turno. Es entonces cuando se acerca a preguntar si quiero más café. Le digo que sí. Él ya sabe que debe ser mitad normal y mitad descafeinado. A continuación, se va. Una excelente persona, si me lo preguntan. Y ni siquiera se debe a que le deje fastuosas propinas.

La cuestión es que, cuando estaba a un par de calles del restaurante, vi sentada sobre una banca a Lidia Amberes. Fumaba a solas y traía puestos unos lentes obscuros que le tapaban la mitad de su cara. Su ropa no alcanzaba a verse del todo porque estaba cubriéndose con una especie de túnica dorada que se esforzaba en acomodar. Apenas se le caía un centímetro, ella volvía a ponerla en su sitio original. Quienes pasaban a por ahí no podían evitar darle un vistazo. No tanto porque conocieran su trayectoria literaria, más bien era porque de inmediato se daban cuenta de que era alguien fuera de lugar. Era probable que, salvo por algún dictador de medio oriente, nadie en el mundo vistiera como ella. Y con todo, pese a esa extravagancia, se las arreglaba para tener una clase que la ponía sobre un pedestal, aun cuando estuviera sobre la misma superficie que los demás. Lidia Amberes ya estaba cerca de cumplir sesenta años. Eso no impedía que todavía fuera una mujer bastante atractiva. Yo siempre me pregunté por qué nunca se había casado. Era seguro que propuestas no pudieron haberle faltado. Incluso para alguien de mi juventud, su belleza era arrebatadora. Su cabello rubio hasta los hombros era coronado por una pequeña franja de canas que no muchos notaban. Viéndola en persona, no pude evitar pensar que era la versión adulta de Elena, el personaje de Las raíces. Me consolaba que la triste historia de esa pobre muchacha culminara en una señora adinerada que se dedicaba a escribir novelas de cierto renombre. Soy alguien a quien se le dificulta disociar a las creaciones artísticas de sus autores. Acostumbro a buscar paralelismos entre ambos lados y sé que incluso en los personajes más alejados (aquellos, por ejemplo, inspirados en una prostituta que conocieron en un viaje a Egipto) hay un resquicio donde alcanzan a asomarse rasgos indicativos de la personalidad expansiva del escritor.

En mi mochila llevaba algunos libros. Lamenté que ninguno de ellos fuera de Lidia Amberes. Ante mí estaba la mayor oportunidad para que me dedicara uno sin tener que traicionar mis principios al recurrir a la feria. Una opción era correr hasta una librería que estaba a unas pocas cuadras. Ahí podría encontrar algo de ella. Cada año, cuando se acercan esas fechas, las vitrinas de las librerías locales se inundan con las obras completas de los autores que visitan la ciudad para presentar su material. Descarté hacerlo porque conozco mi suerte. Era un hecho que, en cuanto regresara, ella ya no estaría y lo único que tendría para consolarme sería un libro idéntico al que ya descansaba en un estante de mi casa.

Saqué mi libreta. Si yo fuera alguien famoso, odiaría dar autógrafos en cuadernos o servilletas. Pensaría que las personas que entregan ese tipo de superficies para firmar no son verdaderos admiradores, sino perdedores casuales que lo piden por pasar el rato. Una de mis exigencias, en dado caso, sería el dedicar exclusivamente ediciones especiales de mis libros o discos, dependiendo del derrotero artístico e intelectual que tomara mi talento en germinación.

Así que, para no pasar por un cualquiera, con libreta en mano me acerqué a ella y empecé a dar un discurso.

—Buenas tardes —dije—. Tengo todos sus libros. Estoy enamorado de sus personajes. Es usted una gran artista capaz de poner emociones en historias que producen sensaciones aún mayores en quienes las leen. Usted es mi más grande inspiración. Considero que debería tener un éxito aún mayor. No debería estar en un sitio como este, debería estar en París, con una copa de vino a lado de la tumba de Gainsbourg luego de recitar algunos poemas en un cabaret donde solo pueden entrar ocho personas. Dios la bendiga, señora Lidia Amberes. Usted cambió por entero mis días. Sus letras fueron un consuelo, una caricia, un despertar, una almohada. Lo fueron todo para mí, un incipiente escritor consciente de que jamás alcanzará las cotas estéticas de su heroína. Por favor, déjeme tocar sus manos para saber que esto no es un sueño. Se lo suplico.

Lidia guardó silencio por unos segundos. Después se quitó los lentes y dijo:

— ¿Ya has comido?

—No.

—Ven, te invito algo si me recomiendas un sitio de por aquí.

La lleve a Toyama. No tuve oportunidad de indicarle que nos sentáramos en mi mesa favorita, la que está a un lado de una gran ventana y que además tiene sillones. Apenas entramos, ella se dirigió a uno de las mesas de la esquina y tomó asiento. Me acomodé frente a ella. Uno de los meseros, Roberto, trajo las cartas. Ella le dijo que solo quería tomar café.

—No tengo hambre —me dijo—, pero tú pide lo que quieras. Yo te invito.

Pedí el sándwich de tres quesos. Comí mientras ella solo tenía una taza enfrente. Durante la hora y cuarto que duró el encuentro, apenas y dio sorbos a su café. Lo que sí hizo fue fumar mucho. Comprendí que había elegido ese rincón porque estaba dentro de lo que en ese entonces era el área de fumadores.

 — ¿Fumas?

 —No. Pero no se preocupe. No me molesta el humo. Me gusta el olor que deja en el ambiente.

—Solo preguntaba. No iba te a ofrecer un cigarro. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho.

—Pareces más joven. Tu cara es bastante tierna. Creo que te falta vivir. Con solo escuchar lo que dices da la impresión de que conoces a poca gente. Aprovecha esa carita para enternecer a las muchachas con las que te juntes. A la mayoría les atraen los chicos rudos, les excita el peligro… pero hay algunas, de las que más valen la pena, que buscan a jovencitos lindos como tú. Ese será tu público.

—Usted disculpe, pero no puedo creerlo. Estoy aquí en una mesa sentado con una de mis escritoras favoritas. Sus libros me encantan desde que era pequeño…

—Por favor, no hablemos sobre nada relacionado con libros. Estoy tan… cansada. Toda la gente que me rodea, en especial en días como este, quiere hablar de literatura. Dios, es tan aburrido. Hay muchas otras razones para vivir, temas de los qué platicar. No me hables de la carga simbólica detrás de una novela sacada de la mesa de novedades, háblame de los vasos que has roto a lo largo de tu vida.

—No quise molestarla. Soy así cuando estoy emocionado.

—Tranquilo, yo sé. Además de anécdotas como esta saco ideas. Nunca se sabe, quizás algún día pases de ser un niño a convertirte en personaje de alguna de mis historias. Cuando te acercaste supe que podrías ser uno de ellos. Pocas personas me han mirado como tú. Te lo agradezco.

Sin saber qué decir, aproveché para darle una mordida al sándwich.

—Cambiemos de tema  —me dijo—. ¿Sabes? Odio entrar sola a los restaurantes. Me gusta comer a solas cuando puedo, pero en los lugares públicos termina por ser una desventaja importante. Las masas no conciben que alguien pueda disfrutar de la individualidad. Desde el que acomoda los cubiertos hasta los comensales, pasando por el gerente, todos te miran raro si entras a comer sin compañía. Piensan, yo creo, que nadie quiere estar contigo. Te conviertes en un ser abandonado y triste para ellos.  Imagina, qué terrible. Hoy, por ejemplo, fui invitada a una comida organizada por el comité de la feria. Iban a ir los otros escritores. Ahora mismo deben estar bebiendo y comiendo de lo lindo en un tugurio cercano. Y no quise ir. No estoy interesada en ir con ellos y platicar de los mismos tópicos de siempre. El ambiente literario es repugnante. Si pudiera me dedicaría a otra cosa. Es una pena que la escritura se trate de lo único que sea capaz de hacer.

—Ya quisiera yo. A mí me gustaría escribir… eh, lo olvidaba. No quiero aburrirla. Podemos platicar de lo que sea.

—Escucha, gracias por aceptar mi invitación. No podía entrar aquí sola. Las mentes de alrededor pensarían que soy una loca solterona. Contigo, en cambio, pensarán de otro modo. Que soy una madre feliz. Que mi marido tiene bigote. Que soy instructora de danza. Te quiero mucho, hijo mío. Pórtate bien cuando regreses con tus amiguitos.

Los dos reímos. La conversación siguió por otros derroteros. Fue poco el tiempo que estuvimos juntos y aun así siento que hubo una conexión especial. Supe algunos detalles de su vida que ignoraba. No cuento las mejores partes porque tengo la ilusión de ella lo haga de mejor forma en uno de sus libros. Aunque no sería extraño que nunca lo haga. ¿Habrá sido también un rato agradable para ella? Por desgracia, no lo pudimos repetir. Vivimos en ciudades diferentes. Antes de que se fuera, me dejó su correo electrónico en la libreta. Me pidió que le escribiera para no perder el contacto. Así lo hice varias veces hasta que perdí la esperanza de que ella lo hiciera de vuelta.

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En medio del silencio

Temprano por la mañana recibo como regalo un par de entradas para el ballet. Primero pienso en ir solo, para así garantizar con el boleto restante no tener nadie sentado a un lado. De ese modo puedo recargar el brazo sin problemas. A veces, el dolor de espalda exige que incline el cuerpo un poco. Luego pienso en alguien que me había dicho quería ir. La invito. Hay que ser bondadosos. Ella puede serlo con la preparación de un pastel.

Cerca del teatro hay una tienda de abarrotes. Aprovecho para ir antes del inicio de la función. Faltan quince minutos para ello. Le digo a la acompañante que vuelvo rápido. Al negocio lo atienden un señor y una señora. Deben tener cerca de sesenta años. También se encuentra ahí un grupo de tres muchachas que parecen recién graduadas de la preparatoria. El lugar es estrecho. Una de las paredes está forrada con fotografías antiguas. El refrigerador está casi a la entrada. En menos de cinco pasos logro tomar una botella de agua y hacer fila para pagar. Las tres clientas, delante de mí, piden chocolates alojados en el mostrador. La rubia quiere uno que tiene almendras. Las otras dos de los que tienen galleta. Después le dicen al señor que quieren cigarros. Cada uno menciona una marca diferente. “Mentolados,” dice la última. También quieren vodka. Y tequila. Preguntan por precios, marcas y recomendaciones. Se deciden por un par de botellas. Justo cuando pienso que por fin se irán, le dicen al señor que quieren limones. El hombre les dice que no venden, pero que si le dan unos minutos, les traerá unos pocos de su despensa personal. El hombre se va. Ellas lanzan unas risitas y se ponen a platicar.

Le pregunto a la señora que si ella me puede cobrar. Me dice que no: “Tenemos que esperar a mi marido, no estoy autorizada para los pagos”.  Le digo que tengo prisa por lo del ballet.  Ella me dice que el ballet es precioso. “De pequeña quería ser bailarina. Es una pena que el futuro esté lleno de obstáculos”. Le digo que los boletos fueron un obsequio, que casi nunca voy al teatro. Estoy ahí por la música. Tchaikovsky: gran hombre, en comparación la mayor parte de la humanidad son hormigas.

Faltan cinco minutos para que comience la función. No obstante, la sed puede más que la paciencia. La mujer dice que viven en el piso de arriba. “Me da mucha pena por mi marido, pero así de viejito como usted lo ve, sigue con la debilidad por las jovencitas. ¿Limones? Apenas tenemos limones en la casa. Y todo para qué. Esos limones con los que podría preparar un postre terminarán utilizados por unas borrachas. Mírelas ahí, debería darles vergüenza reír y gritar así en nuestro local. Este es un lugar decente. Lo que me duele es que él jamás es así de atento conmigo”.

El señor baja con una pequeña bolsa de limones. Las jovencitas le pagan y se van. El señor se sienta en las escaleras para leer un periódico deportivo. Mientras tanto, la señora sigue diciéndome cosas.

“Mi esposo no quiso comprar boletos para el ballet. Dice que no tenemos dinero. Yo no le creo. Viera usted lo que pasa cada viernes. Siempre lo atrapo agarrando botellas de la vitrina. Con lo que se emborracha cada mes podríamos salir a divertirnos y recordar viejos tiempos. Él no parece interesado, es muy… triste. En cambio usted es muy afortunado. Disfrute la obra. Mire a todas esas bailarinas con atención. ¿No es increíble? Las veo en la tele y pienso lo gracioso de esto. Somos de la misma especie, según parece. Ellas y yo somos humanas. Nacimos para ser atendidas en hospitales, tener hijos y hablar. Respiramos con dos pulmones, tenemos maquillaje y somos capaces de leer. Ante la ley somos iguales. Pero, ¿sabe?, nos separan muchas cosas. Ellas miden un metro ochenta, tienen las piernas largas: son bellísimas… hacen rutinas que en nada se parecen a trapear el suelo de un negocio como este. ¿Cómo es posible que seamos de la misma especie? Ya verás las narices que tienen. Son perfectas, son perfectas. Compare su cuerpo con el mío y verá que no somos lo mismo. Antes me daba pena reconocerlo. Lloraba al pensar que alguien más se encontraba en el sitio con el que yo aspiraba. Ya lo he superado. No tiene nada del otro mundo. Algunos están arriba, otros abajo. Dios las bendiga. Gracias a ellas puedo imaginar que soy parte del grupo. Cuando vea usted bailar a esas chicas piense que yo soy una de ellas. Se lo suplico. No se le vaya a olvidar”.

Volteo a ver al señor. Noto que no ha cambiado de página y que apenas ha movido la cabeza. En cuanto su mujer calla, el baja el periódico. Nos mira. Su semblante ha cambiado en comparación a cuando estaban las muchachas. Entre eso y la prisa, decido que lo mejor es abandonar el lugar. Le pregunto al señor que cuánto le debo. Nueve pesos, me dice. Le pago con el cambio exacto. Antes de salir, le escucho decir: “Otra vez, María”.

Afuera mi acompañante espera.

“Has tardado demasiado,” dice. Le digo que aún tenemos un par de minutos y entramos.

El espectáculo es mejor de lo que esperaba. Disfruto, sobre todo, que nadie emita una mísera palabra. Todo se dice con música y movimientos. Por si fuera poco, la obscuridad que sume al asiento permite que afloren los recuerdos. Pienso en una obra de teatro de cuando iba en la secundaria. La maestra quería que yo actuara. “Necesitamos alguien raro para el papel principal,” me dijo. La obra era terrible. Un hombre adinerado hacía un casting para contratar a una nueva empleada doméstica. La candidata a llenar ese puesto se sorprendía al llegar a la casa porque el patrón no se movía de la silla. Era un hombre que, según el anuncio del periódico, vivía solo. Y así lo pensó la mujer, hasta que en un momento de la entrevista el hombre empieza a hablar de su esposa que vive en la planta de arriba. “Nadie debe molestarla,” decía el personaje. La candidata se asustaba y decidía abandonar la oportunidad.

Por aquello de la planta de arriba, me vino la memoria de la señora de la tienda de abarrotes. El favor que me pidió, sobre todo. Miré a una bailarina de entre todas. Elegí a una de cabello castaño. Imaginé que esos brazos delgados eran los de María. Ahí estaba conmigo. No con su esposo. Cerré los ojos para reafirmar la imagen. Esta vez era la señora gorda quien era cargada por el bailarín ruso con mallas rosas. Para lograr estar sobre el escenario, la señora no había necesitado entrenar durante años en una escuela de danza, lo único que necesitó fue que nos conociéramos. Interrumpo la escena por culpa del tipo que tengo sentado a la derecha. Las palabras que empieza a decirle a su pareja hacen que abra los ojos. Quizás él pensara que hablaba bajito, pero un murmullo es un grito en medio del silencio.

El resto de la función lo paso con los pensamientos fijos en ellos, en los vecinos de butaca. ¿Para qué abren la boca dentro de un teatro? Que se vayan a un café. O a un precipicio si están en vena.

Después de que el ballet termina (les he aplaudido en cerca de veinte ocasiones), mi acompañante pide que nos tomemos una foto en una estatua de la salida. Otra cosa que odio es posar frente a una cámara. Una vez tomadas a las fotos casi nadie las ve. Y cuando alguna relación se acaba, solo sirven para que vuelvas a ellas hasta convertirlas en un instrumento de tortura. Pero no digo nada. La foto quedará para siempre en un espacio del universo.

Ya es tarde. No muy lejos de ahí, la tienda de abarrotes tiene la luz encendida. Anuncio que voy por unos chicles y entro. Ahí está el señor, barre polvo que parece tierra. Le digo buenas noches. No responde. Tomo una bolsa de pan y la pongo en el mostrador. “Ya hemos cerrado,” dice el señor. “Lo siento, vi la luz encendida,” le digo. “Es normal, siempre sucede,” contesta. Volteo alrededor en busca de la señora. Nada. Lo único que noto es la música clásica que llega por las escaleras.

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Publicado originalmente en Imagen Médica.

Un perrito de nariz rosa

Este hombre despertó un día con la intención de no volver a tomar un baño. Al menos por un tiempo, pensó. Qué caso tenía. Vivía solo, apenas conocía a nadie y rara era la ocasión en que salía de su departamento. Podía probar la experiencia. Y sí, pasó los primeros días sin aspavientos. Pudo dejar la higiene corporal en un segundo plano.  Temporada invernal, no tenía mayores obstáculos. El sudor no era un factor. Sencillo, no tenía razones para ducharse. Ya en el pasado sufrió las molestias provocadas de salir a un clima helado después de tomar un baño con agua caliente. No tiene sentido, se dijo.

Ya llevaba una semana sin entrar en la regadera, aunque todavía, de vez en cuando, se lavaba las manos. Para él la comida era sagrada. Los alimentos merecían una atención protocolaria para que pudieran disfrutarse en totalidad. Lo mismo con los dientes. Los cepillaba tres veces al día para borrar cualquier rastro que pudiera mermar los sabores de los platillos que pedía a domicilio. Valía la pena. A eso se reducía su postura. Hacer aquello que valiera la pena. Y darse un baño no venía a cuento. No al menos como una costumbre diaria. Para qué, a nadie le preocupaba lo que hiciera. El mundo podría funcionar igual si solo recurriera al aseo completo una vez al mes, pensó. Tampoco había que exagerar. Con que siguiera ese plan tendría suficiente limpieza para diferenciarse de los indigentes que salían en las noticias. Aprovecharía también esas ocasiones para afeitarse y cortar un poco el cabello y las uñas.

A la segunda semana sin tomar un baño, pasó una tarde entera leyendo un libro que tenía pendiente. Era un viejo regalo que una compañera del trabajo le dio unos años atrás. Aquella era una temporada productiva. No como la actual, donde estaba desempleado y sobrevivía con modestia gracias a que, a pesar de todo, siempre fue alguien preocupado por ahorrar. Hubo tiempos en los que apenas gastaba dinero. Lo  usaba para lo esencial. El resto, directo a la cuenta bancaria. Varios de sus colegas sufrían para llegar a fin de mes, mientras él lo hacía con holgura. La clave estaba en mantener la soledad. Sin esposa y sin hijos, no estaba obligado a gastar demasiado. Tampoco a bañarse. Ahora pensaba en lo ridículo de algunos hombres que se arreglaban, perfumaban y se vestían para seducir a las chicas que les gustaban. Él había dejado esas tonterías en el pasado. Nunca nadie se lo valoró. Sin esperanzas, tocaba arrojarse a lo mínimo posible.

El libro. No sabía bien de qué trataba. De verdad que lo intentó. Sumergirse en la historia y esas cosas. Pero pasaba las páginas sin que la lectura le dejara nada. Los ojos recorrían las palabras, pero su mente estaba en otros pensamientos. Trescientas páginas después, el autor no le había ofrecido una mísera recompensa. Veía ahí una cuestión recurrente en su vida. Lo único que le satisfacía era la liberación de un pendiente histórico de su biblioteca. El libro había estado ahí en un mueble, como recordatorio permanente de que era incapaz siquiera de disfrutar la generosidad de los demás.

Oh, no. Ya recordaba lo que le molestaba de ese regalo. La mujer que se lo dio, Dalia, era bonita. Le gustaba, incluso. Hablamos de días en los que todavía sentía entusiasmo. Cuando aún imaginaba escenarios de felicidad al lado de una mujer que lo quisiera y con la cual pudiera viajar hasta tener hijos.

Pasa que el regalo no vino como un acto espontáneo. Fue producto de un intercambio navideño. Y cuando alguien le reveló que en el sorteo a Dalia le había tocado él, se supo contento. Era mentira lo que decía la sabiduría popular, los intercambios no siempre son decepcionantes, se dijo. Le toqué a Dalia, tendré un regalo suyo, algo que ella eligió para mí. Será hermoso. Y fue tal su entusiasmo que, además del regalo que tenía que dar a un compañero (¿Se llamaba Carlos?), compró un peluche adicional para dárselo a Dalia como muestra de agradecimiento ante su obsequio. Era un perrito de nariz rosa.

El día llegó. Todos los de la oficina intercambiaron regalos. Él llevaba los que iba a dar en una bolsa negra. De ahí sacó una cartera envuelta en papel dorado y se la dio a su compañero para después darse un saludo de manos que no se transformó en un abrazo. Ambos sonrieron. Recibió un muchas gracias, muy amable. Y luego se separaron. Unos segundos después, Dalia se le acercó. Toma, le dijo, feliz navidad. Era un paquete. Luego de agarrarlo, intentó abrirlo. Se tardó un rato, ya que no quería romper la envoltura, aunque solo fuera una cartulina amarilla sin moño. La tarea no fue sencilla. Los pliegues del papel venían reforzados por una cinta adhesiva muy resistente. Tuvo que sumergirse en la tarea con todo lo que tenía por dentro. Cuando lo consiguió (al final tuvo que rasgar uno de los lados), confirmó que era un libro, como era de esperarse. Si bien no era nada del otro mundo, el hecho de que viniera de ella le daba un valor especial. Al subir la cabeza para darle las gracias, se dio cuenta de que Dalia se había ido. Estaba en un rincón donde conversaba con un grupo de compañeros.

Jamás sacó el perrito de peluche de la bolsa. Una hora después, cuando salió del trabajo, lo dejó enfrente de una carpintería. Caminó de regreso al departamento sin pensar mucho más.

Ya había leído el libro. Gran cosa. Fue una pésima idea porque gracias a ello recordó aquel día. La humillación que el paso del tiempo había disipado, volvía en esplendor. Pensó en el peluche abandonado. En lo ridículo de la generosidad. Dalia ni siquiera se tomó la molestia de quitarle el plástico protector al libro ese para escribir una dedicatoria. Ofensa mayor.

Quedaba comer. Eso es. Llamó por teléfono a una pizzería cercana. Se dio cuenta de que pedir comida era la única forma de socialización que tenía últimamente. Colgó. Dos semanas sin bañarse, dios. Finalmente se quitó la ropa y entró a la ducha. Tenía menos de media hora para poner las cosas en orden.

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Publicado originalmente en Imagen Médica.

Es malo estar solo

La bicicleta fue un regalo hecho por mi padre en una Navidad de juventud. Al utilizarla noté cambios drásticos en mi vida. Le dije a mi madre que ya no era necesario que me llevara a la escuela. Empecé a transportarme con facilidad por las calles. Hacía las compras, los pagos y encargos que se ofrecieran. Era agradable. Aprendí a manejarla sin complicaciones. Un compañero de la escuela me pidió que le enseñara a montarla. Los hice con recelo. Mucho no me gustaba la idea. El asiento era mío y de nadie más. La idea de tener a un sujeto sobre él, por mejor que me cayera, le restaba puntos a nuestra unión. Aun así acepté.

Le di lecciones durante varios días. Tardó en aprender. No es que yo fuera un mal guía, sino que él apenas y parecía poner atención a lo que le decía. Era un muchacho que vivía a una cuadra de mi casa. Cuando notó lo irritado que estaba por el hecho de que usara mi bicicleta, le pidió a su padre que le comprara una igual. El mismo modelo. Incluso del mismo color. Pude tomármelo a mal, pero no lo hice porque, a pesar de todo, el chico era simpático. Tenía una hermana llamada Susy que me gustaba. Eran conocidos por ser los ricos en la colonia. Además de una camioneta enorme, tenían un auto deportivo que jamás salía de la cochera. En los recreos circulaban rumores sobre sus  vacaciones. Eran los únicos que visitaban otras ciudades. Iban a la playa, según contaban después. Todos parecían aborrecerlos. Yo no, desde luego, al menos por Susy. Era hermosa; dos o tres años mayor que los de mi salón. A veces, con suerte, podía mirarla en los recreos. Lo usual era que estuviera sentada a solas fumando un cigarro. Ningún maestro se daba cuenta. A veces se ponía cerca de la zona de los baños. Varias veces fingí tener ganas de orinar para poder aproximarme a su espacio. La quería ver de cerca. Quería olerla. Decirle algo. Lo que fuera.

Solía llevar la falda por encima de las rodillas y la blusa desfajada. Era de esas personas que la mayor parte del tiempo tienen la mirada fijada al suelo, detalle que no dudaba en aprovechar para lanzarle vistazos sin que ella se diera cuenta. Luego volteaba a otro lado por si de pronto levantaba los ojos. Eran muchas las precauciones. Le tenía un poco de miedo. La gente que fuma lo hace. Hay rudeza en su aspecto. De modo que, solo por ella, entraba al baño de la escuela sin necesitarlo. . Era mi pretexto. Lo único que hacía era lavarme las manos y luego contaba hasta treinta. Entonces volvía a salir. Le echaba un segundo vistazo antes de regresar a estudiar.

A veces me recriminaba actuar así. Pero el instante en que alcanzaba a ver sus mejillas o parte de sus hombros justificaba lo ridículo de las maniobras. Lo peor era que, como en realidad no orinaba durante los recreos, durante las clases la vejiga tenía el detalle de amenazar con reventar.

Una vez estábamos en una clase de biología cuando ya no pude aguantar. Abandoné el salón sin pedir permiso. Nadie vino detrás de mí. Corrí con ansiedad. Pasé el auditorio en el que estuve antes y el patio en el que nunca jugué. El conserje barría hojas. Bajé la marcha en los últimos metros. Me detuve al ver que Susy estaba sentada, de nuevo, cerca de los baños. Fumando y mirando hacia abajo. Ahora la acompañaba un tipo moreno con el cabello hasta los hombros. Empecé a caminar lento. No quería que notara mi presencia. Me parecía humillante. Ya me había visto ir al baño una vez en el descanso. Quería que pensara en mí como un superhombre que no tenía necesidades fisiológicas. Si me veía otra vez, quizás pensara que no tenía el valor suficiente para renegar a la vejiga. Era un simple niño que cedía ante los impulsos de la naturaleza. Ella era mucho más. Por eso estaba con aquel grandulón tan diferente a mí.

En eso estaba cuando me habló.

—Tú eres el amigo de Pablo —dijo.

—Sí —respondí.

—Veo que te mantienes en forma.

—Gracias.

—A nosotros también nos gusta hacer ejercicio. Lo hacemos a diario. Mi madre nos compra ropa deportiva una vez al mes. Tengo pantalones cortos, pants, sudaderas, toallas, calcetas… Pablo adora el futbol, ¿has jugado alguna vez con él? Practica en nuestro jardín. Patea el balón contra la pared. Cientos de veces. Me preocupa. Pasa horas así. Come y cena rápido. Devora el plato entero en cuestión de minutos. Tiene prisa por volver a lo suyo: jugar futbol. Excepto por esta semana: cuando vuelve de estar contigo, llega y se pone a dibujar en la sala. Parece cansado. Sube temprano para dormir en su habitación.

—Me alegro.

Susy era intimidante. Hubiera querido decir una frase que la cautivara. No pude. Estuve a punto de llorar. La primera impresión es crucial, y yo la desperdiciaba. En mi defensa debo decir que aquello me tomó por sorpresa. Nunca la había visto hablar. Así que tenerla ahí soltando palabras como si no hubiera mañana tuvo un efecto paralizante.

—¿Qué es lo que hacen juntos? Ahora lo veo relajado. Antes parecía tener llamas en los ojos. Para alguien de su edad era impresionante. Incluso en unas fotos que le tomaron unas semanas después de nacer se le puede ver una mirada adulta. En cambio, los últimos días ha estado diferente, con otro semblante. Me alegra que se junte contigo. He visto cuando tocas el timbre de la casa. El otro día te escuché platicar con mamá. No deberías ponerte nervioso. Tartamudear al pedir un vaso de agua opaca cualquier virtud. Y tú debes tener una por lo menos, así que no la arruines.

—Lo siento. Así hablo.

—Hay un viejo poema que dice: “las piedras bajo la noche que cae siempre”. Debes saber lo que significa, ¿no es así? ¿Sabes lo que significa? Escúchame bien: “las piedras bajo la noche que cae siempre”. Dime qué te parece. Dime. Anda. Cuando salen a practicar deben ver muchas piedras. En este jardín no hay ninguna. He buscado, te lo juro. Han desaparecido. Ayer creí ver una, pero cuando la apreté desapareció entre mis dedos. Tal vez deba traer algunas de casa. Tenemos bastantes. Si te hacen falta puedo regalarte unas cuantas.

El tipo moreno le dijo algo al oído y ella sonrío.

—Oye, niño… ¿fumas? ¿No? Pues deberías. Creo que lo necesitas. Puede ayudarte a conocer otras personas. Es malo estar solo. Lo sé. Aunque pueda llegar a gustarme. Fumar también está mal. Eso dicen. Pero me gusta. Y por eso lo hago. Cuando menos pruébalo. Partamos de que es malo, ahora lo que necesitamos saber es si te gusta o no. Si es así, qué más da que sea malo. Yo te puedo dar cigarros cada que quieras. Prueba uno.

—No, gracias. Tengo que regresar a clases. El humo me marea.

—Como digas. A mí el primer cigarro no me gustó. Las primeras experiencias tienden a ser penosas. Debes acostumbrarte. Si el comienzo falla, vuelve a intentar. Una mala experiencia inicial no debe comprometer el porvenir del placer. Ahí tienes al vino: un gusto adquirido. Nacemos sin saber lo que deseamos. Es cuestión de descubrirlo. Una vez que adoptamos esa noción, queda rendirse al exceso. El acelerador se puede pisar hasta el fondo. Grábatelo. Nadie detiene al que no se rinde.

Entré al baño. No oriné. Las ganas se fueron. Me lavé las manos. Conté hasta veinte y salí. Ella permanecía ahí, el otro le pasaba el cigarro. Regresé al salón.

La siguiente vez que visité a Pablo fue diferente. No me abrió su madre. Fue Susy quien lo hizo. Llevaba un vestido de puntos que le llegaba hasta los tobillos y zapatos tenis. Me dijo que pasara. Tomé asiento en uno de los sillones de la sala. Esperé a que Pablo bajara. Susy tomó asiento enfrente. No abrió la boca. Yo tampoco. Algo me detuvo. Y casi en automático me  arrepentí. Pablo bajó.

—Mi hermana nos va a acompañar.

Cerré los ojos por un segundo. Era el luto del día tranquilo. Quise estar en un sitio diferente. A kilómetros del fastidio, la vergüenza, el temor. Yo no quería dar lecciones a nadie. Menos con una chica atemorizante a un lado. Tomé ese destino sin darme cuenta. Lo que yo quería era estar en mi cama, a la espera de dormir. Con los ojos cerrados podía sentirme otro. A ella la deseaba de la misma forma en que buscaba tenerla lejos. No tenía la menor oportunidad de conquistarla, así que lo que menos quería era recordarlo a su lado. De cualquier forma sonreí. Dije: sí, claro. Vamos. Los dos en nuestras bicicletas y Susy a pie.

El trayecto al parque fue así: nosotros avanzábamos a vuelta de rueda para no dejarla atrás. Durante los siguientes minutos, Susy se detuvo cuatro veces para amarrarse las agujetas. Hacerlo mal significa repetirlo. Nos pidió que no la miráramos mientras hacía los nudos de las agujetas. Era un asunto íntimo que no le correspondía a gente como nosotros.

Llegamos después de un rato. El sol no tardaría en esconderse. Además de una pareja acostada en el centro, en el parque solo se podía ver a un anciano que corría por las veredas. El lugar era nuestro con sus flores y aliento.

El tiempo transcurrió con tranquilidad. Susy se acostó entre la hierba con un cigarro. Parecía que la intemperie le demandaba recurrir al tabaco. Pablo y yo recorrimos el lugar. Dejé que se adelantara en la bicicleta. Daba igual lo que hiciera. Era obvio que ya había aprendido a manejar. Era estúpido seguir con la enseñanza. Sin embargo me encontraba atado. Sin justificaciones, que era lo peor. Tenía mis razones para estar fastidiado. Eran los metros. Eran los pensamientos. Eran los pájaros. Cuando se vive es difícil permanecer encendido.

En una de las curvas me alejé. Sin avisar, tomé otra dirección. Necesitaba un respiro sin salir de aquel sitio. Pedaleé aprisa.

Recordé mi llegada a la escuela. Los primeros días sin poder dormir hasta el máximo. Ese baño tibio. El desayuno rápido. El periódico de mi padre. Una bolsa con el almuerzo. El camino en el auto. La estación de noticias vitales de las que no recuerdo una letra. Semáforos llenos de ansias. Despedidas con un beso. Y lágrimas. Los maestros y salones vacíos. Buscar un pupitre en medio de desconocidos. Horas de ver al pizarrón por el terror de mirar atrás. La primera carta que escribí con dirección al bote de basura. Alejandra con su horrible dentadura. Nadie se daba cuenta de lo hermosa que era. Solo yo que con el tiempo pude asimilar que era posible cerrar la boca. Recordé también la manera en que Gabriela se burló cuando le obsequié la naranja de mi almuerzo. Tuve que evitarla el resto del curso. Quise patearla por rechazar lo que mi madre me había dado. Respiré cuando se fue. Pude hacerle daño, pero odiaría lo que hubiera pasado después. Las cárceles llenas de personas vulgares sin pasarelas ni pijamas de seda. Afuera no era demasiado diferente, aunque al menos podías desayunar una buena sopa. Di otra vuelta. No podría abandonar la casa hasta que aprendiera a preparar sopas. Eso era lo principal. Los vagabundos no tienen casa porque no tienen sopa. Cómo mantener el talante sin una cuchara que lo sostenga. Y de inmediato pensé en Vanessa. A ella le dije que buscaba alguien que cocinara. Que supiera lavar los trastes, que me consintiera y quisiera tener nueve hijos. Nada de pantalones o mallas: vestidos. Con tacones el día entero. Era lo que buscaba, una mujer a la vieja usanza. Con tubos en el cabello y mascarillas de madrugada. Se rió. Eres ridículo, dijo. Le dije que era broma aunque no lo fuera. Lamenté cuando se cambió a otra escuela porque ni siquiera la toqué. Los del salón la saludaban de beso o empleaban la mano. Debí respetarla menos para que no creyera que estaba loco. No fui nada importante. Tenía 12 años.

Dudaba que Vanessa estuviera encima de una bicicleta pensando en mí, en dado caso de que recordara mi nombre. Era lo que me tenía loco. Lo mucho que pensaba en personas que apenas y reparaban en mi ausencia. La timidez era una forma de prevención ante ese panorama tan horroroso. Y seguí pedaleando. Cada vez más fuerte. Hasta que llegué a una pendiente que desde abajo parecía una pared. Frené, bajé y me tiré al césped.

El estanque se hallaba en la cima de la colina. Cientos de metros para llegar hasta él. El hombre dijo: hay dos opciones. Puedes cavar un túnel e ir gateando en su interior. Te tomará un mes. O puedes correr por la carretera, donde tardarás un día. Mencionó que la segunda opción era peligrosa por lo que ocurría en la ruta. Era la seguridad contra el riesgo, la velocidad contra la desesperación. En el estanque estaban los peces que quería alimentar. Los patos se quedaban con la comida que dejaban los visitantes, sin que pudiera hundirse una sola migaja para los peces hambrientos hasta el fondo. Tenía que ayudarlos. Debía darme prisa antes de que murieran.

—Despierta, nos vamos.

Era Susy.

—Ya voy, ¿dónde está Pablo?

—No sé, tendremos que buscarlo.

Casi era de noche. Nos alumbraba una farola. Quedamos en silencio. Me dolía la cabeza, no me quería mover. Ella se sentó junto a mí. El olor a tierra mojada llegaba gracias a un aspersor ubicado a unos metros de distancia. Fue una buena siesta. La jaqueca era lo de menos. Aquello dejó de parecerme tan malo. Aun así era tiempo de volver a casa. Me levanté. Ella notó algo.

—Mira por allá, ¿qué es eso?

Era un bote de pintura blanca. Susy corrió hasta él mientras yo alzaba la bicicleta. Debí haber llevado un suéter. Vi que ella bailaba. ¿Y Pablo? La rutina guarda la seguridad de los cuerpos blandos.

Susy regresó entre risas con el bote de pintura. Sin decir nada, se levantó el vestido. Dejó que viera esa ropa interior verde. Se mantuvo así varios segundos. Luego tomó la brocha y pintó el interior de sus muslos. Cuando terminó, arrojó la brocha hacia atrás. Entonces caminó hacia mí, hacia la bicicleta. Aquella carne blanca estaba más cerca que nunca. Las piernas me temblaban. Ella, con las manos arriba, levantaba su vestido como si fuera un telón. Ahora estaba a un metro. Avanzó más, reía. Me dio un beso en la frente y entonces comenzó a restregarse contra la bicicleta. Suspiró. Era su entrepierna contra la llanta. Percibí el olor a cerezas de su cabello. No la toqué ni un segundo. Dejó de mirarme. Centró los movimientos en mi vehículo. No se detuvo. Empezó a gemir. También se carcajeaba. Qué podía hacer yo. Solo mirar. Y sentir pánico. No había nada que pudiera hacer. Por siempre sería la mujer que dominaría mis pensamientos sin que me sirviera de algo. Estallé. Al diablo con los hermanos. Con fuerza le di vuelta al manubrio. Vi que ella cayó al suelo y me alejé de ahí pedaleando. La oí gritar. Salí del parque. Di vueltas por las calles. Varias de ellas desconocidas. No quise parar. Ni regresar. Si lo hacía corría el riesgo de volver a tener la oportunidad enfrente sin que pudiera aprovecharla. Así que avancé y avancé durante minutos hasta que por inercia terminé en casa.

Mi madre soltó una serie de improperios de los que era yo era el principal protagonista. Permanecí callado. Me dirigí al garaje. Guardé la bicicleta en un rincón detrás de unos tambos. No quería volver a usarla, pese a que la quería mucho. Fue una fiel compañera durante meses.

Poco después, por cuestiones académicas, me mudaría al departamento de unos tíos. Abandoné  la bicicleta para olvidar, a la espera de que pudiera superar el agobio  con el paso del tiempo.

Jamás imaginé que tardaría tantos años, hasta que hace unos días por fin la desempolvé luego de una visita a los viejos. Seguía en condiciones. Solo tuve que limpiarla. Con trabajos la monté y di unas vueltas por la colonia. Vi las casas de antes; algunas remodeladas, otras no. Unas cuantas habían desaparecido. Me pregunté por sus habitantes, mis amigos. No pude recordar el nombre de la mayoría. Pero ahí estaba la casa de Pablo todavía. Con nuevos inquilinos, ninguno de ellos capaz de darme información sobre Susy o sobre su familia. Extrañaba todo aquello de lo que antes huía. Y en el parque estaba el niño aquel preguntándome sobre la pintura blanca en la llanta de mi bicicleta. No supe qué decirle. No era necesario. Lo que debía hacer era seguir andando. Avanzar sin intención de apartarme.

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Publicado originalmente en la revista Euritmia.

La cuerda a la que un grano de arena golpeaba

Luego de varias semanas sin hablarnos, Romina me invitó a una galería donde mostrarían algunas de sus fotos. Ocurrió hace ya algunos años, en días mucho peores a los que ahora. Romina y yo habíamos tenido un distanciamiento, fundamentado en concepciones diferentes de la vida que llegaron  a trastocar nuestro vínculo. Así que luego de una etapa sin contacto alguno, ella se acercó y me dijo: “Van a exponer unas fotos mías. ¿Quieres ir?” En otros tiempos me habría preguntado: “¿Puedes ir?”, porque habría dado por sentado que sí quería ir, que todo era cuestión de que revisara mi agenda.  Esta vez ni ella ni yo sabíamos si era necesario que me presentara en una noche que era especial para su carrera. A continuación, me entregó una postal en donde vi que la cita sería a las nueve de la noche en un viejo lugar no muy lejos de donde vivía un profesor al que varias veces tuve que acompañar luego de salir de la universidad.

Por algún tipo de asociación, decidí ir. Hay oportunidades que renuevan las esperanzas de una luz marchita. Una cosa que tuve claro es que debía ir solo. Tal como solía hacer en cualquier otro contexto. Me pregunté si sería el único en tal posición. Por otro lado, Romina era popular así que el lugar estaría abarrotado, estaba seguro de ello. Tendría enfrente a decenas de personas disponibles para socializar pero yo no estaba en vena para seguirles el juego. Iba por ella, nada más.

Recuerdo que esa noche hacía un frío inmenso. Llegué y vi a algunos conocidos a los que pude haber saludado para estar en sintonía con el evento. No lo hice porque ellos no tuvieron ningún gesto cuando notaron mi presencia, así que mejor caminé por el lugar hasta comprobar lo amplio que era. Tenía muchas áreas exteriores. Como no había muchos edificios en los alrededores, y la construcción se hallaba en un área con elevación, el viento hacía el recorrido sin obstáculos. Yo llevaba un saco negro y una camisa azul que apenas eran suficientes para no morir congelado.  Al ver desde la entrada a todas esas personas platicar, sonreír, y beber como si nada, pensé si habría alguien que se sintiera igual que yo. Sin nadie conmigo, tenía que recurrir a las estrellas y a unos cactus a los que podía observar sin molestar. Les dije: “Se supone que estoy aquí para ver unas fotografías, debería apresurarme a hacerlo e irme de inmediato”. Estaba enjaulado en la espantosa casona de la socialización.

Apenas habían pasado diez minutos, suficientes para sentir una especie de asfixia. Tenía que remediarlo. Recorrí los pasillos aledaños con la esperanza de que algo sucediera. Por favor, que alguien derrame su bebida sobre mí, ofrezca disculpas y me diga: “Te amo, quiero lavar tu ropa, sacarla de aquí junto contigo para fundar un nuevo orden para salvar al universo; casémonos, en el futuro ya viven nuestros hijos a la espera de que los fabriquemos. Nada de eso pasó. Vi a Samuel, un viejo conocido que no era amigo mío. Iba con dos mujeres, Dos rubias que sonreían y sonreían. Samuel preguntó por mi situación. Le conté un plan: “Tengo una invención metida en la cabeza. Provocará una revolución a varios niveles, quiero proponerle la idea a un empresario.  Se trata de un nuevo tipo de calzado: unos zapatos que no dejan caminar. Según investigué, si evitas que la mente pueda sentir el suelo, es posible  que el resto del cuerpo se sensibilice lo suficiente hasta superar sus propios límites”. Las dos rubias se rieron. Quise que Samuel me diera a una de ellas. ¿Para qué quieres dos, viejo conocido? Son iguales. Si una fuera morena lo entendería, pero dos rubias son redundantes. Puedo hacerte un favor,  deja que convierta a la de vestido rosa en una mujer nueva. Necesito unos días con ella para luego llevarla de vuelta a tus brazos y pruebes que ya es diferente. Sabrás la variedad que puede esconderse dentro de una misma persona. Los cambios matan. No hacerlos también. Todo lo hace. A estas alturas deberías saberlo. Has llegado a la punta de una pirámide. Eres un hombre de éxito. Pero incompleto. Has equilibrado una serie de pasiones tan lejanas a las horas en que discutíamos sobre nuestro equipo favorito de futbol. ¿Dónde está Romina, Samuel? ¿Por qué no estuvo en la entrada para recibirme? Sé que le ha molestado la forma en que me comporto. Con el paso de los años he dejado de ser encantador. Eso que la atraía en un principio ahora es el motivo por el cual  nuestra relación  ha quedado mermada para siempre. Adiós a la pureza que había cuando pensábamos el uno del otro.

Tomé copas de vino con Samuel hasta que vi a Romina a lo lejos. Le dije a Samuel: “Ahora vuelvo, voy a la recepción. Creo que hay que respirar aire encerrado cuando el cielo hiela los huesos”. Antes de llegar hasta Romina, vi a  otras personas conocidas. Eran obstáculos. Desee poder arrastrarme por el suelo para no ser visto, pero para hacerlo tenía que ensuciar la ropa, algo a lo que no era deseable. Dios, ¿y las fotos? ¿Dónde se encuentra la galería de arte? Qué importa. Estaba ahí por ella. Así que me acerqué al área donde la vi, pero de inmediato descubrí que ya había reportero que le realizaba una entrevista. La escuché a distancia: “Las fotografías de la exposición muestran el valor de la luz, esa lucha por cada rincón en donde se introduce. Franjas que  dispuestas a que el amanecer aparezca de pronto en la silueta de un acordeón echado a perder. Tomé las fotos en un periodo  importante en el que varios hombres se cruzaron para pedir el número de teléfono de mi despacho: queremos ser tus modelos, decían. Yo les rechazaba porque no me interesaban los humanos. Quería las rendijas. Las fuerza detrás de una pared demolida en un viernes cualquiera.”

El reportero decía mucho más, yo ahorraba el oído para ella,  igual que la memoria. Romina decía: “¿Sabes? hay un tiempo para todo. El fotógrafo debe ser paciente, debe apretar el botón en el momento justo, y al mismo tiempo al momento inesperado. Saber que algunas fotografías surgen en un instante que nadie más comparte. Son esas fotos las que tenemos una noche como hoy, cincuenta de ellas a la venta para que, quienes gusten, lleven a casa el resultado de mi vista sumada a los otros sentidos que colaboraron con su guía.” Al cabo de esas palabras,  Romina me miró por fin. Lo hizo por un segundo. A partir de ahí, sus respuestas al reportero dejaron de ser largas y empezó a darle caricias constantes a su cabello. Una respuesta más y sería mía para platicar, tomar aire, y escuchar al coyote que rondaba la zona en busca de que alguien de ahí se aventara de la azotea para poder alimentarse.

¿Dónde están tus fotos, Romina? Le iba a preguntar para romper el hielo. No lo hice porque en cuanto el reportero se esfumó, llegó otro hombre moreno de barba y se llevó a Romina lejos de ahí. No hice ningún esfuerzo más. No la perseguí, no la busqué. No era mi lucha ya. Si algo he aprendido es a dejar ir. Cuidar el prestigio ante todo. Hay que evitar que aquello a lo que se persigue tenga la idea  errónea de que te ha rebasado, que está adelante de ti. Yo me dije: “Al diablo las fotógrafas, debo conocer a una pintora famosa, una artista mayor. Iré a buscar las fotos de Romina solo para burlarme de ellas”. La idea era convencerme de que me perdía de poco. También era importante saber que no tenía nada de qué hablar con ella porque,  de cualquier modo,  no era la persona que había conocido en un principio. Yo sí era el mismo: estancado en los vicios de siempre a la espera de que un dios cualquiera (la religión daba igual) llegara a decir: “Estás liberado, puedes caminar por los aires. Eres un nuevo súperhumano”. Fue una lástima comprobar que nadie llegaría. En medio de esa noche lo supe. Decidí aguardar en una esquina congelado hasta las uñas. Ya estaba condenado como para considerar emprender un escape rápido. Tuve que actuar con serenidad. No quería que nadie lo supiera. Era importante dar la impresión de que nada en el panorama afectaba el comportamiento que arrojaba por la piel. Por un rato, cuando menos. Permanecería ahí una hora más como estaba pactado en un principio. Así que pasé ahí unos minutos oyendo las voces amorfas de los otros invitados. Luego, si me concentraba, alcanzaba a escuchar sonidos provenir del desierto. Animales a los que se les caía una semilla. La cuerda a la que un grano de arena golpeaba. El coyote era un fantasma en movimiento al que respeté por ser tan cordial para no subir a la galería y matar a toda la gente que jamás haría nada por él en la vida. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ir al supermercado a comprarle un kilo de carne para quitarle el hambre. No lo culparía entonces si es que subía de pronto a conseguir la comida contra nuestra voluntad. De cualquier forma yo no iba a montar un escándalo. Anda, ve por ellos. Cena, querido coyote. Los que ves ahí pueden ser un buen banquete. Con tantas risas han hecho de su carne una masa blanda que  tu mandíbula podrá devorar. La mía es carne dura deformada por el tiempo. Carne para aves de rapiña. Nada digno para un mamífero de tu calibre.

Romina, me llevaste ahí con una trampa a sabiendas de que no estaríamos solos ni un segundo. Eres una prisión a la que confundí con un refugio por la esperanza de ser arropado. Y lo que tuve fue nada. Una mirada adicional permitió que te viera bailando con esa horrible música en vivo que no decía nada de nuestra vidas. Oh, dios. El ambiente ahoga. Tenía que ir a ver las fotografías: HACER ALGO.  Las fotografías eran la salvación.

Llegué a una habitación donde el único presente era  un empleado. Comprendí que la exposición era un pretexto de fiesta. El arte era un segundo plano. Todos los invitados estaban afuera para ser jóvenes. Gozaban de los privilegios que por la mañana echarían de menos desde el cubículo de sus oficinas. Las fotos de Romina eran horribles. Las dos que vi lo eran. No me había equivocado. En blanco y negro. Un refrigerador al que se le iba el corazón por un cable. Era la nevera que dejaba escapar el interior de una vaca asesinada en algún rastro olvidado por la civilización.

Salí de ahí para seguir en las mismas. Vi a Pamela con un par de amigas. Una chica de perlas. Buena gente que guardaba respeto por algunos poemas que había puesto a concursar en un festival de la universidad. Perdí miserablemente y con ello se fueron mis esperanzas de ser alguien, pero ella un día se acercó y dijo: “Me gusta mucho como escribes, debiste ganar”. Desde ahí nos saludábamos cada vez que pasábamos cerca aunque nunca platicamos más allá de tres minutos. Era evidente, el poder de socializar se había marchado lejos de mí para siempre. En mi boca podría tener dientes, pero no tenía alma en la lengua que me ayudara a decir: “Buenas noches, quiero que nos sentemos en el piso para hablar de lo que pasa con nuestra existencia”. Pamela, Romina, Lucía, Ana, Ximena… decenas de nombres que jamás alcanzarían a estar junto al mío en la invitación de una boda.

A veces me gustaba imaginar qué pasaría con cada uno de nosotros los próximos años. El panorama me había otorgado el peor de los escenarios posibles . En las noticias dirían:

 PLATICAMOS CON EL PRIMER HOMBRE EN EL MUNDO QUE SE ENAMORA DE UN LAVATRASTES. LA FAMILIA DE LA ESTRELLA DEL MOMENTO DECLARA QUE LA CHISPA AMOROSA NACIÓ AL POCO TIEMPO DE HABER COMPRADO LA MÁQUINA EN UN MERCADO DE PULGAS.

Toma este plato con comida, pequeña. No te lo tienes que comer si no quieres, amor, solo deja el plato limpio. Una relación perfecta si conseguía un detergente comestible para recibir besos con aliento a lavanda.

Ese era el panorama. Sin más. ¿Qué podía hacer excepto huir? Recordé entonces la primera plática que tuve con Romina. Esa vez que criticamos nuestras voces. Ella me dijo que hablaba demasiado quebrado: “No llevas un ritmo, primero hablas rápido y luego frenas, después hablas lento, y otra vez rápido. Tus silencios desesperan”. Yo le dije que sería por siempre una niña. Tenía voz de niña aunque su cuerpo fuera de mujer. Y eso que, los dioses están al tanto, su voz me importaba poco. Quería que mis manos recorrieran su silueta para notar los milímetros de diferencia entre una costilla y la otra. Decirle: “Solo son dos centímetros. No te preocupes, aun así eres linda”.

Romina. Jamás dejes que una botella se estrelle contra tu piel.  Que no se arruine la armonía que conforman tus poros. Piel perfecta a la altura de las ramas mágicas con las que se construirá el trono donde los sabios de oriente llegarán a venerarte. Lo mereces, Romina. Lo mereces en la imagen aún guardo de ti. La imagen donde miles de sentimientos se atoraron. Y esos sueños en los que atravesamos campos enteros sobre barcos de algodón. O esos ratos bajo un  río cuya corriente nos pegaba el uno al otro. Eran los días. Días en que respirábamos y nos teníamos cerca. Magnetismo perdido para siempre.

Esa noche, antes de abandonar la galería, te miré una última vez desde lejos. Ya no me regresaste la mirada como hacías hace años cuando gracias a tus poderes mágicos notabas cuando te veía. Ahora lanzabas unas risitas para ellos. Alzabas una copa y la chocabas con otras personas. Era evidente. Tenías motivos para celebrar. Era sola una idea la que resonaba mi cabeza. Que, de estar en tus zapatos, yo no me hubiera puesto a brindar. No si supiera, como tú sabías, que uno de nosotros dos no se encontraba ahí para hacerlo también.

stardust