Por la mañana tomé un autobús para ir al centro comercial. Lo conducía un señor con canas, sacado de algún cabaret de los años setenta. Antes de tomar asiento noté un detalle interesante: varios pasajeros daban indicaciones en voz alta. A la izquierda, le decían. Y luego para la derecha, agregaban. Yo me preguntaba por qué lo hacían. Parecían los directores de una orquesta. Temí estar en el transporte de un grupo religioso. El misterio terminó cuando escuché al conductor decirle a una de las mujeres que ese era su primer día en el trabajo y que necesitaba ayuda.
«Todavía no me sé bien la ruta», dijo el hombre.
«No se preocupe, nosotras le decimos cómo», dijeron las mujeres.
Era un acontecimiento no exento de belleza. Más cuando ya es raro encontrar actos de comunión entre las personas. Un tipo daba cuenta del volante mientras cinco voces femeninas lo dirigían. Aquello era una muestra de que cuando los individuos se coordinan, pueden alcanzar grandes metas. Nuestras palabras —me uní al coro— eran los ramos de aquella barca. Unidos llegaríamos a la tierra prometida en donde celebraríamos con besos y con abrazos.
Por desgracia el trayecto se complicó. Las mujeres expertas en dar órdenes se bajaron en una de las paradas y dentro nada más quedamos el chofer, un chico de unos quince años y yo. Las miradas entonces se dirigieron a mí. Estaba destinado a tomar el relevo de la misión. A sus órdenes, comandante, parecían decirme. Pero yo no sabía nada. Desconozco el nombre de calles y direcciones. Soy ignorante en casi todas las materias que se puedan imaginar. Lo único que tengo claro es que debo respirar cada tres segundos.
Estaba fuera de mi elemento. Y la responsabilidad era mía. Era el hombre del lugar. El trabajo de alguien necesitaba de mi colaboración. También aquel chico que debía llegar pronto a su hogar. Su madre seguro que ya estaba preocupada:
«Luisito debió llegar hace media hora. Algún delincuente lo habrá interceptado», pensaría ella.
Todo estaba en mis manos. Podía ser el héroe de la jornada o permanecer condenado a la normalidad. Había que tomar el tren en marcha. Era la última oportunidad que tenía para alcanzar el firmamento. Si lográbamos librar la batalla, apareceríamos al otro día en los periódicos.
Joven de 25 años ayuda a un conductor que se perdía en medio del tránsito. Los perros guía de la ciudad se reúnen para rendirle un homenaje.
De algún modo hay que ganarse una estatua de cobre en la ciudad. A las adversidades las tomas del cuello y les das una patada que las saque volando por la ventana. Vendrán los aplausos. Habrás ganado el estatus de leyenda luego de emplear unos pequeños minutos de tu tiempo. Así de sencillo es.
Le pedí al conductor que se detuviera. Obedeció sin miramientos. Era obvio que sentía admiración por mí. Su futuro dependía de lo que yo dijera. Se orilló en las cercanías de un hotel, uno en donde nunca hay huéspedes y que se mantienen gracias a las hojas verdes que le entran por las desagüe. Ahí estacionados, en medio de la alta temperatura, procedí a darles un mensaje.
—Escuchen. Ustedes y yo somos perfectos extraños. Hasta hace un rato nuestras existencias volaban hacia distintas montañas. Pero la vida nos ha puesto un reto que debemos resolver. Hay que ser fuertes. No podemos tener miedo. Los temores pertenecen a la edad de piedra. Hoy en día es ridículo dejar que te dominen. Piénsenlo: qué más da si nos perdemos. ¿Quién los espera en casa? A menos que me digan que una piscina de veinte metros, no hay mayores razones para agobiarse. En una de esas hasta conviene que no regresemos. Usted, conductor, estoy convencido que no recibe el sueldo que merece. Mande al diablo a sus jefes. Esos que lo envían al campo de batalla sin un fusil para defenderse. Ellos lo quieren muerto, escúcheme bien. Han conspirado en su contra. Lo han puesto a recorrer un camino que no conoce con la esperanza de que pierda el control en una curva y tenga una muerte dolorosa. Si quiere que escarmienten, tengo un plan: huyamos hacia el norte. Compremos algunas provisiones y recorramos el país. Seremos los reyes de la comarca. La sensación de los alrededores. Recogeremos a otros peregrinos y formaremos una comunidad que algún día aspirará a tener su propia bandera. No necesitaremos volver a salir del camión. Todo lo de allá afuera nos ha decepcionado. Puedo verlo en sus rostros. Y también en el mío cada que miro el espejo. Qué han hecho de nosotros, dios mío. Lo que no hemos merecido, eso. Se nos ha negado la gloria y encima esperan que actuemos con serenidad. Pues al carajo con ellos. Van a saber lo que es bueno…
Tengo que hacer una pausa. Noto que algo no anda bien. No veo en ellos una mirada felina. Parecen agotados e incluso asustados por lo que digo. Yo, que pretendía ser un libertador, soy tomado por un pirata por estas dos ovejas. Los comprendo. Ellos tienen vidas que defender. Quieren llegar a sus destinos. Tienen amigos, gente que los ama. Novia y esposa los esperan en algún lugar. Están contentos con lo que tienen. Irse con un lunático les supondría un riesgo que no están dispuestos a tomar. Soy el único que está libre de esas cargas. He sido relegado por la humanidad. Nadie me espera ni nadie me quiere acompañar. El abandono es una presencia permanente. No se irá por mucho que mueva las piernas. He sido un soñador que bien haría en despertar. No hay nada fantástico por hacer. La aridez es lo que hay. Tienes que acostumbrarte a ello. Los cuentos de hadas quedaron en la niñez. Lo que resta es asumir que el milagro jamás ocurrirá. Lo que sigue es una fina línea que decae hasta la tumba. Voy con ustedes, hierbas y gusanos. Espérenme, sean pacientes. No tardaré mucho más.
Cambió el tono del discurso:
—Ahora bien, si lo que quieren es regresar a sus miserables vidas, quiero decirles algo. Aunque a ustedes les sorprenda, yo no soy de por aquí, no sé muy bien cómo dirigirnos a nuestros destinos. No lloren. Lo único que sé es que hay un modo. Tenemos esperanza, es lo importante. Que ningún reptil nos la quite. Y hay que intentarlo. Si alguien tuviera la delicadeza de pasarme un mapa podría…
Cuando el sermón empezaba a carburar, una familia (hombre, mujer y dos niñas) subió al autobús. Era una señal. El cielo nos mandaba refuerzos. Mis palabras habían calado hondo en el más allá. Aquella arenga conmovió a los gigantes que dirigen los hilos del mundo. Notaron que éramos únicos. Que lo necesitábamos. Sabían que no éramos unos cualquiera. Podíamos romper el equilibrio si nos daba la gana. Merecíamos un trato especial.
El padre de familia resultó ser un especialista en expediciones. Su nombre era Rodolfo. La reencarnación directa de Américo Vespucio. Con él llegaríamos al nuevo mundo. Un aura color escarlata alumbraba su figura. De inmediato quedamos embelesados con su don de palabra. Era alguien capaz de reconocer semáforos, ubicar los puntos de llegada y de orientar con atajos propios de alguien que conoce la ciudad mejor que a su pareja.
Al fin, luego de minutos de emoción, llegamos al centro comercial. Era hora de despedirse. Les avisé que me bajaría. Ha sido un placer, le dije a nuestro salvador y procedí a darle ánimos al conductor. Ya verá que mañana domina su nueva ruta, le dije. Jamás pierda la fe en usted mismo.
Descendí por la puerta trasera a sabiendas de que difícilmente los volvería a ver.
Afuera, en el estacionamiento del lugar, un grupo de chicas platicaba. Pude escuchar sus risas y gritos. Me pregunté qué hacía ahí. Si en verdad era necesario comprar más ropa e ir a beber un café. Ya lo había hecho muchas veces sin que lo sustancial lograra cambiar. Una sensación permanecía en la boca del estómago. Un torbellino que daba una guerra sin césar. Cualquier acción distaba de apagarlo, al contrario: lo enardecía. Sentí un leve mareo. Quería irme de ahí. Miré hacia atrás, pero el autobús ya no estaba. Las únicas personas que me habían necesitado iban en él, ya a cientos de metros, ahora bajo la dirección de alguien capaz. Pronto me olvidarían. No fui otra cosa que un actor secundario en la obra. Alguien que los abandonó en cuanto tuvo ocasión para hacerlo. Ni siquiera les dije mi nombre. No me lo preguntaron. Debimos intercambiar números telefónicos para salir a pasear los fines de semana. Podría ser el nuevo ayudante de la estación. Pero había fallado. Desperdicié la gran invitación para darle sentido a mis días. Quedaba en ceros de nueva cuenta. Aquellas chicas sonrientes eran lo de menos.
Las palomas lo sabían. Caminaban en pequeños grupos a una distancia prudente de mí. Deseé tener un pedazo de pan para lanzarles migajas. El chico del barrio quiere comprar su amor, queridas aves. Quiere tenerlas a su lado, acérquense por favor.

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