Conozca al hidrogato

En los primeros días de vida el hidrogato parece un gato como cualquier otro. Sin embargo, quienes conviven con ellos pronto se dan cuenta de una diferencia: los hidrogatos no comen nada en absoluto. Ni siquiera parecen sentir entusiasmo por el jamón o el atún como los demás felinos. Simplemente no prueban bocado. De lo único que se alimentan es de agua. Beben agua y ningún otro líquido.

Al principio los dueños de este tipo de mascotas agradecen tales costumbres ya que se ahorran mucho dinero en croquetas. La desgracia llega después, cuando se revela el destino del pobre animal.

En la noche de su primer cumpleaños, el hidrogato sale de casa y empieza a llorar mientras pone la mirada fija en la luna. Llora sin parar, se le saltan lágrimas a borbotones sin que nada ni nadie lo pueda detener.

Al cabo de unos minutos, el hidrogato se desvanece. En su lugar queda tan solo un pequeño charco. Un charco que a lo lejos parece una bola de estambre.

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Edición de poemario desata conflicto ecológico y diplomático para México

La edición del poemario Mecanismos de la tierra, obra del escritor Jean Pereira, ha creado una crisis a varios niveles para México. Por una parte, en el aspecto ecológico, y por la otra, en los entornos de la diplomacia. La llegada a este aprieto se fraguó hace apenas unos meses, cuando una pequeña editorial decidió lanzar al público el debut literario del ya mencionado artista mexicano que, a sus apenas 28 años, ha causado revuelo internacional.

A simple vista el libro parece inofensivo. Cuenta con 130 páginas, medio centenar de poemas, y una portada en la que destaca la presencia de una sirena. Nadie se alteraría por un producto así, máxime si en su interior no se incluye ninguna apología al terrorismo ni se enaltecen causas vinculadas a la segregación racial. No, la mayoría de los poemas versan, como en tantos otros volúmenes, sobre los astros, las vida silvestre  y las pasiones humanas. ¿De dónde viene entonces la agitación?

Resulta ser que el poemario ha sido calificado como contaminación visual por la Liga Nacional de Protección al Ambiente (LNPA), cuyos representantes (una serie de organizaciones dedicadas a la defensa de la flora y fauna) han señalado que el contenido del libro pone en peligro la armonía estético-visual de cualquier sitio en que se exponga. La mala noticia es que el sistema de clasificación de la basura no está preparado para una anomalía de tales proporciones, por lo que una eventual eliminación de esta colección de poemas traería bastantes complicaciones. En adición a ello, el Colegio de Oculista de la Sierra Madre ha manifestado que la exposición prolongada a  los textos de Jean Pereira podrían causar daño irreversible en el primer tramo del nervio óptico, según han indicado pruebas realizadas en un conjuntos de ratones que acabaron ciegos luego de verse sometidos a dosis de ocho versos en ayunas.

Un problema extra es el de la conformación mismas de los poemarios. Amantes de la botánica insisten en que los árboles preferirían ser transformados en rollos de papel higiénico antes que acabar mancillados por una serie de estrofas cuyo movimiento deambula entre los ripios y el erotismo mal entendido. El desperdicio de recursos naturales es un asunto delicado, como señalan las normas jurídicas que se le relacionan, de ahí que la tala de árboles deba administrarse con un gran sentido de ética, evitando desperdiciar elementos que en su estado natural bien pudieron darle cobijo a una familia de ardillas.

La casa editorial Piso de Cuarta  se ha defendido bajo el supuesto de que la edición del libro consta de una tirada que no supera los mil ejemplares. Sin embargo, los especialistas afirman que basta con apenas un par de copias para derrumbar ecosistemas enteros, así como para causar daños de salud en comunidades de escasos recursos que no tiene acceso a atención especializada. Algunos voluntarios que han leído fragmentos de la obra de Jean Pereira han reportado sufrir náuseas y vómitos, así como espasmos que los impulsan a arrojarse del balcón para acabar con el suplicio.

La noticia ha dejado de ser local. Los primeros Estados en mostrar su preocupación al respecto han sido Estados Unidos, Guatemala y Belice que, al compartir frontera con México, temen que estos libros se filtren  dentro de su territorio. La cancillería mexicana ha tenido que salir al paso de las llamadas de protesta, comprometiéndose  a reforzar la seguridad en los límites del país para evitar la propagación de esta epidemia literaria que amenaza con amilanar el ya de por sí endeble  interés de los jóvenes por la lectura.

El conflicto  trasciende a cualquier barrera y orientación política. La amenaza que supone la carrera de Jean Pereira es ya tema de alarma en instancias internacionales y se prevé que se aborde el tema en la próxima Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas en la búsqueda de una salida multilateral. Por ahora ya se han tomado algunas medidas preventivas:  la traducción de Mecanismos de la tierra  está prohibida en más de 20 idiomas y media docena de autores han decidido retirarse de la escritura para no ser colegas de alguien como Jean Pereira. Del otro lado de la moneda están los oportunistas que buscan lucrar con el fenómeno:  se comenta en algunos círculos que el cineasta iraní M. Sight Chichalaman se ha asegurado ya los derechos del libro para un proyecto cinematográfico del género de horror.

No obstante, algunos voces coinciden en que el caso se ha magnificado. El antropólogo Juan Clop recalca que la situación se encuentra bajo control y ha lanzado unas palabras de tranquilidad para quienes temen a una segunda edición de Mecanismos de la tierra: «El riesgo de que eso suceda es menor, por no decir que inexistente. La industria editorial se mueve según las lógicas del mercado y la evidencia indica  que  Jean Pereira es un pobre diablo cuyas ventas se limitan a las adquisiciones de compromiso que realizan sus amistades, más  la veintena de volúmenes que ha reservado su abuela para repartir entre sus compañeras del bingo. Por lo demás, solo habría que tener cuidado ante un posible efecto de morbo, con el cual muchos curiosos podrían adquirir la obra con la intención de tentar la suerte y burlar al destino«.

En días recientes un misterio se ha sumado al festín: el desconocimiento del paradero de Jean Pereira. Nadie sabe dónde está. Decenas de periodistas se pelean por entrevistar al hombre del momento y ninguno logra dar con él. Según las últimas versiones, el joven poeta se ha exiliado en Sudamérica para alejarse del escándalo. Su familia se niega a revelar la ubicación exacta en la que se encuentra. «Mi hijo volverá, ténganlo por seguro«, se limita a decir la madre del muchacho.

El contenido de Mecanismos de la tierra queda como reflexión. Es una leyenda. Quienes lo han leído quedan trastocados de algún modo u otro. A los demás, los que evitamos el contacto, nos queda la especulación, el misterio. ¿Qué contendrá ese objeto que ha desequilibrado al ecosistema y que ha causado daños irreparables en sus lectores? Difícil saberlo. Hasta la fecha sólo se sabe de un lector que ha salido indemne de la experiencia. Se trata de un anciano nacido en Chihuahua que logró leer varias sílabas de Jean Pereira sin sufrir ningún efecto adverso. «Creo que las cataratas me protegieron. No veía muy claro, pero juro que vi unas letras. Hablaban de semillas, semillas de luz. Mencionaba a un cascabel en tus piernas«.

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Cómo han de ser las decepciones

Estoy sentado a solas en la mesa de una cafetería. Bebo de los últimos tragos de mi vaso cuando se acerca una mujer a la que conozco de vista.

—Hola, soy Mónica, ¿te acuerdas de mí?
—Sí, estabas en la casa de Víctor el otro día.

Sin avisar, la mujer se sienta junto a mí. Empieza a platicar sobre lo que hizo en el día. Acaba de salir del trabajo. Ha dado vueltas por toda la ciudad. Una jornada larga para ella. Se merece un respiro y, como hace calor, en vez de café pide una bebida refrescante. No le comento que yo ya iba de salida. Doy tragos imaginarios a un vaso al que ya no le queda casi nada. Lo único que hago es balancear las pocas gotas de café como si estuviera bebiendo de verdad. Ahora no quiero irme. Tengo una compañía agradable. Los comentarios que hace son divertidos y, desde luego, ella es muy atractiva. Pareciera que ha invertido de miles de pesos en mantener un cabello sano. Su piel, impecable. No para de sonreír. Tiene un carácter que es todo lo opuesto a lo mío. Por eso me extraña que esté ahí, que no se vaya y que siga hablando. Apenas la conozco. Aquel día, en la fiesta de Víctor, nos presentaron y luego no cruzamos palabra. Ella iba con un grupo de amigas que pronto se separaron del resto. Y ahora la tenía ahí a lado. Como si me conociera de toda la vida. Quizás esté enamorada. Quizás se haya enamorado de mí. Está flechada y este encuentro casual se ha presentado ante ella como una oportunidad milagrosa que no podía dejar escapar. O, mejor aún, quedó tan prendada que estuvo espiándome todos estos días para conocer mis hábitos: los lugares que frecuento, los horarios de rutina. Después de seguirme por horas, al fin se ha animado a acercarse. Un plan magnífico que soy incapaz de cuestionar. No le diré que me he dado cuenta. Mantendré la ilusión, el secreto. Mónica me ama y ha luchado contra viento y marea para conocerme. Lo mínimo que puedo hacer es acceder a su invitación. Asentir con la cabeza y reír ante su gracia. Merece el beneficio de la duda. Pese a que haya forzado un poco las cosas, lo más probable es que estemos destinados el uno para el otro. Saldremos por algunos meses y luego, cuando menos me lo imagine, la relación se habrá vuelto seria: estaremos ante los albores del matrimonio. Ella y yo. Enganchados para siempre. Nuestro primer hijo se llamará Víctor, en honor al jovenzuelo que tuvo a bien invitarnos a la misma fiesta sin saber que con ello daría comienzo a un cuento de amor propio de la antigua India. Estoy rebosante. Conquisté a una bella mujer con sólo estrechar su mano en una ocasión. A partir de ahora soy invencible. Nada se interpondrá entre mí y mis sueños. Oh, amor mío. Te ves tan ilusionada. No te fallaré, lo prometo.

Mónica se pone seria. Hace una pausa para darle un largo trago a su bebida.

—Ay, perdón por hablar tanto. Se me va la onda a veces. No quiero quitarte tu tiempo, sólo quería hacerte una propuesta.

Ahí viene su confesión. Dímelo, Mónica. Di lo mucho que me amas, aunque ya lo sepa.

—Sí, dime. No hay prisa.
—Mira, César… ¿sí te llamas así?
—No, no me llamo César.
—Perdón, se me fue tu nombre.
—Me llam…
—Bueno, da igual. De lo que te quiero hablar es de un proyecto en el que estoy trabajando. ¿Estás abierto a unirte a un nuevo modelo de negocios? Se trata de algo muy simple y en poco tiempo puedes ver los resultados de tu inversión.
—Los negocios no se me dan. Gasto el dinero apenas llega a mis manos.
—Ni te apures. Es normal. yo estaba como tú pero ya puedo desenvolverme en el área de los negocios sin ningún problema. Sólo necesitas tomar una capacitación muy breve que se imparte cada lunes a las nueve de la noche. Si quieres pásame tus datos para agregarte a la cartera de socios.
—No sé. La verdad no me llama la atención.
—Qué negativo, eres César. ¡Que no te dé miedo! Con nosotros puedes ganar mucho dinero.
—No me llamo Cés…
—Es súper fácil, sólo tienes que invertir una cantidad al inicio y después vas pagando una mensualidad. Al cabo de una temporada empiezas a ganar un dinerito. Tú ten confianza.
—Por ahora no estoy interesado.
—Entiendo. No tienes que decir en este mismo instante. Vamos con calma. La próxima semana podemos vernos para que me cuentes de tu decisión mientras nos tomamos un cafecito, ¿te late?
—Mañana salgo de la ciudad. En serio no puedo.
—En ese caso podemos agendarlo a distancia. Pásame tu número y tu correo y yo te pongo en contacto con el contador con el trabajamos.
—Estoy muy ocupado. Te agradezco la invitación, pero no puedo. Para qué te hago perder el tiempo. Gracias.
—¿Cuál dices que es tu número?

Abandono la cafetería y regreso a casa. Una fantasía más que se desploma ante mis ojos.

Unas semanas después soy contactado por otra joven de manera electrónica. Se llama Diana Luisa. Me ha agregado por medio de redes sociales. No la conozco de nada, pero veo que tenemos una amiga en común. Decido aceptarla. Quizás sea una compensación divina enviada por los cielos. Dios aprieta, pero no ahorca. Es un alma pura que me dará consuelo. A los pocos minutos me manda un mensaje:

—Hola. Trabajo en una pequeña empresa de marketing por internet y estamos buscando personas que quieran ganar dinero en redes sociales durante sus ratos libres, ¿te gustaría conocer más? ¿O de casualidad sabrás de alguien a quien pueda interesarle? Si te llama la atención, mándame tus datos y una persona te llamará para darte toda la asesoría correspondiente.
—No estoy interesado. Pero te deseo suerte con su proyecto. Ganar dinero es siempre una buena noticia.

La joven no responde mi mensaje. No vuelvo a saber de ella.

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Un hombre de más

—Hola.
—Hola.
—Qué gusto encontrarte, ¿cómo has estado?
—Bien.
—Llevábamos mucho tiempo sin vernos.
—Disculpa, no te ubico. ¿Nos conocemos?
—Sí, de la fiesta de fin de año. Ahí estuvimos. ¿Recuerdas?
—Eh… sí.  Fin de año.
—Esa vez me platicaste algo sobre tu tía, pero ya no supe cómo siguió.
—Bien, bien. Todo bien.
—¿Y lo del trabajo?
—Igual, bien.
—Qué casualidad toparnos de nuevo, por cierto.
—Sí, no suelo salir mucho.
—Oye, pero sí te acuerdas de mí, ¿no? Te noto raro.
—Así soy.
—Me acuerdo que eras muy alegre y platicabas mucho. Ahora estás muy serio.
—Quizás me estés confundiendo. Quizás aquel hombre que conociste no era yo.
—¿Cómo?
—Sí, tu rostro no suena de nada.
—Pero nos conocimos, me acuerdo clarito de ti.
—Pues no, la verdad es que estoy seguro que no.
—Al principio dijiste que sí. La fiesta de año nuevo.
—Estuve en una fiesta de año nuevo, pero no recuerdo que tú estuvieras ahí.
—Soy el del vaso de whisky sour. El que te pasó la rebanada de pastel.
—Lo siento, no creo haber topado nunca contigo.
—¿Y entonces cómo supe que tienes una tía?
—Todos tienen una tía.
—No, no todos. Yo no tengo ninguna tía.
—Mira, ya fue. Ve a molestar a alguien más.
—Has cambiado mucho. Una pena.
—Estoy donde siempre he estado.
—Creí que podríamos ser amigos. Creí que había algo entre nosotros.
—Me confundes o mientes. No hay más. Por favor,  déjalo así.
—Estás muy solo de cualquier forma.
—Eso da igual. Estoy bien.
—Soy la primera persona que te hace plática. Te he estado observando.
—Lo digo por última vez. Deja de molestar.
—No te quiero molestar. No te he ofendido en ningún momento. Al contrario.
—Quiero estar tranquilo, ¿sale?
—Yo te puedo ayudar.
—No, vete de aquí.
—Has tomado mucho. Llevas seis copas. Las conté.
—Te felicito. Llegarás muy lejos así.
—Me caes muy bien.
—¿Lo ves? No me conoces.
—Eres muy cerrado. No sé qué pasa contigo. Con razón estás tan abandonado.
—Y lo llevo de maravilla. No necesito abordar a desconocidos en un bar.
—Sabes… me recuerdas a un viejo amigo.
—¿Sí, a quién?
—No lo conoces.
—El patrón se repite.
—Eres un grosero.
—Aléjate, por favor. Líbrate de mi horrible presencia.
—¿Sabías que hay un nuevo circo en la ciudad? Deberíamos ir un día de estos. Tú y yo.
—Deja de perder tu tiempo, hombre. No va a funcionar.
—Tienen bailarines y acróbatas. Deberíamos ir.
—Voy a pedirle al mesero la cuenta. Eso es lo que va a pasar.
—¿Y luego? ¿En donde seguimos la fiesta?
—En ningún lado.
—Es muy triste lo tuyo.
—Sí. Muy, muy triste.
—Es temprano, cómo vas a irte así.
—No sé, se me ocurrió. Quizás deberías preguntarte por qué.
—Cómo eres… en serio. Pero sí, anda, vete ya.
—En un minuto. Tengo que ir al baño antes.
—Cuidado, casi todos están descompuestos.
—¿Vienes seguido a este bar?
—Vengo todas las noches.
—Pues nunca te había visto.
—Puede ser. Puede que digas la verdad.

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Salinger come papas fritas

Sucedió un domingo. Fui a un pequeño restaurante de la ciudad a comer, como hacen aquellos que se cansan al fin después de una semana de labores domésticas. El lugar elegido era sencillo, pequeño, de precios módicos. Un establecimiento que no suelo frecuentar. Donde el dueño no sabe mi nombre y donde encuentro un nuevo equipo de meseros en cada visita. En la ocasión que refiero ahora, tuve a bien a encontrar el local semivacío.

El panorama era más o menos el siguiente. En una mesa se hallaba una señora con su hija, a la espera de que les entregaran su pedido para llevar (lo cual ocurrió pronto) y en otra mesa un anciano, que comía a solas desde una esquina. Fuera de eso, el resto de los asientos estaban disponibles. Me senté entonces en un rincón cerca de la ventana  principal. El calor pegaba fuerte y por alguna razón las moscas decidieron invadir la zona. El sonido de su vuelo rompía con el silencio, pero ninguno de los presentes parecía quejarse ni lamentar el paso de al menos una docena de insectos. Una de ellas, una de esas moscas, descansaba sobre el salero de mi mesa. La observé por un rato, con esa fascinación que despiertan con sus patitas flacas, que frotan como si estuviera rezando. Luego fijé la vista en una de las paredes, en donde relucía montada una televisión. Se transmitía un partido de futbol entre las selecciones de Alemania y Ucrania. El volumen era mínimo, así que uno tenía que imaginar los gritos, los cánticos del estadio.

En eso llegó la mesera. Pedí un platillo corriente y regresé a lo mío. Fue ahí en donde noté que el anciano sentado en la esquina guardaba un gran parecido con cierto escritor. Y no con cualquier escritor, sino con J. D. Salinger en su periodo postrero, con cabello blanco y arrugas que en sí mismas son una manifestación. El hombre era idéntico (nariz grande, cejas alargadas, mirada profunda, ausente), salvo por la vestimenta que llevaba, no muy en sintonía con lo que se espera de un autor cumbre: tan sólo lo cubrían unos pantalones cortos color púrpura y una camiseta blanca de tirantes. El calor, como he dicho, sentaba fatal y el señor no tenía empacho en flexibilizar las normas de etiqueta. Prueba adicional eran sus sandalias, descoloridas y medio rotas, propias de alguien que sale a la calle con la misma confianza con la que anda en la intimidad de su habitación. Otro detalle que lo separaba de Salinger eran unas cicatrices extrañas que se repartían en su rostro, como si hace unas semanas hubiera sufrido una aparatosa caída, de esas que replantean en lo sucesivo el cuidado que se tiene al andar. Respecto al resto, era casi él. Un Salinger redivivo.

Cuestión aparte era su forma de comer: con desesperación, sin respeto por las posibles consecuencias que un atracón puede traer a un anciano. En aquella mesa, su mesa, se apilaban cinco platos vacíos. Lo que llegaron a contener era un misterio. El señor se concentraba ya en un tazón lleno de papas a la francesa. Las tragaba una tras otra casi sin pestañear. La tarea parecía una prioridad para él, una urgencia. No despegaba los ojos de los alimentos que reposaban enfrente. Comía y comía, despertando así la duda de si aquel recipiente tenía fondo, o si se trataba de una dotación infinita de chatarra a disposición de alguien que más bien debería estar comiendo ensaladas verdes y un poco de pescado.

A Salinger, por cierto, y me refiero al original, le encantaban las hamburguesas. Es probable que también le gustaran las papas a la francesa, la alianza entre una y otra cosa es de proporciones históricas. Una coincidencia a sumar entre ambos viejitos.

Recoge tus maletas y vuelve aquí enseguida. No echaré el cerrojo.

Nadie en el restaurante pronunciaba palabra alguna, salvo por el dueño, que atendía órdenes a domicilio desde un teléfono alámbrico. Mi comida llegó al cabo de unos minutos y procedí a llenar el estómago. También decidí enfocarme en la televisión. No quería molestar con una mirada imprudente. Debía resistir los impulsos de espía, aunque a unos metros tuviera a una réplica de uno de mis escritores preferidos. Seguí de tal modo, con un gran esfuerzo, evitando observar al tipo que me tenía cautivado. La tarea fue complicada. No pude disfrutar lo que había pedido; cada mordida era una tortura: mi mente viajaba en otra dirección. Quería abrazar a Salinger. Tocar sus manos para que su magia me invadiera. Estaba dejando escapar una oportunidad única.

A pesar de ello,  tuve éxito en el ejercicio de contención hasta que terminé con la comida, punto en el que quise darle una recompensa a mi fuerza de voluntad. Ya podía ver de nuevo al hombre. No sería raro volver a hacerlo luego de varios minutos de tregua. El riesgo de incomodarlo era asunto del pasado.

El hombre había terminado con sus papas a la francesa. Ahora miraba el partido con atención. Tenía un palillo en la boca al que movía de un lado al otro con mucho estilo. Fue ahí cuando comenzó a hablar.

—¿Quién esta jugando? —preguntó sin despegar la vista de la pantalla.
—Ucrania y Alemania —dijo el dueño del local.
—¿Quiénes son los de amarillo?
—Los ucranianos. Van perdiendo.
—Por poquito. En otros tiempos Alemania ya iría ganando 5-0.
—Sí, apenas van 1-0 y ya se va a acabar.
—Es verdad, no me había fijado. El juego está por terminar. Dígame cuánto le debo, por favor.

El dueño del local hizo la cuenta y se la entregó. El hombre pagó con un par de billetes arrugados. Mientras esperaba el cambio, cayó el segundo gol de Alemania, en el último minuto del encuentro. «Nada más dos», dijo, «nada más dos» a la vez que levantaba las cejas. Dio un suspiro y emprendió el camino de regreso a la calle. Nuestras miradas nunca se cruzaron.

Durante algún rato permanecí inmóvil, sonriendo al techo.

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Una cajetilla diaria

Fumar es perjudicial para salud. Casi todos lo saben: merma tu aspecto físico. Para los que no lo crean aquí tienen el caso de Juan, un hombre dominicano que solía dedicarse a la arquitectura. Todo iba bien con su vida hasta que un día empezó a fumar. Alguien le ofreció un cigarro en una fiesta y él aceptó por educación. A partir de ahí ya nunca se detuvo. Arrancó con dos o tres cigarrillos al día, pero pronto sintió la necesidad de más. Dio paso a la cajetilla diaria y después a consumir una docena de cigarrillos por hora. Juan pensó que nunca le pasaría nada. Pese a la advertencias y preocupaciones de su familia, continuó con el vicio. Fue entonces que su esposa lo abandonó. La señora María, harta de la peste y el humo, dejó la casa junto con los dos hijos que habían criado en pareja. A Juan no le importó demasiado. Estaba sumido en los excesos y con la ayuda de seis cajetillas se olvidó del problema. Sin embargo, al cabo de unos meses, vinieron otras desgracias. Juan empezó a perder la cabellera. Los rizos castaños se fueron hasta quedar reducidos a un pelaje que le costaba definir. Sus orejas, por otra parte, crecieron. Más del triple de lo que eran antes. Por si fuera poco, perdió estatura y su cara se llenó de arrugas. Su nariz estuvo a punto de desaparecer. Aquello era una transformación total. Y aunque Juan se angustió durante unos días, siguió con el acelerador puesto en el tabaco. Hubo, en cambio, un detalle que le extrañó en serio.  Cada que salía a la calle, la gente le regalaba plátanos. Ocurrió a partir de un lunes por la mañana sin que supiera por qué.  Los ecologistas no conocen límites, pensó. Tuvo el deseo de que lo dejaran en paz y, debido a que no es aficionado a las frutas, decidió usar las cáscaras de aquellos plátanos como ceniceros.

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El problema con el cambio

Despiertas por la mañana luego de una noche agitada. La cabeza te duele, tienes la boca seca. El sol te pega de pleno en la cara, sin piedad alguna. Te miras al espejo y te preguntas si tú eres tú. Te ves distinto a otros días. Estás ante la peor de tus versiones. Quisieras tener un bálsamo para recuperarte. Pero en la cocina no tienes ni un vaso de agua. Tampoco aspirinas. Olvidaste hacer las compras otra vez. Creíste que la vida estaba allá fuera, que podías comer y beber por siempre en las calles. Y ahora no, resulta que añoras una sopa caliente, un jugo de zanahoria. Lo que sea con tal de romper con la miseria en la que te has hundido.

Enciendes el boiler. Una ducha siempre ayuda. Lo malo: mueres de sed y no puedes esperar los treinta minutos que el agua tarda en calentarse. Aun así, necesitas estar presentable para poder ir de compras. Decides ponerte un pantalón de mezclilla, una camiseta negra y arreglarte el cabello en el espejo. El desastre permanece, pero ya es uno al que está habituado el exterior. Al menos le ganas a una calabaza. Si una mujer tuviera que decidir entre casarse contigo o una calabaza, te elegiría a ti, aunque sea  para no espantar a su madre. O eso piensas mientras sales de casa con rumbo a la tienda de la esquina. Sí, tú serías el elegido por ella.

Afuera escuchas el grito de unos niños que juegan. Sientes una palpitación en la frente. Quisieras que esos niños estuvieran en sus casas jugando póker sin reventar los oídos de nadie. Luego empiezas a temer que algún conocido te vea. Cómo podrías explicarle tu lamentable estado físico, si tanto te has esforzado siempre por lucir impecable. Esta vez ni los lentes obscuros te ayudarían a pasar desapercibido, así que caminas con cuidado, sin llamar mucho la atención.

Ya en la tienda, apuras a tomar una botella de agua mineral. También algunos jugos, galletas y un paquete de almendras para desayunar. Tus aspiraciones están en lo mínimo. No sabes cocinar nada que valga la pena. Lo único que quieres es que la jaqueca se vaya para que puedas comer en cualquier restaurante. En la caja pides unas aspirinas mientras guardan los productos en una bolsa. Te dicen el total de la cuenta. Pagas con un billete de quinientos y la mujer que tienes enfrente dice que no tiene cambio. Cómo que no tiene cambio, le dices. Se supone que en este tipo de lugares se mueve mucho el dinero. Sí, dice ella, pero ahora no tenemos cambio.

Te pregunta si traes otra forma de pago. Le dices que no. Acabas bajar de tu casa y apenas tuviste tiempo de ponerte unos pantalones. Menos ibas a traer la chequera. La cajera dice que, si gustas esperar un rato, puede ir  a cambiar el billete en un local de por ahí. Le dices que no, que así está bien. Que luego vuelves. Pese a que sabes nunca lo harás. Eres  presa de un ataque de ansiedad. No le ves el caso a nada. Estás harto de lo que te rodea, del punto al que has llegado. No quieres estar en ese lugar un minuto más. A tu edad ya no deberías tener ciertos problemas. Y sin embargo los tienes.

Aunque quieres gritar o llorar, haces lo de siempre: nada, salir de ahí y regresar a tu casa como si nada ocurriera.

Bueno, te duchas. Y sí, luces mejor. El agua se llevó algunos de tus pesares. Si no todos, al menos sí los suficientes como para que puedas afrontar las siguientes veinticuatro horas sin tirarte a llorar en el suelo. Abres el clóset, sacas la combinación de ropa  que habías ideado mientras te aplicabas el shampoo (una camisa blanca y un pantalón que hace tiempo no usabas) y pidas un taxi por teléfono. Quieres ir a un lugar donde preparen comida decente.

El taxista llega en menos de cinco minutos. Le das los buenos días, él te dice buenas tardes. Durante el trayecto no vuelvan a hablar. Te sientes mal al respecto. No es que a ti te guste tener conversaciones con desconocidos; si él te hubiera hecho plática seguramente desearías que se callara. Lo que sí es que preferirías eso a sentirte despreciado. Lo más seguro es que a él no le parezcas interesante. No eres alguien digno de sus palabras. Prefiere escuchar la música de siempre en la radio. Eres insignificante en comparación.

Por fin llegan a tu destino. Un restaurante  al que va poca gente y que tiene muy buena comida. Piensas explotar esa mina hasta que sea descubierta por otras personas. Entonces abandonarás en busca de tierras nuevas en donde haya menos ruido y menos caras humeantes.

Pagas con un billete de cien lo que indica el taxímetro: sesenta y ocho pesos. El taxista te pregunta si no traerás cambio, que él no trae nada. Le indicas que tú tampoco. Sabes que le diste un billete de cien, que no es para tanto. No exagere, le dices. Pues no tengo cambio, repite él. Dudas de sus palabras. Quizás el señor esté jugando con tu corazón, su apuesta es que, ya harto, le digas: «Tranquilo, no se preocupe. Quédese con el resto». Así que resistes. Ya no eres el mismo que hace unas horas se rindió en una tienda. Eres otro; limpio y perfumado.

De cualquier modo el taxista insiste: no traigo cambio, joven. Y le crees, porque si te pones a recordar, la verdad es que el problema del cambio ha ido en aumento durante los últimos años. Ya no es como antes donde podías pagar lo que fuera con la seguridad de que del otro lado te entregarían lo que corresponde. Ahora ya no, la traba  ocurre hasta con las bajas denominaciones. Al pagar un helado con un billete de cincuenta te expones a que te pregunten si de favor traes monedas.

En la misma línea están las máquinas que traen colgado un letrero: «no doy cambio». O lo establecimientos en donde ya de plano se niegan a recibir billetes grandes. Lamentas que por culpa de esa dinámica hayan crecido  las complicaciones para tirar volados. Nadie quiere soltar sus centavos. Hay desconfianza, se exprime hasta el máximo lo que se tiene. Piensas en eso antes de notar que, en ese pantalón que hace mucho no usabas, traes unas monedas.

Le completo sesenta y dos pesos, le dices al taxista. Y él acepta.

taxi driver

Sobre un vidrio mojado

 Estoy a punto de dormir cuando el timbre de la casa empieza a sonar. Lamento que alguien interrumpa lo que parecía ser un sueño próximo. También me preocupo. Casi nadie viene a tocar la puerta, menos por la madrugada. Además, como estoy solo, tengo que lidiar yo mismo con el problema. Dejas de ser un niño y ya no hay nadie que se encargue de hacer todo por ti. Tienes que hacer frente a las dificultades sin tener experiencia alguna. Has llegado al punto de no retorno. La vida se revela como lo que es: un campo repleto de trampas.

Todas las luces están apagadas, así que decido esperar. Quienquiera que esté allá afuera se irá si no encuentra respuesta. Tampoco sería raro que alguien hubiera tocado el timbre por accidente. Quizás haya sido un borracho. Eso es. Un borracho se ha tambaleado y no ha tenido otra alternativa que apoyarse contra el botón. Lo mejor es tranquilizarse. No es necesario abandonar la cama. Todo pasará  y volveré a hundir la cabeza sobre la almohada. Confío en que así sea. Pero entonces el timbre vuelve a sonar. Dos, tres. Cinco veces más.

Tengo que ir a revisar. Qué otra cosa podría hacer. Llamar a la policía sería ridículo. Oficial, son las tres de la mañana. Alguien toca la puerta de mi casa, ¿podría venir a abrir por mí?

Salgo de la habitación con rumbo al piso de abajo. Ahí se encuentra la sala desde donde se puede ver el exterior. Al llegar, noto que ha empezado a llover.

 Se supone que tendría que dormir para despertar fresco cuando llegue el amanecer. Lo que tengo, en cambio, es una expedición apoyada en un suelo frío que no ofrece respuestas. El timbre no para. La escena me da la razón. Siempre supe que era un error mudarse a este lugar. Pero las circunstancias te reducen las posibilidades. Tienes que aguantar lo que hay, mientras te torturas al pensar lo que podría ser.

Sigo sin prender ninguna luz. Hay que ir con cuidado. Alguien espera afuera y no quisiera ser descubierto todavía. Aun así, siento un alivio al mirar a través de la cortina que da al jardín delantero. Veo por fin a la persona que ha estado tocando. Es una anciana. Una anciana con un rebozo negro.

Y ahí está, a unos pocos metros, frente a la entrada de la casa. El montón de ropa que la cubre no alcanza a disimular la joroba que se le ha formado con el paso de los años, a la cual hace contrapeso con un bastón. En todo caso, no podría decirse que es una mujer débil ni mucho menos. Pese a su edad, percibo vitalidad en ella, manifestada en los movimientos y en la mirada. Lo compruebo al ver la manera en que toca el timbre: con severidad, como si estuviera aplastando a un insecto que le ha estropeado la existencia.

Todo lo que pienso concluye en una sensación de culpa. Tal vez se trate de una emergencia y yo tan campante. He perdido tiempo valioso. Abro entonces la puerta.

—Buenas noches —digo.
—¿Joven, podría llamar a este teléfono, por favor? —dice la anciana antes de extenderme un pedazo de papel con un número anotado.
—¿Todo bien, señora?
—Llame a ese teléfono y pregunte por José. Se lo ruego. Dígale que lo estoy esperando.

Pongo un pie en el exterior. Luego el otro. Doy un respiro para percibir el olor de la tierra húmeda. Miro hacia los lados para disfrutar de la tranquilidad de la calle vacía. Dejo que algunas gotas de lluvia caigan sobre mi cuerpo antes de volver sobre mis pasos.

—Señora, ¿se encuentra bien? ¿No prefiere que le pida un taxi?
—Llame a José, por el amor de Dios. Es importante que se apure.

Le digo que espere afuera. Cierro la puerta y enciendo una lámpara de la sala. El papel que tengo entre manos está arrugado; ha sido doblado decenas de veces. Tiene además unas pequeñas roturas. El número telefónico fue anotado con lápiz y desde entonces se ha desvanecido. Es difícil distinguir los siete dígitos que lo conforman, aunque basta esforzarse para caer en cuenta de ellos. Cinco, ocho, nueve, cero, tres, uno, dos.

Lo pienso unos segundos antes de marcar. Estoy a punto de hacerle un favor a la desconocida que ha estropeado mi sueño. No son horas para llamar a nadie, eso está claro. Temo despertar a otra víctima. Sin embargo, no veo por qué una mujer de esa edad jugaría una broma pesada o lo que sea. Su interés debe ser genuino. Me pongo en sus zapatos y acudo al teléfono con la intención de hacerle el favor. Si no lo consigo es porque del otro lado suena la operadora: el número que usted ha marcado no existe. Lo verifico y vuelvo a probar. Tampoco. De nada sirve.

Salgo de nuevo a la calle. Encuentro a la anciana de espaldas. Ella no voltea, pese a que carraspeo para llamar su atención.

—El número no existe. ¿Está segura que lo anotó bien?
—No lo anoté yo, joven. Devuélvame el papelito, si es tan amable.
—Tenga. Si hay algo más en lo que la pueda ayudar…
—No. No hay nada en lo que usted me pueda ayudar —dice ella volteando al fin para tomar el número telefónico.
—Buenas noches, entonces.
—Dios lo bendiga.

La anciana se queda de pie frente a mí. Espero a que emprenda su retirada antes de cerrar la puerta, pero como no lo hace, cierro cuando ella sigue ahí, sobre el tapete de bienvenida.

Una vez dentro, apago la lámpara que había dejado encendida. El sueño se ha ido, el cansancio permanece. Antes de volver a la cama, doy un último vistazo por la ventana. A través del vidrio mojado alcanzo a ver a la señora. Sigue en la misma posición. Dura un rato más ahí antes de guardar el papel entre sus ropas. En cuanto lo hace, empieza a dar pequeños pasos. La observo hasta que se pierde al doblar en la esquina.

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El conductor principiante

Por la mañana tomé un autobús para ir al centro comercial. Lo conducía un señor con canas, sacado de algún cabaret de los años setenta. Antes de tomar asiento noté un detalle interesante: varios pasajeros daban indicaciones en voz alta.  A la izquierda, le decían. Y luego para la derecha, agregaban. Yo me preguntaba por qué lo hacían. Parecían los directores de una orquesta. Temí estar en el transporte de un grupo religioso. El misterio terminó cuando escuché al conductor decirle a una de las mujeres que ese era su primer día en el trabajo y que necesitaba ayuda.

«Todavía no me sé bien la ruta», dijo el hombre.
«No se preocupe, nosotras le decimos cómo», dijeron las mujeres.

Era un acontecimiento no exento de belleza. Más cuando ya es raro encontrar actos de comunión entre las personas. Un tipo daba cuenta del volante mientras cinco voces femeninas lo dirigían. Aquello era una muestra de que cuando los individuos se coordinan, pueden alcanzar grandes metas. Nuestras palabras —me uní al coro— eran los ramos de aquella barca. Unidos llegaríamos a la tierra prometida en donde celebraríamos con besos y con abrazos.

Por desgracia el trayecto se complicó. Las mujeres expertas en dar órdenes se bajaron en una de las paradas y dentro nada más quedamos el chofer, un chico de unos quince años y yo. Las miradas entonces se dirigieron a mí. Estaba destinado a tomar el relevo de la misión. A sus órdenes, comandante, parecían decirme. Pero yo no sabía nada. Desconozco el nombre de calles y direcciones. Soy ignorante en casi todas las materias que se puedan imaginar. Lo único que tengo claro es que debo respirar cada tres segundos.

Estaba fuera de mi elemento. Y la responsabilidad era mía. Era el hombre del lugar. El trabajo de alguien necesitaba de mi colaboración. También aquel chico que debía llegar pronto a su hogar. Su madre seguro que ya estaba preocupada:

«Luisito debió llegar hace media hora. Algún delincuente lo habrá interceptado», pensaría ella.

Todo estaba en mis manos. Podía ser el héroe de la jornada o permanecer condenado a la normalidad. Había que tomar el tren en marcha. Era la última oportunidad que tenía para alcanzar el firmamento. Si lográbamos librar la batalla, apareceríamos al otro día en los periódicos.

Joven de 25 años ayuda a un conductor que se perdía en medio del tránsito. Los perros guía de la ciudad se reúnen para rendirle un homenaje.

De algún modo hay que ganarse una estatua de cobre en la ciudad. A las adversidades las tomas del cuello y les das una patada que las saque volando por la ventana. Vendrán los aplausos. Habrás ganado el estatus de leyenda luego de emplear unos pequeños minutos de tu tiempo. Así de sencillo es.

Le pedí al conductor que se detuviera. Obedeció sin miramientos. Era obvio que sentía admiración por mí. Su futuro dependía de lo que yo dijera.  Se orilló en las cercanías de un hotel, uno en donde nunca hay huéspedes y que se mantienen gracias a las hojas verdes que le entran por las desagüe.  Ahí estacionados, en medio de la alta temperatura,  procedí a darles un mensaje.

—Escuchen. Ustedes y yo somos perfectos extraños. Hasta hace un rato nuestras existencias volaban hacia distintas montañas. Pero la vida nos ha puesto un reto que debemos resolver. Hay que ser fuertes. No podemos tener miedo. Los temores pertenecen a la edad de piedra. Hoy en día es ridículo dejar que te dominen. Piénsenlo: qué más da si nos perdemos. ¿Quién los espera en casa? A menos que me digan que una piscina de veinte metros, no hay mayores razones para agobiarse. En una de esas hasta conviene que no regresemos. Usted, conductor, estoy convencido que no recibe el sueldo que merece. Mande al diablo a sus jefes. Esos que lo envían al campo de batalla sin un fusil para defenderse. Ellos lo quieren muerto, escúcheme bien. Han conspirado en su contra. Lo han puesto a recorrer un camino que no conoce con la esperanza de que pierda el control en una curva y tenga una muerte dolorosa. Si quiere que escarmienten, tengo un plan: huyamos hacia el norte. Compremos algunas provisiones y recorramos el país. Seremos los reyes de la comarca. La sensación de los alrededores. Recogeremos a otros peregrinos y formaremos una comunidad que algún día aspirará a tener su propia bandera. No necesitaremos volver a salir del camión. Todo lo de allá afuera nos ha decepcionado. Puedo verlo en sus rostros. Y también en el mío cada que miro el espejo. Qué han hecho de nosotros, dios mío. Lo que no hemos merecido, eso. Se nos ha negado la gloria y encima esperan que actuemos con serenidad. Pues al carajo con ellos. Van a saber lo que es bueno…

Tengo que hacer una pausa. Noto que algo no anda bien. No veo en ellos una mirada felina. Parecen agotados e incluso asustados por lo que digo. Yo, que pretendía ser un libertador, soy tomado por un pirata por estas dos ovejas. Los comprendo. Ellos tienen vidas que defender. Quieren llegar a sus destinos. Tienen amigos, gente que los ama. Novia y esposa los esperan en algún lugar. Están contentos con lo que tienen. Irse con un lunático les supondría un riesgo que no están dispuestos a tomar. Soy el único que está libre de esas cargas. He sido relegado por la humanidad. Nadie me espera ni nadie me quiere acompañar. El abandono es una presencia permanente. No se irá por mucho que mueva las piernas. He sido un soñador que bien haría en despertar. No hay nada fantástico por hacer. La aridez es lo que hay. Tienes que acostumbrarte a ello. Los cuentos de hadas quedaron en la niñez. Lo que resta es asumir que el milagro jamás ocurrirá. Lo que sigue es una fina línea que decae hasta la tumba. Voy con ustedes, hierbas y gusanos. Espérenme, sean pacientes. No tardaré mucho más.

Cambió el tono del discurso:

—Ahora bien, si lo que quieren es regresar a sus miserables vidas, quiero decirles algo. Aunque a ustedes les sorprenda, yo no soy de por aquí, no sé muy bien cómo dirigirnos a nuestros destinos. No lloren.  Lo único que sé es que hay un modo. Tenemos esperanza, es lo importante. Que ningún reptil nos la quite. Y hay que intentarlo. Si alguien tuviera la delicadeza de pasarme un mapa podría…

Cuando el sermón empezaba a carburar, una familia (hombre, mujer y dos niñas) subió al autobús. Era una señal. El cielo nos mandaba refuerzos. Mis palabras habían calado hondo en el más allá. Aquella arenga conmovió a los gigantes que dirigen los hilos del mundo. Notaron que éramos únicos. Que lo necesitábamos. Sabían que no éramos unos cualquiera. Podíamos romper el equilibrio si nos daba la gana. Merecíamos un trato especial.

El padre de familia resultó ser un especialista en expediciones. Su nombre era Rodolfo.  La reencarnación directa de Américo Vespucio. Con él llegaríamos al nuevo mundo. Un aura color escarlata alumbraba su figura. De inmediato quedamos embelesados con su don de palabra. Era alguien capaz de reconocer semáforos, ubicar los puntos de llegada y de orientar con atajos propios de alguien que conoce la ciudad mejor que a su pareja.

Al fin, luego de minutos de emoción, llegamos al centro comercial. Era hora de despedirse. Les avisé que me bajaría. Ha sido un placer, le dije a nuestro salvador y procedí a darle ánimos al conductor. Ya verá que mañana domina su nueva ruta, le dije. Jamás pierda la fe en usted mismo.

Descendí por la puerta trasera a sabiendas de que difícilmente los volvería a ver.

Afuera, en el estacionamiento del lugar, un grupo de chicas platicaba. Pude escuchar sus risas y gritos. Me pregunté qué hacía ahí. Si en verdad era necesario comprar más ropa e ir a beber un café. Ya lo había hecho muchas veces sin que lo sustancial lograra cambiar. Una sensación permanecía en la boca del estómago. Un torbellino que daba una guerra sin césar. Cualquier acción distaba de apagarlo, al contrario: lo enardecía. Sentí un leve mareo. Quería irme de ahí. Miré hacia atrás, pero el autobús ya no estaba. Las únicas personas que me habían necesitado iban en él, ya a cientos de metros, ahora bajo la dirección de alguien capaz. Pronto me olvidarían. No fui otra cosa que un actor secundario en la obra. Alguien que los abandonó en cuanto tuvo ocasión para hacerlo. Ni siquiera les dije mi nombre. No me lo preguntaron. Debimos intercambiar números telefónicos para salir a pasear los fines de semana. Podría ser el nuevo ayudante de la estación. Pero había fallado. Desperdicié la gran invitación para darle sentido a mis días. Quedaba en ceros de nueva cuenta. Aquellas chicas sonrientes eran lo de menos.

Las palomas lo sabían. Caminaban en pequeños grupos a una distancia prudente de mí. Deseé tener un pedazo de pan para lanzarles migajas. El chico del barrio quiere comprar su amor, queridas aves. Quiere tenerlas a su lado, acérquense por favor.

autobús

Cuerpo suicida

El otro día descubrí que mi cuerpo quiere morir.

No lo culpo. Estos años han tenido demasiados puntos bajos. El retiro es una opción a considerar. Hasta ahí lo admito. Lo que me molesta es que en vez de seguir el ejemplo de otros cuerpos que optan por la muerte lenta y dolorosa que es la vida, el que tengo ha optado por un fin abrupto. Parece que le urge dejar de funcionar. No se lleva bien con la mente. Ahora mismo tengo complicaciones para que los dedos obedezcan la orden de escribir. Necesito pensar en leves amenazas con tal de que el cuerpo escarmiente. Ya le he dado el aviso a los dedos de que, si no obedecen, iré con la estilista para que pinte sus uñas de color púrpura para que sean la burla de los vecinos. Es cierto que el escarnio público también lo sufriría yo, el cerebro, que a fin de cuentas soy el encargado del departamento de pensamientos, pero en esta época de tensiones, no queda otra que recurrir a estas medidas para mantener el orden. A fin de cuentas la supervivencia está en juego. Yo no quisiera morir. Aburrirse es una actividad fascinante en comparación a la nada.

La situación llegó al límite ayer por la tarde mientras escuchaba música.  En determinado momento noté una curiosa anomalía en el ambiente: no estaba respirando. Sin previo aviso, nariz, bronquios y pulmones se coordinaron para dejar de oxigenar. Al cabo de unos segundos, dejé de pensar con sensatez. Un último momento de lucidez permitió que negociara con los rebeldes del aparato respiratorio: “Dejen que entre aire. Prometo llevarlos al campo y agendar la visita a un spa”. Un par de segundos después, sentí un alivio. De nuevo podía inhalar y exhalar.

Un antecedente similar tuvo lugar hace unas semanas. Era de madrugada. Luego de varias horas a la espera de que un milagro iluminara el paisaje, decidí que lo mejor era dormir. Lo conseguí después de media hora de intentos. La recompensa fue una pesadilla de ochenta megatones. Yo, en una isla desierta, era golpeado por una horda de enfurecidas olas decididas a acabar conmigo. En medio de un susto, desperté. Lo que vino fue peor. Apenas abrí los ojos, descubrí que mis manos estaban ahorcando  a mi propio cuello.

Le ordené a las manos que se detuvieran, pero no obedecieron. A cada segundo la sensación en el cuello empeoraba. En el espejo de la habitación vi que me ponía morado. No tardaría mucho en morir. El autoatentado se acercaba al éxito. Tomé una decisión: ya que las piernas no eran las agresoras en ese instante, corrí hasta las escaleras y me arrojé para rodar sobre ellas. Caí hasta la puerta principal de la casa. En un acto de reflejo los brazos dejaron el cuello para proteger a sus amigos abdomen y espalda. El fuerte dolor corporal era lo de menos, lo importante fue que no terminé en un cubículo reservado en la morgue.

Las ofensivas son repentinas y varían de estrategia. Desde esa vez, no he vuelto a ser atacado por los brazos. Sin embargo, estuvo el ya mencionado incidente del sistema respiratorio y el día en que los dientes se negaron a masticar bien una albóndiga que estuvo cerca de provocar que me ahogara.

Todas mis actividades están ahora cubiertas por una capa de precaución. Apenas hace unos minutos tuve que rechazar una invitación a la playa. Tendremos muchas mujeres y bebida,  me dijo un amigo. Lo siento, tengo unas piernas en huelga que se niegan a nadar, le respondí. Y se enojó. Me dijo que si no quería ir, fuera sincero en vez de humillarme con ese tipo de pretextos. Fingí que mentía. Tienes razón —le dije—, tengo gripa y estoy sin ganas de salir. Diviértanse con esas horribles mujeres en traje de baño y no olviden estropearse el organismo con la comida y el alcohol.

Al colgar sentí un golpe en el pecho.

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Publicado originalmente en Imagen Médica.