Aunque seamos proclives a tener una baja concepción de nosotros mismos, hay circunstancias límite que nos hacen caer en cuenta de nuestro sentido de eternidad. Así aparecía apuntado en una entrada de los cuadernos de Albert Camus a mediados de los años treinta. Una nota inspirada por el filósofo Jean Grenier, uno de los maestros del autor de El extranjero que por entonces era un joven de apenas veintipocos años de edad. De acuerdo con dicho texto, la enfermedad, la pobreza y la soledad empujan a una especie de iluminación interna.
Pensemos en las crisis. Tan difíciles como son, ofrecen una recompensa: la de forzar cambios que, por algún u otro motivo, habíamos aletargado. Estos cambios pueden ser de distinto tipo. Quizá el más importante sea el de actitud.
En la misma entrada, Camus rescató la idea de Grenier sobre los últimos bastiones. Los rincones de nosotros mismos que son irrenunciables y en los que hay que guarecerse cuando el mundo se hunde.
Si la lluvia llega y su inclemencia se prolonga por uno, dos, veinte, quinientos días, surge la tentación de desfallecer. Qué puede hacer uno contra el universo que se conjura, el que no deja desayunar a gusto. Queda resignarse, parece. El mal ha machacado todo a su paso. El panorama abruma al pobre individuo que desde un rincón había hecho lo que le correspondía. Cumplió con la parte que le tocaba. Y no fue suficiente.
Viene la desilusión. Se supone que si uno actúa de tal o cual modo, le corresponde determinado resultado. Pues no, uno se entera que hay decenas de variables que nos trascienden y que los chascos son la norma en algunas temporadas que se empeñan en dejar una marca de obscuridad.
El júbilo se viene abajo. Pronto la sonrisa torna a puchero y el brillo en la mirada es eclipsado hasta volverse ojera. Es triste ver a soldados caídos que tenían las mejores intenciones hasta que la vida les amargó. Pero es aquí donde ellos y todos debemos aprender la lección: a no tirar la toalla y a permanecer en la pelea.
Cuando las decepciones se acumulan, algunas personas se ven tentadas a la autoconmiseración. Le agarran el gusto al drama o a andar de víctimas. La consecuencia es fatal. Uno se rinde con cada lamento gratuito. Se posterga la recuperación. Es torpe creer que la pataleta será atendida por el cosmos. Pensar que el sufrimiento traerá piedad del universo. Uno después se entera que no. Si acaso uno obtiene algo de lástima y consuelo entre el público, lo cual no basta para recuperarse. Peor, corres el riesgo de volverte un patético espectáculo.
No está mal tener momentos de debacle y vivirlos en todo esplendor. Es parte del proceso. Y hay que pedir ayuda si lo necesitamos. Hundirse en uno mismo no trae nada bueno. Hablo de otro asunto. Al error que supone quedarse ahí, tirado en el chapoteadero; conformarse con el papel de un derrotado, cuando más bien hay que sacar la casta y levantar la cabeza.
De nada hay garantía y alzarse en lucha tampoco asegura que la fortuna llegará de inmediato. Ojalá fuera así. Lo que sí es que aumenta las probabilidades de la remontada. Y aunque esta no llegue, esforzarse al menos otorga una dignidad ante uno mismo. Un estatus mejor que el de un renacuajo que lloriquea para llamar la atención.
Los periodos críticos brindan una oportunidad para que aflore lo más excepcional de nosotros. Hablo desde luego quienes están en plenitud de facultades y que pueden hacerlo. Hay aspectos de profundidad patológica que necesitan acompañamiento profesional. Aunque, hay que decir, para ello también es necesario dar ese paso adelante, admitir que el asunto nos rebasa y darse la oportunidad de remediarlo con la ayuda de un especialista.
Quien, por otro lado, tenga margen de maniobra, quien aún pueda valerse por sí mismo, que lo haga. Y pronto. Hay que intentar apañárselas, al menos. En algún punto te darás cuenta que estabas en el suelo por creer que no quedaba de otra… y luego descubres que no era tanto así. Que la última llama viva dentro de ti es suficiente para hacer BUM. Con el ojo morado, la nariz rota y ya sin nadie a tu lado, puedes tener la determinación de Rocky Balboa y gritarle a la desgracia que aún no has escuchado la campana.
O recuerda lo que decía otro viejo sabio:
[…] un ángel que se encuentra detrás de ti. Si alguna vez te hieren y sientes que vas a caer, este ángel te susurrará en el oído; te dirá… ¡DE PIE, HIJO DE PERRA! Porque Mickey te ama.
