La gente de las mañanas

Cuando era niño, sentía fascinación por la gente de las mañanas. Esas personas que veía en la calle en horarios que supuestamente eran laborales. Para encontrarme con ellos tenía que enfermarme y faltar a la escuela, claro. Un miércoles, por ejemplo, en ese periodo entre las 9 a. m. y 1 p.m. cuando la atmósfera es tan distinta fuera del aula (ver la tele en vez de ir a clases era un placer de cinco estrellas, especialmente por los programas de revista).

El hallazgo llegaba cuando salía a la esquina o acompañaba a mi madre al supermercado. Ahí los topaba: los adultos que habían vencido al sistema. Al menos esa era la impresión que tenía de aquellos que desayunaban en un puesto de tacos o leían el periódico en vez de rellenar una hoja de cálculo desde el escritorio. ¡Qué admirable es, señor, quiero ser como usted cuando crezca! Los más destacados eran los que fumaban cigarrillos, los que jugaban dominó o los que tomaban café a pequeños sorbos. Cualquier cosa menos trabajar. El cinismo resonaba en la cuadra.

Ese grupo selecto representaba la gloria en contraposición al fastidio de los hombres de acción, los energúmenos que se enorgullecen de estar ocupados todo el tiempo, intercalando llamadas telefónicas con correcciones de documentos que nadie notará en Marte. Cada vez que entero de ellos me dan ganas de ir a la cama y encender una vela aromática en el buró. Revindiquemos la vida contemplativa. Quien es incapaz de estar a gusto sin hacer nada debería revisar sus prioridades y atender el desajuste interior que le conduce al movimiento.

Con el paso de los años, mi perspectiva sobre las personas de las mañanas cambió. Al convertirme en adulto, y estar del otro lado, comprendí que aquello no siempre era un destino luminoso como el que vislumbraba de niño. Muchos de los hijos de la mañana no eran rebeldes del sistema, sino desplazados; lejos de ser vencedores, eran proscritos. Gente desempleada y con angustias financieras. Perfiles que no encajan en una sociedad maldita que valora cualidades con las que ellos no cuentan, como si con las demás características fuera todo color de rosa.

Entre ellos también se encuentran los que ha renunciado a las ocupaciones no por gusto, sino por una obligación mayor. Cuidar a un familiar enfermo o estar al pendiente de un anciano en casa. De niño ignoraba que esos individuos solo se están dando un respiro antes de volver a sus propios problemas. Esta categoría poblacional, la matinal, es la de seres a la expectativa. Días de responsabilidad con la esperanza de que algo ocurra, que algo mejore. Ante la falta de buenas noticias queda la resignación.

Peor aún es lo que ocurre con quienes están incapacitados. Aquellos que han sido afectados en carne propia por algún padecimiento que los tiene fuera de la jugada cuando quisieran estar ahí, en donde las cosas aburridas suceden a gran escala. Aspiran a ser el empleado del mes, el recluta que recibe como premio la exhibición en una pared cuyas imperfecciones requieren ser tapadas por un retrato.

Sí, quienes son excluidos de la cotidianidad laboral tienden a sospechar que se pierden de un vergel al que no fueron invitados. Cuando ven la cara de quienes están ahí, no lo comprenden. Son tipos que ni fu ni fa. Cómo es que ellos pueden y yo no, se preguntan. Su autoestima es trastocada. Al caminar al lado de los edificios pensarán que hay bombo y platillo en las oficinas, o cuando menos prácticas que ellos nunca conocerán. La sensación de perderse eventos que valdría la pena experimentar, sin saber que aquellos que están adentro añoran ser aquel puntito en el asfalto que parece caminar sin ninguna presión.

Es un efecto común: de lejos todas las vidas parecen mejor de lo que realmente son. Es difícil detectar las insatisfacciones en la superficie. De ambos lados existe una resistencia a expresar lo penoso que es estar donde estamos. Necesitamos ser sinceros con el otro para consolarnos mutuamente. Hey, no te pierdes de nada, esto es un asco, diría uno. Tú tampoco, esto es horrible, diría el otro. Al cabo de una charla comprenderían que siempre habrá una excusa para la tristeza y que acaso la salvación esté en la actitud, adoptar una postura estoica o volverse un simulador.

Por su puesto, también están los afortunados. Los que no tienen que de trabajar y que pueden deambular por el parque sin prisas ni remordimiento. Contentos ir a su propio ritmo, conscientes de que el esfuerzo es solo para los necesitados. Se consideran distinguidos al no requerir las mismas piruetas que la chusma. Pasear al perro es su gran responsabilidad cada jornada.

La única calamidad que les corresponde a estos últimos es un posible aburrimiento; pero incluso así, son personas que pueden sentirse contentas. Bendecido: alguien que en un lunes cualquiera puede desayunar sin mirar el reloj. Además, si hay holgura económica suficiente, hay un santo remedio contra el hastío: hacer las maletas y tomar un avión a cualquier lugar que el pulgar señale en el globo terráqueo.

Que todos los que pertenecen al mundo de las mañanas alcancen este punto para así dejar de dar impresiones distorsionadas a los niños.

Anuncio publicitario

Un ladrón honrado

Hace tiempo salió en las noticias. Un hombre de 54 años detenido por robar productos de una tienda de conveniencia en Torreón, Coahuila. Visto así, el suceso era como tantos otros. La diferencia estribaba en la candidez del señor. El crimen de marras no fue violento ni descalcó a nadie. El botín consistió en una cerveza de 1,2 litros, tres bolsas de frituras y un jugo de tomate con almeja. De ahí un operativo que concluyó con la captura del pobre diablo y su exhibición en redes. La Dirección de Seguridad Pública Municipal de Torreón le puso esposas y le tomó una foto junto a su tesoro frustrado.

Aquello fue, claro, una sobrerreacción, un despropósito. Ese buen hombre seleccionó artículos que evidenciaban una nobleza pocas veces vista en estos tiempos. Puesto ya a robar, bien pudo retacar sus bolsillos de más productos. Nada le hubiera costado sumar un dip de cebolla francesa, unos chocolates con nuez o un frasco de café a sus bolsillos. O incluir otra cerveza. O uno de esos whiskies enlatados con coca. Lo evitó. Fue contenido y prudente. No quiso dar mayores molestias ni pasar por un encajoso. En una noche calurosa, simplemente buscó refrescarse con una michelada. Quizá disfrutar de una película con un poco de botana. Hay que ser un insensible para condenar a alguien así. Uno di noi.

Más que ensañarse a él, habría que cuestionar un sistema que impide a las personas acceder a bienes de primera necesidad y que hace mella de los aventureros. La inquina de las autoridades y los medios contra dicho personaje da cuenta de quienes pretenden purificarse a través de la denigración del otro. Y muestra cómo la falta de criterio se ha institucionalizado. El incidente debió zanjarse de otra forma. «Don Miguel, se pasó y tuvimos que detenerlo», debieron decirle los policías. «Para la otra mejor avise y le invitamos unas frías. Pero ya no dé lata, que para la otra sí tendremos que proceder. Ya váyase, todavía alcanza a ver el partido».

Al leer la noticia fue inevitable recordar Los ladrones somos gente honrada, una de las piezas teatrales más famosas del gran Enrique Jardiel Poncela. En ella, un ladrón se enamora de una mujer que habita la casa que pretendía robar. Esto lo conduce a abortar la misión y a dejar el gremio de la pillería para casarse con quien le ha flechado. En el resto de la obra, la interacción de sus viejas amistades con sus nuevos círculos revela lo arbitrarias que son las percepciones sobre la moralidad ajena. Con frecuencia, personas de prestigio son igual o más sucias que los granujas de medio pelo que al menos tienen la decencia de asumir su condición faltosa.

Con lo anterior, claro, no hago apología del delito. Probablemente yo habría montado en colera si don Mario me hubiera robado lo que fuera, así se tratara de una corcholata. Lo detestaría. Tan solo pongo en perspectiva que hay una podredumbre superior que se va de rositas y que existe un desajuste en la manera en que se juzga en sociedad. Atrocidades mayores vienen de gente que aparece sonriente en la televisión, con la desfachatez de pretender la conducción de nuestras vidas. Políticos, funcionarios, marrulleros que saben cómo hackear el sistema en su favor. Aplaudidos por sus propias víctimas que no se dan por enteradas.

Aquellos que quieren lastimarte trabajan dentro del marco de la ley, decía un poeta británico. Criminales educados para hincar el diente conforme al reglamento. La desfachatez de gobernantes que dilapidan dinero público, por ejemplo; los que provocan desabasto de medicamentos sin inmutarse. Bob Dylan cantó alguna vez que para vivir fuera de la ley debes ser honesto. Como Virgil Starkwell en Take the Money and Run (1969) que atraca un banco con toda la pena del mundo, aclarando las dudas de los empleados de ventanilla. Con paciencia y sin agredirlos. «Por favor, tengo prisa», les dice, «necesito los 50 mil dólares». Pero entiende cuando le indican que debe hablar con el gerente para que el trámite proceda. De modo que va y le explica. Un tipo íntegro.

Peso Pluma o bailar al son que marque el algoritmo

El éxito abrupto de Peso Pluma levanta un rastro de suspicacia. En otros tiempos se requería de trabajo sostenido pare llegar a los grandes planos, o tener un padrino poderoso o que una concatenación de circunstancias obrara el milagro. Actualmente basta con la alineación del algoritmo, el favor de la industria que bendice a las figuras que se adaptan a sus designios. Lo sabrá quien, de un día para otro, vea inundadas sus redes con recomendaciones no pedidas que algún inocente considerará un hallazgo… igual que otras tantas millones de personas. El truco que ocurre con agendas políticas y causas espontáneas que se instalan en el colectivo mediante una sofisticada ingeniería social.

Videos, reels: Peso Pluma llora en concierto. Peso Pluma dedica unas palabras a su mamá. Peso Pluma agradece regalos de sus fans. Miles de visualizaciones y compartidos. Comentarios de sorna, muchos otros de elogio. Al fin alguien auténtico. Me gusta, es humilde; la está rompiendo del otro lado, qué orgullo; poniendo en alto el nombre de México, cabrones. Dicen, como si el muchacho estuviera recuperando Texas.

En la radio y la televisión surgieron los principales intentos de alinear las preferencias de la masa. Sobre todo en el siglo XX, cuando había pocas estaciones y canales. En principio, internet vino a dispersar los gustos. La facilidad para distribuir y producir música dejó nicho para todo. Llegó la proliferación de artistas y tantos subgéneros como peces en el río. Hay opciones para cualquiera. ¿Rap evangélico con reminiscencias simpsonianas? Lo tienes ahí al lado de la folkatrónica kawai.

No obstante, esto tenía que acabar. Las grandes corporaciones se han esforzado por reunificar a la audiencia por medio de las plataformas digitales. Las tendencias, las cadenas virales que llevan al nutriólogo a bailar para explicar una receta y a un contador para explicar cómo hacer tu declaración anual. Todos funcionales a lo que marcan las sugerencias, lo que está en boga. Lo que permita que tu ridículo tenga también un mayor alcance. Así se han formado las nuevas hegemonías del pop.

La impostada mexicaneidad de Peso Pluma se queda en la misma superficialidad de sus canciones y videos. Es un ornamentro como las botellas de Dom Pérignon colocadas en un desorden sumamente cuidado en la escenografía, igual que las bolsas con droga y las armas que intentan darle el aura de malote que el cutis de adolescente no da. El rostro de quien no ha padecido las consecuencias de aquello que escribe como travesura (si quisiera dárselas de valiente debería ir al Colegio Militar. No aguantaría un día). El nacionalismo, oh, queda validado por Estados Unidos, la máxima aspiración. Aparecer en sus listas de popularidad y los programas estelares. Y ya, hasta ahí queda la bravata tricolor.

Su vertiente de corrido tumbado no es subversiva o antisistema por mucho que recurra a la estética edgy de la ilegalidad, sino perfectamente asumible para las empresas, los políticos y los programas de chismes (Peso Pluma bien podría interpretar a un sobrino de la Pelangocha en un sitcom de Jorge Ortiz de Pinedo). Lejos de ser rupturista, es una variación del espíritu de la época. Está repleto de líneas análogas con otros tantos de su estirpe. Ella perrea sola / Ella baila sola. Las camionetas llevan clavo, pura metralleta / Tacomas blindadas, bien rugen el motor. Le gusta el perreo y bailar de cerca. Me encanta cuando bellaquea / Una gatita que le gusta el mambo, con todos los malos sale a bellaquear.


Peso Pluma está más cerca de Arcángel, Rauw Alejandro y Kodak Black que de los Cadetes de Linares y Chalino Sánchez. Hace falta sensibilidad para escribir “Es inútil” y “Me persigue tu sombra”, no ser un artista de la presunción que bebe de la fuente protestante más que de la tradición hispanoamericana. Hasta la fecha carece de los atributos que caracterizan justamente a los grandes compositores mexicanos que tiran de la soledad y el abandono, el carácter psíquico nacional aludido por Samuel Ramos: la autodenigración entremezclada con el sentido de inferioridad (de la que nace la contradicción de la vanagloria). Peso Pluma, en cambio, es indistinguible de decenas de artistas en otros idiomas y disfraces, al cabo dependientes del bling, la pandilla de edecanes y la ostentación. De ahí la compatibilidad de caracteres con lo que Jimmy Fallon pone cualquier otro día.

Al comparar las fiestas retratadas en los videos de, digamos, “Ella baila sola” y “Cómo me duele” de Valentín Elizalde queda claro el imaginario de uno y otro. Peso Pluma reivindica lo mexicano en la medida que le trae aplausos, pero su ideal se aproxima al de otras latitudes. Un subproducto cultural válido y previsible en un país tan complejo e interconectado con EE. UU. como el nuestro. Pero por lo mismo sería absurdo tomarlo como estandarte de la tradición mexicana. Puedes imaginar los ojos de pistola que José Alfredo, hinchado y rojo de la cara, le tiraría al muchacho caguengue en una cantina de Dolores, Hidalgo.

Las críticas a Peso Pluma han sido contrarrestadas con acusaciones de clasismo, el manual de víctima enfundada en Burberry y el mal gusto de Hublot. Otra es que los ataques corresponden a la incomprensión propia de gente gagá que ya fue. Quizá. Quizá sea mejor estar lejos de letristas tan poco dotados que en vez de decir “Los paquetes van bien forrados”, tienen que recurrir a la malformación para forzar la rima “Y bien forrados los paquetes van”. Toda una carrera así. “De todo ya pasé” en lugar de “Ya pasé de todo”. “Con un buen cigarro me relajo yo” en vez de “Me relajo con un buen cigarro”, porque la mente no da para más. Música simpática y con algún acierto, mercancía auspiciada por el establishment. No me la vendan como mucho más.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 3 de mayo de 2023.

La mujer en la playa

Encontrarás una mujer especial cada que vayas a la playa. Cualquiera que vacacione en la costa sabrá a lo que me refiero. Esa emperatriz temporal que atrae la primera mirada cuando instalas tus cacharros en el suelo. Siempre hay una. No es la más exuberante ni la más provocativa. Es… solo Dios sabe. La que resalta entre todas, una que está aparte, que no parece de este mismo plano, sino de otro, uno en el que quisieras estar y que ella sugiere a distancia.

Nadie la ve llegar. Simplemente está ahí y sin venir a cuento se vuelve el epicentro de la bahía. Tal vez vino del agua. El sol pega a los lazy sunbathers que han embadurnado sus cuerpos de bloqueador. Que siga el guateque, entonces. En última instancia estarías dispuesto a morir tostado por la chica de Ipanema. La damisela que pasa y sin darse cuenta llena el mundo de gracia y lo pone más bello a base de amor. Hay que escuchar a Jobim.

Generalmente está sola o con un amiga (una nada más). Tiene por costumbre el silencio: apenas emite sonidos y es mejor no perturbarla. Indiferente a todo lo que le rodea, rinde un servicio cósmico desde la quietud. Toma el sol para preservar su belleza, recarga ahí lo que necesita sin recurrir a cervezas de lata ni a coctelería. Es de una clase especial.

Viene de lejos, o eso aparenta. De una latitud en donde has imaginado una vida mejor. Aquel pueblo de calles empedradas al que te prometes ir algún día, pero al que nunca vas y que ni siquiera sabes cómo se llama, aunque has soñado con enamorarte en sus rincones y jamás volver a la subsistencia de cubículo.

Es ella, la mujer de la playa, la que miras de reojo mientras acomodas la sombrilla. El traje de baño le sienta como guante y sus largas piernas apuntan a la meta. Se mueve poco, es una escultura del performance alternativo, hasta que hace el favor de ponerse de pie para introducirse en el mar. Las olas se contienen por un rato, no quieren alejarla.

Bajo el disimulo de las gafas obscuras le echas un vistazo sin pretender fastidiar, como cuando un ave se planta en la terraza del hotel a la hora del desayuno y te mueves lo menos posible con la esperanza de que así la criatura permanezca unos segundos más a tu lado. La escena natural es la recompensa de quienes son pacientes. No puedes manchar la estampa con la ordinariez que te empieza a brotar. El magnetismo dista de ser meramente físico o sexual; hay más bien una fascinación ante la ventura y lo divino.

Pocas imágenes compiten con una mujer que sale del mar. Sobre todo en ese momento en el que desliza las manos por su cabeza para echar su cabello hacia atrás. Por algo Paul Valéry veía ahí el templo de Minerva.

Sal, Venus de las profundidades, y deja que las gotas que caen de tu cuerpo bendigan la tierra y alivien las penurias que la modernidad ha causado al separarnos de lo importante.

Al volver al camastro la amazona prepara su retirada. Parece no caer en cuenta del maremoto que ha ocasionado en quienes la rodean. O no le importa. A su partida dejará un reino de huérfanos. Antes de irse muestra al fin un rastro de arraigo terrenal: carraspea, acomoda el calzón del bikini, le da un trago a la botella de agua escharchada de arena.

Cuando ya se ha ido todo es más triste. Echas de menos el encanto femenino que los moluscos jamás habrán de igualar.

Miras al horizonte de vuelta. Atardece, que no es poco. Así que guarda la calma y contén la baba de la melancolía. Cada que visites la playa volverás a ver una de ellas. Otra mujer de la playa.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 10 de abril de 2023.

Resistir ante la crisis: lecciones de Albert Camus y Rocky Balboa

Aunque seamos proclives a tener una baja concepción de nosotros mismos, hay circunstancias límite que nos hacen caer en cuenta de nuestro sentido de eternidad. Así aparecía apuntado en una entrada de los cuadernos de Albert Camus a mediados de los años treinta. Una nota inspirada por el filósofo Jean Grenier, uno de los maestros del autor de El extranjero que por entonces era un joven de apenas veintipocos años de edad. De acuerdo con dicho texto, la enfermedad, la pobreza y la soledad empujan a una especie de iluminación interna.

Pensemos en las crisis. Tan difíciles como son, ofrecen una recompensa: la de forzar cambios que, por algún u otro motivo, habíamos aletargado. Estos cambios pueden ser de distinto tipo. Quizá el más importante sea el de actitud.

En la misma entrada, Camus rescató la idea de Grenier sobre los últimos bastiones. Los rincones de nosotros mismos que son irrenunciables y en los que hay que guarecerse cuando el mundo se hunde.

Si la lluvia llega y su inclemencia se prolonga por uno, dos, veinte, quinientos días, surge la tentación de desfallecer. Qué puede hacer uno contra el universo que se conjura, el que no deja desayunar a gusto. Queda resignarse, parece. El mal ha machacado todo a su paso. El panorama abruma al pobre individuo que desde un rincón había hecho lo que le correspondía. Cumplió con la parte que le tocaba. Y no fue suficiente.

Viene la desilusión. Se supone que si uno actúa de tal o cual modo, le corresponde determinado resultado. Pues no, uno se entera que hay decenas de variables que nos trascienden y que los chascos son la norma en algunas temporadas que se empeñan en dejar una marca de obscuridad.

El júbilo se viene abajo. Pronto la sonrisa torna a puchero y el brillo en la mirada es eclipsado hasta volverse ojera. Es triste ver a soldados caídos que tenían las mejores intenciones hasta que la vida les amargó. Pero es aquí donde ellos y todos debemos aprender la lección: a no tirar la toalla y a permanecer en la pelea.

Cuando las decepciones se acumulan, algunas personas se ven tentadas a la autoconmiseración. Le agarran el gusto al drama o a andar de víctimas. La consecuencia es fatal. Uno se rinde con cada lamento gratuito. Se posterga la recuperación. Es torpe creer que la pataleta será atendida por el cosmos. Pensar que el sufrimiento traerá piedad del universo. Uno después se entera que no. Si acaso uno obtiene algo de lástima y consuelo entre el público, lo cual no basta para recuperarse. Peor, corres el riesgo de volverte un patético espectáculo.

No está mal tener momentos de debacle y vivirlos en todo esplendor. Es parte del proceso. Y hay que pedir ayuda si lo necesitamos. Hundirse en uno mismo no trae nada bueno. Hablo de otro asunto. Al error que supone quedarse ahí, tirado en el chapoteadero; conformarse con el papel de un derrotado, cuando más bien hay que sacar la casta y levantar la cabeza.

De nada hay garantía y alzarse en lucha tampoco asegura que la fortuna llegará de inmediato. Ojalá fuera así. Lo que sí es que aumenta las probabilidades de la remontada. Y aunque esta no llegue, esforzarse al menos otorga una dignidad ante uno mismo. Un estatus mejor que el de un renacuajo que lloriquea para llamar la atención.

Los periodos críticos brindan una oportunidad para que aflore lo más excepcional de nosotros. Hablo desde luego quienes están en plenitud de facultades y que pueden hacerlo. Hay aspectos de profundidad patológica que necesitan acompañamiento profesional. Aunque, hay que decir, para ello también es necesario dar ese paso adelante, admitir que el asunto nos rebasa y darse la oportunidad de remediarlo con la ayuda de un especialista.

Quien, por otro lado, tenga margen de maniobra, quien aún pueda valerse por sí mismo, que lo haga. Y pronto. Hay que intentar apañárselas, al menos. En algún punto te darás cuenta que estabas en el suelo por creer que no quedaba de otra… y luego descubres que no era tanto así. Que la última llama viva dentro de ti es suficiente para hacer BUM. Con el ojo morado, la nariz rota y ya sin nadie a tu lado, puedes tener la determinación de Rocky Balboa y gritarle a la desgracia que aún no has escuchado la campana.

O recuerda lo que decía otro viejo sabio:

[…] un ángel que se encuentra detrás de ti. Si alguna vez te hieren y sientes que vas a caer, este ángel te susurrará en el oído; te dirá… ¡DE PIE, HIJO DE PERRA! Porque Mickey te ama.

Breves apuntes sobre no dormir

No dormir, y querer hacerlo, se parece bastante a estar en prisión. Preso de uno mismo, de la vida, de esa noche que a cada segundo se vuelve más espesa. Si a eso sumamos el confinamiento, ya ni te digo.

Llevaba días con el intento de un párrafo. Cómo dar con la tecla, no sé. Recordé una historia de Haruki Murakami en la que una mujer pasa días sin dormir. El resultado es ambiguo; pese a tal condición, el personaje no pierde la capacidad de llevar tareas con relativa destreza. Por ello marca contraste con el insomnio tradicional, el que todos conocemos, un asunto peor.

La faena que refería Kafka: dar vueltas en la cama hasta alcanzar unos minutos de sueño que no son sueño y un dormir que no es dormir. La pesadilla que implica rozar el borde de la siesta sin acceder durante horas al otro lado del río.

Las mujer en el relato de Murakami recordaba que el insomnio la tenía en un estado de alerta. El cansancio la llevó a perder sensibilidad, a ser torpe. La impotencia sobrevenía. Pese a necesitarlo, no podía dormir. Era lo que llamaba «la gélida sombra de la vigilia». Lamentaba tener «la cabeza envuelta en una niebla permanente», hasta que un buen día todo terminó y durmió veintisiete horas seguidas.

Regreso a lo mío. Yo no duermo sino por agotamiento total. No basta la fatiga o tener sueño: mi cuerpo se toma el bostezo como una provocación para seguir a tambor batiente. Necesito el borde del desmayo para caer rendido al fin.

La mente es un enemigo fatal ante tal empresa. Cualquier pensamiento es una chispa que aviva de nuevo el desvelo. Las imágenes no llegan, asaltan. Puedo estar cercano a la meta, ya casi del otro lado, y de pronto algún recuerdo irrumpe. La intentona por arrullarse entonces se reinicia. Es el inconveniente de hacerle caso a la voz interior.

Algo que me ha servido es leer. Lejos quedaron los tiempos en que podía avanzar cien páginas de tirón. Recurrir a un libro mientras estoy sobre la almohada me arrulla. A las quince, veinte páginas, quedo hipnotizado por las palabras ajenas. Los pestañeos aumentan. Es imprescindible tener una lámpara en el buró (pararse a apagar la luz es anticlimático). Ya después el sobresalto de una memoria lo puede arruinar, pero al menos así me acerco a la meta. Lamento disminuir mi ritmo de lectura, aunque en la balanza me inclino por dormir.

Pasa también que todo es un poco más tranquilo a altas horas de la noche. Es la tregua del día (nadie molesta, hay un silencio romántico). Uno puede encandilarse con la madrugada sin darse cuenta de que es una amante que profesa ingratitud. Dormir hasta tarde paga poco. Acostumbrarse a despertar después de las once a.m. lo trastoca todo. Lo descubres eventualmente. Casi siempre cuando es demasiado tarde.

El insomnio está ligado a la soledad. Decía un viejo poeta que a las tres de la mañana estás tan solo que hasta el sueño te ha abandonado. En la intimidad de la madrugada de un lunes cualquiera no tienes otra que revolcarte en las sábanas. No vas a estropear el descanso de nadie para ponerte a platicar. Al otro día, cuando saltas a la cotidianidad, el resto del mundo va en una frecuencia distinta a la tuya. Vas ojeroso donde los demás son sonrisas. Adormilado, aferrándote a un café para sobrevivir ante la energía que desfila a tus costados.

Por ello hay que acostarse y levantarse temprano. A nivel personal tal vez sea la madre de todas las batallas. Decenas de variables se abren o cierran a partir de este hecho fundamental: dormir bien y ponerse en marcha lo antes posible. No hay que escatimar en esfuerzos para superar un pozo que nos vuelve tan vulnerables.

Un jardín donde no entran los políticos

Ya no se salva la cotidianidad. A dondequiera que volteas hay un rastro de veneno. Los políticos desperdigan sus gérmenes y apenas reacciones verás que están ahí. En un anuncio afuera de tu casa, en la conversación con los seres queridos, cuando enciendes la radio y en vez de una melodía encuentras el jingle tropical que se repite hasta la náusea. Tus oídos y ojos no dan para más. Poco a poco esta gentuza ha cercenado lo que alguna vez fue un ambiente proclive a lo digno, en donde la intrascendencia de los agentes gubernamentales era un signo de sofisticación. Ahora no. Cada vez están más insertos en tus días. Una sociedad politizada conduce a una espiral decadente. Echas de menos los tiempos en los que podías centrarte en lo verdaderamente importante. En ti mismo. En la reflexión de la mejor marca de café, en pensar en un museo. En salir a correr una tarde de sábado. Ahora la propaganda se extiende. Es un virus que ha tomado como huésped a gente cercana. A tu familia, a tus amigos… a ti mismo que despiertas por la mañana y, de nuevo, piensas en tal o cual funcionario. En lo que dijo o en lo que debió haber hecho.

Parece que no hay escapatoria. Y no la habrá hasta que recuerdes que la vida es más que eso. Que los políticos son poca cosa y que si bien tienen cierto poder, no debes conferirles el poder de invadir tu intimidad. Es clave entenderlo. Solo así podrás contrarrestar la fatiga, el abatimiento que produce la actualidad. Es hora de que vuelvas a tu jardín secreto. Y si no lo tienes, que plantes en él la primera flor. Un espacio en donde no entren los políticos, donde no llegue su bruma espiritual. En donde no dejes que su presencia tumefacta haga eco en ningún grado de separación.

Este jardín puede adoptar la forma que sea. No te preocupes si no tienes patio ni el mar al alcance. El jardín es un momento del día. Un rincón de tu habitación. Un trazo en la memoria. Dale la encarnación que prefieras, pero ten ese lugar. Defiéndelo a muerte. Dedícale al menos un hora cada día. Que sea una disposición irrenunciable. Un rato donde te olvides de lo malo, del achaque cósmico con forma de presidente, senador o diputado.

Conforma la guarida en donde solo entra la belleza. Un corredor edulcorado por Beethoven o las Dixie Chicks, tú decide. En donde los versos de Cavafis marcan la pauta y en donde la única patrona sea Lauren Bacall y el arco de su ceja. Ninguna otra condena salvo el recuerdo de niñez. No seas siervo de ningún demagogo ni rindas pleitesía a quien pretende llevar el control de tu existencia. Nunca te sometas. Permanece con un ojo en la noticia, claro. Mantente siempre al tanto de los movimientos que los impresentables quieren dar para acuchillarte. Reclama y critica. No des paso libre a su sombra inmunda.

Pero vuelve siempre a tu jardín. Atiende al arte del desprendimiento. Olvídate de la partidocracia mientras preparas pasta en la cocina. Lee libros viejos: es un acto de resistencia. Lo mismo que abrir una cerveza para disfrutar un partido de futbol. La música, las películas de Billy Wilder, una tira cómica, una persona que te quiera y su voz . Solo ellos deben entrar en tu reino particular. No te dejes contaminar por la ordinariez. Salva lo que vale la pena. No sucumbas a la fuerzas bruta del eslogan ni al intelectual que cree saber lo que te conviene desde una oficina en el piso 9. Tampoco al hombre que se cree afortunado por haber vendido su alma a cambio de ser un peón desde el teclado. ¿Qué tienes tú que ver con ellos? Nada, vuelve a refugiarte detrás del manto cálido de tu ejército. Ese puñado de canciones. Las relectura de un poema. Un postre recién horneado. Un beso.

Que no te engañen. Lo valioso está ahí. No en la ocurrencia de un hombre gris, mucho menos en su hatajo de sirvientes.

Por qué soy un hombre de perros

Soy un hombre de perros por un asunto de, digamos, temperatura. Los prefiero sobre cualquier otro animal porque van en la misma sintonía que nosotros. Mientras una cabra o un pez están en lo suyo, el perro tiene una conexión especial con el espíritu humano. Lo sabrá quien, en medio de la penuria, haya recibido la bendición de un lengüetazo que súbitamente mejora un ánimo que parecía perdido. Nunca estás solo si tienes un perro cerca. No es perogrullada: hay multitudes que no quitan la sensación de soledad. Los perros permanecen aunque seas un barco que se hunde, aunque seas una desdicha a la que no le queda nada que ofrecer. Decía Jardiel Poncela que los gatos son los animales de quienes necesitan amar y los perros las mascotas de quienes necesitan ser amados. Difiero del querido maestro. Los perros conjugan la entrega y el encanto. Permiten vivir al máximo ambas experiencias. Cómo no adorar a quien ladra para protegerte. Al que se arrima a tu lado para dar una calidez que te sostiene en la lucha. Son lo contrario a un fantasma: su aparición ilumina cualquier espacio. Dan alegría, quitan la bruma a la cotidianidad. Verlos con la lengua de fuera es una fuente de inspiración. Su manera de levantar la pata al orinar o rascarse es una estética cómica. Sobre todo, el perro es un ancla a la vida, como lo mostró Umberto D.

A cualquiera que se sienta abandonado habría que recomendarle la adopción de un cachorro. No solo te brindan su compañía, al cuidarlos adquirimos un sentido y nos salvamos a nosotros mismos. Limpiarlo, darle de comer, sacarlo a pasear, ahí una gran responsabilidad ante el cosmos. No podemos rendirnos tan fácil mientras ellos dependan de nuestra presencia. Hay que esforzarse y cumplir. Estos animales confieren una alta clase de dignidad. Por eso, entre alguien que va solo en la calle y alguien que va paseando a su perro, me fío más del que va con el perro. Uno puede ser flor marchita, estar en el peor momento posible y ser blanco de la decadencia irremediable de los días. Da igual, el perro que espera en casa nos recibe como campeones del mundo. De su mundo. Que un perrito te mueva la cola cuenta como condecoración de la naturaleza. Y el sonido de un perro que olfatea cerca de tu oído es música divina. Ni siquiera ahondé en la lealtad que ofrecen sin pedir nada a cambio. Por eso soy un hombre de perros.

La melancolía del encierro

Son días de jazz. El blue de Miles, el blue de Coltrane, el blue de Kenny Burrell, el blue de Tina Brooks, el blue de Paul Desmond. Qué mejor descripción de la melancolía del encierro que la leve guitarra de Jim Hall en “When Joanna Loved Me”, como si los dedos fueran un susurro en las cuerdas. Canela en rama junto al saxo que quiso ser un martini seco, una delicada recreación instrumental de las palabras de Jack Segal: el recuerdo de la persona amada cuando ella era recíproca, presencia que hacía de cualquier muladar un rincón de París, que cada instante a su lado fuera una tarde soleada de mayo, que cualquier sonido supiera a Mozart.

Queda poco de eso, salvo en la memoria. A falta de contacto y del efecto rejuvenecedor de las distracciones, las paredes aumentan la dimensión tiránica. La tarde de mayo es de pronto un chubasco de agosto, y es probable que al cabo de unos días dé un brinco al otoño más triste. Tal vez llegue el mes que suponga la resurrección, aunque no se sabe si será este mismo año o el siguiente o el que va después. Y muchos ya no estarán (o estaremos) para presenciarlo.

Un truco para no caer en desesperación está en transitar en piloto automático. Ir de la habitación a la cocina (el nuevo éxodo diario) sin pensar más que lo mínimo. No traer a colación las semanas de confinamiento acumulado ni el tiempo perdido e ir libres del espeso guirigay, fingir que la incertidumbre es un espejismo, un instinto legado por los ancestros como cualquier otro fastidio. Renegar; ni futuro ni pasado, tan solo el instante perpetuo en la que te las apañas para guardar el talante. Pensar que la vida es esta minucia y así, tal vez, dejar de angustiarse por lo que a fin de cuentas ya se ha vuelto la nada.

El engaño, claro, dura poco. Ahí están los recuerdos que se niegan a morir. No se rinden, contrario a lo que tenías planeado. Te arrastran con ellos, como en la canción de Joanna. Apenas se agolpa en la mente aquel viejo paseo, la minúscula charla, y de nuevo estás ahí, lamentando lo que ya no encuentras, lo que por ahora no puedes hacer. Y aunque eso duele a rabiar, también te remite por un instante a ese mayo remoto. Te brinda un fragmento del París nunca visitado. Una sonrisa de ella. Una caricia de Paul Desmond y del jazz todo, en sus tonos blue, tan lúgubre como romántico. Valores todos que, pese a la tristeza, te invitan a seguir en la lucha. A mantenerte esperanzado. La ansiada vuelta se acerca cada día.

Publicado originalmente el 13 de agosto de 2020.

Nos esperan los bares

Si empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo»… en ese caso me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo…
—Fiódor Dostoievski, “Memorias del subsuelo” (1869).

Llaman la atención los agoreros que ante la Covid‑19 lanzan pronósticos a diestra y siniestra sin el menor pudor. No estimaciones razonables como podría ser una evidente crisis (ya en marcha) o aspiraciones modestas como la de necesidad de cambiar algunos hábitos en lo que la situación mejora, si es que alguna vez lo hace. Sino aquellos que ya se lanzan a hablar del fin de un sistema económico o que plantean metamorfosis en la condición humana al ahí se va. Pareciera que entre mayor sea su apuesta el intelectual siente más satisfacción. El wishful thinking de quien apetece que una pandemia haga realidad la fantasía que el destino tanto le ha vedado.

Me sumo, pues, a la dinámica del pronóstico estéril, a la profecía impúdica: asumiendo que tarde o temprano el coronavirus nos dejará medianamente en paz (lo cual dependiendo del minuto me parece más o menos probable), el deseo mayor entre las personas no será el de un cambio radical de los propios designios, más bien será el de regresar con espacial ahínco a aquello que había antes de que el virus nos estropeara el desayuno. Habrá cambios significativos, sí. Muchos. Sobre todo para aquellos que tuvieron una pérdida de cualquier tipo, en especial la de un ser querido. A ellos abrazo con solidaridad. Igual habrá nuevas reflexiones, medidas, precauciones. Pero sobre todo estará, creo, el ansia de volver a un centro comercial, el sueño de viajar a París, ver un partido de futbol, ir a conciertos y de sí, ingeniárselas para hacer dinero. Regresar a todo eso que hace no mucho estaba ahí y que no era tan malo. No es casualidad que extrañemos el exterior, tanto por los árboles y las nubes, como por todo lo que estaba dispuesto por un sistema que algunos quieren ver en cenizas.

La voluntad que percibo en el ambiente es más la de recuperar que la de trastrocar las lógicas previamente arraigadas. Puede que tome años (o que sea imposible a cabalidad) y sin embargo el deseo está en movimiento. Otras pandemias han pasado y tragedias mayores cimbraron a la humanidad. Pese a todo, un halo de fondo se sostiene. Los hábitos tienen su peso. Dudo que de pronto surja la fraternidad universal o que, al contrario, nos odiemos todos a muerte. Habrá, sí, matices: acercamientos y distancias, los pecados de siempre. Y dudo también que, así como así, abandonemos todo un sistema económico en el corto o mediano plazo, como si hubiera alguno probadamente mejor o que ofreciera garantías a la larga (tampoco se sabe de muchos chicos que estén abandonando Fornite y Minecraft para aprenderse “La Internacional”, qué les digo).

No desestimo la resiliencia ni la capacidad de adaptación de formas que duraron décadas. E igual confío en la cooperación espontánea que aflora para beneficio generalizado. Entre el escenario apocalíptico, la quimera y la falta de imaginación, le apuesto a lo último. A la eventual vuelta a los restaurantes, a la próxima cita en la butaca de cine, a un picnic en cualquier parte. Ya sé que peco de frívolo, de generalizador y de simple, y que puede que todo eso tarde en llegar si es que un día lo hace… y, sin embargo, son las aparentes superficialidades a las difícilmente vamos a renunciar. Quizás al final sí sea la belleza la que nos salve, la búsqueda de ella para ser exactos. Junto a los médicos y científicos, claro. Y qué difícil será. Pero si logramos sobrevivir nos esperan los bares.

Publicado originalmente el 4 de mayo de 2020.