La mezquindad de algunos mexicanos con Venezuela

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La crisis presidencial que asola a Venezuela ha revelado la miseria humana de un sector importante de la población que lejos de involucrarse ha preferido pasar de largo ante una tragedia que afecta a uno de los países que tienen mayores lazos históricos con México.

No son tiempos para la tibieza, y ante el rompimiento del orden democrático en un país tan cercano, el sentido común indica que hay que pronunciarse desde nuestras respectivas trincheras para condenar lo que, sin lugar a dudas, es un régimen demencial comandado por un Nicolás Maduro cada vez más errado y lejano a la realidad.

El mandatario venezolano no solo ha mostrado su incapacidad como estadista al aplicar fórmulas probadamente fracasadas como el control de precios y el ahogo del sector privado que desde hace años tienen hundida a su nación en una hecatombe sin precedentes, también ha cerrado de tajo la vía democrática que se necesita para hacer cambios de raíz que implican, desde luego, barrer al chavismo del poder.

El establecimiento de la Constituyente en 2017 quebró definitivamente lo que era una administración torpe y vil, pero con cierto anclaje institucional, para convertir de lleno al chavismo en una dictadura con todas las letras. Con tal decisión arbitraria, Maduro decidió tirar por la borda la voluntad del pueblo venezolano que había dado una abrumadora mayoría a la oposición en el legislativo e impuso a un monstruo legado por su antecesor: la Constituyente, conformada por el oficialismo que ahora tiene facultades por encima de los otros poderes públicos del Estado sin haber sido elegida por la ciudadanía.

La situación en Venezuela muestra lo que sucede cuando un gobierno monopoliza el poder en un país. El comunismo depreda cualquier contrapeso que se le cruce en el camino. Asfixian al sector empresarial, y por medio de subterfugios van amilanando a los medios de comunicación y al individuo en general. Si no vas con su proyecto, en automático te transformas en un “traidor”, en un “gusano”, en un “enemigo de la patria”.

Una de las estrategias más socorridas por los comunistas es erigirse como la voluntad del pueblo. Engañan a la gente y pretenden mostrarse como la encarnación de un país y no como lo que son, administradores temporales. Se convierten así en sátrapas que pretenden sostener a toda costa su delirante superstición internacionalista. Solo ellos pueden, nadie más.

Ante ello, muchos mexicanos han preferido callar o tomar la desgracia como objeto de burla. Peores aún son los que solapan la barbarie o los que hasta la celebran. Un sector retrógrado de la izquierda se ha quitado la máscara al guardar silencio ante violaciones de derechos humanos y la deriva del sistema de justicia del país sudamericano. Eso que tanto les hace bramar contra sus enemigos locales, les parece permisible en el exterior cuando se trata de encubrir a sus aliados ideológicos.

Lo anterior solo es explicable porque lo suyo tiene tintes de religión. De ahí que no les importen los hechos ni la evidencia que contradiga a sus intereses. Permanecerán siempre encerrados en sus ideas y nunca asumirán culpas, pese a que todo se caiga a pedazos.

Por eso los herederos de la doctrina bolchevique son peligrosos y por eso hay que evitar en la medida de lo posible que estén a cargo de una nación. Una vez que llegan, es muy difícil quitártelos de encima. No importa la miseria que acumulen ni las tragedias que provoquen. Seguirán defendiendo su fantasía revolucionaria sin considerar ninguna otra perspectiva. Maduro entiende su lugar como un papel mesiánico, como si él representara el “bien” que debe imponerse en la partida, aunque los actos lo confirmen como un tirano.

La cerrazón de los simpatizantes del chavismo es preocupante, pero no es nueva. Es la ceguera clásica de un ala de socialistas tirada hacia el negacionismo. Una especie que todavía defiende de Lenin, Stalin, Mao y Fidel Castro, pese a que llevaron a la muerte y represión a millones de personas. En comparación Maduro es un juego de niños. De ahí que no conviene tener esperanzas de que enmienden el camino.

Para sostener la farsa, los embajadores no oficiales del chavismo que pululan en México recurren a trucos propios del mago Chen Kai (aunque sin la misma gracia). Esta gente clama que detrás de las presiones internacionales contra Maduro se encuentran los intereses de Estados Unidos por el petróleo venezolano. Y no cabe duda que Estados Unidos tiene deseos y estrategias geopolíticas cuestionables (como muchos otros países), pero la idea no se sostiene si se toma en cuenta que el nacionalismo chavista nunca ha sido impedimento para que los estadounidenses compren a placer hidrocarburos venezolanos, representando actualmente el 20 por ciento de sus exportaciones. La economía de Venezuela, de hecho, es dependiente en exceso de Estados Unidos, su mayor socio comercial, por lo que tampoco se sostiene lo del “bloqueo” que ya aducen como una caricatura argumental que tanto han usado, ahí sí con cierta lógica, respecto a Cuba. Estados Unidos, además, es desde hace unos meses el máximo productor de petróleo en todo el mundo.

El gobierno mexicano tomó una postura de neutralidad activa respecto a la disputa entre Nicolás Maduro y Juan Guaidó, el líder de la oposición, el cual no se “autoproclamó” presidente en un acto de delirio, como vociferan los simpatizantes del chavismo, sino que como figura democrática actúo en consonancia a una interpretación de los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución de Venezuela. Guste o no su maniobra tiene mayor legitimidad que una presidencia impuesta a la fuerza, con elecciones fraudulentas en las que hubo una participación reducida, en la que no participó la oposición y en la que no hubo una junta electoral independiente que diera certeza a los resultados. El adelanto del proceso electoral que el oficialismo aplicó a modo de madruguete, rompió de tajo con las gestiones diplomáticas internacionales que había en aquellos días. El chavismo con la anuencia de la cúpula militar simplemente quiso imponerse.

En México, la línea tomada por la administración de Andrés Manuel López Obrador puede ser criticable, pero corresponde a una ideario político que, en teoría, busca algún fin estratégico. De ahí que que la decisiones estén condicionadas por las posibles consecuencias, como la escalada del conflicto. Lo verdaderamente inmoral es que la población, que puede emitir su solidaridad con la víctima de un gobierno tiránico en Venezuela, no lo haga, ni siquiera porque gozan de una oportunidad histórica para expresarse total libertad y sin cortapisas frente a lo que agobia a nuestros similares a tan solo unos kilómetros de distancia. Tal mezquindad es indigna de nuestra historia y del liderazgo ciudadano que los mexicanos debería representar en una región tan golpeada como en la que estamos. La solidaridad nunca sobra, en especial cuando se trata de nuestros hermanos. Si toleramos esto, podríamos ser los siguientes. Venezuela, más que nunca, no debe quedarse sola.
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Publicado originalmente el 28 de enero de 2019.

 

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La pesadilla laberíntica del huachicol

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El actual sexenio no ofrece tregua. Tras cismas como el de la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de México, el fallecimiento de Martha Érika Alonso y Rafael Moreno Valle, el avance de la Guardia Nacional y la difusión de la polémica Cartilla Moral por parte del gobierno federal, entre otros episodios, un acontecimiento escalofriante selló el panorama desafiante para el país en los próximos años.

La explosión de una toma clandestina de combustible en el municipio de Tlahuelilpan, por la que murieron al menos 125 personas, disminuye una vez más el optimismo que iluminaba el ambiente cuando Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia, punto en el cual muchos vislumbraban bienestares que de ningún modo serán inmediatos sino que, si se dan, será a través de procesos paulatinos, esfuerzos titánicos y serios sacrificios.

La guerra contra el huachicoleo se trata de una de las medidas más fuertes tomadas por el gobierno federal y conforme transcurren las semanas se comprueba que se trata de una batalla mucha más complicada de lo que en un principio se creía. A diferencia de otros frentes, este es difuso y no existe siquiera un enemigo claro al cual perseguir.

Es evidente que lo del huachicol es un reto profundo y complejo que dista de ser una actividad realizada por simples bandoleros como alguna vez se creyó. El alcance de los delincuentes, así como sus cúpulas y ramificaciones, no queda aún definido del todo y parece incluir lo mismo al crimen organizado que a ladrones independientes de distinto calado que han hecho de dicha actividad un modo de vida.

Por ello son días difíciles para López Obrador que con cada minuto en el cargo da cuenta de que el trabajo no será tan idílico como alguna vez vislumbró en su fuero interno. Si durante la campaña aseguró que el problema del huachicoleo, como tantos otros, se resolvería a través de voluntarismo y a través de la renovación que su misma figura irradiaría al resto del país, hoy en día los retos se aculan en una especie de rompecabezas que a cada movimiento deriva en un nuevo hueco por llenar.

Omisiones históricas de anteriores administraciones le heredaron una auténtica maraña de Estado. Aunque él debe admitir que se comprometió a enfrentar la tarea y que si quiere ganarse una posición en el Olimpo de la historia será a través de hazañas cumplidas y no con decretos como el que lo posicionan al lado de Benito Juárez, Lázaro Cárdenas y Francisco I. Madero.

En ocasiones da la impresión de que el nuevo gobierno actúa con demasiada prisa. En menos de dos meses se han abierto varias líneas de acción cada una de ellas inmensa y con implicaciones costosas tanto a nivel económico como político. Todas ellas, hasta ahora, asumibles de cara al público gracias un crédito tan grande como el que posee la autoproclamada Cuarta Transformación, pero que en términos de desgaste, incluso físico, podría ser insostenible en un plazo tan agotador como el de seis años en el cargo.

Un ejemplo de ello son las conferencias matutinas que aun con sus beneficios (como el de llevar la batuta de la agenda mediática), en el fondo representan anacrónicas y demenciales en lo que respecta a cuestiones tan básicas como las biológicas. El gabinete entero debe administrarse de tal modo que pueda aguantar una carrera que tiene más de maratón que de 100 metros planos. El descanso razonable no tiene nada de malo y permite tomar mejores decisiones.

Es obvio que México enfrenta crisis severas, así como urgencias que resultan apremiantes de atender, pero para lograrlo es pertinente encauzar las buenas intenciones con planes sostenibles que no provoquen pequeñas turbulencias adicionales como en su momento pasó con la cancelación del NAIM y como a últimas fechas ocurrió con el desabasto de combustible y una histeria colectiva por la distribución que avanzó en algunos estados.

El combate al huachicoleo se encuentra en una etapa inicial. Lo preocupante es que no queda claro hasta dónde podría llegar la campaña. El gobierno y las fuerzas armadas han entrado en terreno pantanoso, en un laberinto que irán descubriendo sobre la marcha y del que, por el bien de todos, ojalá salgan avantes.

Andrés Manuel deberá también tomar precauciones añadidas y apelar a los consejos de viejos lobos de mar. No puede confiarse ni creer que su particular carisma y bonhomía serán suficientes para cumplir con los objetivos y salvarse de cualquier inclemencia. Ante un enemigo no definido en toda su magnitud como el que representan quienes están detrás del robo de combustible, no queda otra que reforzar su propia seguridad sin importar los recursos que tengan que emplearse ni la austeridad que tenga que tirarse por la borda.

En la misión emprendida por el presidente y su equipo hay mucho de valentía, aunque también ha habido errores que no deben ignorarse y que, por el contrario, deben servir como reflexión. La acción política no es sencilla y quien espere milagros o soluciones sencillas acabará por llevarse dolorosas embestidas de objetividad.

La retórica de “abrazos, no balazos” y la permisividad antes quienes delinquen, así se trate del ‘pueblo bueno’, debe detenerse y entrar de lleno en un esquema que brinde verdadera reforma en materia de seriedad como país.

El asunto suma en desgracia debido a esa sempiterna falta de estado derecho en un México acostumbrado a pillería y al ventajismo que no atiende razones y en donde la autoridad está condicionada en su actuar debido a las presiones de una opinión pública que sigue sumida en un infantilismo al que, por cierto, muchos de los que actualmente están en el poder contribuyeron durante años.
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Publicado originalmente el 21 de enero de 2019.

Donald Trump no es Ronald Reagan

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Donald Trump no es Ronald Reagan. En este punto ha quedado claro para casi cualquiera, pero no está de más recalcarlo para poner en su justa dimensión a cada personaje.

Desde que Trump se erigió a sí mismo como aspirante paras las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, tanto él como algunos de sus seguidores quisieron trazar paralelismos entre su candidatura y la que en su momento representó Reagan, ambos outsiders y con notable pragmatismo en sus políticas y sencillo uso del lenguaje, muy propio de sus líneas no ortodoxas y escaso vínculo con la prudencia académica.

La supuesta influencia quedó sellada cuando Trump eligió como eslogan de campaña el célebre (y poderoso, hay que decir) Make America Great Again, un versión del Let’s Make America Great Again que Reagan utilizó en 1979 para llegar a la presidencia en 1980, en tiempos también complicados para la economía estadounidense.

La frase, y esto es una cuestión que se comenta poco, de hecho viene de más atrás, y fue utilizada por primera vez en 1950 por el partido conservador en el Reino Unido, incluso por una de sus más jóvenes representantes: una tal Margaret Thatcher (en aquel entonces Margaret H. Roberts) que con 24 años llegó a utilizar el Make Great Britain great again, con el que no tuvo mucho éxito en las elecciones generales en las que fue derrotada por Norman Dodds en su lucha por el escaño de Dartford.

Aunque algunos siguen encontrando en Trump ese aire fresco que en su momento Reagan representó para revitalizar la imagen de Estados Unidos ante el mundo, es evidente que existe una distancia abismal entre uno y otro. Principalmente porque Ronald Reagan era un caballero.

Con sus virtudes y defectos, el espíritu religioso y de cowboy llevó a Reagan a ser alguien osado en su forma de hablar, pero al mismo tiempo respetuoso. Lo era hasta con sus adversarios contra los que utilizaba de forma recurrente el sentido del humor. De algún modo sus ataques tenían algo de afable que aunado a su carisma natural lo llevaron lejos en la carrera.

En contraste, Trump es soez, inclemente y resulta antipático en casi cualquier aspecto posible. Ronald Reagan estaba conformado por una serie de valores y una sensibilidad notable para atender la realidad. Era un hombre de familia, alguien sonriente y de alta estima por la figura de las mujeres, las minorías y aquellos en situación vulnerable.

Y hay mucho más. Dejando de lado los rasgos personales, hay puntos que separan por completo a ambas figuras, por más se les pretenda ver como equivalentes en lo que respecta al modo republicano de incentivar el capital como concepto básico de acción.

Donald Trump es proteccionista en lo económico y atiza a los peores sentimientos del pueblo norteamericano, mientras que Ronald Reagan apeló en todo momento a los valores universales de su país como una guía que pudiera alumbrar al resto de las naciones en la vertiente mesiánica que durante años caracterizó a la política exterior estadounidense.

En 1988 Ronald Reagan pronunció un mensaje en la radio que parecía premonitorio de lo que vendría con Trump años después, quien en aras de un malentendido supremacismo político-electorero ha fracturado la relación con amigos históricos, en especial en lo que respecta a Europa, Asia y México, con quienes más de una vez ha entablado verdaderas guerras comerciales.

«Todavía en la actualidad, el proteccionismo es usado por algunos políticos estadounidenses como una forma de nacionalismo barato, una cortina de humo para aquellos que no desean mantener la fortaleza militar de Estados Unidos y que carecen de la voluntad de enfrentar a nuestros verdaderos enemigos: los países que están dispuestos a usar la violencia contra nuestros aliados».

«Nuestros pacíficos socios comerciales no son nuestros enemigos; son nuestros aliados. Debemos cuidarnos de los demagogos que están preparados para declarar una guerra comercial a nuestros amigos —debilitando así nuestra propia economía, nuestra seguridad nacional y al mundo libre por completo— mientras de forma cínica ondean la bandera de los Estados Unidos».

Ronald Reagan sabía que el libre mercado y la expansión del comercio no significaba un riesgo para Estados Unidos. Más bien representaba el triunfo de los ideales americanos que llevaban prosperidad a quienes respetaban los derechos individuales y daban cauce al potencial de su gente.

Pero si hubiera que encontrar un rasgo distintivo, aquel en el que mejor queda patente la distancia entre ambos personajes, no cabe duda que tendría que apuntar a sus visiones contrapuestas en lo que respecta a la inmigración.

Trump ha enarbolado una retórica xenofóbica y antiinmigrante en su trayectoria dentro de la política. Aparte de una convicción individual, se ha tratado de una forma de llamar la atención y de lucrar estratégicamente con la parte más primitiva y prejuiciosa de su base electoral. Lo ha hecho sin contemplaciones, hablando de muros y generalizando como criminales a quienes buscan una oportunidad lejos de casa.

Ronald Reagan por el contrario fue un gran defensor de los inmigrantes y el papel imprescindible que juegan en cualquier parte del globo. Supo leer la importancia que los foráneos han tenido para fortalecer a Estados Unidos hasta convertirlo en la potencia más grande en la historia de la humanidad.

Así lo manifestó cuando luchó por la candidatura republicana frente George H. W. Bush, en tiempos donde ya había discusiones encendidas y reclamos que un sector de la población tenía contra los inmigrantes, a quienes algunos acusaban de estar quitándole sus espacios.

En uno de los debates de la campaña en 1980, ante una pregunta expresa de un ciudadano texano que le cuestionaba si había que aceptar a niños sin papeles en las escuelas de Estados Unidos, Reagan fue firme al mencionar la relación que debían tener con México.

Implantó una idea fundamental: por el bien de ambas partes, los países vecinos estaban condenados a entenderse.

«Creo que ha llegado el momento de que Estados Unidos y nuestros vecinos, en especial nuestro vecino del sur, tengan un mejor entendimiento y la mejor relación que jamás hemos tenido. […] En vez de hablar de poner una valla entre nosotros, por qué mejor no trabajamos en reconocer nuestros mutuos problemas, haciendo posible para ellos [los inmigrantes mexicanos] venir aquí legalmente con un permiso de trabajo. Y de este modo, mientras trabajan y ganan dinero aquí, también pagan impuestos aquí. Y cuando quieran regresar a sus lugares de origen puedan hacerlo y cruzar. Y abrir así la frontera en ambas vías, entendiendo sus problemas. Esta es la única válvula de seguridad que tienen en este momento, con esos niveles de desempleo que padecen… la válvula probablemente evita que colapsen».

En 1986, ya como presidente, Reagan promulgó la famosa Ley de Reforma y Control de Inmigración, que aunque puso candados a la contratación de trabajadores en situación irregular, dio amnistía y abrió las puertas a cerca de 3 millones de indocumentados que estuvieran dispuestos a llevar un modo honesto de vida.

El presidente dijo que el objetivo era establecer un sistema razonable, justo, ordenado y seguro (palabras que resuenan en el reciente Pacto Mundial sobre Migración) “sin discriminar en forma alguna alguna forma a ningún país en particular ni a su gente”.

Con el paso de los años, el también actor se volvió aún más incisivo al respecto. El 19 de enero de 1989, horas antes de dejar de ser presidente, Ronald Reagan dio su último discurso bajo la investidura del cargo. Una exposición conmovedora que dio acompañado de su esposa Nancy. En él, casi como profecía, se refirió a lo importante que sería defender a los inmigrantes como factor decisivo en la primacía de Estados Unidos como potencia.

«Como este es el último discurso que daré como presidente, creo que es adecuado dejar un pensamiento final, una observación acerca de un país que amo. La idea se entiende mejor en una carta que recibí no hace mucho. Un hombre me escribió y me dijo: “Puedes irte a vivir a Francia, pero no puedes convertirte en francés. Puedes ir a vivir a Alemania, Turquía o Japón, pero no puedes convertirte en alemán, turco o japonés. Pero cualquier persona, desde cualquier rincón de la Tierra, puede venir a vivir a América y convertirse en americano».

«Sí, la antorcha de la Estatua de la Libertad […] representa nuestra herencia, el pacto con nuestros padres, nuestros abuelos y nuestros antepasados», añadió Reagan. «Esa dama es la que nos da nuestro gran y especial lugar en el mundo. Porque es la gran fuerza vital de cada generación de nuevos estadounidenses que garantiza que el triunfo de Estados Unidos continuará sin igual en el próximo siglo y más allá. Otros países pueden tratar de competir con nosotros; pero en un área vital, como un faro de libertad y oportunidad que atrae a la gente del mundo, ningún país en la Tierra se acerca».

Si Estados Unidos es grande no ha sido por la cerrazón ni por hacer caso a charlatanes. Si Estados Unidos llegó a ser la gran superpotencia del siglo XX fue debido, entre otras cosas, a la apertura, al respeto de la legalidad y la justicia y a la idea de que podías hacerte de un lugar si estabas dispuesto a trabajar duro por él. Fue así como Estados Unidos logró vencer al monstruo de la Unión Soviética: respondiendo con libertad y pluralidad a la tiranía y al aislamiento.

Estados Unidos es el ejemplo de que la inmigración no debilita, al contrario, fortalece. Fue así que se convirtió algo así como en la selección de “Resto del mundo” que acogió a individuos de orígenes diversos que lograron enriquecer su tierra y sus instituciones. Trabajadores de origen europeo, latinoamericano, asiático, africano y de todos lados aportaron su respectivo grano de esfuerzo.

No, Donald Trump no es Ronald Reagan. Patti Davis, la hija de Reagan, lo manifestó hace tiempo. Su padre jamás respaldaría el comportamiento grosero, mezquino y demencial de quien ahora ocupa y deshonra a la Casa Blanca. Estaría horrorizado con él.

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El dilema de la no intervención

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El gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador decidió cambiar la postura de México respecto a lo que ocurre con el régimen de Nicolás Maduro. Al negarse a firmar la declaración condenatoria del Grupo de Lima que desconoce el mandato del presidente venezolano, causó una polémica en distintos círculos de opinión. Algunas de las conclusiones han sido apresuradas y por ello habrá estar pendientes de la evolución de lo ocurrido. Falta dimensionar si el nuevo planteamiento, dentro de su discreción, puede redituar beneficios mayores que el de las ofensivas que hasta el momento han sido un tanto estériles.

En 2019 la cancillería finalmente tomó distancia del Grupo de Lima que desde hace año y medio ha tomado determinaciones multilaterales sobre la crisis democrática en Venezuela y que en los últimos meses aumentó su severidad hasta rechazar el nuevo periodo de la administración madurista en el gobierno debido a las irregularidades y vicios que hubo en el último proceso electoral, así como las constantes violaciones a los derechos humanos que se presentan en el territorio.

En cualquier caso, aunque pudiera parecerlo, López Obrador no se olvida de Venezuela. Más bien ha instado al diálogo y a una solución negociada, una estrategia de mayor suavidad que acaso pueda equilibrar un balanza cada vez más preocupante, en la que Bolsonaro y Trump hacen temer por una intromisión militar que sería contraproducente.

Desde su periodo como candidato a la presidencia, el tabasqueño manifestó su interés por llevar una visión diplomática de bajo perfil. Ante un panorama interno ya de por sí agitado, proclamaba la inconveniencia de meterse en asuntos ajenos. “La mejor política exterior es la interior”, dijo como uno de sus mantras socorridos, para de paso evadir cualquier aprieto en la materia debido a las equivalencias que por lustros se han hecho entre el chavismo y él.

López Obrador reivindica así la Doctrina Estrada y, sobre todo, la Doctrina Carranza que ha sido a lo largo del último siglo el eje rector de la Política Exterior mexicana, en especial en lo que se refiere a su idea de la no intervención. Pero, ¿cuáles son sus implicaciones y límites?

En años recientes, intensos en globalización, la vigencia de la doctrina ha sido puesta en tela de juicio. Los cuestionamientos se han acentuado debido a la coyuntura por la que nuestro país atraviesa, en donde pareciera que es necesario establecer un mayor margen de acción en un mundo cambiante y lleno de desafíos.

Si bien la Doctrina Carranza es estimable, no debe tomarse como un dogma ni una imposición, sino como la expresión de algo más profundo: el arquetipo para mantener nuestra soberanía; empresa que, esa sí, debe seguir como una obligación para cualquier administración federal y que por tanto requiere a adaptar la pauta carrancista a la realidad del presente.

Los fundamentos de la doctrina que Venustiano Carranza pronunció ante el congreso hace más de cien años, en septiembre de 1918, fue antecedida por la Doctrina Calvo y Doctrina Drago que también tenían una disposición similar para enfrentar las agresiones exteriores desde las limitantes que padecían los países latinoamericanos.

Estos principios conducirían la política exterior del naciente país como ente moderno. Esencialmente consistían en la igualdad. Igualdad jurídica de los estados, igualdad de nacionales y extranjeros ante la legislación del país en el que se encuentran, leyes justas y sin distinciones dentro de la nación, así como una diplomacia que velara por los intereses universales y la no intervención.

La Doctrina Carranza fue más que nada una política de defensa. México fue vulnerable en su tiempo por su vecindad con Estados Unidos, lo cual era un riesgo por los proyectos expansionistas de las grandes potencias, como ocurrió con la traumática pérdida de la mitad de nuestro territorio tras la guerra México-estadounidense de mediados del siglo XIX.

Por lo anterior, apelar a la igualdad soberana de los estados, como una vertiente del multilateralismo, era una posición de contención. Un escudo o carta de ingenio en la lucha por la supervivencia.

Durante los primeros años del siglo XX la vulneración del territorio mexicano se había hecho patente en actos como la expedición punitiva contra Pancho Villa comandada por John J. Pershing y el desembarco de tropas estadounidenses en Veracruz. Esa enorme presión hizo que México buscara una solidaridad en América Latina. La igualdad soberana de los Estados podría traer un equilibrio en el concierto de las naciones.

Si bien México se abstuvo de participar de forma directa en la Primera Guerra Mundial, lo cual impidió su acceso inmediato ante la naciente Sociedad de Naciones, ya se vislumbraba como una pieza estratégica e importante por ser un referente petrolero y por su posición geográfica.

México no podía inmiscuirse en un conflicto de proporciones internacionales toda vez que a nivel interno no gozaba de condiciones mínimas de estabilidad. De este modo la actitud de Carranza tendió a lo neutro, pero a una neutralidad activa que marcaba el pulso en tiempos de turbulencia.

La igualdad jurídica de los estados, atribuida a la doctrina Carranza, tenía raíces en el ideario de Matías Romero, quien ya 30 años antes apuntaba a que el desequilibrio entre los estados debería desaparecer. En 1888 México firmó con Japón un tratado de igualdad jurídica. Una forma de apuntar a una labor imprescindible para el porvenir: resolver la asimetría entre los estados.

No obstante, la perspectiva de la Doctrina Carranza debe verse como un producto de su tiempo, una guía que sirve más como fundamento que como una ficha de estricta ortodoxia para resolver nuestras problemáticas geopolíticas.

Cabe destacar que con la reforma constitucional de 2011, el artículo 89 fracción X estipula la “protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales” como uno de los ejes rectores de la política exterior mexicana, un punto de igual a mayor validez que cualquier tradición anterior. México debe empezar a retomar su liderazgo a nivel regional y global.

Además, lo ocurrido a lo largo del siglo XX mostró que la política de no intervención se flexibilizó en momentos puntuales, como ocurrió durante la guerra civil española, cuando el gobierno de Lázaro Cárdenas (al que López Obrador tiene como referente) tomó partido abiertamente a favor del bando republicano. Se creía que la supervivencia del régimen socialista era importante para, a su vez, salvaguardar el vínculo nacional frente a España, con quien llevábamos una relación ambivalente desde la independencia.

Entre los otros casos donde México se tomó licencias respecto a la Doctrina Carranza se puede destacar la reacción ante la dictadura de Pinochet (rompiendo relaciones y dando asilo a perseguidos políticos, incluyendo a la familia del finado Salvador Allende), el posicionamiento sobre los conflictos guerrilleros en Centroamérica coronados por la declaración franco-mexicana de 1981, así como la permisividad que se dio ante los revolucionarios cubanos liderados por los hermanos Castro a su paso por nuestro país.

Todos esos capítulos de nuestra historia correspondieron al sistema de equilibrio de poderes. Y aunque no siguieron al dedillo la Doctrina Carranza como se establecía en 1918, sí que buscaban un objetivo similar: la defensa de nuestros intereses y la contención de fuerzas adversas en nuestras zonas de influencia.

La política internacional ha variado, igual que las dinámicas de convivencia. La inmovilidad internacional ha probado ser catastrófica en casos como el del genocidio de Ruanda, mismo que dio pasos a conceptos de excepción como lo es la responsabilidad de proteger.

Durante años México se negó a participar en las operaciones de mantenimiento de la paz por parte de las Naciones Unidas, pero esto cambió durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, cuando se empezó a colaborar en el desarrollo democrático, económico y social de otros países, pero siempre teniendo en cuenta que nunca se haría desde un lado de fuerza militar.

Todo lo anterior es digno de considerar en lo que respecta a lo que ocurre con Venezuela, en donde hay más laberinto que claridad. La nueva postura de México tiene más aristas de lo que parece. Desde la Presidencia y la Secretaría de Relaciones Exteriores se ha dado un paso a una nueva vía que no se compromete con la virulencia del Grupo Lima, pero que tampoco tiene concesiones tangibles contra la dictadura de Maduro.

Habrá que ver si se toman acciones adicionales en un espacio medio, por no decir ambiguo. Quizás convenga explorar la vía del diálogo, ya que por ahora la afrenta solo ha llevado a una radicalización del gobierno bolivariano. Será entonces que se pueda revelar la utilidad de una neutralidad activa a la usanza carrancista. Igual habrá que hacer adaptaciones sobre la marcha. Eso sí, cualquier ánimo voluntarioso debe estar condicionado a una serie de compromisos que impliquen una eventual despedida de un mandatario torpe, sanguinario y demencial como es el heredero de Chávez, Nicolás Maduro. La situación es insostenible a mediano y largo plazo. Urge un cambio profundo y el gobierno bolivariano no parece estar en la labor de realizarlo.

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Publicado originalmente el 7 de enero de 2019.

 

Un cubetazo de agua helada para el sexenio

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El lamentable incidente en el que Martha Érika Alonso y Rafael Moreno Valle perdieron la vida fue un duro golpe de realidad ante lo que se avista como un nuevo comienzo tanto a nivel político como social. El percance que acabó con la vida de la gobernadora de Puebla y el senador de la República, así como el capitán de la aeronave, el primer oficial y un asistente, está aún por esclarecerse, pero desde el primer momento representó un parteaguas para los tiempos venideros.

Más allá de las especulaciones y las irresponsables teorías de conspiración que algunos ostentan como hechos, la tragedia tiró para abajo las sensaciones positivas que se acumulaban gracias al final del año, así como el comienzo de una nueva era en lo que respecta a la administración federal.

De fondo queda una lección importante. Si la posición desde la Presidencia de la República ha sido de la mantener una ilusión propia de un cambio de régimen, y si dentro de la población existe en entusiasmo por las mejoras que podrían aproximarse en el país, en cierto modo nos hemos olvidado que la política, así como la vida misma, está llena de factores imponderables y fortuitos que de un día a otro pueden desequilibrar el ambiente.

A nivel humano y profesional es una costumbre tejer espejismos a futuro que parecen fijos y a los que se suelen encaminar nuestros actos. No obstante, es común perder de vista que lo prudente es dejar un margen para la incertidumbre, esa brecha que puede cambiar de un momento a otro los planes.

Esto puede presentarse en distintas esferas y con distintos grados de profundidad. No tiene que ser tan abrupto como el accidente de un helicóptero ni necesariamente tiene que implicar el deceso de ninguna persona. Los embates pueden ser mucho más sutiles (y no por ello menos catastróficos); en la operación deben incluirse los factores internos y externos que de un momento a otro podrían desbaratar lo que se tenía de antemano establecido.

Crisis económicas, cismas en el escenario internacional, errores de cálculo, implementación deficiente de las reformas, protestas ciudadanas, escándalos mediáticos, corrupción de subordinados y lo imprevisible del crimen organizado, son solo algunas de las variables que en determinado momento podrían modificar lo que se tenía planteado en los términos iniciales.

Evidentemente nadie puede paralizarse ante la incertidumbre. Sería absurdo quedarse a medias y ceder demasiado terreno ante la duda. No hay espacio para la vacilación en lo que se refiere a la gobernanza, así que hay que partir de ciertos supuestos. Eso sí. hay que tener el temple y la seriedad suficiente para saber que no siempre una acción se ve recompensada con un resultado en concreto. Hay que asumir que estamos inmersos en complejidades y dimensiones inestables ante los que se puede ser optimistas, pero que bajo los que de ningún modo podemos estar desprevenidos.

La muerte de Moreno Valle y Érika Alonso también dejó en claro, nuevamente, el encono que existe en México, un confrontación que no da atisbo de superarse y que probablemente se radicalizará en los próximos años.

Las redes sociales se convirtieron en un espectáculo funesto. Una considerable cantidad de personas aprovechó la tragedia para sacar lo peor de sí mostrando su mezquindad y falta de consideración aun en momentos bastante sensibles para quienes conocieron a los involucrados y, en general, para la estabilidad del país.

Tanto simpatizantes como detractores de la finada pareja soltaron conclusiones disparatadas, acusaciones abyectas y se erigieron como cavernícolas faltos de educación. Quienes de plano celebraron las muertes y quienes inventaron cuentos con preocupante liviandad, sumaron toxicidad a un cuadro ya difícil de tolerar.

Moreno Valle pudo ser un mal gobernante (hay múltiples indicios que lo marcan así, aunque algún acierto igual tuvo) y solo un fanático o loco metería las manos al fuego por su integridad dentro del servicio público. Pero aun con las muy probables corruptelas y vilezas de su parte, lo mejor que podía pasar es que estuviera vivo para pagar por sus pecados bajo el cauce legal que corresponde a nuestra incipiente democracia y sistema de justicia. Alegrarse de la muerte de alguien atribuyendo a ello las bondades del “karma”, no es solo un despropósito, también es una señal de la degradación en la que se encuentra la nación en varios frentes.

Con el firme deseo de que los ánimos se serenen pronto y que la prosperidad empiece a dar señales de existencia, deseo un gran 2019 para todos los lectores y no lectores de esta columna, sean cuales sean sus filiaciones políticas. Ojalá que vengan meses más felices y menos agitados para un mundo que ya necesita de un respiro.

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Publicado originalmente el 31 de diciembre de 2018.

El auge de los tontos útiles

El auge de los tontos útiles

 

tontosútiles

En el ámbito político se conoce como tontos útiles a aquellos seres que, sin darse cuenta, le hacen el juego a determinados grupos políticos que a través de sutiles hilos de adoctrinamiento, logran hacerse de un séquito de luchadores; peones involuntarios que sin retribución alguna dan la vida por causas más siniestras de lo que sus apologistas alcanzan a ver. Lacayos que se sienten parte de un movimiento que secretamente los mira con desdén y que en cualquier momento puede lanzarles un sablazo.

El origen del término no queda claro. A nivel popular se le atribuye al dictador Vladimir Lenin, pero no existe constancia seria de que él la haya utilizado alguna vez. En cualquier caso, suele aplicarse a simpatizantes del socialismo o del comunismo más rancio, quienes sin reparar en su condición acaban nutridos por consignas por las que luchan ahí a donde quiera que van.

Aquí hay que marcar una diferencia. No toda la izquierda puede encapsularse en dicha categoría. Dentro de ese espectro hay seres pensantes quienes se apegan a la evidencia y que saben identificar cuando los de su propio campo se equivocan. No temen cuestionarse a sí mismos ni a los además. Saben rectificar y elevan la voz cuando aquellos a los que apoyaron terminan por fallarles. Su voto no confiere una carta blanca a nadie y desde el primer día se convierten en opositores de lo errado. Ojalá todos fueran así.

El tonto útil en cambio es un duendecillo voluble que cambia de marcha dependiendo del son que le marque la élite a la que se subordinan. Un día son entusiastas de la autonomía de la educación pública, pero al otro día solapan la baja presupuestaria de las universidades y pueden menoscabar su existencia si es que así conviene a los intereses de los camaradas en el poder.

El tonto útil podrá haber sido en el pasado un férreo detractor de las Fuerzas Armadas, pero pronto hallará alguna acrobacia discursiva para defender su posición como garantes de la seguridad pública si es que así lo dispone la nueva directriz de la administración.

Detectar a un tonto útil es muy sencillo en la actualidad. Se encuentran repartidos en amplios espectros de la vida en sociedad, defendiendo causas (en teoría) indefendibles a través de torpedos dialécticos que dirigen sobre aquellos que les ha marcado alguien de más arriba (aunque no sean conscientes de ello).

Se suman a campañas virales, golpetean desde sus espacios de hormigas obreras, reciben aplausos de los camaradas. Se entronan en una pedantería bastante chueca.

Estos reclutas de la política apuntan contra las instituciones, así como se enfrentan a las voces críticas y a los inconformistas que osen ir contra la corriente del amado líder. Lo hacen con un manto de supuesta independencia intelectual ya que se ven a sí mismos como entes ajenos a la manipulación. No se dan cuenta que ellos mismos llevan enraizado un virus que les fue inoculado a través de refinadas maniobras de ingeniería política por parte de la cúpula y sus ideólogos.

Los tontos útiles que mejor saben moverse en la indecencia son absorbidos por la jefatura. Su vocación de lamebotas encuentra al fin una recompensa cuando entran en la nómina del sistema. A veces acaban por darse cuenta de su condición. Pero por orgullo o conveniencia les cuesta trabajo rectificar. Permanecen montados en el burro, atendiendo únicamente a lo que favorece a la doctrina. Enarbolan con orgullo lo que antes les hacía saltar como babuinos. Ni siquiera optan por un honorable y comprensible silencio, vociferan y pasan de ser Dr. Jekyll a Mr. Hyde sin ningún empacho. Tener una subsecretaría vale más que la congruencia.

Eso sí, estos jornaleros no suelen subir demasiado en el organigrama. Los beneficiarios de su sacrificio, los que en verdad mandan, saben que lo mejor es dejarlos en el coliseo de la podredumbre, ahí donde luchan con ferocidad y ponen el pecho al estercolero. Todo sin reclamar ni tocar nunca con el pétalo de rosa a quienes les tienen ahí.

Son ellos los más repudiables y siniestros, también los más hábiles. Los que pululan en redes sociales y medios de comunicación: la primera línea de la barbarie con una impostada superioridad moral que, por desgracia, muchos les compran.

A la par existe otra estirpe. Ludwig von Mises los llamaba inocentes útiles (aunque igual lo atribuía a la jerga comunista). El economista austriaco consideraba que ellos eran simpatizantes “confundidos y mal orientados” quienes se horrorizarían si vieran los fines últimos de aquellos a los que secundan. Se podría decir que son demócratas auténticos que desafortunadamente se dejan seducir por figuras que solo son rectos en la superficie. Gente bienintencionada, que apela a las causas justas de fondo, que sin embargo sirven a lobos vestidos de corderos.

Con ellos vale la pena entablar un acercamiento y dar la lucha. Hay que respetar sus posiciones y encontrar los puntos en común a partir de los cuales se puede establecer un diálogo fructífero.

Es difícil que cedan en un principio e incluso es difícil que rectifiquen a largo plazo. Han entregado años de su vidas y convicciones a causas que de pronto pueden revelarse como fraudulentas. Es complicado encajar algo así. Por eso pueden parecer irracionales en algunas ocasiones, cegados ante una realidad que se convierte en un balde de agua fría para su idealismo.

Y aun así son los que pueden llegar a reaccionar a la altura de su nobleza, los que guardan dignidad en el pecho. Si el debate es respetuoso y adecuado, se convierten en insurgentes capaces de dar la vuelta y decir ‘no’ a quienes han traicionado los principios de la honradez y la justicia.

Quienes conforman la regencia no tienen que recurrir a la vulgaridad de las contrataciones en masa. Tampoco tienen que amenazar. Ni siquiera tienen que ceder un pedazo del pastel si es que logran imbuir la distorsión en una parte del pueblo.

Identificar dicha dinámica es pertinente en una época como la actual, donde desde distintos flancos en el mundo se conforma un frente lleno de abyección en donde ya no importa tanto la benevolencia sin distinciones, sino causar división y encono entre hermanos.

Los individuos haremos bien si les amargamos la fiesta. Si en vez de pelear, nos unimos como ese contrapeso tan útil que es la lucha como ciudadanía. Esa que sabe que por encima de cualquier político está el país que nos pertenece a todos.

 

Ser austeros con la austeridad

urzúa

La austeridad es uno de los mayores ejes rectores del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Fue una de sus promesas como candidato y es una de las medidas que, en el discurso, ha sostenido como presidente de México. En un país carcomido por la corrupción y los abusos de los poderosos, se trata de una línea de acción loable pero que en la planeación y ejecución no está exenta de huecos, inconvenientes y polémica.

En términos generales el ahorro es algo positivo. Ajustar el gasto y actuar con menos recursos resulta positivo si es que ello permite que la ciudadanía pague menos impuestos y conserve así mayor dinero en sus bolsillos. Sin embargo, para lograrlo es necesario cortar de manera quirúrgica lo excedente, a la vez que se poda sin clemencia las ramificaciones que no funcionen para el Estado. También implica sacrificios que en un país con el rezago y pobreza de México acaso no sea posible asumir.

El planteamiento de López Obrador deja algunas señales positivas. Pero también preocupa en términos amplios en donde la austeridad parece más un dogma que no repara en las consecuencias que podrían resultar más costosas en el largo plazo. En tal sentido, el fundamento parece más político que una medida que brinde certeza económica.

No hay, de hecho, austeridad propiamente dicha. Se acumulará más deuda (cerca de 500 mil millones). Los recortes en algunas zonas son para redirigir las monedas a otro cofre. No siempre el más productivo de todos.

Por ejemplo, las críticas a los sueldos de los integrantes del Poder Judicial de la Federación, incentivadas por la actual administración, causaron un debate encendido desde hace días. Se trató de un episodio donde la pretendida austeridad puso en jaque un bien mayor, como lo es la garantía de que una nación debe tener de contrapesos libres e independientes.

Los ministros pueden ser personajes antipáticos y la paga que reciben puede resultar chocante para quienes llevan años en marcha sin conseguir una remuneración digna, pero debilitarlos a través de un movimiento administrativo conllevaría efectos secundarios mucho peores que el desgaste en la nómina de la que son beneficiarios. La división de poderes es irrenunciable y aunque lo relativo al salario de los ministros puede discutirse con seriedad, limitarse a ello es mirar al dedo que está apuntando al sol.

Para hacer más eficientes los gastos, más que bajar sueldos se tendría que reducir el personal y las dependencias a lo indispensable. Tener a los mejores y pagarles bien, muy bien. No a lo que indica un tabulador basado en la primacía de un mandatario, sino a las lógicas del mercado. Varios de los mejores elementos del servicio público podrían abandonar sus puestos si resienten su bolsillo y reciben mejores ofertas en el sector privado. El daño no es abstracto, bueno fuera si otros pudieran cumplir exactamente el mismo papel por menos dinero. Pero no es así. Carecer de profesionales de primer nivel y llenarse de una mediocre estirpe podría salir más caro a largo plazo: un desempeño deficiente dilapida más que cualquier paga mensual, por alta que esta sea. “If you pay peanuts, you get monkeys”, dice un viejo proverbio inglés.

Hay que decir, empero, que parte de esta mala percepción es culpa del propio Estado que a lo largo de las décadas no ha logrado implementar políticas públicas que satisfagan a la población o mejoren sustancialmente su modo de vida.

El golpe que implican los recortes queda bien ejemplificado en lo que respecta a los miembros del Servicio Exterior Mexicano. Los diplomáticos de carrera que habitan en el extranjero tienen gastos mayores a los que tienen los funcionarios en el interior de la república. Vivir en Londres, Tokio o Singapur implica un desfalco mayor que no puede sobrellevarse en los mismos términos que los de los trabajadores que habitan en México. Pues bien, a ellos se les ha quitado el apoyo que se les daba para renta y colegiatura de hijos menores de edad. Como ha mencionado el embajador Agustín Gutiérrez Canet, “es injusto y absurdo aplicar criterios de austeridad donde ya hay austeridad. Es hora de rectificar dicha injusticia. El Estado mexicano debe proteger, no infundir zozobra, en quienes son sus leales y antiguos servidores: los diplomáticos de carrera”.

El Proyecto de Presupuesto para 2019 pone en evidencia esa disparidad que existe en el criterio aplicado a las finanzas públicas. La austeridad no afecta al gasto en Comunicación Social que aumenta un 39 por ciento respecto al año anterior (los ya de por sí altísimos 2 mil 953 millones del último año de Peña Nieto), pero sí pega de lleno a la educación de nivel superior. Conacyt recibirá, si se aprueba el paquete, casi un 13 por ciento menos de presupuesto (2 mil 500 millones de pesos) de lo que recibió el año anterior, eso sin contar el hecho de que la nueva titular, María Elena Álvarez-Buylla, pretende dar un mayor apertura a las humanidades, lo que podría debilitar aún más los proyectos de alto valor agregado como los que están relacionados con la ciencia y la tecnología a donde se dirigen los países que aspiran al desarrollo.

La UNAM, El Colegio de México, el Cide, el IPN y la UAM reciben también importantes recortes que van del 1.2 al 4.8 por ciento (en variación nominal, en términos brutos es aún mayor), un golpe sensible que corta las alas a investigadores y alumnos. La UNAM, uno de los grandes bastiones de López Obrador y de la izquierda en general, ya ha emitido un comunicado en donde manifiesta su preocupación por el recorte millonario que pondría en riesgo su funcionamiento inmediato.

Órganos autónomos como el INE (-35 por ciento), CNDH (-6.6 por ciento) e INAI (-17.9 por ciento) también se desploman sin que se tenga muy claro cuáles fueron los criterios para reducir los presupuestos (salvo en el INE, donde el cambio abrupto es entendible por no tratarse 2019 de un año electoral), que, según se ha dicho, fueron promovidos por las mismas áreas e institutos, pero bajo una esquema que desde el ejecutivo orientó dichos cambios. Derechos Humanos, Transparencia y Democracia son pilares de la sociedad en aparente descuido, lo mismo que la Cultura que recibirá 500 millones menos de pesos pese a que quienes viven de ella han sido uno de los promotores que tradicionalmente más han apoyado a la izquierda.

Los recortes mencionados, que serían el orgullo del orden “neoliberal” que se erigió como el villano favorito de la cuarta transformación, tendrían cierto sentido dentro de un esquema de reducción del Estado, una plan que de manera responsable redujera el tamaño de la burocracia y de todo lo que está de más. Aquí, sin embargo, no es el caso. Se mantiene el tamaño de un gobierno artrítico y se apuesta a sectores a la baja como el petrolero. En cambio se pega de lleno a algunos de esos pocos espacios en donde la sociedad puede recibir de vuelta los recursos a los que ha contribuido a través de su bolsillo.

Duele ver que mientras los partidos políticos recibirán 11 mil millones de pesos para su funcionamiento tanto a nivel federal como local, los programas que atienden la violencia contra las mujeres son recortados. Aunque lo de los partidos está marcado en la ley, en el Congreso, donde Morena campa a sus anchas, no se tuvo la prisa por reformar como se hizo con otras minucias.

La decisión de cancelar el Aeropuerto de Texcoco es otra muestra de cuando la politiquería le gana a la sustentabilidad. Dinero relacionado con el proyecto se perderá por miles de millones, mientras que por otro lado se habla de moderación. La idea del Tren Maya, realizado sin estudios de fondo, traerá menos beneficios a nivel de economía global pero igual se tiene por por prioridad sin atender a todos esas mismas reservas que se le hicieron a Texcoco.

Si bien se realizan recortes a las puntas de distintos sectores, a otros se les sirve con cuchara grande. No hay armonía dimensional. Al rubro de Trabajo y Previsión Social se le pretende asignar un brutal e histórico aumento de más del 932 por ciento, pasándolo de los 4 mil 192 millones de pesos a 43 mil 269 millones de pesos. Esto sería loable si todo ese dinero lograr volver a donde provino: la ciudadanía. Pero habrá que tener la mirada bien atenta para que ni un centavo quede anclado a un sistema clientelar o que se vea roído por intermediarios.

La austeridad en las esferas gubernamentales es una vía plausible para empoderar a la población, pero hay que añadir otros elementos a la fórmula si es que se aspira a trabajar con responsabilidad y con pragmatismo a largo plazo. Lo barato sale caro, dice otro refrán que, aunque sencillo, refleja una dura verdad.

Andrés Manuel López Obrador y su equipo tienen la oportunidad de llevar al país al siguiente nivel, aquel que merece. Para ello deberán reflexionar sobre cada paso que den en las planeaciones internas. No dudo en ningún momento de sus buenas intenciones a las que espero sepan acompañar de mesura y de las muy normales enmiendas que deben hacerse sobre la marcha. No tiene nada de malo corregir en el camino, lo malo es el empecinamiento.
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Publicado originalmente el 17 de diciembre de 2018.

El PRI y el PAN siguen en la lona

peña anaya

Andrés Manuel López Obrador permanece en estado de gracia. Con sus errores y aciertos, sabe que aún se encuentra en un día de campo prolongado. Algunas de sus decisiones han causado crítica en redes sociales y entre determinados especialistas; e igualmente algunas de las medidas de su partido han sido frenadas por las minorías que hay en las cámaras y por el cortocircuito que tienen con las leyes… pero en el fondo sigue teniendo un crédito enorme tanto por la popularidad que lo respalda, como por otro hecho fundamental: el resto de los partidos sigue a la deriva a nivel discursivo e incluso ideológico.

El declive del PRI, PAN y PRD, otrora los grandes partidos, no comenzó en las pasadas elecciones federales. El desgaste vino de años atrás, en un consabido proceso de descomposición que la ciudadanía no soportó más. Tras décadas de succionar lo que se podía desde posiciones de poder, los políticos de dichos partidos entraron en una dinámica en la que la práctica del despilfarre se convirtió para ellos en la normalidad.

La pillería, el influyentismo y el agandalle eran la pauta, una cotidianidad que probablemente ni siquiera los políticos percibían en su justa dimensión de tan habituados como estaban a ella. Tal conducta es lamentable y aunque los ciudadanos lo vieron como una realidad durante décadas, jamás se acostumbraron a ser dominados por un régimen corrupto.

Si hay algo que hay que agradecer a la irrupción de Morena —más allá de sus evidentes yerros metodológicos— es que como formación rompieron de tajo una forma de entender la política. Habrá que ver si al final cumplen (se están estrenando en las grandes ligas y el paso del tiempo tiende a marchitar los ideales), pero al menos discursivamente instalaron la idea de que ellos no iba a abusar de sus privilegios y que, por el contrario, iban a reducirlos en beneficio de quienes a final de cuentas ponen el dinero: los mexicanos de a pie, esos que están a la espera de algún estímulo a sus esfuerzos.

Por ahora hay síntomas preocupantes que desmontan la pantalla. Morena no es un partido conformado precisamente por jóvenes y en la cúpula del mismo hay algunas figuras cuestionables que por su larga trayectoria tienen una cola con la que pueden tropezar. También hay quienes se niegan a renunciar a sus prerrogativas, no al menos de forma radical. Hay otros elementos, en cambio, que sí representan, al menos, un rostro fresco. Sea como sea, el movimiento de López Obrador ha sabido capitalizar la idea de austeridad y no son pocos los que se la compran.

Por tal motivo los partidos tradicionales tienen complicado resurgir. Más allá de algún chispazo que puedan tener en entrevistas o en tribuna (Romero Hicks, Claudia Anaya y Enrique Alfaro los tienen y los tendrán), es difícil que la mayoría les crea. El agotamiento es tan grande que, sin importar las reformas o los cambios de dirigencia, es poco viable romper un estigma ya muy arraigado. En cuanto a percepción, cualquier voluntad queda anulada por la sombra de un pasado que fue ingrato para los votantes.

Las élites de cada formación, además, no han sabido dar un paso al costado y, muy al contrario, mueven aún hilos a la sombra, sin que por ello sea invisibles al escrutinio público. Es por aquello que Andrés Manuel y su comitiva les tienen comida la moral.

Para el PRI, PAN y PRD parece haber solo una forma de volver a la vida: esperar a que Morena caiga en equivocaciones y excesos para erigirse, entonces sí, como la antigüedad confiable. Se trata de una de las tretas más tradicionales y siniestras de la política (en la que izquierda y derecha han caído, en mayor o menor medida), confiar en el fracaso ajeno —y promoverlo— para así cobrar con intereses. La jugada, habitual en varios países, implica torpedear años enteros en los que se desperdician oportunidades para el mejoramiento del país en pos de conseguir un ascenso faccioso. Durante el período de México dentro de la democracia, consolidado hace uno 20 años, se han dilapidado proyectos importantes de ese modo. En Morena lo saben.

Ahora bien, el descrédito de los partidos tradicionales es tan grande que ni siquiera esa movida podría ser suficiente. Incluso podría hundirlos más si se crea la percepción de que están yendo contra los intereses del pueblo, mismos que Morena logró asociar a sus colores.

A largo plazo la manera más probable de ofrecer una competencia real y un contrapeso dentro de la partidocracia, es establecer una nueva formación. Un partido que, al menos en apariencia, esté desligado de huellas de infamia, esas con las que el poder dominante logra desarticular fácilmente cualquier propuesta ajena con la autoridad ética que proclaman tener.

Por ahora los únicos que han levantado la mano son Felipe Calderón y Margarita Zavala, con una posible evolución de Libre, la asociación que fundaron hace meses. Habrá que ver si logran un proyecto seductor e incluyente que pueda conjugar nuevos simpatizantes y agrupar a los inconformistas que ahora mismo se encuentra desperdigados.
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Publicado originalmente el 10 de diciembre de 2018.

Halcones y palomas en el equipo de AMLO

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En el ámbito político los términos “halcones” y “palomas” se utilizan para designar a dos tipos de posturas dentro de la acción administrativa. Los halcones están tirados a la guerra, al conflicto, mientras que las palomas son, como es obvio, quienes se manejan de forma pacífica.

Ampliando el espectro, los halcones pueden ser tomados como figuras propensas a una astucia maquiavélica que se mueve, sobre todo, en función de intereses. Son aquellos de tendencias obscuras, cazadores que no son de fiar y que dentro de sí guardan inquina, una doble cara y una habilidad para picotear (la traición) a quien sea si ello implica un ascenso del poder. Hay que tener cuidado, para ellos la política es un móvil para conseguir objetivos no siempre loables, sino que convienen a lo que ellos pretenden empotrar. Sus plumas están presentes en bandos enemigos y no temen usar recursos deshonestos para trascender. No es raro que se vean envueltos en conflictos fratricidas en su desesperado intento por subir en el organigrama.

Las palomas, por otro lado, son quienes, con sus luces y sombras, ven la política como lo que debería ser, una manera de servir a la ciudadanía. Guardan dentro de sí, o al menos eso parece (nunca hay que meter las manos al fuego por un político), un genuino interés por contribuir al desarrollo de la nación, si bien en el trayecto también cosechan ganancias personales. Son los que se sacrifican si ello trae un beneficio y son los de trato suave. Pueden tener ideas equivocadas y el espectador puede no estar de acuerdo con ellos en aspectos centrales, pero en esencia sus movimientos perfilan un encomiable esfuerzo por mejorar lo que hay.

Las palomas saben detectar a los halcones y viceversa. Dentro del equipo tienen que convivir. Se miran con reservas los unos a los otros. Hay apretones de manos y sonrisas entre ellos. No suelen mezclarse, eso sí: se miran con recelo. El líder los pone juntos porque no le queda de otra. Las circunstancias son apremiantes y es imposible prescindir de alguno de los dos extremos.

El estadista, si es sabio, habrá de identificar a los halcones y a las palomas que tiene cerca. Y debe colocar a sus aves de forma tal que exista un balance. De los halcones es difícil deshacerse ya que son aún más peligrosos cuando están despechados. La tarea es darles un poco de carne que los tenga satisfechos y que al mismo tiempo limite su margen de maniobra.

Hay una tragedia. Las más de las veces los halcones acaban por imponerse a las palomas. Los primeros llevan la ventaja de no temerle a la sangre. Atacan y hacen uso de la trampa para ganar. Las palomas, por su sentido ético, son mesurados, no cruzan una línea que tristemente las pone en desventaja.

Andrés Manuel López Obrador tuvo el gran acierto de conformar un gabinete rebosante de palomas. Buena parte de las Secretarías de Estado serán encabezadas por académicos y profesionales con los que, aunque uno no siempre coincida en línea ideológica, son gente ajena a la inmundicia.

No obstante, en el árbol genealógico hay espacio para lo tétrico. Y no conforme con eso, ocupan posiciones clave que pueden causar cismas a placer. No siempre están al frente de Secretarías, están más bien en sectores tirados a la directiva burocrática, planos en donde influyen bastante en el devenir colectivo. La grilla para ellos está puesta en la mesa. Quisiera pensar que el tabasqueño los puso en donde están por aquella sabia lección que tiraban los Corleone. “Mantén cerca a tus amigos, pero aún más cerca de tus enemigos”. O, lo que es lo mismo, mantén cerca a los halcones para que no acechen en las afueras hasta hacer carroña del proyecto naciente.

Durante el presente sexenio habrá que estar pendiente de los movimientos que se den dentro de los círculos de Morena y del Gobierno Federal en particular. Será preocupante si los halcones ganan demasiado terreno. Las palomas deberán ser astutas y hacer nuevas incorporaciones ya que, al menos a priori, están en desventaja numérica contra su depredador natural.

En este caso la palabra final la tendrá el presidente que mayor respaldo ciudadano ha tenido en la historia moderna de México. Un factor que si se usa con sabiduría puede domar a cualquier especie que se alborote en el camino.

Halcones: Ricardo Monreal, Yeidckol Polevnsky, Héctor Díaz Polanco, Gerardo Fernández Noroña, Manuel Bartlett, Martí Batres, Dolores Padierna, Javier Jiménez Espriú, Mario Delgado, José Manuel Mireles, Napoleón Gómez Urrutia, Nestora Salgado, Félix Salgado Macedonio, José María Riobóo, Paco Ignacio Taibo II, Alejandro Encinas, Germán Martínez, John M. Ackerman.

Probables palomas: Marcelo Ebrard, Maria Luisa Albores, Luis Cresencio Sandoval, Héctor Vasconcelos, Tatiana Clouthier, Carlos Urzúa, Jesús Seade, Delfina Gómez, Alfonso Romo, Luisa María Alcalde, Graciela Márquez Colín, Jorge Alcocer Varela, Gerardo Esquivel.

Un episodio gaullista en Macron

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Cuando los amigos tradicionales se alejan, lo natural es buscar nuevos horizontes o recuperar a esos viejos contactos que estuvieron siempre al alcance de la mano sin que se les prestara la atención merecida. En la sombra se revelan aliados que ofrecen una nueva asidera.

La reciente propuesta de Emmanuel Macron de configurar un Ejército Europeo es un nuevo intento de resiliencia ante un contexto adverso que no tiene clemencia ante la pasividad. Los lazos cada vez más fuertes entre Alemania y Francia, enemigos a muerte hasta la segunda mitad del siglo XX, corresponden a un escenario geopolítico cada vez más asfixiante. Europa está reducida y tiene enemigos al acecho.

Con Estados Unidos que recupera la tradición de aislacionismo jacksonista, sumado al veneno retórico de Trump, el viejo continente se encuentra en una posición vulnerable. El Reino Unido pasa por sus propias turbulencias y con un talante rupturista. Si a ello se suma el factor Putin, con una avanzada agenda internacional de influencia contra occidente, pareciera que Macron se hartó de esperar y por ello fomenta un coletazo no tan agónico como pudiera pensarse.

El movimiento ajedrecístico de Macron tiene el aparente objetivo de mostrar músculo ante los caprichos de Trump, haciéndole saber que Francia, pese a todo, tiene un margen de maniobra al cual inclinarse. La mayor paradoja de este movimiento es lo que causa frente a Rusia. Vladimir Putin ha mostrado con sus acciones un deseo profundo de romper a la Unión Europea, así como a la OTAN (para su país será siempre preferible un occidente fragmentado), y de este modo el presidente de Francia si bien se aleja de Washington (beneficioso para Putin), podría enarbolar una fuerza transnacional considerable y sin ataduras, algo que no es beneficioso para Moscú.

Lo que es más, la movida de Macron deja patente que para Europa el Estados Unidos de Trump ya no es un aliado de fiar. Sin embargo, hay que apuntar que no es la primera vez que se da una situación similar.

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Tras la segunda guerra mundial, aunque dentro de los márgenes fraternos, Francia no ha dejado de ver con cierto recelo la posición de Estados Unidos. Para ellos fue un trauma que su lugar como gran potencia fuera desplazada por el nuevo mundo, un complejo que les ha costado encajar. Desde entonces Francia ha luchado por mantener su autonomía y seguir presente como una potencia de primer orden aunque a nivel militar o económico haya quedado rezagada respecto a las ultrapotencias que surgieron desde entonces.

La estrategia de Macron remite a lo ocurrido a finales de los años cincuenta y los sesenta con Charles de Gaulle como presidente de Francia. Ambas figuras cuentan con profundas diferencias: uno proteccionista, el otro liberal; uno pragmático y suave con Rusia en la posguerra, el otro combativo con el Kremlin… pero ante la vulnerabilidad de Francia, jugaron sus cartas de manera similar ante Estados Unidos.

Debido a la rispidez que su país vivía con Washington en aquellos días, de Gaulle subió el volumen a una idea sobre la que ya había girado en años anteriores: la urgencia de que Francia pudiera consolidar una independencia en materia defensiva. No depender tanto de los americanos. Para él, aunque Francia tuviera grandes amigos, la soberanía era bastante delicada como para estar a la merced de un país que manejaba otro idioma a miles de kilómetros de distancia.

A lo largo de la historia Francia ha pugnado por mostrarse como lo que es, un pilar de la civilización. Lo han intentado incluso en sus puntos más bajos, en los que a base de ingenio diplomático se han procurado, aunque con alfileres, una posición en la planta alta del concierto de las naciones. Nunca les ha gustado verse disminuidos.

De Gaulle ni siquiera sentía demasiado entusiasmo por la OTAN, ya que como entidad supranacional le restaba nombre y prestigio a su propia bandera. El concepto de integración en masa a nivel militar le preocupaba tanto como estar a la sombra de Estados Unidos como gran referente para resolver problemáticas internas y externas.

En 1956 la crisis del canal del Suez dejó a Francia, junto a la Gran Bretaña, totalmente rebasada. A partir de ese conflicto se asumió lo que ya todos habían adivinado. Ya solo existían dos grandes potencias. Estados Unidos y la Unión Soviética. Y aunque los norteamericanos asumieron la perspectiva y defensa de los países capitalistas, en el conflicto promovido por el hábil Abdel Nasser en Egipto quedó claro que, al menos por entonces, no estaban dispuestos a ser un brazo armado incondicional de los intereses ingleses y franceses.

Trump ha usado como argumento que Francia debe mucho a Estados Unidos por la salvación que les dieron en las guerras mundiales y que por tanto deberían doblegarse en humildad, pero como mencionó de Gaulle alguna vez, en ambas ocasiones lo hizo de manera tardía, en el caso de la segunda guerra mundial cuando los nazis ya habían tomado sus tierras.

La preocupación por el avance comunista hizo que de Gaulle tomara una postura más firme (aunque posteriormente llegó a coquetear con la Unión Soviética para balancear el tablero), de ahí que se pusiera en la mesa que Europa occidental, liderada por Francia y el Reino Unido, pudieran unirse al selecto grupo de países con armas nucleares. A Estados Unidos le parecía que entre menos países entraran en la dinámica, mejor. Pero la pérdida del monopolio atómico, con la sombra soviética a lo lejos, hizo que Europa pidiera ser salvaguarda adicional del mundo libre.

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Ante la reticencias de Eisenhower, de Gaulle incluso amagó con abandonar la OTAN. Los franceses creían que la “policía del mundo” debía ser tripartita y que cualquier decisión de la organización debía pasar por un consenso entre Washington, Londres y París.

De poco sirvieron las presiones. Estados Unidos mantuvo las reservas, y conservó, si acaso, su relación especial con el Reino Unido. No obstante, con ellos también había un serio desgaste. De Gaulle montó en cólera y ordenó que todas las armas nucleares de Estados Unidos saliera de territorio francés. Posteriormente, en 1966, Francia incluso salió del mando militar integrado de la OTAN.

Ante el diálogo sordo, de Gaulle tomó la determinación de mirar hacia otro lado. Si Estados Unidos no cedía, había que buscar otras opciones. Fue así que el presidente francés se acercó a Konrad Adenauer, el canciller alemán, con quien a principios de los sesenta firmó un tratado de amistad. A pesar de que Alemania y Francia eran rivales irreconciliables hasta mediados del siglo XX, los andares de la diplomacia son volubles y cuando la combinación se dispone, un bien superior puede redituar en el entendimiento con los en otrora contrarios.

Si bien el vínculo con Alemania occidental fue fluido (basado en un resentimiento compartido por el arsenal nuclear que se les vedaba y el plan que les unía de no hacer indispensables a los Estados Unidos), el acuerdo no trascendió como hubieran querido. La posición de Estados Unidos era demasiado fuerte y más allá de la pedanterías verbales del orgulloso de Gaulle no había líder alguno que pudiera confrontarlos. Del otro lado estaban Jrushchov y Brézhnev, opciones mucho peores.

Los esfuerzos por independizar la seguridad tenían serias limitantes: no eran nada sin la anuencia de la Casa Blanca. Lo cierto es que era una época en la que la mayoría de los países temían moverse demasiado ya que con ello podrían despertar reacciones contraproducentes. Y aunque existía un fuerte anhelo de contar con armas disuasorias particulares, nadie podía hacerle segunda a Francia en lo que respectaba a un rompimiento verdadero con EE.UU.

Cerca de 60 años después, Macron voltea de nuevo a Alemania en un intento de que una Europa militarmente poderosa pueda hacer frente a los riesgos del exterior, así como eliminar la excesiva dependencia que tienen ante un Estados Unidos hostil, que con Trump a la cabeza exige subordinación y un aumento de gasto por parte de los integrantes de la OTAN.

Falta ver qué tanto de ello es un blofeo por parte del presidente de Francia. Con una Angela Merkel entusiasta pero ya en retiro, y con un cuadro adverso en cuanto a popularidad dentro de sus propios fronteras, Macron corre el riesgo de tener pólvora mojada como antes la tuvo de Gaulle. No obstante, en tiempos de sumisión, un movimiento así de audaz no es desdeñable y, se concrete o no, podría causar alguna consideración en los Estados Unidos. Macron sabe que a base de palabras es posible hacerse de un asiento de primera fila y forzar el respeto de los americanos. Eso quizá también lo aprendió del gaullismo.
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Publicado originalmente el 26 de noviembre de 2018.