Un héroe en cada hijo te dio

Es ya un lugar común mencionar el ejemplar sentido de solidaridad que los mexicanos muestran ante las tragedias y los momentos de crisis. Pero no está de más recordarlo, en especial en días de lágrimas y deriva, tanto por el embate de desastres naturales como por una espiral de podredumbre y violencia generalizada que parece cebarse con nuestra sociedad.

Hay que mencionarlo porque se tratan de manifestaciones que no ocurren en cualquier lugar, aunque algunos así lo crean. Tenemos una población con diferencias acentuadas por temas políticos y sociales, pero que al mismo tiempo sabe que hay algo más allá que nos une como personas. Aquí no hay separatismos ni trifulcas entre ciudades como pasa en otros puntos del mundo. Mientras haya una mesa o un partido de futbol, sabemos unirnos. Y, lo que es más, también hay una disposición de salir a la calle y responder con hechos cuando los embates de la vida se ensañan con los más débiles. Sabemos, como decía aquella canción, que ellos no son un peso ni una carga, son nuestros hermanos.

Más allá de los esfuerzos realizados por las autoridades, el pueblo mexicano se une y se entrega al bien común cuando hay un sismo, un huracán, un derrumbe… todo sin medir los posibles riesgos ni escatimar energía. Incluso los más humildes ofrecen sus manos o un pedazo de pan.

El destino de los mexicanos parece trazado entre el drama y la resistencia. Algo verdaderamente valioso debe tener este país como para haber aguantado tanto daño, tantos saqueos y tantas equivocaciones, como atestigua la historia. A pesar de todo, México se ha mantenido de pie con una resiliencia heroica. Esto ha brindado escenas memorables como la del señor que izó la bandera de México sobre las ruinas del Palacio Municipal de Juchitán o aquel grupo de rescatistas que cantaron  el “Cielito lindo” mientras ayudaban en las labores nocturnas de rescate tras el sismo del 19 de septiembre de 2017.

En la letra de “Cielito lindo” se encuentra uno de los atributos clave de la sociedad mexicana: ante la adversidad, el canto, la sonrisa que por unos instantes hace que se olvide el gran dolor que llevamos como cruz cuando estamos en silencio. Somos un país herido, cuya andanza resulta inverosímil bajo cualquier análisis… pero ahí sigue. Como decía Carlos Fuentes, México no se explica, no atiende a lógica ni a razones. Es más un asunto de fe. Algo en lo que se cree, con furia, con pasión y un eterno desaliento.

Si bien no soy patriotero ni nacionalista, México me apasiona. Me parece un caso de excepción. Me pasa lo mismo que a Fernando Savater: cuando veo una bandera de mi país es como si viera una bandera de la Cruz Roja: siento calidez, sé que se trata de un lugar en el que seré atendido y donde recibiré ayuda si lo necesito; un sitio al que le debo mi educación, mi familia y mi libertad. Por eso,  y pese a todo, si me dan a elegir… me seguiría quedando con México.  Se dice fácil pero aquí tenemos lo que por desgracia no existe en todas las naciones. No veo nada de malo en celebrarlo.

Cuando veo el color, la pluralidad, la solidaridad… cuando veo ancianos levantando piedras para salvar a los más jóvenes y a niños aguantando  lo indecible… en esos momentos añoro que un día este país pueda entrar en el esplendor que merece. Cada que alguien grita “Viva México”, la esperanza renace.

 

 

Terremoto en MéxicoFoto: AFP
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La bendición de vivir insatisfecho

Qué grima dan las personas que parecen estar felices todo el tiempo, propulsores de colores pastel bailando un son eufórico que parece venir de otro planeta. Una ventura tan chillante que resulta inferior a la discreción que implica el desgano.

Hay cierta elegancia en quien sabe llevar una dosis moderada de insatisfacción. Ser de los que contienen la marcha aun en los momentos en que abundan los globos y las sonrisas. No por soberbia ni altivez, sino por ubicar la atención en el escalón que sigue, tener la conciencia de que hay siempre margen de mejora.

Desde luego no se trata de volverse un ente insufrible que se niega a sonreír para la foto. Hay que expresar los sentimientos en momentos puntuales, pero no volverse un rehén del júbilo gratuito, mantener de este modo un código de exigencia antes de soltar las campanas al vuelo.

Y no es materia de magnitud, más bien de equilibrio. Es posible enamorarse de una hormiga. Quedar encantado con su paso y celebrar en grande cuando la vemos llegar a su destino. Es normal, también, el festejo por los éxitos profesionales. Lo que usted quiera puede ser excusa para el regocijo, aunque visto como una agitación excepcional que en su misma naturaleza le da aura única. El contento de 24 horas no es solo agotador, sino que le resta significado a sensaciones que deberían ser especiales.

La manifestación de cualquier emoción pierde credibilidad si es permanente, se vuelve un insulto a quien se le dirige ya que equivale a coquetear con cualquiera. No quiero un elogio que es lanzado a todo el mundo.

Está además el hecho de nunca darse por realizado ya que conllevaría el inicio de la descomposición. El inconformismo parte de una visión amplia que conoce el potencial de las esferas; lo que en muchos es la culminación, en algunos deja hambre todavía. Tener metas en el horizonte es lo que permite mantenerse activo y con ánimos de superación.

Ser así trae muchos dolores de cabeza. Qué fácil sería conformarse. Darse por bien servido ante un plato de migajas. Pero creo con firmeza que comparado a ello es preferible ser un poco infeliz.

Es sencillo reconocer a las personas que no ceden, los que declinan la vulgaridad del frenesí con tal de conservar intactos sus principios. Ellos van con la mira puesta hacia adelante y son además poco dados a olvidar las pérdidas. En el alma sensible se agolpan las emociones: incluso la más delicada de las afrentas les produce una crisis en el interior.

He ahí el revés trágico de quienes cargan una perspectiva extensa del entorno, en donde el peso de una serie de capas (donde se incluye el pasado y los condicionales) termina  por agobiar, lo cual da un aire distante, de incómoda estancia en el campo.

Es el costo de reservarse para lo que en verdad importa. El futbol (ver partidos como si en ello se fuera la vida), el arte, el amor y tirarse como niño a reír con las mascotas.

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Cuerpos bajo la lluvia

Un saxofonista suena en la calle. Aún no lo veo, pero lo escucho, sé que debe estar por ahí, tocando en algún lugar. Desconozco el nombre de la pieza que toca. Nunca la había escuchado. Es, no obstante, cautivadora. Lleva la marca inconfundible de la tristeza, ideal para un instrumento tan dado a expresar las emociones que roncan en el pecho. Me dirijo hacia aquella tonada. La busco o, más bien, dejo que su magnetismo me atraiga. Avanzo una cuadra, doy vuelta, y lo encuentro. Un anciano con lentes obscuros que da un pequeño concierto en una plaza del centro de la ciudad. Está ahí, soltándose al vacío. Algunas personas lo admiran en los alrededores. Son pocas. Menos de diez. El resto de los transeúntes sigue a lo suyo, avanzan inmutables hacia el destino del que son víctimas. El hombre toca sin reparar en el éxito o en la desgracia: a sus más de setenta años ya no hay vuelta atrás. Las dificultades físicas son apenas un detalle. Su rostro al límite, rojizo, con alguna vena marcada, pasan a segundo plano cuando se trata de sacar lo que envenena por dentro. La interpretación es superior a ciertos espectáculos que se encierran en teatros cuya hermosura es lo único que justifica el costo del boleto. Decido pues compensar al maestro que ha colaborado a enaltecer el ambiente de una tarde insípida. Al acercarme, busco algún bote dedicado a recolectar las monedas de quien guste dejar una propina. No veo ninguno. El estuche de su saxofón está cerrado, así que tampoco puedo poner el dinero ahí. No hay ningún recipiente destinado a ello. El hombre ni siquiera me voltea a ver. Sigue tocando, por gusto, sin permiso, sin perseguir fines económicos. Con la ropa rota y volviéndose aún más admirable para quien que esté dispuesto a atender los detalles.

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A ver, casi cualquiera puede empezar a escribir una novela. Y digo casi por aquellos que no tienen la facultad física de apuntar una serie de palabras sobre un hoja. Para los demás no hay excusa. Pueden hacerlo. Se los recomiendo. Son capaces de empezar a escribir una novela. Otra cosa es terminarla, lo cual ya es meterse en cuestiones mayores. Sin embargo, con dar inicio es suficiente. Escribir una línea para poder decir «acabo de iniciar una novela» cada que alguien te pregunte en qué asuntos andas. Ganar así respeto, posicionarte al nivel que muchos autores de prestigio que están en las mismas.

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Los progresistas son los nuevos moralinos. Hubo una época en que los conservadores monopolizaban la susceptibilidad extrema a la que todo le indigna. Las personas religiosas eran, sobre todo, las que ponían el grito en el cielo ante cualquier fenómeno que se saliera de su limitada concepción de vida. Ahora, mientras ellos se mantienen en la lucha, les ha surgido competencia. Un grupo de seres que han llevado su sentido crítico y una supuesta conciencia social hasta el delirio. Varios de ellos son los que antes llamaban mojigatos,  moralinos,  mochos y santurrones  a quienes ahora se asemejan sólo que desde otro plano político e ideológico. Que no se me malinterprete. Hay muchas situaciones nocivas en la sociedad que deben ser señaladas y condenadas. El debate y la crítica racional son siempre actividades sanas, urgentes. Pero el asunto se va de las manos cuando la indignación se convierte una manía gratuita que sólo pretende erigir moralmente a quienes lanzan proclamas censoras ante la nimiedad en turno. Es en este punto cuando nos metemos en un laberinto de lo intolerante, de lo obtuso. De manera especial me preocupa la falta de humor que se percibe en el ambiente, la falta de criterio a la hora de comprender las manifestaciones populares que, por otro lado, ese mismo sector impulsa diariamente desde el espectro opuesto sin vergüenza alguna. Un horror por el que llegamos a un escenario caracterizado por el miedo a ofender, provocando así un ánimo de autocensura que hace de la existencia un flujo de aburrimiento en el que estamos todos a la defensiva. Ya cualquier cosa lo vuelve a uno un traidor, un fascista, un machista, un salvaje. Artistas de hace varias décadas como Federico Fellini o Serge Gainsbourg estarían en aprietos en una sociedad como la actual (acaso más que cuando armaron polémica en sus tiempos). Sería una pena que tuviéramos que privarnos de canciones o secuencias magistrales  por culpa de un grupejo incapaz de entender que el campo del arte juega en sus propios términos. En plena modernidad, manifestar una opinión (como esta) expone a ser etiquetado por una jauría de santurrones ansiosos por condenar y uniformar al resto de los espíritus con lo que ellos consideran como correcto. Algunas veces atinan en sus disparos, otras tantas no. Ya es bueno que apliquen su rigor crítico a una parte de sus espejos.

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A estas alturas ya cuesta trabajo tomarse en serio a las aspiradoras domésticas.

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Más de una vez uno se topa con insectos raros en el jardín. Insectos de los que no se tenía idea alguna. Quizás se traten de una especie excepcional de la que la comunidad científica no sea ha enterado todavía. En eso se piensa al ver a una especie de escarabajo que lleva pelusa en el lomo y una trompa como de cocodrilo. O cabe otra posibilidad: que estemos ante el primer contacto real con un ser extraterreste sin darnos cuenta de ello. Al final, por pereza, no se toma registro del acontecimiento. Al insecto no se le vuelve a ver y tampoco es que surja la angustia.

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Blessed are the dead that the rain falls on (Benditos sean los muertos sobre los que cae la lluvia). La frase viene en un libro de F. Scott Fitzgerald que, por medio de una sutileza, logra mejorar fonéticamente un verso del escritor británico Edward Thomas (Blessed are the dead that the rain rains on)  escrito mientras el autor combatía en la Primera Guerra Mundial (lo cual le da un matiz importante). Thomas, a su vez, se basó en un viejo proverbio inglés del siglo XVII (Happy the corpse the rain falls on) según el cual la tormenta representa una bendición para el cadáver cuando cae durante un funeral. Otra variante aparece en The Puritan (1607) una obra atribuida a Thomas Middleton (aunque perteneciente a la esfera Shakespeare Apocrypha): If blessed the corse the rain rains upon.  La imagen da para pensar, y deleitarse. Un agrio consuelo para los que se van solos. Como lo hizo Gatsby o el propio Fitzgerald.

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Un cúmulo de sensaciones placenteras

Regresar a la habitación del hotel y encontrar que ya la han limpiado y que han puesto toallas nuevas.

Untar queso crema sobre el pan tostado (sin romperlo).

Quitarte los calcetines luego de un largo día y arrojarlos hacia cualquier parte.

Cuando el volante del auto se desliza entre tus dedos al regresar a su posición original luego de haber dado una vuelta.

Abrir la llave de agua y encontrar que todavía hay agua caliente después de diez minutos de ducha.

Pasar de un pantalón de mezclilla a la ligereza de la pijama antes de tirarte a dormir.

Un gato que camina sobre ti con toda su delicadeza.

Llegar a la última página de un libro que estaba resultando demasiado pesado.

Las piernas de una mujer a través de las medias.

Entrar a un lugar en donde tienen aire acondicionado mientras en el exterior el mundo se empieza derretir.

Descubrir que lo que ibas a pagar en la caja tiene un descuento inesperado.

Tomar una taza de té durante una tarde lluviosa.

Ser el niño que ha terminado los deberes con todo un fin de semana por delante.

Aquella campana en la escuela que indicaba la hora de salida.

Escuchar el olfateo de un perro cuando pasa la nariz cerca de tu oreja.

Morder la  parte final del cono que encierra una porción perfecta de helado.

Encontrar dinero en un pantalón viejo justo en una tarde donde querías comprar alguna tontería.

Ser el niño que ve llegar a un adulto con una caja de pizza entre las manos.

El momento en que la sala del cine se sume en obscuridad momentos previos al inicio de la película.

Tomar un vaso de agua para terminar con una crisis de sed. Agua natural, sin más. La bebida perfecta en tales circunstancias.

Dar un bostezo sin moderación. En una habitación apartada de cualquier testigo posible.

Queda absorto ante una pecera. Olvidarse de cualquier factor externo. Mirar a esos animalitos en el agua: ahí el secreto de la tranquilidad.

Cuando te retiran una venda después de un largo tiempo.

La frescura en la boca luego del lavado de dientes. La satisfacción es tal que uno se pregunta por qué no nos los lavamos al menos diez veces al día.

Pisar una hoja seca y aplastar un plástico de burbuja al mismo tiempo. Experiencias para atesorar con rumbo a la vejez.

Saber que todavía tienes por delante muchos capítulos de tus serie favorita.

Romper la envoltura de un regalo sin ningún tipo de piedad.

Esa primera taza de café por la mañana.

El triunfo que supone hacer reír a un bebé.

Observar el vuelo de un avión de papel. O la travesía de un barco de papel elaborado por un niño.

Abrir el buzón (el de la casa, el tradicional) y encontrar una carta o un pequeño paquete de carácter personal.

Irse a dormir con la certeza de que la alarma del despertador ha sido desactivada.

Los pies hundidos en la arena mojada.

Dar por fin con las llaves perdidas.

Una lata aplastada con un pisotón. Sentir que el siguiente paso es el dominio del mundo.

Una ensalada saludable que, de manera extraña, tiene un sabor estupendo.

Anotar un gol durante un partido entre amigos. O en un torneo de alcance internacional, según cuentan los expertos en la materia.

Cuando la abeja que amenazaba con picar se aleja de la mesa.

Quedar despierto durante toda la noche e ir a dormir con el comienzo del amanecer.

Llevar a un niño a ver una película. Una vez terminada, ir por un helado para comentar las escenas favoritas.

El olor interior de un auto nuevo.

La aparición de tu artista favorito en el escenario donde dará un concierto.

Ganar en el piedra, papel o tijera. Lo mismo con un volado. Sentir que eres un estratega de talla global.

Salir victorioso del cajero automático con un puñado de dinero. Varios de los momentos más dulces de la vida ocurren ahí, con el perdón superficial.

Devolver a un perro perdido a su dueño.

Encontrar una razón para salir de la cama cada día.

La travesía por una librería de viejo. Dar con joyas que cuestan menos que una botella de agua.

El refugio de una sombra en medio de la asfixia de un día soleado.

Ser el encargado de abrir un frasco que una persona mayor (tu abuelita) no pudo abrir. Y conseguirlo.

Encestar una bolita de papel en el bote de basura.

Despertar en la plenitud de la madrugada, mirar el reloj y caer en cuenta de que todavía hay tiempo para dormir tres o cuatro horas más.

La vida se aligera después de un buen corte de uñas.

Un partido de futbol y nada más. Poder sumirse en lo que pasa por la televisión sin ninguna otra preocupación. Ya se tiene suficiente con el contragolpe que arma el equipo contrario.

La llegada un obsequio inesperado. Una simple paleta lo puede significa todo si aparece en el momento adecuado.

El inicio de las vacaciones. Adiós a los pendientes, concentrarse en disfrutar. La cuenta empieza de nuevo.

El silencio que impera dentro de un museo. Los pasos provenientes de una sala que parece dictar un mensaje secreto.

Visitar el centro histórico de cualquier ciudad, perderse en las calles sin agobio alguno y terminar en algún tugurio con meseros amables.

Una banda de jazz — de las buenas— en vivo.

Pasar los dedos por las teclas de un piano, aunque no sepas tocar nada que resulte placentero al oído.

Despreciar las aventuras y deportes extremos de la comodidad de un sillón reclinable.

Leer un cuento para que alguien pueda dormir.

Ir a una cafetería sin ningún acompañante. Disfrutar de la bebida y la lectura de un libro, periódico o revista. Tener una libreta a la mano por si de pronto surge una idea importante.

Platicar con alguien que viene de un país lejano.

Cuando el trayecto ha terminado y el destino se revela ante los ojos.

Llegar al final. Al punto final.

pasar o no

Sin tiempo para esto

Hace unos días topé con las palabras de un escritor portugués llamado José Micard Teixeira. En ellas, el autor reflexiona en torno a una serie de cuestiones que ha decidido apartar de su vista por una cuestión de salud mental. El texto, salvo por un par de aspectos puntuales (la mención de la altivez académica y un dejo new age), me pareció bastante interesante en el fondo.

Ya no estamos para aguantar las groserías ajenas. Llega un punto en la vida en la que uno descubre que hay batallas que no valen la pena y que es mejor tomar el retorno hacia otros rumbos. Ni para qué molestarse. Existe un sector de la población con el que es preferible no insistir. Son una pérdida de ánimo y esfuerzo.  Lo mismo con ciertas actividades, objetos y estilos que son dignos de tirar por la borda. Un poco en sintonía con aquello que mencionaba Jep Gambardella: ya no podemos perder tiempo en aquello que no nos gusta hacer.

Esto es lo que dice José Micard Teixeira. Un párrafo que por cierto, se atribuye erróneamente a Meryl Streep:


«Ya no tengo paciencia para algunas cosas, no porque me haya vuelto arrogante, sino simplemente porque llegué a un punto de mi vida en que no me apetece perder más tiempo con aquello que me desagrada o hiere. No tengo paciencia para el cinismo, críticas en exceso y exigencias de cualquier naturaleza. Perdí la voluntad de agradar a quien no agrado, de amar a quien no me ama y de sonreír para quien no quiere sonreírme. Ya no dedico un minuto a quien miente o quiere manipular. Decidí no convivir más con la pretensión, hipocresía, deshonestidad y elogios baratos. No consigo tolerar la erudición selectiva y la altivez académica. No me ajusto más con la barriada o el chusmerío. No soporto conflictos y comparaciones. Creo en un mundo de opuestos y por eso evito personas de carácter rígido e inflexible. En la amistad me desagrada la falta de lealtad y la traición. No me llevo nada bien con quien no sabe elogiar o incentivar. Las exageraciones me aburren y tengo dificultad en aceptar a quien no gusta de los animales. Y encima de todo ya no tengo paciencia ninguna para quien no merece mi paciencia.»

Con ello en mente, decidí armar mi propio álbum del desprecio. Un breve recorrido por algunas cosas para las que ya no tengo paciencia.  Un complemento al listado del no.

Aquí va, sin mayores vueltas:

No tengo paciencia para los necios. He descubierto que con ellos no hay forma y que cualquier intento de razonamiento resulta incompatible con su cabeza. Tampoco puedo lidiar ya con las películas aburridas, por mucho prestigio que tengan. He dejado de darle un solo segundo de mis pensamientos a quienes tienen por costumbre traicionar a sus amigos. Evito participar en cadenas de especulaciones y de chismes. Pongo un empeño absoluto en no contribuir a la ola de embustes e ignorancia que tienen hundida a buena parte de la humanidad. Borro de mis contactos a la gente prepotente, a los de doble cara, a quienes son incapaces de disfrutar de lo bello en las tonterías. También a los que acaparan la conversación. Los que esperan la comprensión de los demás pero luego no escuchan a nadie. Tapo los oídos ante la verborrea y la filosofía barata. Cuando noto la primer mentira sé que es momento de abandonar la habitación e ir a dormir. Digo no a la moralina y a los viejos amargos que pretenden que padezcas las mismas restricciones que ellos tuvieron. Esos que están obsesionados por dominar y decir cómo debes llevar tu existencia desde sus propios parámetros fracasados y repletos de años desperdiciados. Tengo por norma alejarme de la presunción, de las apariencias con sonido hueco y del fingimiento emocional. Guardo cuidado con las compañías. Valoro el respeto y la sinceridad. La clave está en la educación, en mantenerse alerta de quienes están a tu lado por conveniencia. Si no hay lealtad, la dedicación es trabajo en vano. En este sentido, resulta preferible asumir una soledad honesta (con todo y sus pesares) que vivir en el engaño que suponen las amistades fraudulentas. No y no a quienes aparecen solo para pedir. A los menosprecios y a la falta de autenticidad. Cierro la puerta a quienes disfrutan de vivir instalados en el conflicto, los que no conocen otro modo de mantener la conversación salvo patalear. Odio la manipulación, los insultos a la inteligencia y la manía de control por parte de algunos. A quienes se ostentan como conocedores de temas que no han explorado a profundidad. Detecto y aparto a los que se manejan con soltura en labores para los que están incapacitados, poniendo así en riesgo a los demás. O a los que hablan con mentiras a sabiendas de que el resto no se dará cuenta (siempre habrá alguien que se dé cuenta). No me conformo, no me siento cómodo y me avergüenzo de pertenecer a lo que no me gusta… no me acostumbro, sin importar el tiempo que lleve inmerso en sus aguas. Desestimo a los que se juntan con cualquiera. Si cedes y te unes puede que te conviertas en un cualquiera.  Soy intolerante a las malas maneras: considero que son pocos los que merecen segundas oportunidades y que la mentira y la trampa condenan para siempre la imagen de quienes sueltan la mordida. Paso de largo ante lo corriente, lo que carece calidad y la celebración de la vulgaridad. Permanezco inmutable ante los chistes fáciles. Soy especialista en señalar incongruencias y doble estándares. Mantengo una desconfianza permanente en cualquiera que se presente como el poseedor de la verdad o solución absoluta. No me dejo impresionar por embaucadores: los señalo para que nadie más caiga en sus maromas verbales. Tengo un problema particular por los que humillan a inocentes con el objetivo de conseguir las risas estúpidas o aprobación de terceros. Y no puedo aguantar más a quienes divulgan falsedades con tal de sostener sus principios. Los mismos que son críticos con lo ajeno, pero que no aplican la misma severidad a los que juegan en su propio bando. Arrojo por la ventana a los que van de santos y mesías, los que no asumen culpas y están libres de responsabilidades.

No, ya no tengo tiempo para ellos. persona normal

Cosas a las que digo no

Sin más, un listado de cosas que me disgustan, a las que me opongo o con las que no estoy de acuerdo. No digo que cada una de ellas esté mal (aunque muchas de ellas sí), simplemente no van conmigo. Lo cual podría ser un argumento a su favor.


A los bares en donde sirven las bebidas en vasos de plástico o —el horror máximo— unicel.

A Jim Morrison y Guns ‘n’ Roses (ponme a Demi Lovato antes que a ellos).

Al doble dipeo. Una falta de respeto para quienes te rodean.

A los timbres de celular considerados graciosos. Nunca son graciosos.

A la mayonesa.

A las comidas exóticas. Viva el conservadurismo culinario.

A las personas que no se bañan por periodos prolongados (más de 24 horas).

Al cabello largo en hombres (crimen imperdonable, como diría Morrissey)

A tocar la comida de los demás. Así sea con el pétalo de una rosa.

A llevar la camisa abotonada hasta el cuello cuando no se lleva corbata. A menos que seas mujer o te llames David Lynch.

Lo mismo con las polo. Dejen de abotonarlas por completo. Cuánto daño hizo la modernidad en algunos, por dios.

A los perfumes baratos. Preferible no usar nada o cubrir el cuerpo con ácido.

A quienes preguntan una y otra vez hasta obtener la respuesta que quieren.

A las bromas de cámara escondida.

A los necios. Con ellos conviene ahorrarse el gasto de energía. Alejarse a la primera oportunidad.

A las malas propinas. Nada revela la tacañería como ese último detalle antes de abandonar la mesa.

A estornudar sin taparse con el mayor esmero posible.

A las películas dobladas al español. Sobre todo las que son tropicalizadas para la audiencia,

A regalar libros cuya calidad no se ha comprobado con una lectura previa.

A los que salen a pasear en bicicleta acompañados de un perro que corre obligado por el jalón de la correa. Recuerden que los animales van sin la ayuda de pedales y ruedas.

A despreciar las orillas de las pizzas. Una salvajada.

A cualquier prenda fosforescente.

A los que platican tan campantes en el cine.

A los charlatanes y su modo de vida que supone un robo velado.

A quienes hablan demasiado, privándonos así de silencios hermosos.

A dormir antes de la una de la mañana. Por mal que me pese.

A las playeras con estampados irónicos. Ya estamos en una edad.

A los que usan desodorante en aerosol como si se tratara de un perfume.

A la dejadez. Plantar cara es importante. En especial cuando parece que ya no se puede continuar.

A los puestos de comida callejera cercanos a hospitales.

A decirle gym al gimnasio.

A las manos sucias. Recurre al agua y al jabón si aspiras a ser digno de un saludo.

A los refrescos. Con mención honorífica a esa aberración de sabor que se ostenta como naranja.

A dejar la basura de tu comida en la sala del cine.

Al comunismo.

A los mariscos. Sé que me pierdo de mucho, pero mi paladar es incompatible con cualquier criatura sacada del mar.

A tocar el timbre más de dos veces.

A las llamadas telefónicas cuya duración supera el minuto y medio.

A esperar a personas que no tienen respeto por tu tiempo.

A echarle azúcar al café.

A dar terceras oportunidades.

Al olor a cloro que las piscinas dejan en el cuerpo.

A los focos ahorradores de energía dentro de la habitación en donde duermo.

A las versiones chill out de canciones de rock y pop.

A la ingratitud. Ser leal a quienes estuvieron a tu lado cuando lo necesitaste, de eso se trata.

A conformarse con la mala calidad. Prefiero no comprar nada a comprar algo que esté mal hecho.

A permanecer indiferente ante la injusticia, los engaños y la miseria.

A los oportunistas. A las personas que aparecen solo cuando necesitan algo de ti y luego se borran de tu camino.

A quienes solapan atrocidades solo porque provienen de gente con quien comparten una ideología.

A tragarse cualquier cuento sin antes verificar y contrastar la información.

A despertar por culpa de uno de los siguientes sonidos: la alarma de un auto, la llamada telefónica de un número equivocado o los ladridos del perro del vecino.

A la mermelada de fresa.

A las expansiones del lóbulo de la oreja.

A solo escuchar música vieja o a solo escuchar música nueva.

A dejarse envejecer. Tengas la edad que tengas (120 años, por decir), distarás de ser un viejo acabado mientras tengas un plan por cumplir, un hobby y una ocupación diaria. Por mínimos que sean.

A los chismes. Nadie te devolverá el tiempo perdido en tan baja conversación.

A vivir sin pasiones.

Al exceso de maquillaje en las mujeres. Da la impresión de que podrías intoxicarte si te les acercas.

A vestir feo. Conviene arreglarse aunque nadie te vaya a ver. Por puro respeto a uno mismo.

A las uñas largas en el caso de los hombres. A las uñas sucias en el caso de las mujeres.

A la palabrería tan propia de quienes no tienen nada importante que decir.

A las galletas con pasas. Esos espacios bien pudieron usarse para poner chispas de chocolate.

A dejar de consentirse a uno mismo. Cada día hay que darse un regalo. Lo que sea. Puede ser un suéter que nos guste o una taza da café. Era lo que recomendaba Dale Cooper.

A la prepotencia y la pedantería. Casi ningún ser humano es lo suficientemente importante como para intentar pasar por encima de los demás. Y los pocos que lo son no lo hacen y son personas amabilísimas.

A los centros nocturnos cuyo volumen de música impide sostener una conversación.

A tocar el claxon de manera excesiva cuando no hay motivos para hacerlo. En esos pequeños detalles uno delata su educación.

A ser de los que ponen los pies sobre la mesa. O los que suben los pies a la butaca de enfrente en la sala del cine.

A reclinar el asiento del autobús hasta incomodar al pobre desgraciado al que le tocó ir atrás de ti.

A los alimentos preparados con un exceso de aceite.

A cambiar de equipo de futbol después de la infancia. Una vez una vez que has hecho una elección tienes que cumplir con la condena.

A las lenguas blancas. Cuando se laven la boca no olviden tallar esa parte hasta dejarla lo más limpia posible. Incluso las personas más atractivas se desmoronan si fallan en este aspecto.

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