Aristócratas a la vuelta de la esquina

prince charles

Hace tiempo, refiriéndose a los plagios cometidos por el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique (que no impidieron que de manera funesta se le entregara el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances en 2012), el gran Jorge F. Hernández señalaba un tipo particular de aristocracia: la de los que se comportan con decencia.

Pertenecemos a la aristocracia, decía el escritor mexicano, “quienes tuvimos la suerte de que yo ni mi padre, ni abuelo tuviésemos que recurrir al plagio, a la mentira o a la lucha entre la necesidad y la conciencia. Nunca necesitamos envidiar ni suplicar a nadie, no conocimos la necesidad de adjudicarnos para conseguir dinero, artículos periodísticos ajenos, una posición en la alta sociedad de los Premios con mayúsculas y otras pruebas similares a las que se exponen los pobres de espíritu”.

Ante el detrito de amplios sectores dentro de la sociedad (el cochambre halló un gran nicho de mercado), bien haríamos en reivindicar la rectitud como un medio para ascender a un plano superior y evitar así que el eje del mal siga campando a sus anchas con su dinámica de gandallismo que bajo la trampa se hace de recompensas inmediatas pero indignas.

El actuar con honorabilidad confiere un tipo de nobleza distinta al derecho hereditario, supone más bien la elevación construída. Un logro mayor del individuo que a base de voluntad decide abandonar el esperpento para conducirse con generosidad.

Pertenecen también a la aristocracia los que no hacen escarnio de los débiles, los que no escupen en las calles, los que no se portan sumisos antes los abusos de los poderosos, los que aún hacen sonar a Bach, Mozart y Beethoven. Merecen título nobiliario los que alzan la voz ante la injusticia sin importar que ello les cause apuros personales, los que no ventilan intimidades ajenas y los que saben guardar secretos de los que alguna vez fueron amigos.

Quien sale a rescatar perros y gatitos bien podría ser un duque o duquesa. Lo mismo que el principado de los platican con la anciana del mercado que está ansiosa de un oído sincero. Que conviertan en marqués al que no viola la privacidad de las mujeres con las que ha estado y al que llega hasta la tumba reservando para sí sus hazañas dentro de la alcoba.

Es aristócrata quien lleva a su sobrina a ver el Cascanueces y quien regala un libro definitorio para quien se hundía en la pereza del castigo. Lo es, igualmente, el hombre que se parte el lomo para llevar el pan a casa y la madre que por cuenta solitaria enfrenta miles de adversidades para sacar adelante a sus hijos.

En alguna dimensión del universo la corona es para quienes sufren en silencio, los que apechugan en pos del bien ajeno y asumen las consecuencias de sus actos. Reciban el título de conde los que donan órganos y sangre, los que van de día de campo sin dejar el pasto hecho un basurero.

El que se abstiene de mentar la madre con el claxon está cerca de los príncipes como alteza serenísima se vuelve quien planta cara mientras el resto voltea hacia otro lado.

Dejemos como vizcondesa a la que pone un disco de jazz en el trabajo, a la que abre una cafetería afrancesada a sabiendas de que va a tener difícil competencia y demos un señorío a aquel que hace feliz a la gente.

No olvidemos al que se niega a ser parte del círculo de la corrupción, aunque sea en una parte mínima. A los que no son mezquino y rectifican errores. Los que contribuyen con un grano de arena para sostener al mundo desde sus espacios. Los que guardan silencio cuando hace falta, los que no se aprovechan de la inocencia de los otros. Los que limitan al máximo la chabacanería. Al que tiene el cariño de alguna mujer.

Y cómo negarle la entrada al Olimpo a los que guardan las normas de limpieza. Los que ceden paso a las damas. Los que conservan tradiciones sin temor a los modernos. Los que leen historias a los niños antes de dormir. Los que abren y comparten una botella de vino. Los que pagan las deudas a tiempo. Los que visitan a la abuela. Los que no usan lentes obscuros dentro de lugares cerrados (ni gorras). Los que nunca traicionan y mueren por los suyos. Los que desprecian la vulgaridad y los que se retiran de donde hay poca clase. De todos ellos se hace un reino en la tierra.

No abundan, pero si uno abre bien los ojos, alrededor de la comarca se encuentran algunos aristócratas de cara discreta. Gente sin capas ni cetros, que actúan como se debe sin otro motivo que el de respetar el legado de quienes conforman la familia. Son los hombres y mujeres educados, los que no dan la nota de vergüenza gracias a un elegante porte libre de vanagloria.

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Una lección de Hitchens

hitchens

Qué mal estamos llevando la discrepancia. La discusión honorable parece haber quedado millas atrás y lo que queda ahora es la demonización de cualquier opinión que resulte distinta.

Un grupo de sujetos —que ya conforman una masa pestilente— ha consolidado, al fin, un objetivo añorado desde la Francia del siglo XVIII. La de dividir todo entre buenos y malos (ellos pertenecen al primer bando, desde luego). La pluralidad es negada e ir contracorriente es más riesgoso que nunca. Para ellos lo importante ya no es llegar a la verdad, sino mantener el dogma, ostentarse como los héroes de la película. Por eso solo se juntan con los de la misma especie; para reafirmarse, no para enriquecerse. Por ser mayoría creen llevar la razón a cada instante.

Duele ya no poder dar una opinión fuera de la norma porque de inmediato salen las fauces llenas de espuma dispuestas a etiquetar. No hay la menor reflexión. Sale más fácil (y redituable) decirle al otro que es un facho, un conservador, un machista, una loca, un privilegiado, una histérica antes que pararse elaborar un discurso sustancial.

Y también es de lamentar que no haya deportividad en el debate. Si alguien tiene una opinión política determinada corre el riesgo de que parte de las amistades se le derrumben porque ellos apoyan a un demagogo muy adorable.

Ante tal panorama algunos optan por el silencio. Así se evita uno las enemistades, la tirria del hatajo de tercos. Abstenerse es una opción digna y elegante, sin dudas. Lo que pasa es que existe un efecto secundario: los necios creen haber ganado la disputa, siguen montados en su pila de pañales carcomidos. Tal estirpe incestuosa que se revuelca en el lodo que considera la cima del mundo.

Mucho tiempo callé. Prefería ignorar a los comentarios obtusos y guardar opiniones que de cualquier modo no iba a cambiarles el modo de pensar. Si algo es cierto es que ellos están poco dispuestos a rectificar. Aceptar el equívoco supondría para ellos asumir que han entregado años de su vida a lo que resultó ser un fraude. Sería muy duro de encajar una evidencia semejante. Prefieren seguir viviendo del cuento, engañarse a sí mismos y cobijarse con el manto protector de los camaradas.

Si he cambiado de postura, y si ahora doy mi opinión cuando lo creo necesario, es porque he llegado a la conclusión de que no hay que ceder. No hay que dejar campo libre a la inmundicia o aquellos que pretenden cercenar y coartar las libertades ajenas. Quizás los testarudos sean inmunes a la lógica y hagan oídos sordos a los razonamientos que les contradigan. La batalla, sin embargo, no se da por ellos, sino por terceras personas que en algún lugar, habitualmente callados, leen o escuchan. Un público que, aunque pequeño, es testigo de lo que pasa y que pese a no estar aún dispuestos a tomar el micrófono, poco a poco van formando un criterio.

Es por este segmento por el que vale la pena darle unos minutos al teclado en redes sociales y por los que viene bien tomar la palabra en alguna tertulia. Si uno se calla es probable que los indefinidos piensen que solo existe una versión de los hechos, esa que tanto vociferan palurdos que deberían permanecer en algún retrete.

Es triste, porque tomar una postura activa, como se ha dicho, te hará perder amistades. A nivel cultural no estamos tan acostumbrados a convivir con el que lleva la contraria. Más de una vez externar un pensamiento hará que aquella chica que te gustaba se aleje para siempre. O que alguien que pareciera un tipo valioso te bloquee o retire la palabra. Ojalá pronto podamos madurar y sentirnos libres de polemizar los unos con los otros, arrojarnos ideas sin piedad, estrujarnos… y al finalizar irnos tan campantes a beber un trago sin el menor de los rencores.

Tomar partido podría llevarte incluso a quedarte solo. A ser tomado como un indeseable por el colectivo. Pero si tus convicciones son fuertes, si luchas por los principios de la honradez y la justicia, no hay otro camino que el de asumir tal responsabilidad. No son tiempos para tibiezas. Ante la tiranía de los poderosos y la verborrea de los mentirosos, lo menos que se puede hacer es marcar un alto, plantar cara, negarse a la servidumbre. No tomar el papel de alfombra ni ser reducido a la sumisión.

Crítica y no asientas en automático. No tienes que estar siempre de acuerdo, aunque veas que todos los demás respetan a la gran eminencia o la autoridad. Al carajo la consecuencias y el linchamiento de los cangrejos. A menudo quienes van de tiernos ángeles son los grandes tiranos de nuestra era. Detrás de las buenas causas que pretenden erigir a veces se esconde un truco siniestro. No temas a la polémica ni a quedarte solo, porque en la medida de que algunos te abandonen, otros más se acercarán si es que luchas por ideales éticos con valentía e integridad.

En momentos de titubeo, debilidad o cuando surjan las dudas, recuerda las sabias palabras del viejo Christopher Hitchens en sus Cartas a un joven disidente. Una perla de inspiración propia de alguien nunca temió defender lo que consideraba correcto, cualquiera que fuera el precio a pagar.

Tenlo en mente: con la cabeza gacha jamás podrías lucir tus lindos ojos, darling.

«Cuídate de lo irracional, por seductor que sea. Rehúye al «trascendente» y a todo aquel que te invite a subordinarte o aniquilarte. Recela de la compasión; prefiere la dignidad para ti mismo y para los demás. No tengas miedo de que te consideren arrogante o egoísta. Imagina a rodos los expertos como si fuesen mamíferos. Nunca seas un espectador de la injusticia o la estupidez. Busca la discusión y la disputa por sí mismas; la tumba te suministrará suficiente tiempo para el silencio. Sospecha de tus propios motivos y
de todas las excusas. No vivas para los demás más de lo que esperases que los otros vivieran para ti
».

En defensa del padre cascarrabias

años maravillosos

A los padres malhumorados se les ha hecho mala fama. La muchedumbre los considera personajes no muy deseables en la sociedad y constantemente reciben reproches por esa actitud tan propia de ellos que consiste en asumir que se los lleva el diablo. Son célebres por llegar trinando a casa luego de haber pasado un día en la oficina. Vociferan, suspiran y utilizan cualquier pretexto para mentar madres. Una pizca de su leyenda negra.

Los padres cascarrabias son especialistas en detectar detalles a partir de los cuales pueden detonar maremotos. Una migaja les basta. O que una toalla esté fuera de lugar. En cuanto ello ocurre, comienza el tornado. Un remolino de disgustos que algunos no entienden pero que en realidad tiene una fácil explicación.

Algunos ingenuos creen que el comportamiento de estos hombre es gratuito y que siempre han sido así; tipos que odian a cualquier ave que se les atraviesa. Oh, ellos se equivocan. Quien sea atento puede descubrir lo que hay detrás de los gruñidos, de esas llegadas por la noche en donde cualquier mínimo resoplo en el ambiente puede causarles un arranque de furia, ahí donde se les reclaman sonrisas o caireles de miel.

Lo que algunos no quieren ver es el trasfondo de las pataletas. Los padres cascarrabias cargan responsabilidades que nadie en la casa puede siquiera vislumbrar. A ellos les corresponde sostener económicamente a la familia y en ocasiones tienen que someterse a trabajos infernales porque no tienen escapatoria. Tienen que cumplir con lo que les toca. Si para ello deben sacrificar por completo su tranquilidad, lo hacen sin titubeos.

Cuando te veas tentado a juzgar a un padre cascarrabias, será mejor que detengas un momento el embate y pienses en los tiempos en que los ahora ogros fueron jóvenes. En efecto, ese jefe del hogar que parece la oxidación perpetua, alguna vez tuvo piel lozana y cabello abundante. Fue alguien que acostumbraba a lanzar bromas entre los amigos y alguien que acudía a fiestas para bailar. Alguien que gastaba su dinero en discos que ahora tú atesoras y alguien que posiblemente renunció a sus sueños para darle un sustento a su pareja e hijos.

La vida es jodida, no hay forma de negarlo. Lo es al menos para una parte considerable de la humanidad. Y eventualmente llega ese punto en el que uno debe definirse. Se trata de la crisis donde los senderos se bifurcan. El momento en donde un hombre debe decidir entre perseguir lo que le ilusiona o ceder ante sus responsabilidades, aquello que le corresponde.

Algunos son afortunados y logran labrarse un camino, en el mejor de los términos, en el área que aman y les colma el espíritu. Tristemente la mayoría no son así. Es el caso de los padres cascarrabias, quienes tuvieron que renunciar de manera definitiva a las fantasías que alguna vez tuvieron. Dedicarse a la música. Viajar por el mundo. Cumplir la misión de escribir un gran libro… todo eso de pronto desaparece. La dureza de la realidad los orilla de conseguir un trabajo que no les gusta, en donde tienen que ser parte de cadenas alimenticias injustas, un pequeño infierno que no obstante les ofrece el dinero con el cual han de sostener a sus descendientes. Los que acaso, con suerte, puedan alcanzar lo que a ellos se les privó.

Visto así, el padre cascarrabias es un héroe velado. Alguien que sufre por dentro y que nunca expresa directamente lo que le acongoja. Detrás de sus rabietas se esconden esos días perdidos. La conciencia de que no les queda mucho más, salvo continuar durante años en una dinámica que a cada paso les carcome más y más el alma.

El abandono no es posible. No pueden dejarlo todo e iniciar de nuevo en otra ciudad. Ya no son jóvenes ni solteros. Tienen deudas y seres pequeños que dependen de ellos. Niños inocentes que van a la escuela sin saber que alguien se parte el lomo para que ellos puedan tener uniforme y un conjunto de libretas.

Bruce Springsteen padeció mucho de la sombra paterna. Una situación extrema que nadie debería experimentar. En todo hay límites y desde luego no deben tolerarse a los padres que maltratan ni asfixian a sus familias. El autor de “Born to Run” sufrió en serio por un señor que lo atormentaba y que de diversos modos le aplastaba el corazón. El recuerdo fue una maldición que Bruce cargó durante años y para la cual tuvo que tomar terapia, aunque nunca pudo dejar de estimar a su viejo. En “My father’s House”, una de sus canciones más personales, revelaba cómo los recuerdos de su padre y de su infancia continuaban junto a él, acompañándolo. Con todo y el bacanal de emociones que ello supone. Un vacío muy complejo.

La casa de mi padre brilla con fuerza
Permanece como un faro llamándome en la noche
Llamándome y llamándome, tan fría y solitaria
Brillando al otro lado de esta oscura autopista donde nuestros pecados yacen sin expiar…

En una entrevista Steven Van Zandt, el mítico guitarrista de la E Street Band, describió como Doug, el padre de Springsteen, era alguien que inspiraba verdadero terror entre todos. Era un tipo que quedó trastocado después de haber participado como conductor en la Segunda Guerra Mundial. A menudo desempleado, Doug nunca se recuperó una vez que volvió a sus tierras. Al coctel había que sumar un temperamento fuerte producto de sus orígenes irlandeses y escoceses que eran verdadera dinamita en su concepción de entender lo que le rodeaba.

Van Zandt ofrecía una explicación a carácter explosivo de Doug y de todos aquellos hombres que pertenecieron a la generación anterior a la de él y Bruce. Básicamente era una forma de entender a los padres cascarrabias y la lógica que hay detrás de ellos, con las variaciones que suelen presentarse de código postal a otro.

“En aquellos tiempos todos los padres daban miedo”, dijo Van Zandt. “Si lo piensas ahora, hay que ver el tormento que les hicimos pasar. Mi padre, el padre de Bruce… aquellos pobres tipos jamás tuvieron una oportunidad”.

Para esos padres de familia, que venían de trabajar en el campo, las fábricas o de pelear en la guerra, debía ser una verdadera calamidad ver que sus vástagos se negaban a atender a las más mínimas indicaciones. “Que sus hijos se convirtieran en aquellos freaks melenudos que no querían participar en el mundo que habían construido para ellos… ¿te lo puedes imaginar?”.

Sus padres había tenido que derramar sangre y lágrimas desde los campos de batalla para defender a su país, mientras ellos se dejaban el cabello largo, se despertaban tarde y vagaban con amigos y chicas sin asumir ninguna encomienda salvo el rock and roll, tal postura chocaba por completo con lo que sus antecesores genealógicos podían encajar.

Nadie es responsable de la felicidad ajena y estamos aquí para hacer lo que nos venga en gana. Pero conocer ese tipo de detalles hace que comprendamos a los papás, tan poco valorados e incluso vilipendiados como los malos de la película, cuando merecerían más bien un reconocimiento.

Hay un episodio de la serie “Los años maravillosos” que lo refleja a la perfección. Se llama “La oficina de papá”, un gran ensayo televisivo de lo que significa ser jefe de familia. De cómo el ambiente laboral y las obligaciones llegan a trastocar para siempre el ánimo de alguien que, a fin de cuentas, alguna vez también fue como nosotros. Alguien que tuvo que cambiar por caprichos de las circunstancias. Ese callejón sin salida al que llamamos madurez.

La personalidad de nuestros padres no es casualidad. Y si de repente los notamos demasiado serios o enojados no es porque sean malas personas ni porque les caigamos fatal. Al contrario. Es porque han sacrificado su juventud (ese lado mágico y ebrio) para darnos un porvenir. Un acontecimiento durísimo que acaso libren desde una oficina que odian.

El ciclo de la vida ni más ni menos. Al que quizás todos tengamos que llegar de manera irremediable, por mucho que intentemos remar hacia atrás.

El auge de los tontos útiles

El auge de los tontos útiles

 

tontosútiles

En el ámbito político se conoce como tontos útiles a aquellos seres que, sin darse cuenta, le hacen el juego a determinados grupos políticos que a través de sutiles hilos de adoctrinamiento, logran hacerse de un séquito de luchadores; peones involuntarios que sin retribución alguna dan la vida por causas más siniestras de lo que sus apologistas alcanzan a ver. Lacayos que se sienten parte de un movimiento que secretamente los mira con desdén y que en cualquier momento puede lanzarles un sablazo.

El origen del término no queda claro. A nivel popular se le atribuye al dictador Vladimir Lenin, pero no existe constancia seria de que él la haya utilizado alguna vez. En cualquier caso, suele aplicarse a simpatizantes del socialismo o del comunismo más rancio, quienes sin reparar en su condición acaban nutridos por consignas por las que luchan ahí a donde quiera que van.

Aquí hay que marcar una diferencia. No toda la izquierda puede encapsularse en dicha categoría. Dentro de ese espectro hay seres pensantes quienes se apegan a la evidencia y que saben identificar cuando los de su propio campo se equivocan. No temen cuestionarse a sí mismos ni a los además. Saben rectificar y elevan la voz cuando aquellos a los que apoyaron terminan por fallarles. Su voto no confiere una carta blanca a nadie y desde el primer día se convierten en opositores de lo errado. Ojalá todos fueran así.

El tonto útil en cambio es un duendecillo voluble que cambia de marcha dependiendo del son que le marque la élite a la que se subordinan. Un día son entusiastas de la autonomía de la educación pública, pero al otro día solapan la baja presupuestaria de las universidades y pueden menoscabar su existencia si es que así conviene a los intereses de los camaradas en el poder.

El tonto útil podrá haber sido en el pasado un férreo detractor de las Fuerzas Armadas, pero pronto hallará alguna acrobacia discursiva para defender su posición como garantes de la seguridad pública si es que así lo dispone la nueva directriz de la administración.

Detectar a un tonto útil es muy sencillo en la actualidad. Se encuentran repartidos en amplios espectros de la vida en sociedad, defendiendo causas (en teoría) indefendibles a través de torpedos dialécticos que dirigen sobre aquellos que les ha marcado alguien de más arriba (aunque no sean conscientes de ello).

Se suman a campañas virales, golpetean desde sus espacios de hormigas obreras, reciben aplausos de los camaradas. Se entronan en una pedantería bastante chueca.

Estos reclutas de la política apuntan contra las instituciones, así como se enfrentan a las voces críticas y a los inconformistas que osen ir contra la corriente del amado líder. Lo hacen con un manto de supuesta independencia intelectual ya que se ven a sí mismos como entes ajenos a la manipulación. No se dan cuenta que ellos mismos llevan enraizado un virus que les fue inoculado a través de refinadas maniobras de ingeniería política por parte de la cúpula y sus ideólogos.

Los tontos útiles que mejor saben moverse en la indecencia son absorbidos por la jefatura. Su vocación de lamebotas encuentra al fin una recompensa cuando entran en la nómina del sistema. A veces acaban por darse cuenta de su condición. Pero por orgullo o conveniencia les cuesta trabajo rectificar. Permanecen montados en el burro, atendiendo únicamente a lo que favorece a la doctrina. Enarbolan con orgullo lo que antes les hacía saltar como babuinos. Ni siquiera optan por un honorable y comprensible silencio, vociferan y pasan de ser Dr. Jekyll a Mr. Hyde sin ningún empacho. Tener una subsecretaría vale más que la congruencia.

Eso sí, estos jornaleros no suelen subir demasiado en el organigrama. Los beneficiarios de su sacrificio, los que en verdad mandan, saben que lo mejor es dejarlos en el coliseo de la podredumbre, ahí donde luchan con ferocidad y ponen el pecho al estercolero. Todo sin reclamar ni tocar nunca con el pétalo de rosa a quienes les tienen ahí.

Son ellos los más repudiables y siniestros, también los más hábiles. Los que pululan en redes sociales y medios de comunicación: la primera línea de la barbarie con una impostada superioridad moral que, por desgracia, muchos les compran.

A la par existe otra estirpe. Ludwig von Mises los llamaba inocentes útiles (aunque igual lo atribuía a la jerga comunista). El economista austriaco consideraba que ellos eran simpatizantes “confundidos y mal orientados” quienes se horrorizarían si vieran los fines últimos de aquellos a los que secundan. Se podría decir que son demócratas auténticos que desafortunadamente se dejan seducir por figuras que solo son rectos en la superficie. Gente bienintencionada, que apela a las causas justas de fondo, que sin embargo sirven a lobos vestidos de corderos.

Con ellos vale la pena entablar un acercamiento y dar la lucha. Hay que respetar sus posiciones y encontrar los puntos en común a partir de los cuales se puede establecer un diálogo fructífero.

Es difícil que cedan en un principio e incluso es difícil que rectifiquen a largo plazo. Han entregado años de su vidas y convicciones a causas que de pronto pueden revelarse como fraudulentas. Es complicado encajar algo así. Por eso pueden parecer irracionales en algunas ocasiones, cegados ante una realidad que se convierte en un balde de agua fría para su idealismo.

Y aun así son los que pueden llegar a reaccionar a la altura de su nobleza, los que guardan dignidad en el pecho. Si el debate es respetuoso y adecuado, se convierten en insurgentes capaces de dar la vuelta y decir ‘no’ a quienes han traicionado los principios de la honradez y la justicia.

Quienes conforman la regencia no tienen que recurrir a la vulgaridad de las contrataciones en masa. Tampoco tienen que amenazar. Ni siquiera tienen que ceder un pedazo del pastel si es que logran imbuir la distorsión en una parte del pueblo.

Identificar dicha dinámica es pertinente en una época como la actual, donde desde distintos flancos en el mundo se conforma un frente lleno de abyección en donde ya no importa tanto la benevolencia sin distinciones, sino causar división y encono entre hermanos.

Los individuos haremos bien si les amargamos la fiesta. Si en vez de pelear, nos unimos como ese contrapeso tan útil que es la lucha como ciudadanía. Esa que sabe que por encima de cualquier político está el país que nos pertenece a todos.

 

El PRI y el PAN siguen en la lona

peña anaya

Andrés Manuel López Obrador permanece en estado de gracia. Con sus errores y aciertos, sabe que aún se encuentra en un día de campo prolongado. Algunas de sus decisiones han causado crítica en redes sociales y entre determinados especialistas; e igualmente algunas de las medidas de su partido han sido frenadas por las minorías que hay en las cámaras y por el cortocircuito que tienen con las leyes… pero en el fondo sigue teniendo un crédito enorme tanto por la popularidad que lo respalda, como por otro hecho fundamental: el resto de los partidos sigue a la deriva a nivel discursivo e incluso ideológico.

El declive del PRI, PAN y PRD, otrora los grandes partidos, no comenzó en las pasadas elecciones federales. El desgaste vino de años atrás, en un consabido proceso de descomposición que la ciudadanía no soportó más. Tras décadas de succionar lo que se podía desde posiciones de poder, los políticos de dichos partidos entraron en una dinámica en la que la práctica del despilfarre se convirtió para ellos en la normalidad.

La pillería, el influyentismo y el agandalle eran la pauta, una cotidianidad que probablemente ni siquiera los políticos percibían en su justa dimensión de tan habituados como estaban a ella. Tal conducta es lamentable y aunque los ciudadanos lo vieron como una realidad durante décadas, jamás se acostumbraron a ser dominados por un régimen corrupto.

Si hay algo que hay que agradecer a la irrupción de Morena —más allá de sus evidentes yerros metodológicos— es que como formación rompieron de tajo una forma de entender la política. Habrá que ver si al final cumplen (se están estrenando en las grandes ligas y el paso del tiempo tiende a marchitar los ideales), pero al menos discursivamente instalaron la idea de que ellos no iba a abusar de sus privilegios y que, por el contrario, iban a reducirlos en beneficio de quienes a final de cuentas ponen el dinero: los mexicanos de a pie, esos que están a la espera de algún estímulo a sus esfuerzos.

Por ahora hay síntomas preocupantes que desmontan la pantalla. Morena no es un partido conformado precisamente por jóvenes y en la cúpula del mismo hay algunas figuras cuestionables que por su larga trayectoria tienen una cola con la que pueden tropezar. También hay quienes se niegan a renunciar a sus prerrogativas, no al menos de forma radical. Hay otros elementos, en cambio, que sí representan, al menos, un rostro fresco. Sea como sea, el movimiento de López Obrador ha sabido capitalizar la idea de austeridad y no son pocos los que se la compran.

Por tal motivo los partidos tradicionales tienen complicado resurgir. Más allá de algún chispazo que puedan tener en entrevistas o en tribuna (Romero Hicks, Claudia Anaya y Enrique Alfaro los tienen y los tendrán), es difícil que la mayoría les crea. El agotamiento es tan grande que, sin importar las reformas o los cambios de dirigencia, es poco viable romper un estigma ya muy arraigado. En cuanto a percepción, cualquier voluntad queda anulada por la sombra de un pasado que fue ingrato para los votantes.

Las élites de cada formación, además, no han sabido dar un paso al costado y, muy al contrario, mueven aún hilos a la sombra, sin que por ello sea invisibles al escrutinio público. Es por aquello que Andrés Manuel y su comitiva les tienen comida la moral.

Para el PRI, PAN y PRD parece haber solo una forma de volver a la vida: esperar a que Morena caiga en equivocaciones y excesos para erigirse, entonces sí, como la antigüedad confiable. Se trata de una de las tretas más tradicionales y siniestras de la política (en la que izquierda y derecha han caído, en mayor o menor medida), confiar en el fracaso ajeno —y promoverlo— para así cobrar con intereses. La jugada, habitual en varios países, implica torpedear años enteros en los que se desperdician oportunidades para el mejoramiento del país en pos de conseguir un ascenso faccioso. Durante el período de México dentro de la democracia, consolidado hace uno 20 años, se han dilapidado proyectos importantes de ese modo. En Morena lo saben.

Ahora bien, el descrédito de los partidos tradicionales es tan grande que ni siquiera esa movida podría ser suficiente. Incluso podría hundirlos más si se crea la percepción de que están yendo contra los intereses del pueblo, mismos que Morena logró asociar a sus colores.

A largo plazo la manera más probable de ofrecer una competencia real y un contrapeso dentro de la partidocracia, es establecer una nueva formación. Un partido que, al menos en apariencia, esté desligado de huellas de infamia, esas con las que el poder dominante logra desarticular fácilmente cualquier propuesta ajena con la autoridad ética que proclaman tener.

Por ahora los únicos que han levantado la mano son Felipe Calderón y Margarita Zavala, con una posible evolución de Libre, la asociación que fundaron hace meses. Habrá que ver si logran un proyecto seductor e incluyente que pueda conjugar nuevos simpatizantes y agrupar a los inconformistas que ahora mismo se encuentra desperdigados.
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Publicado originalmente el 10 de diciembre de 2018.

Halcones y palomas en el equipo de AMLO

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En el ámbito político los términos “halcones” y “palomas” se utilizan para designar a dos tipos de posturas dentro de la acción administrativa. Los halcones están tirados a la guerra, al conflicto, mientras que las palomas son, como es obvio, quienes se manejan de forma pacífica.

Ampliando el espectro, los halcones pueden ser tomados como figuras propensas a una astucia maquiavélica que se mueve, sobre todo, en función de intereses. Son aquellos de tendencias obscuras, cazadores que no son de fiar y que dentro de sí guardan inquina, una doble cara y una habilidad para picotear (la traición) a quien sea si ello implica un ascenso del poder. Hay que tener cuidado, para ellos la política es un móvil para conseguir objetivos no siempre loables, sino que convienen a lo que ellos pretenden empotrar. Sus plumas están presentes en bandos enemigos y no temen usar recursos deshonestos para trascender. No es raro que se vean envueltos en conflictos fratricidas en su desesperado intento por subir en el organigrama.

Las palomas, por otro lado, son quienes, con sus luces y sombras, ven la política como lo que debería ser, una manera de servir a la ciudadanía. Guardan dentro de sí, o al menos eso parece (nunca hay que meter las manos al fuego por un político), un genuino interés por contribuir al desarrollo de la nación, si bien en el trayecto también cosechan ganancias personales. Son los que se sacrifican si ello trae un beneficio y son los de trato suave. Pueden tener ideas equivocadas y el espectador puede no estar de acuerdo con ellos en aspectos centrales, pero en esencia sus movimientos perfilan un encomiable esfuerzo por mejorar lo que hay.

Las palomas saben detectar a los halcones y viceversa. Dentro del equipo tienen que convivir. Se miran con reservas los unos a los otros. Hay apretones de manos y sonrisas entre ellos. No suelen mezclarse, eso sí: se miran con recelo. El líder los pone juntos porque no le queda de otra. Las circunstancias son apremiantes y es imposible prescindir de alguno de los dos extremos.

El estadista, si es sabio, habrá de identificar a los halcones y a las palomas que tiene cerca. Y debe colocar a sus aves de forma tal que exista un balance. De los halcones es difícil deshacerse ya que son aún más peligrosos cuando están despechados. La tarea es darles un poco de carne que los tenga satisfechos y que al mismo tiempo limite su margen de maniobra.

Hay una tragedia. Las más de las veces los halcones acaban por imponerse a las palomas. Los primeros llevan la ventaja de no temerle a la sangre. Atacan y hacen uso de la trampa para ganar. Las palomas, por su sentido ético, son mesurados, no cruzan una línea que tristemente las pone en desventaja.

Andrés Manuel López Obrador tuvo el gran acierto de conformar un gabinete rebosante de palomas. Buena parte de las Secretarías de Estado serán encabezadas por académicos y profesionales con los que, aunque uno no siempre coincida en línea ideológica, son gente ajena a la inmundicia.

No obstante, en el árbol genealógico hay espacio para lo tétrico. Y no conforme con eso, ocupan posiciones clave que pueden causar cismas a placer. No siempre están al frente de Secretarías, están más bien en sectores tirados a la directiva burocrática, planos en donde influyen bastante en el devenir colectivo. La grilla para ellos está puesta en la mesa. Quisiera pensar que el tabasqueño los puso en donde están por aquella sabia lección que tiraban los Corleone. “Mantén cerca a tus amigos, pero aún más cerca de tus enemigos”. O, lo que es lo mismo, mantén cerca a los halcones para que no acechen en las afueras hasta hacer carroña del proyecto naciente.

Durante el presente sexenio habrá que estar pendiente de los movimientos que se den dentro de los círculos de Morena y del Gobierno Federal en particular. Será preocupante si los halcones ganan demasiado terreno. Las palomas deberán ser astutas y hacer nuevas incorporaciones ya que, al menos a priori, están en desventaja numérica contra su depredador natural.

En este caso la palabra final la tendrá el presidente que mayor respaldo ciudadano ha tenido en la historia moderna de México. Un factor que si se usa con sabiduría puede domar a cualquier especie que se alborote en el camino.

Halcones: Ricardo Monreal, Yeidckol Polevnsky, Héctor Díaz Polanco, Gerardo Fernández Noroña, Manuel Bartlett, Martí Batres, Dolores Padierna, Javier Jiménez Espriú, Mario Delgado, José Manuel Mireles, Napoleón Gómez Urrutia, Nestora Salgado, Félix Salgado Macedonio, José María Riobóo, Paco Ignacio Taibo II, Alejandro Encinas, Germán Martínez, John M. Ackerman.

Probables palomas: Marcelo Ebrard, Maria Luisa Albores, Luis Cresencio Sandoval, Héctor Vasconcelos, Tatiana Clouthier, Carlos Urzúa, Jesús Seade, Delfina Gómez, Alfonso Romo, Luisa María Alcalde, Graciela Márquez Colín, Jorge Alcocer Varela, Gerardo Esquivel.

La remarcable del subrayado

elvis letters

Entre los lectores surge a menudo un debate sobre la conveniencia de subrayar o no los libros. Una polémica un tanto estéril que ya debería encontrar un consenso: sí, los libros deben rayarse. A ser posible también deben besarse y ofrecerles una que otra bebida.

El subrayado, como parte de la primera lectura, intenta de algún modo retener una emoción que poco a poco se disipa. Brindar una pista a nuestra versión del futuro para que así se pueda extender lo que alguna vez causó un quiebre en la niebla.

Se trata de encapsular, dar con el descubrimiento, una caza de letras. Enmarcar la genialidad. No concebimos que las palabras se pierdan al cerrar el volumen. Luego de tantas páginas recorridas viene la urgencia de tener indicios de lo otrora camuflado.

Subrayar es, también, dar con un hallazgo similar al de un trébol de cuatro hojas o de pronto agarrarle forma a una nube que andaba desperdigada por el cielo. Pero al final el que se descubre es el propio lector. Observar los subrayados en una biblioteca revela mucho de quien la administra y es posible que lo que fue digno de atención para uno sea totalmente intrascendente para alguien más.

El cineasta japonés Akira Kurosawa era un entusiasta del arte ceremonioso del subrayado. Era tal su devoción que incluso sugería a su público nunca acometer el acto de la lectura acostado en la cama. La forma apropiada, creía, era hacerlo desde un escritorio, ya que eso permitía subrayar y tomar notas con propiedad. Para él la lectura era una actividad paralela que iba acompañada de la creación. En libretas anotaba reflexiones y sensaciones que le dejaban los libros que pasaban por sus manos; de ahí salía buena parte de la inspiración que ponía en sus películas. Al igual que con los sueños, ese dictado que le trascendía culminaba al poco rato en obras que, no obstante la raíz, eran muy personales.

La lectura permite un trance mental a partir del cual surgen nuevas posibilidades de acción. Leer lápiz en mano se vuelve una necesidad por si acaso llega el instante de alumbramiento, una ráfaga que impulse la escritura al margen de la hoja.

Algunos carcas creen que hay que respetar al libro dejándolo inmaculado. Y aunque esto bien podría aplicarse a ediciones de alto valor histórico (no va uno a rayonear una primera edición de Valle-Inclán heredada por el bisabuelo), lo mejor es respetar al contenido ofrecido por el autor, no al material en donde viene impreso. Así, hacer anotaciones al margen implica honrar a la literatura poniendo en vitrina las perlas que ofrece.

Dejar la pasividad, simular un diálogo. Contrapuntear al escritor a través de las páginas. Poner flechas, dibujos, algún garabato de insinuación. Leer un libro sin apenas intervenirlo es dejarlo vestido y alborotado, sobreprotegerlo. Dejar encerrada en su casa a una mujer que se había perfumado y puesto ropa bonita.

Dicho esto, para subrayar hace falta un mínimo de criterio. En el caso de los libros hay que abstenerse de los marcatextos, aunque por su nomenclatura parezcan destinado para la tarea. El lápiz se erige como el instrumento idóneo. Permite escribir, subrayar con precisión y dejar un rastro delicadeza, sin que el papel se vuelva la sucursal de un payaso. Con el noble grafito incluso se puede borrar el rastro de alguna torpeza.

Si lo que se pretende resaltar supera las tres líneas, lo mejor no es en sí el subrayado que en su prolongación podría quedar chueco, sino poner un asterisco al margen para destacar al párrafo o emitir una llave, línea sinuosa acostumbrada a la programación y a la matemática, aburrida de tanto sostener conjuntos, a la que, al fin, se le puede dar un respiro en el mundo del literario.

El subrayado exige buen ojo crítico, espíritu de cazatalento, don para elegir. Al leer a un genio surgirá la tentación de subrayar páginas enteras (a todos pasa), pero no se trata de eso, la tarea va más en plan aforístico que de coloreo.

Si no se cuenta con algún marcador, se está desarmado ante la lectura. Nos pasa sobre todo a los de poca memoria. El avance de cada línea se siente similar al salir a pescar sin una caña, un paseo por el campo sin que se permita recolectar una sola fruta.

Subrayar es, en definitiva, establecer un vínculo con el autor. Una extraña forma de abrazo que trasciende al espacio y al tiempo. Un reconocimiento en miniatura a lo escrito. Y ofrece conveniencia a la par. La vida es corta y no da tiempo para releer mucho los libros, las marcas que dejamos es una forma de simplificar el proceso y así, cuando se vuelva a cierto título, tener un recordatorio de aquello que alguna vez nos transformó en lo que somos ahora.

El valor de lo innecesario

Parte importante de la vida se encuentra en aquello que no se necesita. Tan sentimentales como somos, no vamos a conformarnos con lo funcional. Ni que fuéramos máquinas soviéticas. Lo extra guarda mucho valor. En ocasiones viene de maravilla recurrir a la floritura, al encanto añadido. Hacer de la acción una artesanía, cual futbolista que pudiendo rematar de primera, prefiere hacer un recorte o una pirueta antes de anotar el gol. Ahí el toque mágico, una rimbombancia que no era requisito y que por ese motivo se vuelve una ofrenda para el espectador.

No se trata, desde luego, de celebrar el exceso de mal gusto, una costumbre tan dada entre quienes carecen de brújula espiritual. Es, más bien, celebrar el plus que da justo en el blanco, la temperatura adecuada que eleva nuestro destino.

La estética en general va por tal rumbo. De ir más allá y causar deleite en lo que antes era simple herramienta. Un ejemplo básico es el uso de la corbata, artilugio poco científico que, sin embargo, lleva a quien lo usa a otro nivel. Quienes deliberadamente reniegan de ella en eventos formales, así sea por cuestiones de comodidad, pierden de vista que el tren se les va por desidia y por no atender a rituales que en lo frívolo consiguen sostener la gracia social.

Pasa también con el reloj de pulsera, cuyo uso está en peligro de extinción, un síntoma inequívoco de la decadencia de la humanidad. Para qué gastar dinero —piensan algunos mocosos— en un instrumento que, además de pesar en la muñeca, ofrece la misma información que se puede obtener de un celular dosmilero. Craso error. El reloj no solo ofrece la hora, se trata de un símbolo, una encapsulación del tiempo, una manifestación de estilo y posición ante la realidad. No es necesario, es mucho más.

Las mujeres son especialistas en el tema. Sobre todo aquellas que a diario alumbran el camino gracias a los detalles que, pudiendo no tener, lucen ante ante la mirada atenta sin griterío. Ese moñito que tienen de adorno en el cabello es una de las bases de la civilización, al igual que los aretes coquetos con los que resumen pura ternura.

Habla muy bien de la especie el hecho de que algunas chicas usen perfumes y cremas en rincones exclusivos para el amante, un guiño que realizan a diario aunque acabe por descubrirse apenas en algunas fechas al año. Ellas, sin darse cuenta, están salvando el mundo. Que Borges lo ampare.

Esta gente es la que inspira. El niño que, además de ir a la escuela, decide inscribirse en clases de música por la tarde. Tocar una sonata de Grieg no es condición para entrar a ningún lado, pero él no lo hace por tal recompensa o un objetivo concreto; no busca la mera supervivencia, lo hace por convicción, por acariciar lo sublime. Porque dentro de sí hay una llama que le pide salir de la inmediatez. Se mueve por la actitud que distingue al hombre de la bestia.

Alguna joven de Puebla transcurre en algo similar. Va y compra pinceles especiales para crear un retrato. No se conforma. Tiene mucho que decir y por tanto se esmera. No usa una brocha aleatoria, no apuesta por la ocurrencia. Sabe de sutilidades, del universo que existe entre el Serie 2 y el Serie 7, entre el 1.2 y el 1.3, de la diferencia que significa usar una marca u otra, una vocación milimétrica. Quizás nadie lo note, salvo los de su propia naturaleza, pero la satisfacción personal es lo que la separa del resto.

Por si fuera poco, la actividad innecesaria da espacio al milagro. Es asunto de probabilidad, entre más se haga al tonto, más opciones hay de que de pronto suceda lo extraordinario. Los genios y los artistas parten de ello. No hay que hacer solo lo que se requiere. Hay que estar ahí picando piedra, hacer el ridículo con algún trapo para ver si en un chispazo ocurre la combinación exitosa.

Ludwig Wittgenstein lo expresaba de manera puntual. Decía que gran parte de lo que escribía no aportaba mucho si se le aislaba, aun así era contenido indispensable porque era lo que daba pie, de pronto, a un instante de luminosidad. Esas palabras inocuas eran “como el ruido de las tijeras del peluquero, que debe mantenerlas en movimiento para hacer con ellas un corte en el momento preciso”. Lo innecesario era, pues, importantísimo.

Wittgenstein

El espejito de sobreanalizar

“Not everyone is an artist but everyone is a fucking critic”
Marcel Duchamp

En la tarea de la crítica existe una especie que resulta particularmente graciosa. Son aquellos opinólogos que tienden a sobreanalizar cuanta obra se cruce en su camino. El objeto analizado es una mera excusa para que ellos den rienda suelta a la portentosa erudición que cargan y que ofrecen a los lectores en un ejercicio de magnanimidad por el cual deberíamos estar agradecidos.

Este tipo de emisarios de la intelectualidad se encuentran encumbrados en los medios y en la academia. Son, además. grandes reivindicadores del lenguaje ya que usan palabras que han sido discriminadas durante años para ponerlas de nuevo sobre la palestra.

Les da igual que nadie les entienda, eso no les va a arruinar la oportunidad de hacerse los listos ante las mentes inocentes de turno. Por ello usan estructuras enrevesadas y toman prestados tecnicismos de otras disciplinas como la botánica y la geofísica para aplicarlas a estudios comparativos sobre películas de Marvel y Cantinflas.

Los sobreanalistas ven cosas donde no las hay. Por ejemplo, para ellos alguien que usa capucha resulta ser una representación de la Virgen y el paso de una hoja seca en un cortometraje tiene, a su parecer, un anclaje con la mitología nórdica.

Hay que decirlo: estas figuras a menudo le hacen un favor a lo que pretenden revisar ya que les dotan de una profundidad que no tenían de antemano. Los autores son los primeros sorprendidos: aquellas líneas que tiraron de relleno en una noche de resaca están compuestas, según los cuentistas, de una complejidad que ellos nunca vislumbraron a la hora de dar un par de tecleos poco inspirados.

En una conversación con John O’Brien, David Foster Wallace hacía referencia a esa manía de algunos críticos por examinar, de manera casi onanista, las novelas ajenas. Ambos coincidían en que era difícil tomarse en serio a tales personajes. Foster Wallace decía que no los entendía, que era incapaz de seguir los razonamientos que hacían sobre sus trabajos. «No soy capaz de ver en mi versión de mi texto ninguna de las cosas que ellos ven; en ocasiones son bastante impresionantes, de un modo me pregunto: de qué diablos están hablando».

El escritor estadounidense decía que con ellos no tenía problema porque, de verdad, no les captaba ni una sílaba. No sabía ni qué reclamar.

Es válido tomar una obra y a partir de ella recrear significados y expandir la imaginación, muchas veces superando en calidad al objeto de estudio. A menudo resultan lecturas admirables que conllevan mayor grado de creatividad que aquello de lo que partieron sin que nadie le dé la etiqueta de genio a los críticos, esa estirpe tan frecuentemente minusvalorada.

Otra cosa es que pretendan que tomemos en serio todo lo que dicen y que busquen erigir, en algunas ocasiones, un canon que limita un libro o una cinta a una versión retorcida que ni siquiera casa con la cosmovisión de quien hizo la propuesta original. Al final se vuelven enemigos de la cultura. En lugar de promover, desincentivan el acercamiento al producto que destruyen.

O peor aún, y eso sí es más condenable, que por una simple vanidad compliquen las realidad con palabrería que no va a ningún lado. En ese caso el objetivo no es el de iluminar la perspectiva sobre una obra, agregar capas conceptuales ni ofrecer nuevas rutas para debatir, se trata de un bochornoso truco que trata de exhibir una alta cultura que no es tal.

La persona sensata sabe medir las palabras y abordar un tema sin perderse en ínfulas masturbatorias como hacen los esnobs. Esos que buscan un protagonismo insoportable y mantenerse enchufados a los congresos de provincia.

duchamp

John Lennon y la revolución escéptica

La mejor canción de John Lennon en materia política salió a mediados de 1968. Al menos es la que mejor refleja la importancia de mantenerse despierto y con independencia intelectual. Está muy por encima de “Imagine” o “Give Peace a Chance”, que pecan de ingenuas e incluso de incongruentes respecto a la personalidad que el autor ostentaba en su vida íntima.

El tema al que me refiero se trata de “Revolution“, surgida en un principio como una tonada lenta llamada “Revolution 1” (la versión que aparece en el Álbum Blanco), pero que a instancias de Paul McCartney y George Harrison fue reconfigurada para ser más eléctrica y movida con vista para su lanzamiento como sencillo.

La gran relevancia de esta composición (además de ese inicio frenético y el sonido robusto de la guitarra en todo momento) es que la letra invita a una actitud que debería ser más frecuente a la hora de analizar la realidad: el escepticismo.

La izquierda tomó este tema como una traición ya que su discurso va, de cierto modo, en contra del pensamiento de masas, esas protestas sociales que son más viscera que cerebro.  Y, como suele pasar, el progresismo casi desafilia al buen John Lennon de la Liga de la Justicia. Pero en su contenido no es hay nada de malo, al contrario. El Beatle invita a algo tan sano como dudar y no tragarse el discurso del enésimo iluminado que dice tener la fórmula mágica para cambiar el mundo.

Las líneas memorables en “Revolution” se suceden una tras otra. En términos generales promueven el uso de la razón. A no ir tan fácil con las multitudes y a cuestionar como individuos.

El camino al infierno está lleno de buenas intenciones. No basta con tener deseos bondadosos y decir que todo será paz, armonía y felicidad. Hay que mostrar cómo se llegará a eso. De otro modo esas “revoluciones” que pretenden cambiarlo todo de golpe más bien acaban por empeorar la situación. La historia nos ha mostrado que casi siempre es así. Cualquiera que derrumba todo lo que hubo antes sin ningún tipo de distinción deriva en un desastre.

Aplica también para las ofertas políticas. Es necesario tenerlo en cuenta en una época donde abundan los caudillos modernos, quienes creen que la suya es la única vía y que con su llegada al poder todo mejorará solo porque sí.

Hay que temer de aquellos que buscan imponer medidas milagrosas. La realidad es compleja y no atiende a ocurrencias ni a improvisaciones. Los mejores resultados para la humanidad han llegado a través de las instituciones, la coordinación entre fuerzas opuestas y el análisis serio. No a través de mesías que creen que todo se remedia por medio de la voluntad.

Lo cierto es que las cosas no van tan mal en el mundo como a veces creemos. De hecho van por buen camino. Falta mucho por mejorar y quedan aspectos urgentes por cubrir, pero quien no vea el avance que ha ocurrido con el paso de las décadas (en asuntos tan fundamentales como la reducción de hambre y pobreza, así como los pasos enormes en materia de salud) simplemente está cegado ante la realidad.

Los mayores logros de la humanidad han llegado a través del trabajo duro, la sensatez y el apego a la ciencia. No a revueltas estériles promovidas por gente inmadura que va de genio por la vida cuando más bien deberían ponerse a reflexionar.

Todos queremos cambiar al mundo, pero como menciona John Lennon: no son enchiladas (bueno, más o menos algo así dice). A todos aquellos que digan tener la “solución” y que te piden contribuir con la causa, hay que pedirles que muestren su plan para revisarlo. No hay que tirarse al vacío por seguir al charlatán en turno. A fin de cuentas todos aportamos desde nuestras minúsculas trincheras y no debemos sentirnos culpables por ello.

Desde luego no hay que conformarse ni sentirse satisfechos con lo que hay. De nuevo: hay mucho trabajo por hacer. Todavía hay gente que muere de hambre en el mundo (menos que antes, pero sigue siendo un número aterrador) y mientras eso suceda hay que redoblar los esfuerzos. No desmontando todo, sino seguir las prácticas que han mostrado resultados positivos y desechando lo que no funciona.

Una de las mejores partes de “Revolution” es la parte que señala: “Dices que quieres cambiar la constitución… bueno, nosotros queremos cambiar tu cabeza”. Con esa gran ironía John Lennon nos muestra cómo hay que actuar ante esos embusteros que conocemos en nuestro entorno: burlándonos de ellos. No idolatrando como hacen algunos ni tampoco siguiéndolos con fe ciega, como los que andan por ahí (¡todavía!) a la estela de las consignas de Mao.

Con el pasar del tiempo la visión de John Lennon cambiaría. Y de hecho se desdijo un tanto del contenido de “Revolution” para ser una presa más del ambiente utópico de los setenta (era un idealista un tanto contradictorio). Pero en la entrevista que dio a Playboy en 1980, poco antes de morir, la reivindicaría como respuesta ante las revueltas destructivas.  “La letra sigue vigente. Sigue siendo mi postura respecto a la política. Quiero ver el plan. (…) Ya sea un derrocamiento en nombre del cristianismo o del marxismo, quiero saber qué vas a hacer después de derribarlo todo. Quiero decir, ¿no podíamos usar algo de lo que había antes? ¿Qué sentido tiene bombardear Wall Street? Si quieres cambiar el sistema, cambia el sistema. No está bien dispararle a la gente”.

El John Lennon maduro le lanzaba un guiño a quien fue en la juventud. El muchacho que todavía en 1968 se reía en la cara de todos aquellos que pretendían arreglarlo todo con mera palabrería.

Su mensaje es válido y actual. Resuena todavía en casi cualquier espectro de la geopolítica. De Cataluña a Estados Unidos, pasando por México y Venezuela. Todo resumido en una canción tan genial que hizo gritar a Paul McCartney de la emoción.

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