Bob Dylan y el arte del insulto

Foto: Al Clayton

Quienes maldicen a la ligera pierden impacto en cada nueva carga. Caen en lo genérico, en la rutina. Se vuelven aburridos. Los insultos lapidarios vienen de las personas de pocas palabras, aquellos que no abren mucho la boca, pero que, como volcanes, lanzan eventualmente toda la inspiración contenida. Pasa con los viejos cascarrabias de los que nadie sabe mucho hasta que un día rompen el silencio con una ofensa que los vuelve leyendas del vecindario.

Bob Dylan aspira al título de mejor creador de insultos dentro de la música popular. Varias de sus canciones están pobladas del ingenio del rencor. La lírica al servicio del desprecio y el desquite. A falta de entrevistas y apariciones ante medios, la rabia acumulada sale en latigazos musicales que fulminan al interlocutor. Esta habilidad está presente en todas sus épocas, aunque especialmente en su juventud y primera madurez.

En «Masters of War» amenaza a quienes conforman la industria de la guerra. No conforme con equiparlos con Judas, Dylan les desea una muerte temprana (espero que su muerte llegue pronto / seguiré su ataúd / y esperaré a que los depositen / en su lecho de muerte / y permaneceré junto a sus tumbas / hasta cerciorarme de que están muertos) y tira un dardo a su capacidad mental: veo a través de sus cerebros como veo pasar el agua a través de mi desagüe.

Aun con gran virulencia, las canciones de protesta (aunque él renegara del término) no dejan de tener tinte formulaico. Lo mejor de Dylan está cuando se dirige a gente cercana, a personas a las que alguna vez tuvo en estima y luego lo defraudaron. El ejemplo más famoso es el de «Like a Rolling Stone», una canción de regodeo ante la caída de quien antes fue altiva. Más que una frase en concreto, la canción entera es un tour de force contra la frivolidad de la Miss Solitaria. Un festín alrededor de una piedra que cae.

De esa misma temporada es «Positively 4th Street», donde el autor se deschonga y tira sin piedad a una amistad que lo ha traicionado. Eres un caradura al ostentarte como mi amigo, dice, cuando estaba decaído te quedaste parado con una sonrisa. Sé muy bien por qué hablas a mis espaldas, yo solía estar acompañado de la muchedumbre con la que ahora estás tú. La furia está enfatizada por el insulto a la inteligencia que viene del otro lado. Ante ello, Bob Dylan rompe el vínculo, se aleja y expone sus motivos. Me tomas por tonto si piensas que haría contacto con alguien que intenta esconder lo que ni siquiera sabe cómo formular, dice, y sella con las líneas cumbre de la composición, un ‘vete al carajo’ de configuración especial: me gustaría que por una vez pudieras estar en mis zapatos y que solo durante ese momento yo pudiera ser tú. Así entenderías el fastidio que implica verte.

Blood on the Tracks es el álbum de ruptura amorosa de Bob Dylan. En él se muestra vulnerable, atormentado, confundido… y también molesto, como lo demuestra en «Idiot Wind», el cuarto tema. Casi ocho minutos en donde desfoga las cuentas pendientes de una relación estropeada. En medio de la lluvia, el protagonista reprocha a la mujer su nula lealtad, y peor, que se ponga del lado de quienes intentan hundirlo. La consecuencia es que la mire con desencanto. Le indica que ya no la siente más y que le produce náuseas tocar los libros que ella ha leído. No le cree ya, ha dejado de respetar sus palabras. Un viento idiota sopla cada vez que abres la boca. Un soplido dirigido hacia el sur. Un viento idiota sopla cada vez que mueves los dientes. Es un milagro que sepas respirar teniendo una mente como la que tienes.

Conviene que un genio tenga un espíritu indómito. Así era el de Duluth, Minessota: sin complejos. En tiempos obscuros hay proclividad a ir al límite. Alguna chispa puede salir de ahí. La empresa no está libre de riesgos, eso sí. Como ha señalado Dorian Lynskey, la faceta artística de Bob Dylan jugaba en detrimento de la persona. El ahínco de llevar la palabra y la libertad hasta las últimas consecuencias lo convirtieron en un hombre huraño, sumergido en la orfebrería de combinaciones hirientes. Sacaba la bayoneta contra los demás, daba con sus puntos débiles y los demolía, comentó alguna vez Carla Rotolo, testimonio recogido también por el periodista británico.

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Los Beatles en busca de Sol

Los Beatles echaron mano de “I’ll Follow the Sun” como un recurso de emergencia. Era 1964 y la banda necesitaba sacar un nuevo álbum para aprovechar la inercia que su fenómeno causaba en Estados Unidos. Apenas en julio de ese año habían lanzado el brillante A Hard Day’s Night, su primer disco conformado enteramente por canciones propias, pero había que volver al ruedo para Navidad. Así los Fab se vieron obligados a otro arreón, fuera como fuera.

Al resultado le dieron un título cargado de ironía: Beatles for Sale. En la portada se les veía demacrados, sin el brío de sus primeras incursiones en la industria. Al final, presionados por el tiempo y la escasa paz mental que daban las giras, el grupo tuvo que recurrir a seis versiones de otros artistas para completar el proyecto. Algunos desmerecen la obra por esa razón. Lo cierto es que las canciones originales tienen la calidad suficiente para sacar las castañas del fuego. El cuarteto de Liverpool mantenía el talante aun en condiciones difíciles y entregaba perlas clavadas de inmediato en la posteridad.

Paul McCartney escribió «I’ll Follow the Sun» en 1959. Fue unas de sus primeras incursiones como compositor y al cabo de los años fue interpretada contadas veces por la banda, aunque con un estilo distinto al que conocemos ahora. Ante la necesidad de nutrir Beatles for Sale, el tema fue rescatado y recibió un tratamiento más acústico y cálido respecto al que tenía en un principio.

«I’ll Follow the Sun» es eminentemente la canción con la que se despide alguien que no se siente valorado; sobre todo una canción sobre seguir adelante y dejar atrás un amor/amistad que tuvo sentido hasta que las nubes grises llegan y lo arruinan. Es un adiós sin remordimiento: del otro lado no hay consideración ni respuesta y de todos modos hubo actos indelebles que condujeron a la decepción.

No obstante, como en otras canciones del álbum, en «I’ll Follow the Sun» hay melancolía. Esto se desliza en el estribillo, el momento cumbre de la interpretación. Ahí, la voz de Paul se despide con una digna luminosidad: Ahora el momento ha llegado / Así que, amor mío, he de irme / Y aunque pierda a una amiga / Al final te vas a enterar de lo que ha pasado.

El toque maestro está en el acompañamiento que hace la voz de John Lennon en esas líneas, quien las repite de un modo sombrío, en contraste al de Paul. El oído atento podrá percibirlo. Ni siquiera parece cantar, simplemente arrastra las palabras, desganado, una parte del protagonista sabe lo difícil que todo será a partir de ahora. Es un mismo espíritu que se desdobla en situaciones así. La ambigüedad, los sentimientos contradictorios que carga uno al marcharse. Ningún cóver que se le haya hecho ha sabido detectar la importancia de este detalle, mucho menos replicarlo. La lección que dejan los Beatles es que de cualquier modo hay que moverse. Ir en busca de Sol. De otro Sol.

Durante años creí que John Lennon cantaba nada más en ese fragmento. Mi amigo Jorge D. (que sabe mucho más de música que yo) me aclaró un día que no: en realidad las voces de John y Paul van juntas en «I’ll Follow the Sun» durante la mayor parte del tiempo, fusionadas de tal forma que apenas y se nota que son dos gargantas y no una las que nos acompañan. Es durante los segundos de despedida en que las voces se separan. De este modo muestran los sentimientos discordantes que se mezclan en la ruptura. El efecto es enternecedor.

And now the time has come
And so my love I must go.
And though I lose a friend,
In the end you’ll know.

One day you’ll find
that I have gone.
For tomorrow may rain so,
I’ll follow the sun…

Alguien que Elliott Smith solía conocer

Toda proporción guardada, Elliott Smith era casi una síntesis de los Beatles. Tenía la pasión melancólica de John Lennon, el virtuosismo melódico y compositivo de Paul McCartney, y la sensibilidad y contención instrumentista de George Harrison. Le faltaba solo el carisma y talante de Ringo Starr. Elliott Smith terminó como terminó al no poder lidiar con la locomotora que llevaba por dentro. Un tormento a flor de piel, quiebre continuo que se deslizaba en sus canciones, caramelos cargados de hermosura con los que uno acaba por sentirse tan emotivo como apesadumbrado.

Vaya que aquel pobre hombre la pasaba mal. Más que escucharlo uno quisiera darle una palmada en la espalda, un abrazo, cualquier gesto de aliento que, se sabe, ya no le puedes dar.

El álbum más beatle de Elliott Smith fue el último que publicó en vida. Figure 8 (2000) fue su Abbey Road personal. En medio de la marea de cambio de milenio, el compositor estadounidense ni se inmutó. Sacó una colección de pop preciosista de sonidos templados cual si fuera 1969. El resultado es conmovedor, un último acto heroico en el terreno donde era diestro.

Pese a estar abrumado por los días, Elliott se las ingeniaba de algún modo para deleitar. Su vida era una debacle a la que equilibra con caricias sonoras, recompensando así a quienes accedían a escuchar sus confesiones más íntimas. Muchos genios cargan con una losa e intentan disculparse sin darse cuenta de que no tienen que hacerlo, sin comprender que quienes los quieren de verdad estarán ahí con ellos pase lo que pase; aún así actúan como si tuvieran una deuda que pagar. Son tan susceptibles que creen que deben justificarse ante el otro, cuando más bien merecen consolarse a sí mismos.

Figure 8 lleva una estructura que da cuenta del estado emocional por el que pasaba su autor. Las primeras canciones van a tambor batiente: inicia con «Son of Sam», uno de sus temas de mayor amplitud, y sigue con rendiciones del calibre de «L.A.» o «Junk Bond Trader» que son portentos dignos de alguien en plenitud y que aspira a salir en MTV.

Sin embargo, algo se descompone sobre la marcha. Por más que Elliott lo quiera disimular, hay una sensación que lo aqueja. Esto se hace patente en las pistas cuatro y cinco que llevan títulos parecidos entre sí, el autor se rinde por unos momentos y deja la creatividad de lado para evidenciar la cisma que le acorralaba. La cabeza no da para más durante la ruptura. «Everything Reminds Me of Her» y «Everything Means Nothing to Me» tratan de la memoria que atormenta, va de la mujer lejana siempre presente y termina con el nihilismo. Ya nada tiene significado para él.

Con la ornamentación y el tratamiento que da a «Everything Means Nothing to Me», propia de música de cámara, da la impresión de estuviera acompañado de un pequeño ensamble, aunque en el fondo esté solo. Es el canto de cisne de su espíritu maltrecho. Bajo capas de arreglos e impulsos melódicos sepulta la verdadera catástrofe, el derrumbe que le consumía por dentro.

¿De dónde viene la aflicción? Hay indicios en la canción menos elaborada de todo el disco. Una pieza que sabe a desliz. Soltada apenas en la segunda posición, «Somebody That I Used to Know» aparece así, pronto, como una carga que por más que intente no le queda otra que soltar lo antes posible para librar la condena… sin lograrlo. La semilla lanzada en ese momento termina por formar la bola de nieve del resto de la obra. Esto, que seguramente representó un drama personal, deriva un logro artístico mayúsculo.

«Somebody That I Used to Know» es un relámpago acústico. Las sensaciones reflejadas ahí son tan intensas que no podían extenderse demasiado. Se trata de la canción menos tratada en todo el material. Elliott no quería retomarla mucho. El dolor era suficiente ya como para volver a él a agregarle algún arpegio, un teclado. Tampoco lo necesitaba. La letra es confesión sin ambages. El nebrasqueño tenía sentimientos tiernos que una mujer volvió duros.

Ante ello, Elliott da un paso de página ambivalente. Se congratula de que todo haya terminado: su interlocutora no comprende lo que causó. Hay reproche, también la voluntad de olvidarla y seguir adelante. Crees que no hiciste mal, le dice a modo de reclamo, y por ello no vale la pena volver a concederle un solo pensamiento.

Es hora de dejarla ir. Lo que fue ya no va más. La persona que fue especial ahora solo es alguien que solía conocer. Pero es mejor que permanezca en silencio. Ya no puede hacer sonidos. Se ha convertido en una película muda.

La conexión entre Jeanette y Chéjov

Todo llega a su fin, uno lo comprende un día, a menudo cuando está cerca de anochecer. La última obra de teatro escrita por Antón Chéjov, El jardín de los cerezos (1904), da cuenta del ocaso. El resquebrajamiento de una época a la que los ocupantes siguen aferrados. Un derrumbe del que no se percatan: condena por frivolidad. La bancarrota que arrasa un espacio donde hubo memorias y donde hubo belleza. En esta costura el drama. O la comedia, como la ideaba el autor, pese a sucesivas interpretaciones. Aun así, como apunta uno de los personajes, no hay día en que no ocurra una desgracia.

En el segundo acto hay un diálogo sobre la condición reducida del hombre. No somos para tanto, piensa uno de los presentes. Al final todos morimos, así que sería mejor olvidarse de ínfulas y ponerse a trabajar. Una forma de trascender, aun siendo pequeño, o más bien, ver con cinismo lo fútil de toda esta patraña. No creamos que somos mucho más que las hormigas, así que toma la pala, las botas, la pluma y papel, lo que sea. Entra en acción y acepta lo que corresponde.

Trofímov pone en duda lo dicho. ¿Cómo está eso de que morimos? Quizá tengamos cien sentidos y al morir solo perezcan cinco de ellos, los que conocemos hasta ahora. Puede que los otros noventa y cinco continúen vivos. Otros modos se existencia son posibles, no hay que afligirse ni bajar la cabeza.

Las líneas anteriores pasan un tanto desapercibidas dentro de una de las más famosas y aclamadas obras de Chéjov. Hubo, no obstante, alguien que casi ochenta años después retomó la teoría de que las personas tienen cien (o más) sentidos. Se trata ni más ni menos que Jeanette en Reluz (1983), el tercer álbum de su carrera.

Tras el éxito que Corazón de poeta tuvo en Brasil un par de años antes, la cantante y su equipo decidieron grabar un álbum con tintes bossa nova para afianzar el mercado. El resultado no tuvo el éxito que esperaban, pero el intento dejó un puñado de joyas. La más destacada de ellas es «Más de cien sentidos».

Compuesta por Edson Vieira de Barros (conocido con el nombre artístico de Ed Wilson) y José de Ribamar «Cury» Heluy, «Más de cien sentidos» calza perfecto con el estilo hipnótico de Jeanette; el de una belleza que no tiene que esforzarse para seducir y a quien le basta un susurro para dejar huella. El suave aliento que derrite un glaciar.

La adaptación al español del tema original en portugués corrió a cargo de Luis Gómez-Escolar, un orfebre de la lírica hispana. Ignoro si cualquier de los involucrados pensaba en El jardín de los cerezos durante las sesiones de grabación. Es probable que no, y aún así está la referencia. Los dos tenemos más de cien sentidos

Digo que es probable que no porque el retrato difiere en casi todo en ambas piezas, excepto por esa alusión. Mientras Trofímov piensa en la trascendencia humana, un horizonte existencial en el que caben todos, Jeanette canta a la intimidad de pareja. Todo brilla, solo para ellos dos. Amantes prometidos de amor sin fin. Estrellas caídas llevadas por la misma canción. Al estar juntos la experiencia es tan amplia, tan placentera, que cinco sentidos se quedan cortos. En su historia romántica se agolpan más de cien sentidos.

Mark Hollis: el hombre que no regresó

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Talk Talk inició como una banda británica de synthpop que en los ochenta buscó un espacio en las calles a través de temas resueltos de la gama OMD y Ultravox. De ese modo cosecharon The Party’s Over (1982) e It’s My Life (1984), dos discos que junto a un puñado de sencillos levantaron fuertes expectativas e hicieron a EMI relamerse los bigotes por el bombazo comercial que podían llegar a ser.

Luego llegó el tercer álbum, The Colour of Spring (1986), una transición muy contundente. Algo había cambiado, y lo había hecho de fondo. Ya no sonaban como la banda MTV de los discos anteriores. Ahora ejecutaban una operación de distinto calado que tiraba de lleno a la creación de atmósferas, si bien aún conservaban rastro del flujo de su material previo.

El modelo presentado carecía de hits evidentes. La artificialidad saltarina había sido sustituida por una paleta de recursos que entraban en otro plano dimensional. El grupo londinense renegaba de su pasado y sorprendió tanto a sus fanáticos como a los hombres de negocios. La pequeña locura fue aceptada por EMI solo porque se comportó de manera notable en ventas, alcanzando el puesto 8 en las listas de su país.

Pero aquello apenas comenzaba. El envite siguiente, titulado Spirit of Eden (1988), radicalizó la propuesta y rompió cualquier paradigma del pop. Quienes cantaban “Such a Shame” apenas cuatro años antes de pronto se habían convertido en unos apologistas de la introspección y la reserva.

EMI les había dado carta blanca para que hicieran lo que mejor convinieran. Hasta entonces se habían mostrado como una banda modélica que muchos insistían en ver como un relevo de Duran Duran. Talk Talk aprovechó para comenzar de nuevo, para romper con lo que había atrás.

“The Rainbow”, el tema que abría Spirit of Eden sorprendió a los escuchas quienes se hallaron con una pieza de casi 10 minutos que no tenía pinta de pertenecer a ninguna tradición. En la que no había coros ni ganchos, sino una verdadera travesía apegada al murmullo y la contención.

Talk Talk pasó por una metamorfosis: ya estaba más cerca de John Cage y Miles Davis que del synth que los vio nacer. A la postre se consideró que habían inaugurado el post-rock. Lo abrupto estaba anunciando, “the world’s turned upside down”, decía la primera línea del arcoiris.

La mente detrás del cambio era el genio de Mark Hollis, un condensador de géneros, un idealista, alguien que había optado por dar la vuelta y seguir sus propios designios, no los de alguien más.

El núcleo de las nuevas canciones estaba en su pausa. No en el aturdimiento, más bien en una manera de atisbar lo sublime. Hollis sabía que pocos sonidos son superiores al silencio y optó por ensimismarse y dejar patente apenas lo esencial en cada obra.

Fue así que se volvió un artesano de la agudeza. Dibujante de contornos, texturas, paisajes del sonido. En compañía de sus compañeros entregó gemas que saben a cálida sombra.El músico londinense abandonó el camino formulaico en pos de la exploración sonora.

Enamorado lo mismo del soul que de la música clásica, el jazz, la meditación y lo etéreo, aprendió que el vacío es un parte crucial de cualquier grabación. Son los espacios donde anida la maestría, donde se muestra el control que se tiene de las notas.

Lo anterior, desde luego, le importaba un pepino a EMI que puso el grito en el cielo al ver lo que sus promisorias criaturas habían lanzado a la palestra. No había en ellos ningún single que pudiera llenar estadios. Y para colmo, Mark Hollis ya no quería tocar en vivo. Las creaciones en el estudio eran incompatibles con los conciertos.

En el video “I Believe In You” se percibe la incomodidad de Hollis, quien no entiende otro lenguaje que el propio en clave musical. La industria no se acomoda a sus preceptos, tanto las giras como las imágenes promocionales se alejaban de su intención. Talk Talk acabó por romper con EMI y la compañía se vengó levantando una demanda por el fracaso comercial del álbum por el que tanto habían invertido.

Fue mejor así. El siguiente trabajo —ya con Polydor Records— era igual de enigmático e inasible. Laughing Stock (1991) fue el quinto y último álbum de la banda en donde no dieron un solo paso atrás pese a la presiones.

Visto a distancia la decisión fue un acierto. Perdieron la oportunidad de tener una fama masiva, pero por el contrario ganaron trascendencia. Las últimas composiciones carecen de explicación o de arraigo en una época y con cada nuevo repaso ofrecen nuevas lecturas. Como pasa con Joyce o Kafka, se les seguirá descubriendo en los próximos años.

Hollis fue un pequeño Bartleby que de algún modo se infiltró en la industria musical, una maquinaria que suele chupar la sangre de los artistas hasta que ya no queda más. Él no lo permitió, prefirió no hacerlo. Luchó por cada gramo de independencia que había dentro de su organismo y optó por crear lo que le dictaba el extraño orden del cosmos antes que ceder a la posibilidad latente del éxito impostado que le hubiera restado la calidad de genuino.

Tan inasible como era (incluso para sí mismo), Hollis era de hablar poco ante medios. Llevó a los instrumentos a parajes cada vez más abstractos. No necesitó llamar la atención por medio de lo efectista o rudimentario, cinceló fibras sonoras que se extendían como pistilos de una flor en primavera.

Talk Talk se despidió en la cumbre. No hicieron lo que se esperaba de ellos, hicieron lo que les daba la gana, No por una vulgar rebeldía o pueril intención de llevar la contraria, sino por una cuestión de honestidad y principios. Con un costo que asumieron con todas las letras.

A partir de entonces Mark Hollis se volvió un recluso en movimiento, alguien que tuvo la humildad de ya no añadir un solo arpegio a un mundo ya de por sí saturado. La postal de su vida tendía a lo crepuscular.

En 1998 lanzó su único álbum en solitario, llamado como él mismo. Una obra maestra que va a la saga de Spirit of Eden y Laughing Stock. Un acontecimiento que por ser el más personal acaso sea el mejor.

Fuera de eso nada más, salvo colaboraciones menores y una pieza instrumental llamada “ARB Section 1” que hizo para la serie Boss (2012).

Mark Hollis se transformó en un renegado como los Rulfo, Salinger y Walser del mundo. Y aunque se alejó de los grandes reflectores, tuvo un regalo mejor para sí: la conformación de un hito. La creación de un género que amalgama a otros y que se ha vuelto la bandera de los músicos inconformistas, aquellos herederos que le rinden tributo al experimentar y que luchan por ser auténticos dentro de cada sesión.

Muchos esperaron su vuelta, pero Mark Hollis ya no regresó. Vivió hasta sus últimos días en el sur de Londres, encaminado a la vida familiar que tanto añoraba. Murió sin hacer mucho ruido en febrero de 2019.

Bob Dylan y Sam Shepard en la carretera

 

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One more cup of coffee for the road,
One more cup of coffee ‘fore I go…
—Bob Dylan.

Bob Dylan emprendió en 1975 una de las giras más míticas en la historia de la música popular. La Rolling Thunder Revue lo llevaría a visitar un puñado de ciudades en Estados Unidos en compañía de personajes que incluían los mismo a Joan Baez y Roger McGuinn, que a Joni Mitchell y Allen Ginsberg. Aquello pretendía trascender a los conciertos mismos, sería más bien una travesía que ocuparía a los involucrados en todo momento. Un gran campamento para almas vagabundas.

El ambicioso plan original incluía la producción de un filme para el cual Dylan contactó a Sam Shepard, un dramaturgo icónico de la época, quien se supone escribiría el guión. La película nunca se concretó (aunque tres años después parte del material serviría para la cinta Renaldo and Clara), pero Sam Shepard acompañó a la comitiva en todo momento y desde autobuses, butacas y bares llevó un registro, lo cual finalmente quedaría plasmado en el libro Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera (Anagrama).

El diario transcurre a través de pequeñas viñetas sin ilación alguna. La narración fragmentada, que chapotea entre diálogos, poemas y frases sueltas, es la esencia de la película surrealista que pretendía sustentar. Un ente sin conexión, ráfagas como la vida misma que pasan de la visión de una hamburguesa con queso de algún tugurio en California hasta las serpientes que una asistente trae dibujadas en las mejillas.

Bob Dylan quería que el proyecto tuviera el tono caótico y carnavalesco del director Marcel Carné, que la agitación de las multitudes y los escenarios se alternara con las bambalinas, los pasajes que transcurren en los camerinos. Una arquitectura en constante rompimiento.

Si bien el plan estuvo lleno de trabas, en su momento Sam Shepard sintió que la pluma fluía con extrema facilidad. El guionista norteamericano lo atribuía a la intuición de Bob Dylan para cuestiones cinematográficas. Dentro de sus letras veía una enorme fuente de imágenes coloridas. “Un cineasta del instante”, decía de él. Y atribuía al arte ese milagro que conseguía que relaciones enteras, paisajes y caminos pudieran sintetizarse en palabras.

El ambiente estaba poblado de grandes personajes. T-Bone Burnett mencionaba que durante esa gira los involucrados se divirtieron más de lo que permitía la ley. Ninguno sería el mismo después de la última fecha. En medio de descanso, de pronto podía aparecer Jack Elliott con un sabio consejo: “no dar tu dirección a las malas compañías”.

Pero al final del día era el propio Zimmerman quien dominaba el pelotón. Sam Shepard recordaba que hubo algo que le llamó la atención la primera vez que se encontró en persona con él: Bob Dylan tenía una gran proclividad por el silencio. En medio de una reunión no sentía necesidad alguna por romper con su voz los huecos que surgían dentro de la charla. Los minutos podían transcurrir e igual él permanecía callado, aunque hubiera otras personas en la habitación deseosos de escucharlo. A ellos no les quedaba otra que llenar la mente de conjeturas, una incertidumbre sobre si convenía decir cualquier tontería. Era posible estar a su lado, “pero nunca ser parte de él”.

Bob Dylan se sentía solo en el escenario, ahí cuando estaba rodeado de miles de caras que hacían ruido y lo observaban. A lo lejos dejaban de tener cara, se percibían como una ola inclemente que se queda a unos centímetros de la orilla. En realidad nadie se le puede acercar aún al compositor. Ni acólitos ni periodistas. El oriundo de Duluth, Minnesota marca distancia, de ahí parte de su magnetismo.

En cierto sentido, Bob Dylan confería a todo lo que le rodeaba de un aura especial. El espacio en el que estaba se llenaba en automático de importancia, y sobre todo de misterio. Un misterio que, como bien apunta Shepard, nunca de disipa. Pasan los años y aunque su presencia se expande a través de sus canciones, el paso del genio no acaba por descifrarse.

Tal como las versiones que toca en directo, el caso de Dylan “no se resuelve nunca”, dice una de las anotaciones del libro. Por ello es tan cautivante. La última palabra no está dicha. Al no haber conclusión el infinito se dibuja en el horizonte.

Los días de la Rolling Thunder Revue avanzaban y nadie tenía idea alguna de qué carajos ocurría, qué película estaba en marcha. Solo deambulaban como lo que eran, astros alrededor de un sol insurrecto. Dejando pasar lo que tuviera que suceder. Disfrutaron mientras pudieron. A sabiendas de que al final Bob terminaría por buscar la salida.

En 1986 Bob Dylan y Sam Shepard escribieron una canción juntos. Se trata de la épica “Brownsville Girl” que junto a “Under Your Spell” hace que el Knocked Out Loaded valga la pena. La pieza es una episodio importante de la cultura de nuestro tiempo. La sensibilidad de dos gigantes que se cruzan en el camino.

Something about that movie though, well I just can’t get it out of my head
But I can’t remember why I was in it or what part I was supposed to play…

Los celos de John Lennon sobre Cynthia

john lennon y cynthya

John Lennon era un manojo de contradicciones. Tan sublime como terrenal, transcurrió la mayor parte de sus días sumido en emociones angustiantes que no lograba aliviar. Pese a la imagen de santo que algunos le han querido erigir junto a canciones como “Imagine” o “Give Peace a Chance”, trajecito blanco incluido, lo cierto es que se trataba de alguien en constante agitación, producto probablemente de las penurias que vivió en la infancia como el abandono paterno y la muerte de su madre; unas aflicciones que solía desquitar con los demás y que influían en su visión del amor, la cual era eminentemente posesiva.

El fundador de los Beatles era un tipo celoso, vaya que sí. Él mismo lo admitió y las parejas que tuvo supieron bien cómo era en la intimidad. Lejos de tener una actitud concordante con la que reflejaba sobre los escenarios, donde parecía rebosante y confiado, en el ámbito personal era alguien lleno de inseguridades que a menudo se comportaba de la peor manera posible.

Cynthia Powell, la primera esposa de John, sabía muy bien cómo era. Lo padeció en carne propia. Ambos se conocieron en el Liverpool College of Art, en donde ella era dedicada y bien portada en comparación a él, un joven tirado a la rebeldía que buscaba una vez y otra desentonar y romper con el orden establecido.

John Lennon se acercó por primera vez a Cynthia en una clase de diseño de letras en la que ambos estaban inscritos. En la primera de las sesiones, cuando ya todos los estudiantes permanecían sentados y concentrados en la clase, un nuevo chico entró por la puerta. Se trataba de John, quien llevaba las manos dentro del abrigo y quien tenía una “actitud desafiante”, según describió la propia Cynthia. De inmediato procedió a sentarse en el pupitre que estaba detrás de ella.

Al poco rato, John le dio unos toques leves en la espalda. Cuando ella volteó, él se presentó. “Hola, soy John”. Cynthia sonrío, aunque en ese momento no encontró nada especial en aquel pretendiente. Él en cambio llegaría a verla como la Brigitte Bardot liverpudlian.

La relación se concretó al cabo de unos días. John Lennon era encantador cuando se lo proponía. Y era muy divertido. Cynthia terminó enganchada a él, estropeando por ello lo que era un promisorio perfil de alumna. Se dejó llevar por un novio poco dado a asistir a clases o hacer cualquier cosa que implicara alejarse de la música, los cigarrillos y el alcohol.

En la biografía que escribió sobre John Lennon, Cynthia retrató muy bien el espíritu atormentado y contradictorio de quien fue su pareja durante seis años turbulentos. John podía ser muy cruel cuando algo no salía como quería y Cynthia fue testigo y víctima de afrentas verbales que al cabo de un rato se apagaban para convertirse en mimos y cariños. La pobre estaba agobiada por ese comportamiento tan voluble y en más de una ocasión pensó en terminar con la relación. Sin embargo, algo la detenía. No dejaba de quererlo.

John Lennon era muy absorbente. No concebía que su pareja pudiera estar con alguien más y montaba en cólera cuando un hombre se acercaba a Cynthia.

Cierta vez, en una fiesta, Cynthia fue abordada por un chico alto, fuerte y apuesto. La música sonaba a todo volumen, el ambiente era obscuro y la bebida había fluído con precisión. El prospecto, a quien Cynthia había identificado como parte del departamento de escultura, quería sacarla a bailar,

Todo parecía casual y tranquilo. Pero John Lennon se dio cuenta a distancia. De pronto, a pesar de ser alguien de menor musculatura y con menos altura, se abalanzó sobre el grandulón que pretendía quitarle lo que él consideraba suyo. La diferencia física entre uno y otro no evitaron que la furia del celo ofreciera una compensación. Varios de los asistentes tuvieron que contener la trifulca.

John Lennon estaba traumatizado por el sentido de la pérdida. Quizás por ello reaccionaba como energúmeno apenas se atisbaba un riesgo para su círculo sentimental.

Del los delirios no se salvaba ni sus amigos. Cierta vez, en otra reunión en la que también estaba John, Stuart Sutcliffe sacó a bailar a Cynthia. John admiraba y quería tanto a Stu que a veces el mismísimo Paul McCartney se sentía desplazado. Pero de nada sirvió. En cuanto alguien le avisó a John que su gran amigo estaba bailando con Cyn, John se irrió al máximo.

Esta vez no tuvo manotear ni insultar. Le bastó lanzar una mirada demoledora a Cynthia para que ella dejara de bailar con un Sutcliffe que no tenía ninguna mala intención. Quienes estaban ahí también se extrañaron por la escena. La rubia tuvo que ir con John para asegurarle que le amaba y que no había razones para que se pusiera así.

John pareció entrar en razón. Pero al otro día, en la escuela, buscó a Cynthia en el baño de mujeres. Y sin decir palabra alguna, levantó el brazo y procedió a golpearla en la cara. John la abandonó a su suerte, sin añadir nada más, mostrando la bestia negra que cargaba por dentro.

La relación fue tortuosa. John Lennon era alguien que podía desapegarse sin contemplaciones. Había cuestiones que prefería no encarar. Fue justo eso lo que llevó el matrimonio al naufragio. Cuando John conoció a Yoko el impacto y la complicidad fueron inmediatos. Cynthia ya no pintaba más. Y a John Lennon no le importó guardar siquiera cierto decoro, aunque fuera por Julian, el hijo que habían procreado juntos. Simplemente se alejó y se alejó hasta que ya no se vieron más.

Cynthia describió en su libro el momento justo en el que supo que todo estaba perdido. Ocurrió en 1967, cuando los Beatles hicieron el funesto viaje a un seminario que el Maharishi Yogi daría en Bangor, Gales.

Para llegar, los Beatles y su comitiva tenían que tomar un tren desde Londres (que sería llamado “the Mystical Special” por la prensa). Por un retraso de George Harrison, Pattie Boyd y Ringo Starr, John y Cynthia llegaron tarde a la cita. Había que apurarse para no perder el tren. Cuando arribaron en auto a la estación, quedaban menos de 5 minutos para la hora de salida.

Todos descendieron rápido del vehículo y corrieron rumbo a la plataforma de salida. John dejó a Cynthia con las maletas, dando por sentado que era ella y los demás quienes debían hacerse cargo de sus pendientes. Cynthia cargó el equipaje y corrió lo más rápido que pudo. John no miraba hacia atrás y finalmente alcanzó a montarse en el vagón como el resto de la comitiva. Como el lugar estaba lleno de admiradoras, cuando Cynthia por fin arribó, fue confundida con una beatlefan cualquiera. Un policía le impidió el paso. “Lo siento, demasiado tarde, el tren está por irse”, escuchó.

Cynthia alzó la voz para pedir ayuda. John sacó entonces la cabeza por una ventana del tren. “Dile que vienes con nosotros”, le gritó John, “dile que te deje entrar”. Ya era demasiado tarde. Unos momentos después la locomotora inició la marcha y todo el séquito, excepto ella, se fue.

Plantada con las maletas, no pudo contener las lágrimas. Se sintió humillada, desplazada. No mucho tiempo después se enteraría de que John estaba enganchado a Yoko Ono, una peculiar artista japonesa.

Alguien se había quedado con ella. Peter Brown, el asistente de Brian Epstein, quien se ofreció en llevarla en auto hasta Bangor. Era un viaje largo, pero él estaba conmovido por lo que había presenciado.

“Mi llanto no era solo por haber perdido el tren. Lloré porque el incidente parecía un símbolo de lo que estaba pasando con nuestro matrimonio. John estaba en el tren, dirigiéndose hacia el futuro, y yo había sido dejada atrás. Mientras estaba parada ahí, mirando desaparecer el tren que se alejaba, sentí que la soledad que estaba experimentando en esa plataforma un día sería permanente”.

Al final fue Neil Aspinall, el fiel escudero de la banda, quien la que llevó hasta Bangor por carretera.

Cuando alcanzaron al grupo, John Lennon se acercó. “¿Por qué eres siempre la última Cyn? ¿Cómo es posible que te las hayas arreglado para perder el tren?”, le reprochó entre jugueteos que no le gustaron a ella.

Lo anterior resultó premonitorio sobre lo que resultaría un viaje terrible. Brian Epstein murió mientras todos estaban en Gales. Una sobredosis de barbitúricos (a los que se había hecho adicto) le había cobrado factura. Los Beatles tuvieron que regresar antes de tiempo. Además de ser el representante de la banda, Brian era el padrino de Julian Lennon y el testigo en la boda de John y Cyn. La historia se había partido en más de una forma.

El día en que The Smiths se formaron

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Ocurrió en el verano de 1982. Johnny Marr era un joven dotado por la naturaleza para tocar la guitarra. Desde que era niño, sintió el impulso de acercarse a un instrumento, algo que pudo realizar gracias al apoyo de su familia, en especial su madre, quienes eran devotos aficionados a la música. Johnny Marr aprendió a tocar gracias a una mezcla de disciplina y don de nacimiento. Eran los años setenta, en los que la música punk agitaba el pensamiento de los jóvenes que, como él, buscaban escapar de un contexto que les asfixiaba y aburría.

Johnny Marr iba a la escuela como mera pantalla. Era bueno para las matemáticas y las letras. Sin embargo, no entraba a las clases y pronto se hizo fama de un chico rebelde. Era alguien especial también, y aunque llevaba el cabello largo y no atendía a las indicaciones, de algún modo era alguien que resultaba simpático a los profesores. En tiempos libres salía a caminar con amigos o iba de fiesta. Pero sobre todo se dedicaba a practicar la guitarra y mejorar la técnica.

Todo su dinero lo gastaba en discos y ropa. Los discos le ayudaban a nutrir su acervo de sonidos y la ropa alimentaba una faceta que ya desde entonces se le antojaba como indispensable para ser una estrella: la imagen. No bastaba con ser músico. Había que parecerlo.

Para aquel joven británico no había alternativa, tenía que dedicarse al rock. Lo intentó en cuanto pudo. Formó un proyecto con algunos de sus amigos, pero algo no terminaba de cerrar. Era consciente de su propio talento pero sabía que necesitaba algo más: un cantante, alguien que pudiera deambular por el escenario, cosa que nunca había sido su intención.

Nadie le llenaba el ojo en su entorno inmediato. Johnny Marr quería alguien que fuera bueno de verdad. Y no solo eso, alguien con quien hubiera una afinidad estética y emocional. Entre los nombres contemplados para ser cantantes de su anhelada banda desfilaron unos tales Ian Brown y Ian McCulloch. El primero fue descartado porque por esos días formó lo que a la postre sería The Stone Roses y el segundo, que amagaba con romper con Echo and The Bunnymen, finalmente continuó con los suyos.

Johnny Marr no se desanimaba y mantuvo el radar encendido. Billy Duffy, un amigo en común, le había hablado de un chico medio raruno llamado Steven Morrissey, conocido por deambular –a solas– en cuanto concierto se le cruzara. Billy Duffy había estado con Morrissey en un grupo llamado The Nosebleeds que finalmente no cuajó. En cualquier caso, reconocía que aquel cantante tenía potencial y varias coincidencias con Johnny, como el gusto obsesivo por los New York Dolls, el punk y el pop femenino de los sesenta.

Johnny Marr escuchó atento y tuvo al mentado Steven en consideración, pero no movió ficha porque no sabía cómo acercarse a él.

Una noche todo cambió. No se trató un momento épico, sino sencillo. Pero fue donde el guitarrista sintió el llamado. Marr lo contó mejor que nadie en “Set the Boy Free”, su autobiografía.

Fue como se describe a continuación.

***

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Joe Moss, el hombre que lo había acogido como mentor y que luego se volvería su representante, invitó a Johnny a ver un documental sobre Jerry Leiber y Mike Stoller, una de las parejas de composición más exitosas de la historia. Ahí ambos se enteraron cómo fue que Leiber conoció a Stoller. El primero no sabía nada del segundo, pero alguien le contó de Mike, un sujeto que componía canciones. En busca de un aliado musical, Leiber decidió que debía recurrir a Stoller. ¿Y qué hizo para conocerlo? Simple, sin decir, avisar, ni agendar cita alguna, acudió a la casa de Stoller para proponerle la idea.

Hay episodios muy simples que definen nuestra existencia de manera definitiva. Pequeña decisiones que, sin imaginarlo, dejan una huella profunda en nuestro devenir. Ese fue uno de ellos. Poner un VHS con un documental cambiaría el indiepop británico en los próximos años.

Eureka. Johnny Marr tuvo el instante de revelación. Interpretó esa historia como una señal. Tenía que hacer lo mismo que Leiber e ir a la casa de Morrissey. No había que pensárselo mucho más. Sintió emoción, ansia y vértigo. Los astros se habían alineado y había que actuar pronto. A la mañana siguiente, a través de amigos en común, consiguió la dirección de su prospecto. 384 Kings Road en Manchester, Inglaterra. Desde antes de ir supo que estaba ante el suceso que lo definiría.

Un chico llamado Pommy fue quien le sopló tal domicilio. Johnny Marr le pidió que le acompañara. ¿Cuándo irás?, preguntó Pommy. Johnny Marr le dijo que en ese mismo momento.

Johnny Marr estaba rebosante de confianza. En cuanto llegaron al hogar marcado en la dirección, procedió a tocar la puerta. En un principio nadie abrió, así que volvió a tocar. Una mujer les abrió. Pudo ser Elizabeth, la madre de Morrissey o Jackie, su hermana. Johnny preguntó por Steven. “Iré por él”, respondió ella.

Morrissey apareció al fin, como saliendo de una cueva. Los autoinvitados se presentaron. “Hola, soy Johnny… y bueno, ya conoces a Pommy”. Morrissey saludó a Pommy y después saludó a Johnny con gentileza. “Un gusto conocerte”, dijo. A Johnny le llamó la atención la dulzura de aquella voz. Decidió ser sincero y directo. “Perdona por venir a presentarnos así a tu puerta”, dijo Johnny, “pero estoy formando una banda y me preguntaba si querías ser el cantante”. Morrissey les dijo que entraran y pasaran a su habitación.

El prospecto de cantante era un joven desesperado. Morrissey se la pasaba viviendo entre libros, películas, discos y anhelos frustrados. De seguir así, lo más probable es que hubiera acabado sin mucha trascendencia. La gente le agobiaba, aunque al mismo tiempo deseaba la fama y fortuna que tenían sus ídolos. Era alguien con amigos contados y que no sabía qué hacer con su vida.

Morrissey era famoso en el circuito independiente por su carácter apartado y por sus ínfulas literarias. La mayor parte del tiempo estaba recluido en su habitación, desde donde escribía cartas a NME y configuraba poemas y letras que soñaba algún día convertir en canciones. El problema es que era muy reservado. No sabía cómo promoverse a sí mismo y llegó a vislumbrar un futuro en el que trabajaría como bibliotecario hasta morir.

La propuesta de Johnny Marr alumbró el panorama de Morrissey. Al fin tenía una oportunidad. Era la única forma en la que podía salir del marasmo en el que se encontraba: que alguien más lo impulsara a abandonar la celda familiar. Años después, Morrissey lo reconocería. Pese al distanciamiento, pese a las diferencias, admitió que Johnny estaba lleno de una energía y un entusiasmo que lo contagió. Y de no haber sido porque él se presentó a su casa, era posible que él nunca hubiera salido de su distrito postal.

Morrissey estaba inundado de inseguridades y desconfianza. Las palabras de Marr lo convencieron de que debía actuar y dejarse de tonterías. Simbólicamente, fue como si el joven guitarrista lo hubiera sacado de las greñas para que se pusiera a cantar y soltar todo aquello que guardaba en su corazón.

En realidad ellos ya se habían conocido —fugazmente— unos años atrás, en 1978, durante un concierto de Patti Smith. El propio Billy Duffy los había presentado. Johnny Marr tenía por aquel entonces apenas 14 años y se sentía tan apenado de ese primer encuentro que prefirió obviarlo aquel día, con la ilusión de que Morrissey no lo recordara. Pero vaya que Morrissey lo tenía en mente. No conocía a muchas otras personas.

La conexión entre Morrissey y Johnny se dio enseguida. Los dos compartían gustos musicales y cinematográficos, aunque también eran contrastantes. Tenían personalidades distintas. Sobre todo los unía era el amor por la música. El punk engendrado en Nueva York, así como la música pop de los años cincuenta y sesenta. Una combinación agridulce que formó a la banda más influyente de su tiempo.

Dentro de la habitación, se dio una conversación larga y sin silencios incómodos. La empatía fue absoluta. Se contaron sus vidas y aspiraciones mutuamente. Rieron, se maravillaron, se conmovieron. Por fin había encontrado a alguien con quien entenderse. Pommy fue testigo, sentado a lo lejos en una esquina, de un encuentro bello y mágico. No quiso interrumpir.

En determinado momento, Morrissey le preguntó a Marr si quería poner un disco. Johnny procedió a explorar la colección de Morrissey, que para su sorpresa, estaba compuesta por las mismas bandas que le gustaban a él.

Johnny Marr tomó un sencillo de las Marvelettes. “Buena elección”, le dijo Morrissey. Y Johnny Marr puso el lado b. La canción se llamaba “You’re The One” (“Eres el indicado”).

Y fue así que nacieron The Smiths.

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El amor se escribe con música

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Mariana con M de Música del escritor mexicano Eusebio Ruvalcaba concentra la sensibilidad de un nombre que se desvive en pasión. Cada una de las páginas, compuestas en su mayoría por breves poemas, no tienen otra fuente que el sostén de la música y el sentimiento producido por una mujer.

El amor descrito es de 360 grados. De amplio alcance y repleto de intensidad, no siempre bello como sonata de Bach, sino también demoledor y maniático como el concierto para piano n.º 2 de Prokofiev.

Y así es el amor en su expresión total, el que tiene la fortaleza de contar con lo malo y lo bueno. Con la profundidad de la que carece el mero enamoramiento, ese enganche superficial de los primeros días caracterizado por la candidez de colores rosas. La relación emprendida por Eusebio Ruvalcaba es el amor en completud, sin frenos, el que llega hasta el fondo y que en su grandeza toca ambos polos, lo sórdido y lo divino.

El libro va en la línea del periodo otoñal del autor, el punto en el que su escritura alcanzó su mayor sonoridad y concisión. La música, el otro pilar que lo sostenía, es una presencia constante en el volumen como asidera espiritual. Al desconfiar de la palabra escrita, Eusebio tendía a la melodía, a la referencia de compositores que al ser evocados causan la explosión del instinto.

Eusebio Ruvalcaba rezuma honestidad y tiene un respeto tal por el lector que le abre su intimidad de un modo descarnado, sin pudor ni limitantes, dándole entrada a la habitación vacía, donde hay salpique de llanto y vidrios rotos por el añoro del cuerpo femenino.

La aparición de lo indecible hace patente las dimensiones del amor que sintió por Mariana, la protagonista de la obra. A ella apuntan cada una de las sílabas, los lectores se vuelven testigos de uno de los tributos más vehementes que un hombre ha deparado a una mujer.

La memoria es ambivalente; Eusebio Ruvalcaba danza entre el quiebre y la fascinación. Se describen tropiezos marchitos a la luz, episodios de abatimiento. Pero luego deviene la redención, la sabienda de que hay lazos que atan, vínculos que no pueden romperse pese a las circunstancias del exabrupto o la angustia de los años. Al final, el amor sobrevive al infierno y abre sus alas para disipar la enésima cicatriz o mancha que dejó el calor del algún pleito.

Mariana con M de Música pone de manifiesto el poder vital que llega a significar una mujer, aun con los reveses sufridos. Los versos se suceden uno tras otro con plena naturalidad, producto del alumbramiento constante de un vientre que palpita obsesión.

El libro como testimonio. La complejidad de un vínculo entre dos almas afines —pero también enfrentadas— que dispusieron el uno del otro para acariciar los límites que gran parte de las parejas solo alcanza a divisar en el horizonte. No hay nada unidimensional. Hay saltos, el paso de lo melodioso a la violento, lo romántico que expele crueldad. Sentido del humor y también miedo, la desesperanza, el volcán sobre una copa de vino.

Tal sensación queda. La admiración por un escritor capaz de dar testimonio de algo tan poderoso e inasible: una mujer que irradia emociones sin ofrecer al corazón tregua alguna.

Quisiera que la sábana con que te cubres
fuera de agua,
y que tu cuerpo se transparentara
como el paisaje que vemos tras la ventana
cuando llueve.

Y que ahí mismo quisiéramos estar
y empaparnos.

Cuando caía el primer aguacero de cada año,
mi padre me tomaba de la mano
y salíamos corriendo al patio.
Él, un hombre de 54 años,
y yo un niño de cuatro.
¿Cómo es posible que ahora recuerde eso?
Te lo debo a ti, Mariana,
porque evocas cosas en mí que yo suponía
ya muertas.

Eusebio Ruvalcaba, Mariana con M de Música, México, Los bastardos de la uva, 2017, 112 pp.

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Foto: Eduardo Loza.

Leonard Cohen: memorias de un amante sinuoso

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El siguiente anuncio apareció en la sección de Clasificados de un periódico de San Francisco en algún punto de los años ochenta:

SIN MIEDO

Soltera, blanca, 30 años, atractiva (eso creo), busca la nobleza de Leonard Cohen, la severa crudeza de Iggy Pop. Un hombre que se considere guapo a sí mismo. Intuición sin súplicas. Alguien que tenga planes, sin importar a lo que se dedique

Una mujer desconocida buscaba a su pareja ideal. Un hombre que combinara la clase del poeta canadiense con la rudeza del rockero americano. Sonaba bien, desde luego, aunque ambos tipos eran tan irrepetibles que era difícil de dar con alguien así. El mensaje añadía datos de contacto. El asunto se hubiera quedado en poco, de no haber sido por un detalle: el anuncio llegó a los ojos de Leonard Cohen.

En vez de pasar de largo la oferta, el flamante artista con años de trayectoria y prestigio internacional se emocionó. Decidió llamar por teléfono a Iggy Pop, quien se encontraba en Los Ángeles y a quien conocía de años atrás.

Era tarde por la noche, Iggy Pop levantó el teléfono asustado, no sabía quién podría llamarle a esas horas. Pero de inmediato reconoció aquella voz profunda del otro lado. “Ven, tengo el anuncio personal de una chica que busca un amante que conjugue la energía salvaje de Iggy Pop con la elegancia de Leonard Cohen. Creo que debemos responder juntos como equipo”.

Iggy Pop rechazó la propuesta y reveló así la diferencia que había entre superficie e interior. Mientras el de Michigan había labrado una carrera a través una supuesta imagen de valentía y desenfreno, en realidad no era tan así. “Leonard, no puedo. Estoy casado, vas a tener que hacer esto por tu cuenta”, le advirtió, y no dio seguimiento a lo ocurrido. Ya no supo si su viejo amigo había conseguido acostarse con aquella doncella anónima.

El hecho es que Leonard sí le contestó a aquella mujer. Y no solo eso, le envío una foto instantánea donde él e Iggy salían juntos en una cocina. Así le dio credibilidad a la misiva. Y aunque nunca terminaron por verse frente a frente, Cohen sí que le habló por teléfono y platicó un rato con ella.

El episodio da cuenta de la personalidad de Leonard Cohen. Un conquistador permanente que contaba con la debilidad de enamorarse de casi cualquier mujer que se cruzara en su camino. Esa inclinación nunca desapareció del todo. Sin importar el paso de los años ni la llegada de la fama, el canadiense mantuvo en todo momento un espacio en el corazón para cualquier mujer que pasara cerca.

No es casualidad que su obra lírica se centre, sobre todo, en el erotismo, la espiritualidad y lo íntimo, ahí en donde vivía las sensaciones de mayor intensidad.

Muy pronto en la vida quedó marcado por la suave caricia que representa la aparición de lo femenino. Cuando era un completo desconocido se enamoró de la empleada de una tienda de ropa. Se trataba de una mujer mayor llamada Marita La Fleche; él, en cambio, era un simple muchacho. Leonard intentó acercarse a ella: la cortejó, la invitó a salir, pero sus intentos lo condujeron invariablemente al fracaso. Había una distancia insalvable entre ambos. La dependienta un día lo paró en seco. No podían continuar, él era demasiado joven para ella. Le pidió que la buscara cuando creciera.

El contacto se perdió. No supo más de ella, pero la siguió pensando, le siguió guardando un rincón en la memoria. Años después, a modo de tributo y en un especie de grito desesperado, Leonard Cohen aprovechó su estancia en un café/bar de estilo parisino llamado Le Bristo para escribir un poema en una de las paredes:

MARITA,

POR FAVOR ENCUÉNTRAME

TENGO CASI 30 AÑOS

Quizás algún día ella lo vería, pensó. Sin embargo, el local cerró definitivamente en 1982.

El naufragio amoroso fue una constante en la vida de Leonard Cohen. Un hombre que jugaba las cartas de seductor, pero que no temía mostrarse como alguien vulnerable en sus creaciones. Alguien que a menudo se quedaba sin obtener lo que quería.

Una de sus mejores composiciones, quizás la mejor, “Famous Blue Raincoat”, trata sobre un triángulo amoroso donde el protagonista agradece al amante de su mujer por haber logrado lo que él nunca pudo: quitar la preocupación que había en la mirada de ella.

El abandono fue más habitual en Leonard Cohen de lo que podía llegar a aparentar. “Mi fama de mujeriego fue un chiste que me hizo reír con amargura durante esas diez mil noches que pasé en soledad”, confesó en uno de sus poemas. Gran parte de sus ligues y flirteos provenían de un deseo que permanecía reprimido. Buscaba que de algún modo alguien saciara la sed que le removía el corazón. Y no obstante su estatus, talento y estilo, tenía más fracasos que éxitos. En alguna otra de sus líneas mencionaba que podía notar cómo su presencia era intrascendente para las mujeres.  Incluso percibía el desprecio en sus ojos.

Eso sí, nunca dejó de intentarlo. Veía al sexo opuesto de un modo casi ceremonial. “Si necesitas de un amante,/ haré todo lo que me pidas./ Y si necesitas otro tipo de amor, / me cubriré con una máscara”, prometía en una de sus canciones más famosas, en donde también acababa por admitir lo mal que le iba, lo mucho que fallaba. “He avanzado a través de promesas hacia a ti, / promesas que no he logrado cumplir”.

Cohen no tenía la mejor concepción de sí mismo. Detrás de la humildad escondía inseguridades y dudas sobre el papel que jugaba en el mundo. El ser aclamado por multitudes no lo cambió en absoluto y pese a lo enamoradizo y a la debilidad que guardó en general para las mujeres, tuvo un respeto religioso por aquellas musas que le brindaron atención y cariño.

La más célebre de ellas fue Marianne Ihlen, la inspiración de una buena cantidad de sus escritos. La conoció en Grecia, ella tenía un hijo de siete años y pasaba por una ruptura sentimental que la dejó abatida. Fue el poeta canadiense quien la sacó adelante. En cuanto se cruzaron hubo complicidad compartida. Y aunque no duraron siempre juntos, guardaron aprecio el uno por el otro hasta el final.

En 2016, cuando informaron a Leonard Cohen que Marianne estaba muy enferma y en las últimas, decidió enviarle una carta… que no era de despedida.

“Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. (…) Solo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino”.

Marianne alcanzó a leer la carta poco antes de morir. Testigos afirman que sonrió y alzó la mano al concluirla. Leonard Cohen tardaría todavía unos meses en alcanzarla. Cumplió como todo un caballero.

Nos conocimos cuando éramos jóvenes

en el fondo de un parque de lilas

me tomaste como si fuera un crucifijo

mientras arrodillados atravesábamos la obscuridad…

—Leonard Cohen, “So Long, Marianne” (1967).