La conexión entre Jeanette y Chéjov

Todo llega a su fin, uno lo comprende un día, a menudo cuando está cerca de anochecer. La última obra de teatro escrita por Antón Chéjov, El jardín de los cerezos (1904), da cuenta del ocaso. El resquebrajamiento de una época a la que los ocupantes siguen aferrados. Un derrumbe del que no se percatan: condena por frivolidad. La bancarrota que arrasa un espacio donde hubo memorias y donde hubo belleza. En esta costura el drama. O la comedia, como la ideaba el autor, pese a sucesivas interpretaciones. Aun así, como apunta uno de los personajes, no hay día en que no ocurra una desgracia.

En el segundo acto hay un diálogo sobre la condición reducida del hombre. No somos para tanto, piensa uno de los presentes. Al final todos morimos, así que sería mejor olvidarse de ínfulas y ponerse a trabajar. Una forma de trascender, aun siendo pequeño, o más bien, ver con cinismo lo fútil de toda esta patraña. No creamos que somos mucho más que las hormigas, así que toma la pala, las botas, la pluma y papel, lo que sea. Entra en acción y acepta lo que corresponde.

Trofímov pone en duda lo dicho. ¿Cómo está eso de que morimos? Quizá tengamos cien sentidos y al morir solo perezcan cinco de ellos, los que conocemos hasta ahora. Puede que los otros noventa y cinco continúen vivos. Otros modos se existencia son posibles, no hay que afligirse ni bajar la cabeza.

Las líneas anteriores pasan un tanto desapercibidas dentro de una de las más famosas y aclamadas obras de Chéjov. Hubo, no obstante, alguien que casi ochenta años después retomó la teoría de que las personas tienen cien (o más) sentidos. Se trata ni más ni menos que Jeanette en Reluz (1983), el tercer álbum de su carrera.

Tras el éxito que Corazón de poeta tuvo en Brasil un par de años antes, la cantante y su equipo decidieron grabar un álbum con tintes bossa nova para afianzar el mercado. El resultado no tuvo el éxito que esperaban, pero el intento dejó un puñado de joyas. La más destacada de ellas es «Más de cien sentidos».

Compuesta por Edson Vieira de Barros (conocido con el nombre artístico de Ed Wilson) y José de Ribamar «Cury» Heluy, «Más de cien sentidos» calza perfecto con el estilo hipnótico de Jeanette; el de una belleza que no tiene que esforzarse para seducir y a quien le basta un susurro para dejar huella. El suave aliento que derrite un glaciar.

La adaptación al español del tema original en portugués corrió a cargo de Luis Gómez-Escolar, un orfebre de la lírica hispana. Ignoro si cualquier de los involucrados pensaba en El jardín de los cerezos durante las sesiones de grabación. Es probable que no, y aún así está la referencia. Los dos tenemos más de cien sentidos

Digo que es probable que no porque el retrato difiere en casi todo en ambas piezas, excepto por esa alusión. Mientras Trofímov piensa en la trascendencia humana, un horizonte existencial en el que caben todos, Jeanette canta a la intimidad de pareja. Todo brilla, solo para ellos dos. Amantes prometidos de amor sin fin. Estrellas caídas llevadas por la misma canción. Al estar juntos la experiencia es tan amplia, tan placentera, que cinco sentidos se quedan cortos. En su historia romántica se agolpan más de cien sentidos.

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Charles Bukowski y la decepción con una mujer

Foto: Michael Montfort.

Un desconsuelo sobreviene cuando alguien comete la desfachatez de no ser como creíamos que era. Tal suceso equivale a la caída de un árbol que se ha cortado sin sentido. Madera noruega que se pudrirá al paso del tiempo. Es la decepción. Chispas que lanzan los tontos sentimentales, como aquella canción de Roxy Music.

Charles Bukowski era uno de ellos. Una víctima habitual de la salvaje tristeza que supone lo que se ha perdido para siempre. No había remedio para él. Lo decía en uno de sus poemas referente a ese espacio en el corazón que nunca será llenado… pero en el que seguimos a la espera.

Su sensibilidad era especial con algunas mujeres, en específico con las que por una u otra razón acabaron lejos de su vida. En una carta dirigida al poeta Steve Richmond en 1971 fue enfático al respecto.

Richmond era uno de los pocos amigos que tenía dentro del círculo literario, un ámbito que por lo demás le asqueaba. Pues bien, él pasaba por un mal momento tras la traición de una chica. Bukowski, más experimentado (era veinte años mayor) intentó darle un consuelo. Le dijo que había mujeres que podían hacerte sentir bien, pero que al cabo de un rato no tendrían empacho de clavarte un cuchillo y retorcerlo por dentro. Esto es de esperarse, le dijo, pero de cualquier modo duele cuando ocurre. Era normal que Steve se sintiera abatido.

Bukowski le aseguró que algunas mujeres gozan de enfrentar a los hombres entre sí, sobre todo enfrentarlos consigo mismos en una carrera a las tinieblas, y que si la oportunidad se presentaba la tomarían con gusto. Refería que los hombres tienen un tipo de lealtad que no es manejada por ellas.

Por último, le aconsejó dejarla ir. No tenía caso. «La soledad también trae un amor tan alto como las montañas». Lo sabía bien él, dado a periodos prolongados de reclusión.

El alejamiento tenía igual sus consecuencias. Una vez que la confianza se había roto la cadena de podredumbre se extendía. En otra carta, escrita en 1966, el autor angelino fue tajante. «El problema no es tanto perder a una mujer, esto es esperable, sino presenciar hacia dónde finalmente se dirige… hacia la muerte más corrompida, hacia lo más falso de lo falso, hacia la mentira, hacia la obvia mentira a perpetuidad. Es como una comedia, solo que tú eres la única persona en la audiencia y ellos están en el escenario».

Es famoso el poema en donde Bukowski asevera que siempre hay una mujer que te salva de otra y que mientras esa mujer te salva también se prepara para destruirte. Polémico y contradictorio, caía en generalizaciones espurias, en agravios. Aunque tampoco es que se pueda pedirle temple a alguien envuelto en llamas.

Además, sí que hay unos cuantos casos así. De inclemencia, de lascivia que destruye a seis manos el jardín que se había formado en tres primaveras. La puesta en abismo que ofrece la fórmula exclusiva a uno y a otro y a otro. Ante la compenetración grupal, el adiós inevitable. Hay deslices que no se pueden tolerar.

Luego de la cisma viene el silencio, al final todo es un poco nada. Borges reflejó esa verdad demoledora al escribir sobre la muerte de Beatriz Viterbo tras una candente noche de enero. Pese al desplome, el mundo sigue su marcha. Los anuncios de cigarrillos, el ruido de las cafeteras, los periódicos manchados. Así nosotros seguimos. Un sobresalto al principio, uno que al otro día ya es un poco menos y que al cabo de otros días desaparece. Lo que hubo está perdido. Triste, hasta que lo olvidas.

Los escritores saben cómo es el amor

Greene, Monroe, & Miller On The Road

Los escritores suelen pasarlas canutas con aquello de los sentimientos. El acto creativo implica largas sesiones de soledad y mucha amargura. Los tipos duros no bailan, se titulaba un viejo libro. Pero incluso ellos, en algún punto, tienen que amar.

La historia de la literatura está llena de rastros sobre el tema. Charles Bukowski decía que el amor es un perro del infierno. Y ni así pudo renunciar a él. En sus palabras está más bien reflejada una extrema sensibilidad que le hacía caer en decepciones reiteradas, como el huérfano de cariño que fue desde la niñez. En términos generales era un romántico, como describió Raymond Carver en el poema que le dedicó. No sabes lo que es el amor, vociferaba Hank en una borrachera a los que nunca lo habían experimentado. Esa era la única forma en que podía saberse de qué iba en realidad. Viviéndolo.

Xavier Villaurrutia y Salvador Novo sí que lo vivieron, aunque también fueran conscientes de los pesares que acarreaba. De lo insuficiente que a veces es todo. Villaurrutia lo expresó con tino en un poema. Amar es una sed, la de la llaga / que arde sin consumirse ni cerrarse, /y el hambre de una boca atormentada / que pide más y más y no se sacia. / Amar es una insólita lujuria / y una gula voraz, siempre desierta.

Novo se mostraba más colmado, incluso a la llegada de los vacíos que le hacían apreciar aún más al objeto de su deseo. Amar es este tímido silencio / cerca de ti, sin que lo sepas, / y recordar tu voz cuando te marchas / y sentir el calor de tu saludo. […] Amar es percibir, / cuando te ausentas, / tu perfume en el aire que respiro, / y contemplar la estrella en que te alejas / cuando cierro la puerta de la noche.

Tal ausencia es una constante para quienes viven de la pluma. A muchos artistas les pesa no tener alguien que les aguante el ritmo. Alguien que se anime a quererlos. No muchos están dispuestos a llevar una relación con un novelista, no se diga ya con el que expele un puñado de versos. La sensatez indica que es preferible alejarse.

Aun así, no todo está perdido. Kurt Vonnegut ofrecía un tip para conseguir una pareja. Para enamorar, expuso en una de sus conferencias, hacían falta dos cosas: llevar ropa bonita y sonreír. Nada más. Si aquello no rendía frutos añadía que uno debía aprenderse la letra de algunas canciones. Se sabe que la música logra conectar a las personas y dentro de la música pop hay un universo de formas para entender las relaciones humanas. Sabiduría pura y dura.

Arthur Miller es un ejemplo de éxito. Cuando un escritor se sienta acomplejado por su condición, tan lejana a la de las fulgurantes ingenieros y CEO’s, basta pensar en él y su idilio con Marilyn Monroe para desbordarse en autoestima y esperanza. Quizás desde el teclado sí se pueda llegar a las grandes ligas. O no.

De cualquier modo el amor puede conducir a pasajes demoledores. Dostoievski lo sabía muy bien y, lo que es más, supo reflejarlo. Noches blancas es un testimonio de la ilusión que acompaña a los primeros amores, los más ingenuos, platónicos y que en la estocada del rechazo dan paso a la madurez.

En El idiota, el escritor ruso describió el peligro de ser vulnerable ante el otro. Aunque también las bondades que tenía el dejarse llevar. Uno de los personajes establecía que la mujer era capaz de atormentar y burlarse del hombre hasta la extrema crueldad, sin ningún remordimiento, a sabiendas de que al final podía recompensarlo con su afecto.

Encontrar a la pareja adecuada, entonces, es el verdadero reto. Una búsqueda que multitudes hacen, aunque finjan que no. Henry Miller cayó en la dinámica: aunque fuera crudo o bohemio no perdía ese lado tan emocional. “Me veo a mí mismo para siempre como el hombre ridículo, el alma solitaria, el hombre errante, el artista inquieto y frustrado, el hombre enamorado del amor, siempre en busca de lo absoluto, siempre buscando lo que no se puede aprehender”.

Alain de Botton, a la usanza de la tradición judeocristina, sugiere que la verdadera prueba del amor llega en los momentos de debilidad. Es ahí cuando queda patente si la otra persona está verdaderamente comprometida con nosotros. Casi cualquiera puede amarnos en nuestros mejores tiempos, los de salud y abundancia; los que se quedan aún cuando se entra en la decadencia son los que tienen una cercanía a prueba de bombas.

En cualquier caso, hay autores que nunca se tragaron el cuento. O al menos eso han procurado aparentar. La obra de Michel Houellebecq ha apelado a los alienados, a los que viven en doloroso aislamiento y que ven el pasar de los días sin mayor optimismo. Tanto él como el perfil de lector que ha trazado, carecen de amistad, de carisma y no terminan por encajar. Y a fuerza de rechazo opta por desmitificar lo que para otros es lo mejor que ha ocurrido. Para el francés, así de locuaz, el amor es una broma de la que la sociedad es víctima, una estafa en la que es preferible no caer.

Lo cierto es que nadie puede abstenerse. Románticos y haters se han visto influidos alguna vez por el amor o por la falta de él, situación a partir de la cual se imagina, se elucubra, se anota una palabra tras otra con la ilusión de que la persona querida lea lo escrito. Ahí la gran motivación, una pelirroja muy MM que a distancia observa las letras.

Paul Auster y la lucha por escribir

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Paul Auster llegó a los 30 años lleno de agobios e incertidumbres. Así lo relató en uno de sus libros de memorias, en donde describe cómo es que ese punto determinante en la vida de los hombres lo tomó con la guardia baja. No solo su matrimonio se desmoronaba: sus aspiraciones como escritor parecían no conducirlo al puerto adecuado y los problemas monetarios le restaban la tranquilidad que añoraba para deambular con orgullo por las calles.

Aun así, seguía con la mente fija en la literatura. Desde muy joven ese había sido su sueño. Escribir y vivir de ello. También ser reconocido por una obra emblemática. El camino, no obstante, se le había empantanado. La segunda mitad de los años setenta lo atrapaba inmerso en las traducciones del francés que hacía para obtener algunos recursos, así como la elaboración de ensayos que de vez en cuando le eran requeridos por revistas del gremio.

En cierto punto los intentos le llevaron a la desesperación. Por más que mandara cartas, hiciera llamadas telefónicas y acudiera a entrevistas de trabajo, no acababa de ver la luz al final del túnel. Probó suerte en la docencia, en el periodismo y en cualquier cosa que le permitiera mantenerse en la lucha. A todo lo veía como una cuestión temporal, en lo que podía asentarse en sus propias pasiones. Aunque más de una vez dudó que eso al fin pudiera llegar.

Cada paso le parecía un retroceso. Era exigente consigo mismo y se exasperaba. Los empleos que conseguía aquí y allá distaban de parecerse a su ideal. Tampoco estaba satisfecho con lo que salía de su pluma. Sus ambiciones, decía, eran mucho mayores que sus capacidades.

Conforme se acercaba a la madurez el futuro le parecía más y más nebuloso. Si bien había logrado publicar un libro de poemas en un tiraje reducido con un pequeño grupo editorial, seguía con las limitaciones económicas que tanto le frustraban. No lograba dar el gran golpe o el campanazo que requería para levantar.

De cualquier modo no quitó el dedo del renglón. No quiso entrar en la dinámica de tantos otros escritores que tenían un trabajo estable que les permitiera crear en sus tiempos libres.

Paul Auster estaba negado, la idea de estar en una oficina, llevar horarios y recibir órdenes simplemente no iba con su naturaleza. Decidió apostar todo al destino y empeñarse en una carrera que lo mismo podía llevarlo a la cima que hundirlo irremediablemente a la simple subsistencia. Prefería sostenerse en buhardillas con goteras si es que ello abría algún resquicio para entrar de lleno en el panal literario.

Un punto de inflexión fue la beca que recibió por el Instituto de Bellas Artes de Nueva York. La salvación llegó en forma de 3 mil 500 dólares que le permitieron andar con holgura y centrarse así en respirar durante una temporada. La confianza que John Bernard Myers había depositado en él también contribuyó a elevar su optimismo.

De cualquier forma, poco a poco fue vaciando la cuenta bancaria. Y la presión regresó. De seguir así pronto llegaría al límite, ese que tanto le angustiaba y que llegaba a tumbarlo con alguna enfermedad. Era alguien sensible que no lograba habituarse a la mediocridad y estar inmerso en ella lo abatía física y espiritualmente.

En una noche de insomnio, propia de la ansiedad que lo mantenía en vilo, le vino una idea a la mente. Como lector voraz de novela negra urdió una trama a la que le daría forma con el paso de los días. Un sano entusiasmo se apoderó de él. Sintió que la vena literaria por fin se había adueñado de su interior. Había dado el paso definitivo. O eso creía.

En las semanas siguientes se las arregló para completar 300 páginas. Una historia que rodeaba a una misterioso asesinato que venía rodeado de un aura existencial. Ya con el volumen bajo el brazo, comenzó a moverse por editoriales. Pero no tuvo mucha suerte. Varias personas le sugirieron cambios, le dieron esperanza… y al final le decían que no, otra vez.

Un día, un hombre le llamó por teléfono. Era alguien que conocía de años atrás y al que en un principio le costó trabajo identificar. El tipo en cuestión le empezó a hablar de un proyecto que tenía en mente y al que le quería invitar. El balbuceo fue extraño pero implicaba la fundación de una casa editorial. El sujeto le preguntó a Paul Auster si tenía alguna novela que quisiera publicar. Habían pasado ya varios meses desde que en aquella noche sin dormir empezó a trazar su primera obra de largo aliento, una de la que ya casi se había olvidado. Quiso aprovecharla y dio el sí.

El libro tardó dos años en materializarse. Cuando se mandó a imprimir la empresa estaba quebrada y no había forma de siquiera distribuirlo. Había que recurrir a otra editorial, a otro agente. Paul Auster había recibido un golpe más. Lo sufrido a lo largo de toda su juventud era una verdadera masacre que tumbaría a cualquiera que no tuviera vocación.

No era su caso. Peleó por lo único que le salía bien y al cabo de un tiempo obtuvo recompensa. Siguió picando piedra y, sobre todo, siguió escribiendo. No se rindió. Eventualmente sus libros fluyeron y fueron publicados hasta convertirlo en uno de los autores más exitosos de su generación. Lanzó la apuesta y pudo fracasar o pudo dar en el blanco, pero tenía que estar ahí. Y lo estuvo. Como un artista del hambre que todavía mira hacia atrás con ingenio.

Los diarios tempranos de Susan Sontag

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Susan Sontag, 1959. Foto de Duane Michals.

Susan Sontag fue una de las ensayistas más respetadas e influyentes de su generación. Como crítica del arte, la sociedad, el mundo político y la sexualidad logró marcar tendencias y meter una mirada acuciosa en terrenos analíticos que pocos se habían atrevido a explorar. Opiniones como la suya pesan hasta la fecha y dibujan una línea lo mismo polémica que canónica.

La autora norteamericana también probó las posibilidades de la ficción. Obras de teatro y relatos salieron de la pluma espumosa que guardaba dentro de sí. Y fue igualmente una figura pública que defendió con valentía ideales de la estética y la fotografía. No fue dogmática y ahí donde muchos pregonaban teoría nebulosa y barata, ella tuvo honestidad y precisión para abordar los temas que le embargaban.

Pero ante todo, Susan Sontag fue una mujer. Caótica, brillante, arterial. Su paso por el mundo contiene varias lecciones y da muestra de la importancia de la determinación y de permanecer con la vara alta en cuanto a nuestras expectativas.

Para conocer los entresijos de ella como persona queda la alternativa de recurrir a sus diarios, editados ya hace más de una década, en los que dejó constancia del lado más tierno y contradictorio a partir del cual fluyó lo que le conocemos de obra.

Desde muy joven, Susan Sontag se impuso como norma ser fiel a sí misma, una actitud de la que partía una libertad verdadera en la que no había que constreñirse. Era consciente de una cuestión que parece evidente pero que pocos alcanzan a asumir para su propia causa, no hay nada que te impida hacer cualquier cosa, por disparatada que sea, dentro de tu margen de acción.

“¿Qué me impide recoger mis pertenencias y marcharme? Solo las presiones autoimpuestas de mi entorno”, concluía al recordar que había fuerzas omniscientes con las que costaba trabajo romper. Una de ellas era el temor a su propia familia y la particular animadversión que llegó a causarle su madre.

Con apenas 15 años, Sontag ya era una persona muy sensible, con todas las angustias, pesimismos y aflicciones que acompañan a la ya de por sí embrollada juventud.

Como lo reflejan sus primeros cuadernos, Susan Sontag era muy exigente consigo misma; era consciente de sus aspiraciones y de las limitaciones que aún tenía. Por ello no temía ironizar sobre su condición: lo que llamaba el luto personal, aunque igual permanecía expectante el talento pudiera ofrecerle algún día.

Sontag confiaba mucho del camino que podía labrarse por su cuenta. Era independiente y reivindicaba la calidad de individuo. Tenía un alta estima por lo privado, al tiempo que apelaba por el mantenimiento de la cultura como medio de salvación colectivo. La Universidad, en contraparte, no le despertaba el menor entusiasmo, ya que estaba segura de que podía aprender todo lo que requería a través de la lectura. Consideraba a la música, como es pertinente, el arte mayor.

La vida académica que alguna vez fue opción le causaba aburrimiento. Le aterraba llegar a la vejez dentro de una universidad a la que solo serviría a través de papers de temas extravagantes que nadie leería. Ser profesora ofrecía algunas comodidades, pero le obligaba a rendirse, algo que no estaba dispuesta a hacer. De nuevo, primero estaba el amor propio.

La narradora neoyorquina tenía un voraz apetito intelectual (“riego mi mente con libros”, mencionaba, al tiempo que hacía listas de títulos en sus libretas). Temía por ello que su potencial pudiera quedar desperdiciado. Como quinceañera buscaba encontrar un rumbo, un sitio en donde pudiera desarrollar su destreza.

Era evidente que la escritura sería el móvil adecuado. Le atraía la idea de producir textos, pero sobre todo estaba interesada en ser una escritora, aun más que escribir en sí. Lo atribuía al ego, ese impulso por ser alguien y acabar con el reconocimiento que merecía.

Sin embargo, escribir propiamente dicho no siempre le era fácil y tenía esos días en los que incluso se cansaba de hacerlo, se tratara de un artículo de fondo o incluso una breve línea en su diario. Dejaba mucho de inconcluso en hojas de papel que guardaba por días hasta que eventualmente les definía un destino. La ansiedad finalmente estimulaba su vena creativa.

En Susan Sontag había un fuerte debate entre el lado intelectual y las emociones. Esas dos caras de la moneda le conflictuaban, le dolían, una situación a la que le encontraba provecho. La tensión de la cuerda era, a su modo, un estímulo creativo, en el que a menudo ganaban los sentimientos. Susan Sontag admitía ser una apasionada, nada más le faltaba un canal para que aquello le ofreciera una recompensa.

En sus diarios hay un punto de quiebre: el día en que contrajo nupcias con el sociólogo Philip Rieff cuando ella apenas tenía 17 años y él contaba ya con cerca de 28. La adopción de una nueva condición afectiva y social no cambió su postura tirada a la independencia intelectual. En sus apuntes decía que el matrimonio era sobre todo una cuestión de inercia, y no buscaba el contacto permanente sino lapsos de soledad que eran el descanso y el alivio.

El matrimonio no duró mucho, la pareja se divorció al cabo de nueve años. Susan Sontag no se volvería a casar. No iba con su temperamento ni con sus inclinaciones personales. “Dos personas esposadas la una a la otra junto a un estercolero no deberían pelear”, reflexionaba. “Solo consiguen que el estercolero aumente unos milímetros, tienen que vivir con él hediendo bajo sus narices”.

En la adolescencia descubrió su bisexualidad y fuera del periodo en el que estuvo casada con Rieff y con quien tuvo hijo, estuvo más encaminada a su relación con las mujeres. En sus años de juventud admitía tender a amores egoístas y ser presa constante de los celos. “Mi amor la quiere incorporar plenamente, quiere devorarla”, decía sobre María Irene Fornés con quien sostuvo un fuerte vínculo.

Así tan avanzada a su tiempo como llegó a ser, el asunto de la sexualidad llegó a provocarle episodios de conflicto interno. A finales de los cincuenta para una chica de su edad no era fácil tener aproximaciones con otras mujeres; aún no llegaba la liberación que en la segunda mitad de la siguiente década comenzaría a dar un respiro a lo que muchos como ella transcurrían en silencio. En una entrada daba reflejo de lo difícil que era vivir con atracción a seres de su propio sexo. “Me hace sentir vulnerable. Aumenta mi deseo de ocultarme, de ser invisible —que he sentido siempre de todos modos”.

Los diarios de Susan Sontag, disponibles en varios volúmenes, tanto en inglés como en español, son testimonio del corazón palpitante que hay detrás de la severidad de una intelectual pública. Una auténtica figura de las letras y de la cultura popular que años después de su muerte permanece como una referencia y una guía de admirable actualidad.

En el centenario de Salinger

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Holden Caulfield, el protagonista de El Guardián entre el Centeno, decía que lo que de verdad lo volvía loco eran esos libros que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera tu amigo y pudieras llamarle por teléfono cuando quisieras. Por desgracia, él mismo añadía, «eso no pasa mucho».

Uno de los que logró en su escasa pero expansiva obra fue precisamente su creador, J. D. Salinger.

De Salinger hay mucho que decir y a la vez es preferible no hacerlo. Quienes lo han leído a profundidad saben que con él se guarda un pacto de confianza. Pese a las altísimas ventas que aún tiene, su decisión de mantenerse a sí mismo y a su obra dentro de unos márgenes de silencio es una cuestión que se debe respetar, incluso cuando ya ha fallecido. Ni su imagen ni sus libros ni sus personajes han de vulgarizarse en la primera fantochada que se atraviese.

Cerrarse de lleno a las adaptaciones cinematográficas, así como abstenerse de dar entrevistas le dotaron de un atractivo misterio, además de que nos libró, en parte, del bochorno de verlo estampado en playeras de rebajas o en marquesinas de productos de moda, como tanto le asqueaba para lo suyo.

Que con un artista lejano (geográficamente) se adquiera una actitud tan dogmática solo queda explicado dentro de sus propios trabajos. Quien se acerca a Salinger en el momento oportuno establece con él un vínculo especial distinto al que se tiene con otros autores. Descifrar su secreto se vuelve complicado, incluso ridículo. Aun así resulta pertinente mencionar que bajo su estela encontramos elementos tan indispensables como la recuperación de algo que creíamos perdido, así como una complicidad, una voz que sale al estrado para expresar las angustias juveniles para lectores que se encontraban en la orfandad emotiva.

Era justo eso que decía el señor Antolini en una conversación con Holden, aunque este último reaccionó con cinismo:

“Entre otras cosas, descubrirás que no eres la primera persona que alguna vez estuvo confundida, asustada e incluso enferma por el comportamiento humano. No estás solo de esa manera, estarás emocionado y estimulado para saberlo. Muchos, muchos hombres han estado tan preocupados moral y espiritualmente como ustedes ahora. Afortunadamente, algunos de ellos mantuvieron registros de sus problemas”.

Tal elemento es invaluable y posiciona a Salinger como uno de los personajes más entrañables que hubo jamás. Tanto es así que se cuece aparte en cualquier juicio literario. Era esa manera de escribir tan única la que alimentó a generaciones enteras a través de una redención personal que de algún modo ansiaba en cada línea.

La guerra se convirtió en una cicatriz que impregnó páginas enteras venidas de su pluma. Nunca pudo olvidarse del olor de la sangre. Por ello, detrás de la genialidad y la ternura se adivina un espectro inquietante, la sombra de lo que no llegó al puerto añorado y que a cada instante revela un gramo de extravío.

De cualquier modo, lejos de aventarse al precipicio, el escritor norteamericano optó por la espiritualidad y la desconexión con el medio, además de voltear a lo poco que consideraba aún impoluto: los niños y jóvenes a los que admiraba tanto. Para él, dichos seres, sin darse cuenta, contaban con la inocencia y valor que con el pasar de los años perderían en una adultez que percibía como siniestra. En el fondo, aguardaba a la oportunidad de salvar aquella pureza que contemplaba a distancia como se observa a las aves de primavera.

Era lo que ocurría cuando Holden miraba a su hermana pequeña en el carrusel. Fascinado, sí. Pero consciente de que él ya nunca podría ser parte de ello, aunque estuviera tan solo a unos metros de distancia.

Los libros de Salinger están poblados de adolescentes rebosantes en sentimientos e inteligencia. Nunca subestimó a los menores de edad y por el contrario veía en ellos fuente de una extraña sabiduría. Además, los dotaba de una fuerte carga de desprecio por un mundo exterior que se percibía como adverso y hostil, un cansancio que se extendía a círculos sociales conformados por phonies ansiosos por distinguirse e ir a alguna parte o ser de interés para el resto. Así lo exponían los integrantes de la familia Glass.

En el universo de Salinger había otro factor, sus personajes solían pasar por malas rachas o permanecían en un descarrío de amplia magnitud. Igual que él, como llegó a revelar en una carta, no logran integrarse ni hacer migas como ocurría con el resto de la sociedad. No encajaban. Lejos de lamentarse, daban a la causa la calidad de superado; estaban ya del otro lado del río donde si acaso miraban el panorama con un rastro de melancolía.

La cuestión en que los otros no se daban cuenta de ello. Todo ese colorido interno, esa agitación de la mente y las angustias varias del corazón, eran pequeñas galaxias solo perceptibles para quien entraban en la intimidad de la escena, ahí en donde ocurrían diálogos tan vivos que no venían tanto de la literatura, sino de una serie de humanos más reales que tu vecino.

Pues bien, Salinger rompía con la pared textual y guardaba cortesía al reconocer el hermoso y bullante jardín que había dentro de su audiencia, compuesta por muchos tímidos, callados, inadaptados y solos.

En Seymour: una introducción, uno de los relatos donde la relación autor-lector se vuelve más profunda a través de la guía de Buddy Glass, cabe lo mismo la filosofía que el proceso creativo. Salinger, imponiéndose al tiempo y las dimensiones, le habla directo a quien ha depositado la confianza en él; le ofrece calidez, compresión, un refugio. Para escribir aconsejaba elegir con el corazón. Recordar el tipo de creación que se quería y dejarse llevar con honestidad, buscando el punto. “Eres un artesano digno de crédito”, como decía Seymour. “Daría cualquier cosa por verte escribir algo, cualquier cosa, un cuento, un poema, un árbol que real y verdaderamente te saliera del corazón”.

Eran ese tipo de detalles que hacían a muchos derrotados y alienados sentirse importantes. Alguien por fin se dirigía a ellos. Y de una forma tierna y considerada. Un gesto que uno no siempre encuentra en las calles. A su modo era un legado con el que nadie más se podría comparar.

Franny Glass se lamentaba no tener a alguien digno de verdadera admiración. A J. D. Salinger, nacido en 1919 y fallecido en 2010 se le tenía tal tipo de respeto, pero sobre todo se le quería. Como un amigo, como un guía. A cien años de su paso por la Tierra no queda más que estar agradecidos y levantar un sándwich (sin mayonesa) en su honor.

Jo.

Amos Oz contra el fanatismo

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Foto: David Sillitoe

Amos Oz fue uno de esos escritores que hasta el final lucharon por convicciones morales acordes a la turbulencia de su época. Ya fuera a través de sus obras de ficción, sus ensayos o sus apariciones en la arena pública, fue alguien preocupado por los conflictos que acechaban en distintos flancos, en especial lo que concernía a la religión, la historia y las disputas entre colectividades.

El escritor israelí dejó varias lecciones para la posteridad, quizá la más importante de ellas tenía que ver con su estudio del fanatismo, ese veneno que inunda mentes hasta marchitarlas. Solía decir que se trataba de la peor epidemia del siglo XX… y más allá. Según sus propias palabras, el fanatismo antecedía a las religiones y era prácticamente un gen defectuoso en la naturaleza de los seres humanos.

En el libro “Contra el fanatismo”, una lectura imprescindible que debería repartirse masivamente en todos los idiomas, Amos Oz decía que la semilla del fanatismo provenía de una actitud de superioridad moral que cerraba de lleno al involucrado a entender otras posturas. Con frecuencia, aseguraba, esto venía acompañado de un culto a la personalidad, una “idealización de líderes políticos o religiosos, la adoración de individuos seductores”. Un vicio que, además, acostumbra a propagarse de boca a boca, de padre a hijo y generación a generación. Un afán de adoctrinar a los demás, de sentirse parte de una iluminación, asumirse en lo correcto por una simple convicción sin atender a criterios de objetividad alguna.

Como se puede apreciar, las ideas de Amos Oz están vigentes y reivindicarlas se antoja como una tarea muy importante en tiempos donde la política y el orden social han derivado en un torbellino que pega a todos los continentes.

Amos Oz no se dejaba engatusar por ilusiones vagas, prefería la observación pragmática y seria. Era un especialista sosegado, quien entendía que la historia no era tan simple como una guerra entre ángeles y demonios. Entre más pronto pudiera entenderse la psicología del otro, mejor. Detrás de las actitudes bélicas suele haber dolores. No se trata de deshumanizar a quien esté enfrente; por mucho que existan diferencias todas las partes son humanas, con las virtudes y defectos que acarrea su paso por la tierra.

Como un tipo nutrido de la curiosidad, era alguien que reflexionaba, cuestionaba, sonreía. Tales características, tan sencillas como parecen, conformaban un verdadero portento. Son cualidades que no muchos conservan en su vertiente más pura. Tuvo además una cara amable. Como él mismo señalaba, es el humor y la curiosidad lo que separan al intelectual del fanático. El primero duda, lanza críticas, se retracta, pregunta. El segundo vive conforme con una versión, el dogma que asumen como móvil de existencia y al que no osan contradecir para no dejar caer el castillo de naipes al que se han entregado sin miramientos; los fanáticos no ironizan, tienen miedo de faltarle el respeto a la causa, a un ente que consideran como intocable.

Su lectura del conflicto palestino-israelí era ejemplar, sin caer en posiciones extremistas ni tirar para ninguno de los lados. Entendió que la enfrentamiento no era una película del viejo oeste. “No es una lucha entre el bien y el mal”, aseguraba, más bien se trataba de una tragedia, “un choque entre derecho y derecho, entre una reivindicación muy convincente, muy profunda, muy poderosa, y otra reivindicación muy diferente pero no menos convincente, no menos poderosa, no menos humana”.

Además de ser partidario de la creación de los dos estados, apuntaba que uno de los primeros pasos para suavizar la relación era el de pactar un acercamiento y ser solidarios con los dolores y visiones ajenas.

Si bien no se definía como pacifista, ya que entendía bien que la fuerza es necesaria para contener a los tiranos y a las agresiones de los demás, también estableció que las heridas no iban a sanar a base de garrotazos.

Por ello hizo una campaña constante por la empatía. El esfuerzo para entender al otro. Y a la vez nunca quiso asumir el papel de la sumisión, el de pasar de largo ante la barbarie. Tenía un gran sentido del deber y del compromiso. Combatía, eso sí, desde las ideas. La batalla que aconsejaba debía librarse también en las conversaciones, ante esos fanáticos en potencia a los que aún se les podía hacer entrar en razón, al igual que identificar los vicios propios que pudieran derivar en una ceguera analítica.

Amos Oz honraba su propio intelecto al contar con un atributo no muy común en el orgullo de los hombres: la autocrítica y la capacidad de leer el panorama desde una óptica ecuánime, sin dejarse llevar por respuestas fáciles, reafirmantes o consoladoras. Buscaba la rigurosidad, asumía la realidad tal cual era (aunque sabía bien que no era infalible) y desde ese punto partía a dejar indicios de lo que podía abonar al debate.

Fue severo cuando debía contra gobierno israelí ya que supo bien que el amor por los suyos y por su hogar no estaba peleado con el muy sano desacuerdo. Pese a recibir una educación nacionalista y tendiente al mesianismo, supo dar espacio a la sensatez y a ver la situación bajo su propios márgenes, no los que le eran impuestos. Fue igualmente alguien que sabía expresar sus ideas sin el embuste de la pomposidad. En conferencias daba voz a aquellas personas y corrientes que de vez en cuando, en conversaciones casuales, le manifestaban sus inquietudes.

Su presencia se echará en falta en tiempos donde el caos del mundo moderno ha derivado en una pléyade de demagogos que en distintas latitudes se encargan de erigirse como salvadores a través de posturas vacías que en su hechicera sencillez no alcanzan a atender a los problemas complejos de fondo, y por el contrario echan gasolina a un incendio ya difícil de controlar.

La obra de Amos Oz es un antídoto para inmunizarse ante aquellos que polarizan, los que dividen entre blancos y negros y quienes con su dedo pretenden señalar a los inocentes como si fueran una plaga. Esta peste se manifestaba “en todas sus formas: religioso, ideológico, económico…, incluso feminista”, dijo en una entrevista a El País.

Eran estos tiranos populistas a quienes identificaba como maniáticos de las “respuestas de una sola frase, respuestas que señalen sin ninguna duda a los culpables de todos nuestros sufrimientos, respuestas que nos aseguren que, si aniquilamos y exterminamos a los malvados, al instante desaparecerán todos nuestros problemas […] y así abrir de una vez por todas las puertas del Paraíso”, según apareció en “Queridos fanáticos”, el último de sus libros editados en español.

El fallecimiento de Amos Oz a los 79 años deja una especie de orfandad. Sus seguidores no podrán escuchar más su voz ni deleitarse con su aparición en eventos o ante medios de comunicación. El paso del tiempo jugó su papel inclemente. Queda, por fortuna, el faro de su trabajo que fluye todavía. Ahí donde cualquiera puede refugiarse y encontrar un horizonte. Un legado que muestra que la realidad está abierta. No hay sentencia definitiva que explique lo cotidiano bajo reglas universales. Queda el escrutinio, la sensibilidad y la misión que con responsabilidad debe plantearse cada día.

Los cuadernos de Emil Cioran

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Si hubiera que nombrar a escritores que tiran al vacío y a la desesperación, Emil Cioran sería uno de los primeros que vendrían a la mente. Su obra, profusa y fragmentaria, es uno de los testimonios más hondos del pensamiento que se consume en el pesimismo, un abismo constante que sin embargo lanza destellos de vigor.

Aunque la muerte fue uno de los temas que más aparecieron en sus libros, y aunque era alguien que no veía el andar de los días con especial optimismo, el escritor rumano aguantó lo que pudo y falleció a los 84 años por cuestiones de salud y no por una decisión individual.

Personas de mayor alborozo se han suicidado y él, pese a su perpetua disconformidad, no lo hizo. Daba la impresión de que asumía la condena de haber nacido (ese inconveniente, como decía) y que ya puestos en este plano no quedaba otra que sacar el provecho que se pudiera.

Como describió en El ocaso del pensamiento, había un serio revés con el suicidio: poner fin a los días antes de haber alcanzado aquello a lo que se podía aspirar. No era muy honorable, a su entender, poner punto final desde la lona, y antes convenía alcanzar un grado de realización digno de encomio. Entonces sí podría proceder la coronación, la “extinción aceptada”. Al suicidio lo tuvo más como una idea que como una opción a tomar.

Es probable que a juicio de Cioran el destello no hubiera llegado para sí y por eso, sin remedio, vio consumada la vejez. O puede que, en el fondo, la vida no le pareciera tampoco un desastre y que en su más blanda intimidad hubiera encontrado el impulso necesario para mantenerse en el ruedo.

De tratarse de lo segundo, de un remoto gusto por existir, no queda duda de que Cioran lo mantuvo en secreto. La condición de un exilio humano fue un vaivén de su literatura, compuesta por sentencias que sin embargo no dictaban cátedra ni pretendían sentar una doctrina.

Más bien apartado, Cioran resumía contradicciones, y aceptaba ser un hombre lleno de equívocos sin valor para ser poeta. La derrotaba le sentaba bien y no ansiaba los grandes reflectores tanto como a exprimir cada poro en una búsqueda por la sordidez.

Piotr Rawicz compraba a Cioran con un caracol. Alguien tímido, acostumbrado a esconderse sin la posibilidad de huir a la velocidad que quisiera. Un hombre que aspiró a lo sublime y que al no encontrarlo se asfixió en la frustración de lo cotidiano.

Aunque todos sus trabajos tienden a lo autorreferencial, la confesión y la mirada personal, quizá en ningún espacio haya revelado tanto de sí como en sus cuadernos, los cuales fueron publicados de manera póstuma.

En ellos Cioran registró muchos de sus pesares, un remordimiento sostenido por capas de hierro oxidado. Acompañado por la desdicha, en algunas de sus notas se atisba la que acaso sea el motivo principal de su estilo breve: su fastidio incesante, el hartazgo que sentía por sí mismo y la desesperación de la que se veía empapado al cabo de unos minutos. “No son los pesimistas, sino los decepcionados, los que escriben bien”, concluyó en una ocasión.

Cada una de sus anotaciones es una carrera contra el tiempo. No podía apelar a la distancia larga, ya que tenía el riesgo de desmoronarse. La concisión era una forma entregar una pieza antes de que fuera demasiado tarde, antes de que algún demonio le sugiriera a tirar el cuerpo por la borda.

De igual forma despreciaba el exceso. No toleraba a quienes inflaban lo que hubiera sido mejor abreviar. Fuera en la música, en las letras o en la arquitectura, nadie era tan grandioso como para extenderse por demasiado rato, excepto los genios universales que se miran a lo lejos.

En las entradas de sus diarios también queda en evidencia su eterna desconfianza ante al otro, esa que le llevaba a decir que no convenía consultar a nadie antes de tomar una decisión ya que, advertía, las otras personas difícilmente desean nuestro bien.

Algunas de sus frases más virulentas quedaron patentes en los cuadernos. Parte de ellas llegan a tambalearse y refulgen la mayor exageración: un error muy propio de los deterministas que tiran al aforismo.

“Todos los padres son irresponsables o asesinos. Solo los animales deberían dedicarse a procrear”, dice en unos instantes más bajos. Una sandez salvable apenas como muestra de alguien roto que en la emergencia busca desquitarse con un exabrupto.

Hay que recordar que para Cioran la escritura tiene que causar un impacto. Cada una de las piezas que publicaba tenía el fin de descolocar. Las palabras deben “hurgar llagas, suscitarlas incluso”, como llegó a admitir en alguna ocasión. No solo razonaba o procuraba ser sabio, daba espacio a la salida de tono, a la inconveniencia. En su opinión lo más interesante del alma recaía en sus tormentos.

El perdón le llega por la honestidad descarnada, la culpa que asumía, una imperfección que era su propia condena. “Yo no soy escritor”, confesaba, “todo lo que escribo ofrece un aspecto entrecortado, discontinuo, torpe”.

Pero de nuevo. Había que continuar. El sufrimiento ya estaba, no quedaba otra que intentar redimirse aunque el paraíso fuera tan huraño. El autor naufragaba y mientras lo hacía tiraba botellas al océano donde los chispazos se intercalaban con el desconsuelo.

Cioran creía que nunca echaría raíces en el mundo. Y acaso de algún modo haya sido así. No obstante, aunque le chocara, su obra sí que dejó un legado. Píldoras de angustia que para mentes afines no resultan lacerantes, sino reveladoras. Una palmada de coincidencia que los hace sentir menos incomprendidos y solos.

Daniil Kharms: el chiflado que un día no escribió

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Están los escritores de intemperie y están los escritores subterráneos. Los primeros son los que eventualmente uno se topa en las calles. Están en las librerías, en la televisión, en las recomendaciones. Sin mucho esfuerzo uno acaba por llegar a ellos. Algunas veces deslumbran, en otros casos hubiera sido mejor no conocerles. Los escritores subterráneos, por su parte, son a los que cuesta trabajo encontrar. Permanecen lejos de la vista. No están en las mesas de novedades. Ningún anuncio echa un aviso de que valen la pena. Hace años están muertos y ya no se les edita. Nadie se toma la molestia de rescatarlos. Se llega a ellos por alguna casualidad, gracias a una librería de viejo o la encadenación bendita de lecturas con las que se salta de un género a otro.

Daniil Kharms pertenece al grupo de los escritores subterráneos. Nacido el 30 de diciembre de 1905 en San Petersburgo, Rusia, se trata además de una de las figuras más excéntricas que tienen un espacio en el mundo de la literatura. En la actualidad no hay muchos vestigios de él. Aunque tiene admiradores repartidos en determinados circuitos, lo cierto es que se encuentra un tanto olvidado. Su trabajo, hasta el momento, ha sido ignorado por las grandes editoriales en español y las pocas veces que se le recuerda es como una curiosidad, y no como lo que es, uno de los escritores más interesantes, rebeldes y adelantados que dejó el siglo XX.

Su nombre verdadero era Daniil Ivánovich Yuvachev, y desde pequeño tuvo en mente la importancia del absurdo. Era lo que le interesaba a la hora de despachar una hoja en blanco. No conocía de estructuras y se fastidiaba ante la imagen de seguir hilos de coherencia. Daniil Kharms tendía a la anotación en vértigo, una urgencia para cambiar sentidos de una línea a otra y no casarse nunca con la obligación que implicaba llevar una historia tradicional. Se ahogaba si se extendía demasiado.

La vida no fue fácil para él. Tuvo la mala de fortuna de coincidir en tiempo y espacio con la política totalitaria de Stalin, misma que lo sumió en el hambre y la pobreza. Fue a partir de entonces que se radicalizó. Ante lo atroz del comunismo, optó por refugiarse en el sinsentido. En sus diarios confesaba que ya no le interesaban los significados ni ser práctico. A través del absurdo podía ejercer una gran clase de libertad. Ahí, con una pluma, no debía rendir cuentas a nadie, ni siquiera a la congruencia de lo formal.

La obra de Daniil Kharms, compuesta en su mayoría por piezas caóticas y sueltas, cuenta con una particularidad. Como señala el editor y poeta Matvei Yankelevich, el absurdo no es para él una sátira o dimensión aparte. En sus pequeñas historias, el disparate es visto como un asunto perfectamente cotidiano. La aparición de un cuervo parlante de cuatro patas (que más bien tiene cinco) en una cirugía no es aspaviento dentro de su mundo interior. Y debe ser visto como lo es. Una estampa de realidad, aunque no sea parte de nuestra norma.

En una carta dirigida a una amiga, Kharms estipulaba que a la hora de escribir poesía, lo importante para él no eran las ideas, ni el contenido ni la voluble concepción de “calidad”. Le importaba, en todo caso, la idea de pulcritud, limpieza. Algo extravagante, pero real. Para el escritor ruso las palabras pueden arrojarse y romper cristales si tienen la fuerza suficiente.

De este modo Daniil Kharms logra reinventarse en cada concepto, cada sílaba. Su gran compromiso es con la narrativa, y si hay cierto atisbo que quiera perseguir, no tiene miedo de derribar cualquier estructura. Una visión irónica le permitió un sano alejamiento de ataduras que contuvieran su palpitación artística.

No es que fuera alguien cínico o irrespetuoso. Al contrario, veía a la creación como un ejercicio ceremonial. Escribía mucho y con disciplina. Eso sí, no descartaba nada. No cumplía con el estándar de aquel que destruye lo que no funciona o lo que no le satisface. Él escribía y si no estaba convencido, ni hablar. Había que conservarlo y asumir que aquello era parte de la existencia. Como cualquier otra de nuestras acciones, era algo con lo que había que cargar. Las palabras, incluso las malas, merecían una consideración.

De ahí la particularidad de algunos de sus escritos que ni siquiera tienen un clímax ni un final como pudiera esperarse. Algunos de sus relatos comienzan con la aparición de un personaje. Y ya está, no añadía ningún complemento. Quizás hubiera un brío inicial, el cual no era correspondido al segundo siguiente. Así que prefería dejarlo como estaba. No todo en la vida tiene que ramificar.

LA REUNIÓN

Un día un hombre fue a trabajar y en el camino se encontró a otro hombre quien, luego de comprar una hogaza de pan polaco, se dirigía de vuelta a la casa de donde venía.
Y eso es todo, más o menos.

***

Perteneciente a una familia peculiar que en un principio gozó de relativa comodidad económica (su padre Iván fue un revolucionario que estuvo encarcelado con Aleksandr Uliánov, el hermano de Lenin; mientras que su madre pertenecía a la aristocracia), Daniil se inclinó al arte desde una tierna edad. Le gustaba actuar, dibujar y sentía una fascinación especial por la música, aunque finalmente se inclinó por la escritura y obtuvo un prestigio inicial cuando se dedicó a escribir obras infantiles (antes había fracasado con sus poemas), en las que aún no profundizaba en el eje avant-garde que finalmente adoptaría, y que en la obtusidad propia de los comunistas acabaría por ser tomado como de raíz “anti-soviética”.

El desenvolvimiento llegó en los años veinte, cuando junto a otros amigos fundó el colectivo OBERIU (palabra sin significado alguno), un grupo multidisciplinar en el que el delirio era el único consenso. Acróbatas, músicos, poetas y bailarines se conjuntaron para remover el pantano cultural.

Más allá de lo que dejaba entrever desde sus publicaciones, Kharms era todo un personaje en sí mismo que llamaba la atención en cualquier lugar en el que se presentaba. De altura considerable y rostro duro, vestía a la usanza inglesa, pipa incluida que le daba la pinta de una criatura extraña cubierta por la refinación de las telas.

Cuando visitaba algún bar o restaurante acostumbraba llevar sus propios cucharas, cuchillos y tenedores para afianzar su individualidad. Según Yankelevich, nuestro héroe se tomaba el papel de la extrañeza muy en serio y a veces se tiraba en la calle interrumpiendo así el flujo peatonal. Cuando la gente se acercaba para ayudarle o preguntar qué había ocurrido, él simplemente se ponía de pie y volvía a ponerse en marcha.

La fiesta, empero, pronto llegó a su fin cuando el marxismo-leninismo echó raíces en la comunidad soviética. Ante la visión totalitaria de los bolcheviques no había espacio para bufones como los del grupo OBERIU, quienes debieron andar con renovadas precauciones. Ni siquiera los chiflados podían soslayar una dictadura de semejante calado.

En 1931 Daniil Kharms fue detenido. Su idealismo y ensoñaciones chocaron de lleno con el materialismo stalinista. Las autoridades temían que sus campanas surrealistas pudieran contaminar a los niños, quienes debían estar concentrados en el pragmatismo que beneficiaba al régimen sanguinario en el poder.

Pasada una temporada que se vio obligado a pasar en el exilio, las cosas ya no volvieron a ser las mismas. Rusia había cambiado en un corto periodo de tiempo. El utilitarismo era la norma y ya no había espacio para sujetos como él. De algún modo el sistema lo había boicoteado y ya no encontraba espacio para colocar sus escritos. La sociedad, cada vez más aprensiva, le cerraba las puertas.

Nunca alcanzó a ver su obra adulta publicada. Lo suyo era incompatible con el comunismo que censuraba cualquier palabreja que se saliera de los designios de “el tío Pepe”. Por fortuna, sus diarios y algunos textos sueltos fueron conservados por amigos y familiares para ser dados a conocer un par de décadas después de su muerte. Una selección notable fue reunida y traducida al inglés por Yankelevich: “Today I Wrote Nothing: The Selected Writings” (Overlook Books, 2007).

De cualquier modo, mientras vivió, Daniil intentó continuar con el minúsculo margen de maniobra que le quedaba. Disminuido y sin holgura económica, en 1941 fue otra vez detenido, esta vez por el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (el temible NKVD). Hubo algo que lo salvó de terminar en un campo de concentración: su comportamiento, el cual fue juzgado como propio de alguien con problemas mentales.

Condenado a terminar en la división psiquiátrica de la cárcel Krestí, el cuadro empeoró cuando le tocó vivir desde el encierro un acontecimiento histórico: el sitio de Leningrado. El asedio de los nazis sumió a la actual San Petersburgo en la peor de las hambrunas. Quienes no estaba recluidos podían salvarse al comer ratas o incluso recurriendo al canibalismo. Daniil Kharms desde su celda no podía hacer lo mismo (ni siquiera los guardias gozaban de alimento digno ). Murió de hambre en su celda el 2 de febrero de 1942, a los 36 años. El absurdo fue batido por la crueldad objetiva.

***

A continuación una breve selección de los escritos de Daniil Kharms.

DEL CUADERNO AZUL

Del álbum de recortes

Una vez vi a una mosca y a una chiche enfrascarse en una pelea. Fue tan aterrador que corrí hacia a la calle y corrí lo más lejos que pude.

Lo mismo pasa con el álbum de recortes: haz alguna cosa sucia y de pronto ya es demasiado tarde.

11.

Una abuela tenía solo cuatro dientes en la boca. Tres dientes arriba, y uno más abajo. La abuela no podía masticar con estos dientes. A decir verdad, eran inservibles para ella. Debido a lo anterior, la abuela decidió quitarse todos los dientes e insertó un sacacorchos en su encías inferiores y minúsculas tenazas en las superiores. La abuela bebía tinta, comía betabeles y se limpiaba los oídos con fósforos. La abuela tenía cuatro conejos. Tres arriba y uno abajo. La abuela solía atrapar conejos a manos limpias y luego los ponía en jaulas. Los conejos lloraban y se rascaban las orejas con las patas posteriores. Los conejos bebían tinta y comían betables. ¡Sha-ha-ha! ¡Los conejos bebían tinta y comían betabeles!

16.

Hoy no escribí nada. No importa.

Sin título

Odio a los niños, a los ancianos y a las viejitas e individuos mayores razonables.

Envenenar niños es cruel. ¡Pero algo debe hacerse con ellos!

Solo respeto a las jóvenes y saludables muchachas rechonchas. A cualquier otro representante de la humanidad lo trato con reservas.

Las mujeres viejas que andan con pensamientos sensibles deberían ser aprehendidas con trampas para los osos.

Cualquiera cara con determinado sentido de moda despierta en mí las sensaciones más repugnantes.

¿Por qué hay tanto alboroto por las flores? Hay un aroma mucho mejor entre las piernas de las mujeres. Esa es la naturaleza para ti, y por ello nadie se atreve a tomar mis palabras como desagradables.

—Daniil Kharms.

[Traducciones propias a partir de las versiones en inglés de Matvei Yankelevich)

Daniil Kharms2

Alejandra Pizarnik a quemarropa

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Afuera hay sol.
Yo me visto de cenizas.

—Alejandra Pizarnik.

Los diarios de Alejandra Pizarnik son de lectura pesada y angustiosa. No hay tregua en ellos y al transcurrir por sus páginas queda la sensación de impotencia, la de no poder hacer nada por ayudar ni para levantar a la mujer del pozo en el que se encuentra. La escritora ya no está, y su testimonio, en donde la sinceridad puede confundirse con regodeo depresivo, solo puede verse, como es natural, con resignación. Un paño de lágrimas que se exprime para sacar la belleza que aparece cada tanto en esas reflexiones llenas de aflicción que, oh sorpresa, no son nada ajenas para algunos lectores (con esa familiaridad que ella experimentó al leer a Pavese). Pizarnik estaba en el abismo y tuvo un talante heroico para dar cuenta de ello.

Lo de Pizarnik es un grito delicado, una desesperación que trasluce con suavidad. Cada una de las entradas nos hace partícipes de sus miedos. Los de un pobre ser encaminado a un fin abrupto, anticipado. Cabe preguntarse cómo es que en medio del decaimiento ella encontraba fuerza o disposición para llevar un registro de la hecatombe.

Da la impresión de que en su escritura hay una clase de búsqueda, y que al menos durante un tiempo llevaba dentro de sí una pequeña llama que no se terminaba de apagar. Una luz que, aunque tenue, bastaba para dar pinceladas de vida. Una sensibilidad enmarcada por el desgarro espiritual.

Lo más probable es que la literatura fuera para Pizarnik un elemento de compensación. En uno de sus apuntes cita a Apollinaire, para quien la escritura era llenar un vacío. Palabra tras palabra se derrotaba así a la página en blanco. En el caso de la argentina, lo que se confrontaba no era una página en blanco, era el abandono que le embargaba por dentro. Hablamos de alguien que bordeaba la muerte de cerca como una afirmación. Sola ante el límite podía percibir mejor sus pensamientos, miraba el precipicio como un hábitat natural.

Sin la escritura se asfixiaba. Lo consideraba un acto bello, rebosante de magia. Un cuaderno marchito podía volverse en caleidoscopio si una pluma se deslizaba con tino en sus páginas.

Para Alejandra Pizarnik cada día era una batalla, una aventura de la que no saldría indemne. Presenciar su agonía duele y se deambula por los párrafos con la ilusión de que de pronto sobrevenga un respiro, alguna tarde que le ofrezca un consuelo a la autora, un instante que redima su triste destino. El episodio no llega o al menos no fue hecho patente en los diarios. La lámpara nunca encendió. Los planes se desvanecen poco a poco y cada nuevo coletazo de entusiasmo encuentra pronto el desasosiego.

El combate librado contra sí misma era casi tan intenso como el que sentía contra un exterior al que percibía adverso y hostil. Ni siquiera lograba la redención a través de sus poemas, esos que a veces le despertaban orgullo, pero que eventualmente le resultaban un eclipse, un mancha de lo que pudo ser y nunca fue. Simplemente no podía gozar de lo que había. No podía “vivir como un ser humano”.

El fin se adivina cerca en los versos y líneas y, sin embargo, no llega tan pronto como se pudiera atisbar. El sufrir se prolonga. La angustia derramada representa supervivencia también.

En determinado punto, Pizarnik lamenta “la incapacidad de hilar un pensamiento”. Describe su actividad mental como un verdadero caos, un “suceder de imágenes vertiginoso, recuerdos desordenados, palabras que se van en cuanto trato de apresarlas”.

Tanto llanto, tanto agobio, era un ritmo que solo podía sostener en soledad. En el más radical decadencia, Pizarnik decidió aislarse, aunque eso le apretara el corazón. No quería molestar más. Los cuadernos fueron los últimos cómplices, ante ellos se podía desahogar sin afectar a terceros. Como ella misma admitía, la ansiedad era su estado genuino, “ocasionalmente interrumpido por el trabajo, el placer, la melancolía o la desesperación”.

El erotismo era una asidera que de tanto en tanto la mantenía a flote. De vez en cuando tenía esos episodios febriles en donde se derretía en deseo. No tenía complejos para manifestarlo. “Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. […] Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso”.

Alejandra Pizarnik se suicidó en 1972. Tenía 36 años. Estaba marcado en su camino. Era inevitable. Desde pequeña cargó con una cruz. Minada de antemano, decidió quitarse la vida luego de salir del hospital en donde estaba internada por la depresión. No le quedó de otra. Se atiborró de pastillas en el adiós definitivo. Un final ni lindo ni floreado, no muy idóneo. Pero así son las cosas. Como ella misma señaló, es difícil morir bien.