Circunstancias en las que el tiempo se pasa volando

El tiempo permite poner orden a los acontecimientos. Gracias él es posible que los seres humanos coordinemos nuestras actividades. De este modo se puede acordar una cita a determinada hora sin que existan mayores confusiones. Otra cosa es que en ocasiones el otro llegue tarde o que miles de obstáculos se interpongan en el encuentro.

Es curioso, porque el tiempo, con todo y los parámetros bajo los que se sujeta, llega a ser bastante engañoso. Será cuestión más bien de percepciones individuales, el caso es que hay de minutos a minutos… no todos son iguales, aunque se suponga que siempre han de tener sesenta segundos. No es lo mismo un minuto pasado a solas con un policía como aquel minuto que añoras poder añadir a tus sueños. El minuto que se resiste sumergido en el agua es muy distinto al que se pasa sobre la arena en la playa. Y así, otros patrones con los cuales la óptica cambia.

Cuántas veces no has atravesado escenas que parecen ir en cámara lenta. Y cuántas veces no te han ocurrido acontecimientos van a toda velocidad sin que puedas poner un freno.

El tiempo es cruel, no cabe duda. No por sí mismo, sino por lo que ocurre mientras transcurre. El paso es inclemente. La piel se arruga, los sueños se marchitan, las personas se transforman. Sin un botón de pausa estamos condenados a seguir dentro de una corriente que desprende con su avance lo que considerábamos indispensable.

En el presente texto, expondré cinco circunstancias que ponen en evidencia lo engañoso del tiempo. Algunos ya lo habrán notado y hasta denunciado. Me uno a ellos, a  esos valientes, para desenmascarar lo voluble de sus designios. A continuación les presento aquellas circunstancias en las que el tiempo parece ir más rápido de lo normal, en donde se desvanece a una velocidad que pone en jaque a los sentimientos. Bribonadas que juegan con las mentes. Que hacen breve lo que debería ser prolongado.

Sin más, aquí van.

  • Durante el recreo de la escuela

La campana suena. Es hora de disfrutar de un descanso luego de haber tomado el dictado suficiente para volver loco a un monje. Corres hasta al patio para aprovechar cada instante. Sacas la comida que te preparó tu mamá y le das de mordidas en lo que le preguntas al niño de a lado que cómo le ha ido. Él responde que bien, te ofrece una papa y le dices que no, que vas a la tiendita. Te acomodas en la fila, y cuando llega tu turno, pides un jugo de naranja. En eso escuchas una oleada de pasos y lo que parece ser otra campanada. Apenas le das un sorbo a tu bebida, resulta que el recreo ha terminado. Los minutos se deshicieron de forma casi inmediata. Ni siquiera tuviste oportunidad de jugar un rato, ya tienes que volver a las aulas, en donde sí, tendrás clases que durarán una eternidad.

  • Cuando en un partido de futbol  tu equipo necesita remontar un gol

Se le atribuye  a Fernando Marcos (un viejo jugador, entrenador y comentarista deportivo) aquella frase que reza «El ultimo minuto, también tiene 60 segundos». En la actualidad los narradores de fultbol la mencionan como un golpe esperanzador  cuando a un equipo le queda poco tiempo para remontar. Es ahí donde recuerdan esa sentencia, para dejar en claro que todavía es posible ir por la victoria, o el empate, dado el caso. No obstante, el origen de la frase fue más bien un lamento, cuando un partido de México contra España en el mundial de 1962 se definió a favor de los españoles gracias a un gol anotado por Joaquín Peiró en el minuto 90. Los espectadores confiaban ya tener en la bolsa el resultado para pasar a la siguiente ronda y de repente, BUM, olvídenlo. Aquellas palabras fueron un plañido que escondía una verdad brutal: hay que estar alerta hasta el último soplo, no importa lo seguro que parezca el ambiente. Cerca del final puede llegar algo que lo arruine todo.

Aquel descalabro contribuyó a que la selección nacional…

Ya desvariaba, lo siento. Lo que deseaba decir es que la frase de don Fernando Marcos es relativo. Depende mucho del contexto y del desarrollo del juego. Lo sabrá cualquier aficionado que haya visto a su equipo abajo en el marcador cuando apenas queda un cuarto de hora para que termine el juego. Entonces los minutos dejan de tener 60 segundos. Transcurren a una velocidad asombrosa que los convierte en minutos de 15 o 30 segundos cada uno. Un desastre que se invierte en el caso de los rivales, que llegan a ver asediada su portería bajo el testimonio de un reloj que da la impresión de no avanzar.

  • En una reunión divertida

La plática, la comida, la bebida. Las sonrisas. Pasarlo bien. Parecen los ingredientes que contribuyen en una receta que aceleran la tarde/noche hasta consumirla por completo. En presencia de gente agradable las manecillas vuelan. Entran en modo turbo. Se disfrutan hasta que un vistazo a la hora pone en perspectiva que es momento de retirarse. Es ahí en donde duele, porque uno quisiera extender al máximo aquellas vivencias que se irán para en cuanto se emprenda el camino de vuelta a casa. Lo interesante es que de algún modo la celeridad se agradece. Alguien podría pensar que la vida hay que llevarla a paso lento para disfrutarla lo más posible. Pero si ello implicara llevarlo en un tono aburrido, no gracias. Quizás la vida en esplendor podría caber en un puñado de noches. En un mes, apenas. Semanas pasadas a lado de los que importan en serio. Los amables, los graciosos, los que dan cariño, los que están locos. Los únicos, esos que llevan a la plenitud emocional.

  • Previo a la entrega de un trabajo

En el horizonte, un texto de veinte cuartillas. El encargo del cual depende pasar una materia o conservar el empleo. Tienes hasta el lunes para completarlo. Eso es una semana entera. Sabes que es suficiente. Que no hay problema. Con escribir tres cuartillas al día bastará para que lo consigas. Lo malo es que se atraviesan las propuestas. La comida. Los compromisos. La hora de la siesta. Ver una película. Pasar un rato en el parque. Visitar la verdulería. Del remolino resulta una noticia: ya es sábado… no, es domingo. Es domingo a las once de la noche y no llevas nada. El tiempo transcurrió sin ofrecer advertencias. Con tres  parpadeos se consumieron las horas de reserva, Y estás demolido en frente de la computadora, Con la hoja en blanco igual que la cabeza. La conciencia se retuerce. Desearías viajar hacia atrás. Poder rechazar ir a la fiesta que impidió que leyeras. Eres un tonto. Un idiota de remate. La única alternativa es bajar por una jarra de café. Poner música que active las neuronas. Y suspirar porque se viene una noche —esta vez sí— larguísima.

  • En un concierto

Ver a tu banda favorita sobre un escenario desata sensaciones de una intensidad que ningún instrumento puede medir. Se trata de un evento determinante en lo personal. Pueden pasar años hasta que suceda. Meses de escuchar discos, aprender letras y realizar actividades como leer libros y toneladas de entrevistas de tu artista preferido. Así hasta que se anuncia que vendrá a tu ciudad. Una presentación irrepetible a la que tienes que asistir sí o sí. Compras los boletos en preventa bajo un operativo que asegure tu presencia. Sabes que faltar sería un error que te atormentaría hasta llegar a la tumba. Tienes que hacerlo ahora que puedes, que conforme envejeces surgen complicaciones. Además no sabes si un retiro de la industria podría arruinar oportunidades futuras. Has de tomar el tren. Y lo consigues. Tienes una entrada para el concierto. Toca aguantar la tortura de esperar medio año para que llegue la fecha esperada. Ese periodo es una avance lento, con días prescindibles que nomás estorban. Lo único que quieres es que sea el 21 de noviembre para estar ahí, en primera fila para escuchar las canciones que te definieron como persona. Lo pasas mal mientras tanto. Cada mañana en la que despiertas te hace mirar el calendario para ver cuánto falta. Frustra saber que apenas han pasado unas semanas.  Te mantienes en vilo. Porque de igual forma sabes que la espera también ayuda a aumentar tu emoción. Así que cuando llega el día prometido, estás a reventar. Por fin, después de tantas penurias serás recompensado con un acto en vivo que estará siempre en tu memoria. El concierto es magnífico. Te deja al borde de un colapso sentimental gracias a melodías que evocan en ti una serie de recuerdos que aguardaban una oportunidad para resurgir. Gritas e intentas disfrutar, salvo por una inquietud que surge en medio de un tema del último álbum que no te gusta tanto: el setilist ha entrado en su racha final. Conoces al artista desde hace una década, y el encuentro en directo se ha pasado en un abrir y cerrar de ojos. Tratas de que eso no te afecte. Disfrutas el encore. Luego ha terminado. Y cuando las luces del recinto se encienden, estás contrariado. Hubieras querido que el recital durara por siglos, igual que otros hitos que has experimentado. Ni hablar. Sales del lugar. El frío del exterior te pega. Ahí es donde te viene a la mente aquel lado b que echaste de menos en el repertorio. Es inevitable que falte alguna. Para ti un consuelo, repetir el viejo adagio: «La satisfacción es la muerte del deseo». La obra ausente te deja una razón para seguir ilusionado. Esperar a que las guitarras vuelvan para dejar lo que te deben, lo aún te produce inspiración. Lleguen o no, el tiempo invertido te mantendrá vibrante: dará un motivo para continuar de pie.

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Quiero que la selección mexicana clasifique al mundial

El título de esta entrada puede parecer una obviedad. La mayor parte de los mexicanos, aunque no sean nacionalistas, han de tener el mismo anhelo. Por cuestiones de cercanía o lo que sea, se trata de una meta en común. Aunque sea solo para tener un motivo para la fiesta.

Pasa que en meses recientes me contagié de cierto espíritu de amargura. Me uní al bando de quienes deseaban que México no clasificara al mundial. Para ello fue determinante toda la peste que rodea al futbol: televisoras, patrocinadores, jugadores con nula noción de la decencia y otros impulsores del desencanto.

Y si tuve ese deseo negativo también fue porque creí que a la postre sería lo mejor. No ir a un mundial podría ser lo mejor que le podría pasar al futbol mexicano. Las pérdidas millonarias invitarían a las figuras de poder a buscar otro camino para no volver a pasar por una nueva catástrofe en el futuro. Sería la oportunidad para voltear a un modelo de mayor compromiso deportivo y de mayor cuidado en lo comercial.

Verán, el futbol trae muchas decepciones. Más decepciones que alegrías. Si eres un aficionado de tiempo completo, ten por seguro que la pasarás mal. Y aun así la atracción se queda. Da la sensación de que con cada partido se pueden desfogar los sufrimientos que se alojan en las profundidades del cuerpo. Hay liberación. No solo de cosas asociadas a tu equipo, sino con la vida misma. Un derrota, un gol en contra, se vuelven oportunidades perfectas para dejar salir esos agobios. Darles un cauce.

El futbol es frustrante también. Te puede arruinar el mes entero sin que puedas hacer nada para remediarlo. Desde el sillón se es testigo de la derrota, de cómo el balón no entra la portería contraria y de que personajes antipáticos celebren mientras tú quedas hundido.

Cuando era pequeño, tenía un remedio para aminorar el dolor. Recurría a los videojuegos. Cada que mi equipo perdía, agarraba el FIFA o el International Superstar Soccer para intentar cambiar la historia, al menos en ese mundo paralelo.

Así, la vez que México quedó eliminado frente a Alemania en el mundial de Francia, luego de unas horas de duelo, prendí la consola para empezar a jugar. Y ahí sí ganamos con un contundente 3-0 que nos llevó a unos cuartos de final alternos que fueron superados contra Uruguay.

La operación la repetí decenas de veces. Las derrotas abundan, no queda otra que trabajarlas. A cada descalabro del Liverpool o de la selección, iba a conectar el control. Y a pelear, por que si los jugadores reales no podían hacerlo, había que encontrar el camino por nuestra cuenta. Un alivio pasajero que hacía posible salir a la calle sin lágrimas en los ojos.

Eran otros tiempos. Cuando era más joven, de verdad creía que México podía ganar un mundial y que así se solucionarían la mayor parte de los problemas que teníamos como nación. No importaba lo que nadie dijera, yo estaba convencido de que era posible, curiosamente el  primero de los pasos para llegar a las decepciones.

Así, eventualmente recibí una cantidad enorme de golpes futbolísticos que, uno tras otro, dolieron, dejaron marca. Pero que no fueron suficientes para vencer a esos pocos momentos de felicidad que también el futbol me dio. Como aquella copa Confederaciones frente a Brasil, la victoria del Liverpool sobre el Milán en Estambul o cuando el Real Madrid de Mourinho plantó cara al Barcelona y se llevó la liga de los récords, Acontecimientos que llevo por dentro como demostración de que, sin importar la cantidad de tropiezos, hay un ranuras de esperanza.

Decía que parte de mí quería que México no clasificara al mundial, Toda la parafernalia alrededor de El Tri consiguió que me mareara como muchos otros mexicanos. Con tristeza caí en la cuenta de que los máximos beneficiados de los alcances deportivos son personas que no ven mucho más allá del dinero. Una asignatura importante, es cierto, pero no la única.

Pensaba así hasta hace unas semanas cuando México fue derrotado por Estados Unidos por 2-0 en Columbus. El resultado en sí no me afectó. De hecho extrañé los viejos tiempos cuando algo así suponía una descarga incontenible de emociones. Ahora hasta me daba risa, y gusto por algunos jugadores que considero antipáticos. Era ya baja  en el camino.

La cuestión es que, a la mañana siguiente, mi postura cambió. Desperté a eso de las 10. Tenía mucha sed. Aún medio dormido, salí de la habitación con rumbo a la cocina, en donde tomaría agua. Pero antes de bajar las escaleras, escuché el sonido de unos narradores provenir de un televisor. Celebraban un gol. Al principio creí que era algún juego en directo, pero cuando me asomé a la habitación de mi hermano menor, vi que todo provenía de un X-box. Con sus manos, acababa de poner un 0-2 en el marcador a favor de México. El rival era Estados Unidos.

Entonces me acordé de lo que la selección mexicana significa para los niños. Una cuestión que va más allá de las palabras. Si con el tiempo me he alejado de ello para seguir la estela de clubes (Liverpool y Real Madrid), en ese momento comprendí que, a pesar de todo, el futbol está por encima de lo que le rodea. La pelota no se mancha, diría Maradona. Y aunque todavía me den asco las televisoras de nuestro país, aunque desprecie a quienes dirigen el deporte en nuestras fronteras, no puedo dejar de pensar que también hay una generación de jóvenes entusiasmados por ver a sus jugadores favoritos contra figuras de España, Brasil y Argentina. No me olvido de eso, no me olvido de lo bello que es poder presenciar un espectáculo semejante. Sentir que el estómago se agita cuando ves salir a los tuyos en una competencia internacional.

Y no olvido las horas que yo también pasé enfrente de los videojuegos con la ilusión de llegar a la felicidad.

Por eso quiero que México califique. Para no quitarle ese regalo a quienes lo esperan para tener una salvación.

Bill Shankly

En 2013, Bill Shankly habría cumplido 100 años. O los cumplió. Después de todo sigue presente de manera indivisible del futbol inglés y del Liverpool en particular. Gracias a él, el Liverpool pasó de ser un equipo que naufragaba en la intrascendencia de la segunda división, a lo más alto con la obtención de tres ligas y una copa de la UEFA. Pero sus aportaciones van más allá de los títulos. Hay muchos entrenadores con un mayor palmarés que, sin embargo, jamás tendrán su nivel de relevancia e influencia. Bill Shankly le dio al Liverpool algo más importante que cualquier trofeo: le dio identidad, le dio filosofía, le dio esencia. Inculcó el valor del trabajo en equipo, de jugar a través de lo simple. Y dotó a los jugadores de un aspecto clave: actitud. Sé que puede sonar demasiado romántico en los tiempos actuales en donde los futbolistas parecen divas del cine. Pero hubo un tiempo en donde el físico no lo era todo y en donde habían otros factores que determinaban el juego. Shankly dio eso: confianza. Mentalizó a los jugadores para salir siempre con la cabeza alta, a darlo todo en el terreno de juego. Lo manejó todo desde las bases. Por ejemplo, el uniforme. Fue él quien pidió que el uniforme del Liverpool pasara a ser rojo por completo (antes de su llegada, el el jersey era rojo y los shorts blancos). El color de la pasión, el color de la sangre. Los jugadores del club son los «reds», el rojo por entero. Sin complementos. Sin especificar. Nada de «diablos rojos» ni fantochadas semejantes. Es el rojo con el que hay que hervir en la cancha.

Después lo sustituiría Bob Paisley, su mano derecha con quien el Liverpool se convertiría en el mejor equipo de Europa. En su periodo se ganaron seis ligas y tres títulos de lo que ahora conocemos como Champions League. Un récord todavía vigente para un solo entrenador. Sin embargo, todo eso y todo lo que vino después, estuvo sustentado en lo que Bill Shankly dejó. Enseñanzas que aplican más allá del futbol mismo. Alguien con una forma de ser que te levantaba para hacerte sentir como el mejor. Luchando, claro está. Porque hay que tenerlo presente en una de sus célebres frases: «Si eres el primero eres el primero. Si eres el segundo no eres nada.» O con aquella otra que invita a la fidelidad y a seguir con los nuestros en tiempos difíciles (como le ha pasado al Liverpool en los últimos años): «Si no puedes apoyarnos cuando perdemos o empatamos, no nos apoyes cuando ganemos»

Un hombre para recordar.