Una noche con James Richardson

No hace mucho tiempo James Richardson tocaba ante decenas de miles de personas como parte de MGMT en el festival de Glastonbury. Aquello era una fiesta. La multitud gritaba y se movía al ritmo de las canciones; aun como masa, la ropa colorida y estrafalaria hacía que cada uno de los presentes luciera como alguien peculiar, si es que se tenía la disposición de prestarles atención con una mirada fija. Una bailarina hawaiana por aquí, algún dandy con glitter por allá, un bufón que repartía flores en algún otro lado. Un pequeño universo se conjugaba en torno a la magia de unas canciones.

Esta vez, una noche de abril de 2018, James Richardson se encontraba en un bar de San Luis Potosí que había sido inaugurado apenas tres semanas antes, seleccionando canciones desde una computadora para un grupo reducido de bebedores que platicaban entre ellos sin prestar demasiada atención desde sus respectivas mesas. Pero James Richardson no lucía insatisfecho ni atendía a su trabajo con desgana. Él, habituado a grandes audiencias, estaba centrado en lo suyo, disparando algunas piezas desde la barra para las quince personas que estábamos ahí.

Dada la imagen, era necesario preguntarse cómo aquello era posible. Cómo es que él había llegado de pronto a una ciudad de provincia mexicana para poner “New York City Boy” de los Pet Shop Boys en un local llamado “La taberna del minero”, antes de que los dueños del lugar apagaran las luces por temor a que las autoridades les clausuraran el negocio por sobrepasarse del horario reglamentario.

La respuesta tenía nombre. El evento era auspiciado por Stoned Valley, una compañía local organizadora de eventos que se ha dado a la tarea de traer artistas que hacen las delicias de aquellos que gustan de la música alternativa. La estrategia logística es tan compleja como astuta: se toma provecho de la red que a nivel nacional se ha establecido entre productores afines a la noche.

Raúl González, un joven empresario potosino, es parte de ese equipo. Una noche antes logró junto a sus socios llevar a James Richardson y Bosco Delrey a otro recinto de San Luis Potosí, donde ambos, con éxito, dieron sesiones de DJ. Un grupo nutrido de jóvenes pudieron deleitarse con una selección de música que, a modo de travesía, movió sus figuras de un lado a otro.

La labor de un pinchadiscos tiene mucho poder, a base de pocos movimientos es capaz de manejar las emociones del público a su antojo. Pasarlos de la euforia al temple, de la agresividad a la dulzura. Del llanto al amor. La clave es atinar en la ruta. Ascender al frenesí sin turbulencias o descender a los instintos sin pausa alguna. La tarea implica mucha responsabilidad. Puede catapultar a una persona, como decía Indeep en esa vieja composición titulada “anoche un DJ salvó mi vida”. Pero una mala actuación también puede estropear la mejor de las veladas, como apuntaba Morrissey en aquellas memorables líneas:  “cuelguen al aclamado DJ porque la música que pone constantemente no dice nada acerca de mi vida”.

James Richardson es un tipo afable, de cabello largo  y piel levemente rosada. Tiene la cara de un niño, un conjunto que lo hace parecer un personaje que bien pudo salir en That ’70s Show. Quienes lo conocen destacan su carisma. Un coolness con el que ha logrado de hacerse de grandes amistades. No es casualidad que la mancuerna creativa de MGMT (Andrew VanWyngarden/Ben Goldwasser) le haya dedicado una canción en el último de sus álbumes (Little Dark Age, 2018), y que pese a su presencia no regular en  las labores de estudio de la banda, todavía sea requerido en las actuaciones en vivo como un indispensable, desenvolviéndose desde la guitarra o la teclados.

“James, si necesitas de un amigo / ven por aquí / ni siquiera necesitas tocar / estaré en casa / y la puerta estará siempre abierta para ti”, dice la letra que le dedicaron. James es alguien entrañable a quien deseas tener dentro de tu equipo.

En aquella primera presentación en San Luis Potosí ya era posible percibir, a distancia, que James Richardson era un tipo simpático. Alguien sin imposturas ni soberbia. Alguien que sabía del estatus de “Kids” como un himno, y que por ello la puso a sonar en las bocinas, por choteada que esté, evitándose así la horrible esnobería de omitirla. Más aún, sonrió al ver las reacciones de los espectadores, quienes de pronto se catapultaron al escucharla.

Sin embargo, sobre todo pude darme cuenta de que era un buen tipo al día siguiente, en ese bar de quince personas, donde lo pude conocer de cerca gracias a la intercesión del propio Raúl González, quien me invitó a departir con ellos. Al terminar con el compromiso caminamos por las calles del Centro Histórico de San Luis Potosí en busca de algún otro plan. También nos acompañaba Bosco Delrey, un socio de Raúl y una chica de Puebla muy agradable cuyo nombre no recuerdo.

Al final no encontramos nada decente donde proseguir la fiesta. James Richardson y Bosco Delrey manifestaron estar cansados, y preferían regresar a su hotel para beber algo en comodidad. Teníamos que acompañarlos. El trayecto fue a pie, por la avenida Carranza. Y fue entonces que aproveché para platicar con los dos invitados extranjeros.

Recordé que Bosco Delrey era de Nueva Jersey, así que para borrar el silencio apliqué un recurso, preguntarle sobre algunos de sus paisanos: Bruce Springsteen y Tony Soprano. El hielo se rompió así. James Richardson también era fanático de la serie de David Chase y procedimos a comentar sobre algunos personajes, en especial sobre las señoritas que despertaban igual encanto entre los presentes. Meadow Soprano y Adriana La Cerva fueron evocadas en aquel par de kilómetros emprendidos por la comitiva. Bosco Delrey valoró a Bruce Springsteen, en especial, como cabía esperarse, por sus actuaciones en directo.

Al llegar al hotel Bosco Delrey se disculpó y se retiró a su habitación. Estaba agotado. James Richardson también lo estaba, luego de varios días de viaje y fiesta, pero por alguna razón nos acompañó un rato más. En una sala procedimos a platicar. Y fue entonces cuando se reveló lo mejor de la personalidad de aquel músico, quien después de haber convivido con un montón de celebridades, charlaba con nosotros como uno más, escuchando atento lo que decíamos e hilando historias y frases cuando lo creía necesario. En algún momento dijo noséqué de Corea del Norte, país que le gustaría visitar. Y celebró la comida de alguna otra ciudad. Mencionó su cerveza favorita, a pregunta expresa… la réplica se disipó entre muchas otras memorias.

Para amenizar el momento, y ante la falta de alguna radio o bocinas decentes, puse algunas canciones en el celular. James Richardson conoció así a Hombres G y Alaska y Dinarama. En cierto momento sonó “In Dreams” de Roy Orbison. Y desde los primeros acordes James Richardson imitó al gran Frank Booth de Dennis Hopper. “Blue Velvet”, dijimos al unísono, en otra complicidad del mundo pop. Un poco más al rato sonó “He venido A Pedirte Perdón” de Juan Gabriel. El DJ ya era otro.

jamesrichardson

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Vienen de otra era

Javiera Mena es una artista que invita al movimiento. Una travesía que en sus primeras composiciones era interior y que después dio paso a la pista de baile. Una mujer prodigio que cimbra el panorama del pop con el dominio de la melancolía y el recreo. Siempre desde el sabor a miel de la delicadeza: una serie de vueltas sin frenos con las que el cansancio pasa al olvido.

Como cantante tiene un aire de ensueño. Pasajes de luces neón en una carretera marchita. Su única desventaja es venir de Chile, un país maravilloso al que no se le presta mucho atención en el primer mundo (y aun así se ha sobrepuesto y conquistado fronteras junto a la burbujeante escena a la que pertenece). De haber nacido en Estados Unidos o en el Reino Unido, es probable que estuviéramos hablando de un acto de alcance internacional con portadas en Rolling StoneNME y Spin cada miércoles. Pero ni falta le hace ser una exponente global. La marginalidad ofrece un espacio íntimo. Sea en un club nocturno que se desvanece o el secreto bien guardado que uno refugia en los audífonos.

La primera vez que escuché a Javiera Mena obtuve eso: un rato de calidez. Encontré en ella ese pequeño milagro que surge cuando la música supone una fogata y remite a placeres que deambulan entre el olor a galletas recién salidas del horno y un abrazo de terciopelo. Una voz que explora y teje un paisaje para deleitar a futuros visitantes. Fronteras rotas que levantan a los espectadores.

De eso ya hace varios años. Meses y meses de repasar sus canciones invadidas de dulzura bajo en cobijo de una lámpara en una habitación vacía. Como una presencia lejana. Distante, pero acogedora.

Y resulta que un día Javiera Mena anuncia que visitará la ciudad en donde vivo, un sitio al que no suelen llegar ese tipo de sorpresas. Una noticia relámpago que nunca imaginé como posible y que hasta el último momento creí que se podría derrumbar. Los sueños son frágiles y un simple movimiento de párpados puede terminar con lo que parecía estar al alcance de la mano. Por ello afronté la noticia con reservas y quedé a la merced de las eventuales ruinas que a menudo aparecen y que obligan a contener el júbilo por temor a que el infortunio pueda despertar después de escuchar unos gritos de alegría.

Al concierto asistí solo, una costumbre que tengo bien integrada por mi disposición general hacia al arte: la intimidad que siento con ella aun cuando existan otras presencias. Fui sin preguntar a nadie y sin mayor esperanza que la de no morir en la puerta de entrada. Gran decisión. El concierto de Javiera no fue solo un evento artístico, fue igual la recuperación de la fe. El entusiasmo en otrora perdido estaba de vuelta en casa.

Por si fuera poco la soledad ofrece un pequeño detalle. Aumenta las posibilidades de conocer a gente nueva. Verse involucrado en una conversación con alguien que minutos antes estaba lejos de nuestra línea de vida y que, de pronto, se convierte en un espíritu afín. Una esperanza. Sobre todo en la música, tan dada a unir a las personas.

Sin saber muy bien cómo, terminé por conocer a un grupo de jóvenes y chicas llenos de vitalidad en la puerta de entrada a la discoteca. También iban al concierto. Su generosidad fue desbordante e inédita para la mayor parte de los metros cuadrados que recorrieron. Y visto a distancia no fue casualidad. El suyo era un ánimo muy propio alguien que ha pasado por los esquemas juveniles. Escuchar música nueva, mantenerse al corriente de las propuestas de actualidad, ayuda a no envejecer. Anclarse al pasado y dejar de explorar, añade al organismo un par de canas por minuto. Mirar atrás no tiene nada de malo, pero al mismo tiempo hay que procurar caminar. Sin detener la marcha o surgirá entonces el riesgo de quedar con el pie atascado en el suelo.

El escenario en el que Javiera Mena se presentó hizo el papel de una carnada en la que uno se engancha a propósito. Saber que uno está dispuesto a morir por esos minutos previos con los que todo cobra significado. Más cuando llega el anuncio de que el concierto comenzará hasta la una de la mañana, una espera que se antoja eterna a las diez de la noche y que, al final, se pasa como el agua gracias a esa pandilla de desconocidos que me unen a sus dinámicas. Dejos de beatniks, de perros románticos. Representantes de varias ciudades que iluminan los alrededores. Hablan, sonríen, dan la mano. Incluso con alguien que, como yo, iba de espíritu marchito. Su fulgor me contagia y me libro de un cúmulo de pensamientos negativos. Ellos no lo saben, pero se los agradezco muchísimo. Armaron sin proponérselo un ambiente que hace tiempo necesitaba. Un ambiente que echaba de menos. Aunque quizás nunca los vuelva a ver, los rostros de la noche quedarán marcados en mi memoria. Quedo en deuda con ellos.

Había música y gente, como decía Morrisseywho are young and alive. Recuerdo el nombre de varios de ellos. Uno se llama Joel, otra se llama Gabriela. También hay un Mauricio, una Ornella (como Ornella Muti, la actriz italiana, lo cual suele ser una buena señal), un ¿Manuel? y un par de Alejandras, una de ellas local y la otra, a la que conozco al final, que viene de fuera y que resulta ser una entusiasta de la literatura rusa y con quien puedo conversar en medio de una fila que nunca termina. Todos ellos sonrientes, dulces y con un estilo que envidiarían varias estrellas de cine.

De igual forma veo algunas caras conocidas. Están Pedro (tan agradable en su pozo de carisma)  y Eduardo (que al final de la jornada, junto a su compañera, hace el favor de acercarme a casa en un vehículo en el que va metida otra veintena de personas), además de algunos antiguos compañeros de universidad y figuras con las que he conversado en alguna reunión pasajera.

Aquello, entre ritmo y bebidas, parece insuperable. Pero todavía falta el evento estelar. Sí, Javiera Mena que sale a cantar en determinado instante con un repertorio digno de romper corazones. «Otra era» (que envuelve un concepto y todo un estado emocional), «La joya», «Que me tome la noche» (a la que es posible recurrir para entrar en calor antes de iniciar cada fin de semana), «Hasta la verdad», «El amanecer», «Luz de piedra de luna», «Sol de invierno» y otro puñado de temas capaces de detonar pasiones en sincronía.

Que me tome la noche y que no salga el sol, dijo Javiera en algún momento. En esa aparente superficialidad, que le gusta tanto y que en realidad tiene un significado muy amplio, se esconde justo la sensación que surge en los sucesos memorables. Como el que protagonizó ella junto a un grupo de seres subterráneos que me remitieron a aquel famoso pasaje de En el camino de Jack Kerouac:

«La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas…»

javiera era

Una crónica de nombre derrota

Desde siempre he desconfiado de los talleres literarios. Sacrifico lo que podría obtener de ellos por mantener lo que me podrían quitar. Pero un día veo que Eusebio Ruvalcaba dará un taller de narrativa en mi ciudad y cambio de inmediato de perspectiva. Es lo que tienen los seres admirados y las mujeres, hacen que des vuelta al timón y tomes la ruta que al principio no querías. Tan solo por ir a su lado.

El taller dura cuatro días en sesiones de cuatro horas cada una. Ante tal perspectiva, me sorprendo al sentir lo que parece ser entusiasmo. Después de meses de sequía, el interior manifiesta que todavía hay espacio para las llamas.  La emoción ha dejado el periodo de hibernación.

Eusebio Ruvalcaba fue uno de los primeros escritores que tuve a bien leer. Como pasa con los autores de iniciación, dejó huella en lo que soy como persona. Si bien no he logrado leer toda su obra (tiene decenas de libros, muchos de ellos descatalogados), sí es uno de los que llevo incorporado en la mente y uno de esos a los que recurro cuando el temblor de las manos pasea por la biblioteca.

***

Antes de asistir a la primera sesión, decido tomar precauciones. Intento borrar cualquier atisbo de ilusión. Luego de una larga experiencia en el terreno de las decepciones, he aprendido que lo mejor es bajar las expectativas. El optimismo es un trampolín que provoca aterrizajes dolorosos. Me preparo para lo peor: los compañeros serán horripilantes, le caeré mal al maestro y las actividades se cancelarán al segundo día por una huelga municipal.

Fallo. El grupo de alumnos resulta ser amigable. Bien ajustado. Con personas de experiencia literaria y otros que jamás han tomado un libro. Hay jóvenes y viejos. Yo, por fortuna, estoy por en medio. Siempre será una presión añadida estar en uno de los extremos.

Asisto a la primera de las clases con un puñado de cuentos propios en una carpeta. Según sé, esa es la base para los talleres de narrativa. Pero algunos no lo saben. Resulta que soy uno de los pocos que llevan material. Me preocupo, eso me obligará a leer enfrente de los demás.

El lugar en donde se llevan a cabo las clases es en la biblioteca de un museo. Una mesa alargada con veinte sillas forma el centro del espectáculo. La primera vez que llego encuentro a tres señoras y una pareja de jóvenes. Me presento a ellos y de inmediato regresamos a nuestros pensamientos. Rompo el hielo con un comentario sobre los vasos de agua. Un tema de alto ingenio si se le compara con el del clima.

El resto de los compañeros se incorpora con el paso de los minutos. Veo a hombres de rostro curtido y a jóvenes con inocencia en los ojos. También hay chicas de mi edad que lucen más jóvenes y felices que yo. Con solo echarles un vistazo sé que podría conversar con varios de ellos durante tres o cuatro minutos. Una eternidad cuando se trata de mí.

Eusebio llega a la biblioteca. Escucho su voz llegar a la espalda. Sin desear buenas tardes a nadie, veo que procede a tomar un cono de agua de un garrafón ubicado en las cercanías. Y luego se sienta en la mesa. La directora del museo, con unas piernas kilométricas, se encarga de inaugurar formalmente el taller. Nos presenta con el maestro, quien al fin nos saluda mientras le da de caricias a su barba.

Vienen las palabras de introducción. El taller tratará de esto. Intentaremos abarcar lo de allá. La dinámica es la siguiente. La cadencia de las palabras lleva consigo una promesa.

Pero noto un detalle que me agobia de inmediato. Eusebio no me ha volteado a ver. Estoy cerca de él, y aun así, cuando habla, se parece dirigir a todos excepto a mí. Con sus ojos recorre los rostros de los presentes, menos cuando llega a donde estoy yo. Cuando está a punto de hacerlo, pasa de largo hacia la siguiente persona.

La profecía se cumple. Parece que le caigo mal a Eusebio. Me odia. Debe ser por el color de mi camisa. Quizás el azul le traiga malos recuerdos. En cualquier momento me pedirá que abandone el recinto. Partiré de ahí con un trauma nuevo para la colección.

Luego de hacer un sondeo, resulta que solo tres personas traemos relatos propios para leer. Otras tantas mencionan que pueden imprimir uno a la papelería más cercana. En un impulso menciono que llevo varias copias del mío. Eusebio me mira por fin. Me pide que las reparta y que le dé un juego a él.

Lamento tener que ser el primero en leer. La responsabilidad es mayor. No hay ninguna referencia del nivel de los compañeros. Es probable que todos ellos sean unos genios de la escritura. En cualquier instante lanzarán una avalancha de comentarios en contra mía. En especial el maestro, que con un par de frases será capaz de derrumbar las aspiraciones que tardaron años en conformarse.

Trastabilleo un par de veces al leer. Considero que es un despropósito tener que hacerlo en voz alta. Prefiero que las letras queden amarradas al pecho sin salir por la garganta. Valoro cuando la danza de palabras forma una fiesta íntima que desde afuera es imposible de adivinar.

Cuando finalizo la lectura llega el silencio. No un silencio breve, sino uno de cuatro o cinco minutos. Me quedo con los ojos fijos sobre la mesa a espera de que alguien diga algo, pero nadie dice nada. La tensión avanza de tal forma que ansío la llegada de los insultos, cualquiera cosa que rompa con aquel muro.

No hay siquiera un estornudo, un carraspeo o el sonido de un pie que choque contra la mesa. Nada. Cero. Siento que todos me miran. He llegado al purgatorio. Pasaré los próximos siglos en la misma situación. Será mejor ponerse cómodo.

Eusebio dice algo por fin. ¿Alguien quiere hacer un comentario? Dos personas levantan la mano y opinan de mi cuento. Luego otros más se unen a la ola de perspectivas. Escucho ideas interesantes para tomar en cuenta y otras que es preferible esquivar. En cualquier caso reconozco la gentileza que ronda el ambiente. Hay felicitaciones, una buena recepción entre la multitud.

Y resulta que a Eusebio también le gusta mi cuento. Empieza a soltar palabras amables que borran por completo el semblante de los minutos anteriores. La neblina se ha ido. A partir de ese momento estamos en un terreno de calidez. Aun así hace algunos señalamientos de los que tomo nota. El maestro es generoso, se porta gentil. Incluso sugiere que me haga el propósito de realizar un libro. Yo sonrío abrumado.

***

El miércoles, una vez finalizado el segundo día del taller, Eusebio presenta su último libro —El arte de mentir— en la ciudad. Lo hace en el lugar apropiado: en el bar del Hotel Progreso, un lugar que, pese a su nombre, no ha avanzado al menos en los últimos veinte años.

El lugar se llena. Una de las secciones está dominada por unos jovencitos que beben sin tener idea de que ahí se desarrolla un evento literario. Ellos gritan, ríen e interrumpen las participaciones de quienes introducen el nuevo trabajo de Eusebio desde una mesa alargada. Alguno de los asistentes les piden que se callen, les hacen sonidos para que dejen de arruinar la experiencia.

Entonces llega el turno de que Eusebio tome el micrófono. Lo primero que hace en su intervención es defender a los jovencitos que arman alboroto. «Déjenlos en paz», dice, «nosotros somos los invasores aquí». Pide que procedan con su fiesta. A continuación llama al mesero y le da instrucciones para que, cargado a su cuenta, le dé una ronda de cervezas a todos aquellos espíritus.  Pero los jóvenes se van.

Queda el monopolio de las letras, las palabras sobre las decepciones. El maestro habla de las rupturas amorosas.  Sugiere que los hombres suelen padecer más. Mientras las mujeres se abstienen, el hombre queda anclado a los recuerdos, a esa ilusión que permanece. La gente aplaude. Veo a una joven bonita en compañía de un contorno de huesos. Lamento que no esté abandonada en un rincón al borde del llanto.

Todos bebemos. Yo estoy sentado detrás de una columna que me impide ver con claridad el espacio. Platico con una de las compañeras del taller. Hablamos sobre la universidad, sobre los viajes de intercambio y sobre la fiereza de la soledad. Simpática. Alguien le llama por teléfono, vuelvo a lo mío: el ensimismamiento.

La presentación termina. Eusebio empieza a firmar libros del público. Se me acerca Ernesto, uno de los talleristas que a la par realiza un doctorado en letras. Me presenta a un poeta. Ha ganado un premio de Aguascalientes, me dice. Nos damos la mano y empezamos a hablar sobre restaurantes hidrocálidos. No consigo memorizar su nombre. Lo único que recuerdo es que llevaba lentes y una botella de vino tinto con la que nutría una copa infinita.

Eusebio me autografía un libro de poemas. Intercambio con él una reflexión sobre los Altos de Jalisco, que compartimos como origen. Eusebio me dice que no me pierda, que quiere estar en contacto conmigo. Lo siguiente que sé es que soy invitado a seguir con la comitiva. La celebración seguirá por otro lugar.

No conozco a nadie, salvo al autor principal. Sin embargo soy recibido con generosidad por la pandilla que lo rodea. Ven con nosotros, dicen. Vamos a un local de por ahí cerca pero no hay lugar para nosotros. Somos quince personas para los que faltan las sillas.

Inicia pues un peregrinaje por el Centro en busca de una cueva en donde reciban a un puñado de borrachos. Casi todos se niegan. Las puertas cerradas se suceden hasta que llegamos a un lugar en donde las paredes azules están cubiertas de fotografías viejas. No tengo idea de dónde estoy ni me interesa saberlo.

No sentamos en una mesa alargada. Termino en uno de los extremos, lejos de Eusebio. A la izquierda tengo a un señor llamado Alfonso, uno de esos hombres de honor de los que ya no abundan. Me platica su vida, con la cual me confundo hasta que empieza a hablar sobre los trabajos que ha padecido. Me dice que en uno de ellos parte de su cuerpo se quemó. Luego de arremangarse la camisa me muestra sus bíceps. Veo las marcas sobre su piel.

A la derecha está un hombre que lleva de blazer naranja. Lleva anteojos también. El tipo empieza a contar historias sin gracia de las que algunos ríen. Yo prefiero abandonar la zona y dirigirme a otros asientos, más cerca de donde está el maestro. Me disculpo con Alfonso, que al poco rato sigue mis pasos. Decido ir a sentarme a un lado de Oswaldo, un artista visual que tiene una tonelada de anécdotas encima. Luego de un par de conversaciones, hace un retrato de mí sobre una servilleta. Usa un bote de tinta china para ello.

Las presentaciones continúan. Ernesto me introduce a Alexandro que saca un pequeño libro de su bolsillo y me lo regala. Platico un rato con él, pero no pierdo de vista a Eusebio, quien mira al mantel sin importar las cosas que le digan los demás. Está en lo suyo, dentro de sí. Yo no detengo el flujo de cerveza mientras el resto se deja llevar por el vodka. Después de unos minutos, aprovecho algunas retiradas para sentarme al lado de Eusebio. Yo sé que odia hablar sobre literatura, así que le hago preguntas sobre música y mujeres. Él responde entusiasta y me pide mi correo electrónico. Quiero mantenerme en contacto contigo, me dice. Apunta mi dirección también. No ceses en el intento.

La mesera del lugar es encantadora. Le doy una propina, pero luego Eusebio le da tanta otra. También le pregunta por su estado civil. Ella responde que vive con un hombre. La respuesta generalizada es mirar hacia el suelo.

El hombre de blazer naranja sigue con su show particular. Gritar, patalear y lanzar carcajadas que rompen con la armonía de la noche. Eusebio se une a la desaprobación. Comprendemos que nadie lo ha tragado. Parece sacado de la estridencia de un programa de chismes. Que alguien lo calle, pensamos, es un tipo infumable.

Son las tres de la mañana. Estoy rodeado de desconocidos que al parecer tienen relevancia en la escena artística de la ciudad. Me han presentado a más hombres. Todos ellos me pasan correos electrónicos y dicen que los busque. Yo asiento con la certeza de que no los volveré a ver.

Dejamos el lugar. Es tarde y ya nada más quedamos Alfonso, Oswaldo, Eusebio y yo. Es hora de regresar a las guaridas. Caminanos hacia el auto de Alfonso que nos llevará hacia tierras neutras, pero a medio camino Eusebio me pide que cuide su carpeta y una bolsa de plástico. Tengo que orinar, me dice, y lo hace en medio de la calle.

A partir de la escena surgen comentarios en torno a la musicalidad de la orina. Relaja como el sonido de una fuente, digo, y ellos ríen.

Un auto se acerca a nosotros. Es Xalbador, un buen escritor, y otros compañeros. Preguntan si queremos ir por unos tacos. El único que acepta es Eusebio, que se va con ellos. Antes de hacerlo, nos invita a desayunar a la mañana siguiente. Las cita es a la nueve. Oswaldo y yo nos vamos con Alfonso que nos acerca a nuestras casas.

***

Aunque estoy cansado, tomo la palabra del desayuno. Duermo tres horas y me ducho antes de dirigirme al hotel en donde se encuentra el maestro. Llego ahí donde ya esperan Oswaldo y Alfonso. Se ven desvelados, pero sonrientes. Mencionan que están sorprendidos y contentos de verme. Eusebio baja hasta las nueve y media. Lleva los pantalones de mezclilla manchados de tinta.

El plan es ir a un lugar en donde venden comida jalisciense. Con el auto de Alfonso llegamos en quince minutos. Ya en el lugar, todos piden birria, excepto yo, que pido huevos a la mexicana. Soy observado como un alienígena. Soy el tipo que no se une al ritual culinario del carnero. Qué delicado. El café, por cierto, es mejor de lo que parece. Lo positivo es que ayuda a despertar. Eusebio paga la cuenta a medio banquete para que nadie se le pueda anticipar.

Cerca del restaurante se encuentra el Centro de las Artes, una antigua prisión. Eusebio quiere conocer el lugar. Alfonso nos lleva y luego se va. De todos los que partimos la noche anterior solo quedamos Eusebio, Oswaldo y yo, que empiezo a cobrar las características de una lapa.

Oswaldo nos guía por el lugar. Como es temprano y entresemana, los espacios se encuentran libres de gente, salvo algunos estudiantes de secundaria y los empleados. La realidad es que después de explorar un par de secciones estamos agotados. Han sido noches duras. Eusebio y yo acabamos sentados en un rincón mientras Oswaldo intenta gestionar un permiso.

Eusebio pregunta por mi edad. Tengo 25 años, le digo. A los 25 años fue cuando yo me decidí a escribir, me responde. Luego suena su celular. Una voz le dicta un número telefónico que él procede a anotar con una pluma sobre su antebrazo. Es el número de una mujer que perdí ayer, me dice.

***

En la penúltima sesión, la del jueves, soy abordado por alguno de los compañeros del taller. Valoran las opiniones que he dado sobre sus textos. Ahí me entero que algunas de mis más severas críticas han ido hacia escritores que tienen doctorado en Letras. Mantengo lo dicho, aunque al mismo tiempo reconozco su oficio y que se desarrollan con personalidad.

El segundo cuento que leo recibe algunos comentarios positivos. Una mujer dice que le ha fascinado, que es lo mejor que ha leído de mí, un logro no mayor si tomamos en cuenta que es la segunda muestra que he puesto en su camino. Una mano me pasa un papel que dice «me gusta cómo escribes», jamás descubro de quién venía Y otra muchacha pone un comentario amabilísimo sobre mi texto e indica que ojalá podamos vernos en algún otro taller. Eso, sumado a la aprobación de Eusebio, me provocan una sonrisa interior.

La última de las clases transcurre un viernes. Iniciamos en la biblioteca, pero durante el receso alguien sugiere que compremos una botella para celebrar con el maestro. Con la cooperación de dinero se junta para dos botellas de vodka y algunas botanas adicionales. Llevamos acabo el último tramo de la sesión dentro de la cafetería del museo.

Llevo un último cuento. Decido no mencionarlo. Prefiero librar la ansiedad por un día y limitarme a disfrutar de lo que han llevado los compañeros. Al calor de la bebida las opiniones son más apasionadas que nunca. Todo fluye: los consejos, las dudas, las risas. Sin embargo, sin importar lo que digamos, la palabra final siempre la tiene Eusebio, con una precisión y sabiduría tal que resume lo que hemos dicho y agrega lo que nunca podríamos decir.

Entre mis pertenencias llevo el libro de un cuentista americano. Lo había metido en mi mochila la noche anterior con intención de prestárselo a una de las compañeras. Pero ella nunca se acerca a mí, por lo que decido dejarlo escondido. Ya no tengo el espíritu suficiente como para hacer aproximaciones, propiciar una plática o ser agradable para alguien. Estoy condenado y uno de los pocos escapes que encuentro es a través de la lectura.

Eusebio da por clausurado el taller que termina, como tenía que ser, con todos dando tragos a unos vasos de plástico. Se procede a la entrega de las constancias y un reconocimiento para el maestro por haberse tomado la molestia de venir a enseñarnos. Uno a uno nos despedimos de él. Su rostro es ya iluminado, rojizo, apoyado en una sonrisa que sobrevive a la espesura de su barba. Recibimos un abrazo y todo. Consigo que me firme otros dos libros y unos últimos comentarios que logran conmoverme por dentro. Al respeto y a la admiración que tengo por Eusebio se une el agradecimiento y el cariño. Un cariño de baja temperatura, que tampoco se trata de vincularlo a ninguna cursilería.

Eusebio se va, le mando un último saludo a lo lejos. Desaparece de mi vista y yo regreso por un poco de agua.

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Italiano para principiantes

Me he inscrito en clases de italiano. Por fin me di el gusto. Era una de los deseos que tenía pendientes. Desde pequeño he sentido fascinación por todo lo que tiene que ver con Italia.

El amor nació por el futbol. Christian VieriAlessandro Del Piero fueron, junto con Dennis Bergkamp, los primeros ídolos que tuve en el mundillo del deporte internacional. Cada que podía ver juegos donde salieran ellos, se convertía para mí en un acontecimiento importante. Eran tiempos donde no había internet. Tampoco tenía televisión por cable, así que cuando surgía el milagro de verlos en noticiero o en un partido repetido, era  un hito personal.

El amor por ese país pasó después a la películas. La conexión se dio por casualidad. cuando en un mercado conocí a un señor que vendía películas europeas. Cada semana iba y le compraba dos o tres. Siempre italianas. Nada de francesas ni alemanas. Ahí conocí todo lo que pude de Visconti, Monicelli, De Sica, Pasolini, Antonioni y mi director fetiche desde entonces: Federico Fellini. De la mano, llegó un actor por el que sentí debilidad inmediata. Hablo de, claro, Marcello Mastroianni, quien además de ser un gran intérprete, contaba con un carisma que hacía imposible no amarlo. Todavía lo tengo por modelo a seguir.

Por otro lado, caí flechado ante Sophia Loren. Pero también ante actrices casi de la misma belleza. Claudia Cardinale, Ornella MuttiMonica vitti. Y bueno, la que quizás sea mi actriz favorita del mundo, Giulietta Masina, a quien quise abrazar hasta el llanto luego de ver su ternura en La strada.

Lo que veía eran, sobre todo, películas de los años sesenta. Una década que ya en lo musical también ofrecía tesoros. De hecho, hubo un periodo de un año, en el que veía casi en exclusivo cine italiano. Hasta la fecha, después de Estados Unidos, es el país del que más cintas he visto.

Adoraba la estética de aquellos trabajos. La manera en que los directores lograban hacer obras maestras a partir de recursos mínimos. Y esas actuaciones con voces llenas de ímpetu, de pasión. Dándole al habla el protagonismo que merecía, sin dejar nada en blanco, porque el cuerpo se encargaba del resto.

Igual estaba el sentido de identificación. Los italianos comparten algunos rasgos con la cultura mexicana. O al menos así me lo parecía desde sus películas, en donde el machismo se mezclaba por la devoción por la figura materna, o en donde la influencia de la religión permeaba en el comportamiento de los personajes. Aquellas historias tenían la naturaleza de la vida en provincia, deambulante entre las tradiciones y las dificultades propias de una vida en la que siempre había carencias, pero también disposición a la sonrisa.

Recuerdo mejor a unas películas que a otras. De algunas solo me quedan fragmentos. Como aquel desayuno en el que una pareja prepara alrededor de cuarenta huevos revueltos. Y que se los comían al ritmo de las botellas de vino, sin saber que será uno de los últimos días que pasarán juntos.

Le tengo cariño a esas películas porque parte de ellas conformaron lo que soy ahora. La música, el cine, los libros, las series son más que un entretenimiento. Se las arreglan para influir en la forma en que te conduces ante el exterior, por lo cual no es exagerado sentir un tipo de agradecimiento. Qué sería de nosotros si nos gustaran bandas diferentes a las que nos gustan, por ejemplo. Es posible que tuviéramos una personalidad con otras características. Y ahí es donde surge aquel debate, si es que nos amoldamos  a lo que absorbemos, o si buscamos aquello que se amolde a lo que sentimos.

En fin. Cómo no sentir debilidad por Italia. Sus autos, su ropa, sus mujeres (mi gran amor platónico es de allá;  le dedicaré una entrada algún día), la comida. Morrissey decía que en Roma hasta los vagabundos vestían con un estilo increíble. Yo de allá llevo lo que puedo. El reloj, la cartera, los lentes (tengo los mismos que Fefe Cefalú). Y aunque hay otros países que me gustan, casi ninguno me produce el mismo encanto. Una de las excepciones es México, que tiene lo suyo también, para que no se alboroten los patriotas.

Cuando la profesora preguntó a los alumnos por qué habíamos entrado a una clase de italiano, fui sincero. Le dije que no era por cuestiones laborales ni por un proyecto académico. No al menos a corto plazo. Era, ni más ni menos, un gusto que me quería dar desde hace tiempo. Me da lo mismo que sea un idioma  hablado en pocos países y que en términos prácticos sea de escasa utilidad (en comparación al francés, alemán, portugués o el mandarín), pero qué diablos, hay que complacerse a uno mismo de vez en cuando. No pensar tanto en lo conveniente, sino en lo que pide el espíritu.

En el grupo nada más somos siete. Seis hombres y una señora (adiós al sueño de conocer ahí el amor de una jovencita que sepa preparar cannoli). Uno de los compañeros es un conductor famoso de la televisión local. Los otros son estudiantes. Uno dijo que tenía una novia en Roma, y que por eso se había inscrito. Pensé en decirle que las relaciones a distancia no funcionan; me detuve porque vi ilusión en sus ojos. Quién soy yo para quitarle eso. A lo mejor él rompe la maldición. Se casará con Mariola Giorgelli.  Tendrán cuatro hijos y se volverán millonarios al patentar el fusilli bañado en mole verde.

Llevamos dos sesiones hasta ahora. Ya sé decir algunas frases básicas y he tenido las primeras complicaciones. En vocabulario me va bien. Igual en pronunciación. Horas de películas sirvieron de algo. Incluso pude orientar a la maestra cuando dijo que Guido Anselmi era el protagonista de La dolce vita. En cualquier caso, es una chica muy amable. Quisiera poder dominar el idioma como ella. Que pudiera copiar todo el conocimiento en una memoria usb. Pasarlo a mi cerebro en unos segundos. Y ahorrarse lo demás. Estar listo para tomar un avión rumbo a Nápoles. Pasear por las calles hasta encontrar a un anciano que quiera platicar. Sin esa posibilidad, queda mucho camino por recorrer. Mientras tanto habrá que tomar fuerza de la pasta.

sophialooo

Por extraño que parezca

Hace unos días fui a visitar a la abuela. Duré poco con ella. Cada uno tenía sus propias ocupaciones. De lo que se trata es de mantener vivos los vínculos. Impedir que pase un mes sin ver a quienes en verdad importan en la vida. Cualquier simpleza basta para hidratar las relaciones. Sea tomar un café, sea conversar por teléfono, sea mandar un mensaje a una persona que, a pesar de que llevas años sin ver, aún se mantiene presente en tus pensamientos.

Abandoné el departamento a eso de las cuatro de la tarde. Crucé la calle que está enfrente con miras a entrar a una tienda en la que vendieran botellas de agua. Antes de hacerlo, vi a un perro que caminaba de un lado a otro por la banqueta.

Era un animal pequeño de pelo largo. Pesará kilo y medio a lo mucho, pensé. Un perro de apariencia fina, así que descarté que tuviera gran experiencia en el mundo callejero. Con la delicadeza que cargaba era imposible que compitiera contra la ferocidad de la competencia: canes de gran tamaño que pueden atrapar a un pájaro distraído si es que el estómago o el instinto lo disponen.

No, este perrito era el típico ejemplar que las actrices de moda sacan a pasear metidos en sus bolsas. Había visto a varios similares en revistas. Lo que no recordaba era el nombre de la raza. ¿Era de origen chino? ¿Alemán quizás?

Miré a los alrededores para ver si algún humano lo cuidaba. Ya en ocasiones anteriores había visto a perros que salían a pasear sin necesidad de llevar una correa. Les basta con que el dueño les siga el paso de cerca para que ellos se mantengan de acuerdo a la ruta trazada.

Pero no vi a nadie. El perro continuaba a lo suyo: caminar de ida y vuelta en la misma fracción de terreno. Estará perdido, pensé. Fui ahí cuando decidí abandonar la idea de entrar a la tienda para mejor hacer una aproximación al área en donde se hallaba el misterioso personaje.

Di pasos lentos hacia él con la intención de que no se asustara. De nada sirvió, porque cuando la distancia era menor a tres metros, decidió que era buena idea alejarse. Los humanos tenemos mala fama en el mundo animal. Pasó como con las aves con las que he querido conversar, apenas me acerco a ellas, emprenden el vuelo. Piensan que las quiero matar. O que las quiero capturar para meter en una jaula de treinta centímetros. Quisiera poder decirles que se tranquilicen, que tengo intenciones honestas. Lo que quiero es que seamos amigos, preguntarles cómo están, si es que necesitan una caricia en el pico.

Era evidente: un animal al que le habían recomendado desconfiar de los extraños. Respetable. Hay que advertir de los peligros que hay en los exteriores. Lo feo es que pagamos justos por pecadores, de modo que, en la opinión de ese pequeño ser, mi figura representaba la de un psicópata aficionado a devorar gatitos.

Respiré hondo. Déjalo en paz, me dije. Quizás su familia esté cerca. Estás metido en una situación que no te incumbe. Ver por una bebida, que hace calor. Tengo sed.

En eso, apareció una señora. Abrió el portón de su casa para sacar el auto. El perro se introdujo en la cochera.

—Disculpe, señora, ¿sabe de quién es ese perro?
—¿Cuál perro?
—El que se acaba de meter a su cochera.

Luego de mirarlo, dijo que no lo conocía. La colonia en la que estábamos es de casa grandes, en donde los vecinos se relacionan poco entre sí. De modo que las pistas al respecto de la identidad del pequeño extraviado eran nulas.

La mujer montó en el auto y se fue. Le ayudé con direcciones para que al echar la reversa no aplastara al perro que había quedado afuera después de que ella hiciera una maniobra para cerrar la entrada de la propiedad.

Ahí estábamos. El cachorro y yo, de nuevo solos. La calle era de poco movimiento, pero a la vuelta se encontraba una avenida donde el tránsito era pesado. El mayor temor era que el animal fuera hasta allá y acabara atropellado por algún camión de carga.

Además, noté que un hombre en bicicleta había pasado ya dos veces por donde estábamos. Echaba una miradas peculiares, como a la espera de atrapar al perro para llevarlo a una guarida. Si me separaba de él, aprovecharía para secuestrarlo. Era obvio. Ya se sabe que hay que desconfiar de los extraños.

Le llamé por teléfono a mi padre que estaba cerca de la zona. Expliqué la situación, y a los pocos minutos llegó en auto. Yo ya había hecho varios intentos adicionales para cargar al perro sin tener éxito alguno. No es que me odiara ni mucho menos. Prueba de ello es que mantenía solo esos tres metros de separación respecto a mí. Un espacio prudente, de seguridad. No tan grande para considerarse una declaración de vilipendio. Pudo escapar varios kilómetros, sin embargo se quedaba cerca. Como si me pusiera a prueba o dijera: «Hasta eso no parece un tipo malo, lo dejo ahí por si pasa cualquier cosa, Que sea un último recurso. Si hay que elegir entre él y un granjero castrador, me voy con el primero».

Mi padre se bajó del auto. Dejó la puerta abierta con la confianza de que a la primera podría tomar al perro. Sobra decir que también falló. Apenas se acercó unos metros, el perro se echó a correr. La buena noticia es que estaba vez lo hizo en dirección a nuestro auto. Entró por la puerta que se había quedado abierta y se acomodó en el asiento trasero.

Cuando fuimos al vehículo, notamos dos cosas. Primero, que el perro estaba acurrucado con mi hermano. Segundo, que el perro era perra.

La perrita no tenía collar ni placa de identificación. Llevaba, eso sí, un paliacate de flores. La llevamos a casa en lo que pensábamos cómo le haríamos para regresarla con los suyos. Estaba la opción de tomarle una foto para difundirla en las redes sociales hasta dar con su familia. El riesgo era que cualquiera pudiera reclamarla aunque no tuvieran nada que ver con ella. Queríamos un procedimiento que implicara una mayor seguridad respecto a la entrega.

Pensé que quizás convendría ir a las veterinarias de la colonia en donde la habíamos encontrado para ver en cuál de ellas ofrecían esos paliacates. A los perros que tenemos también les ponen uno cada que los llevamos a que les corten el pelo. Un camino a seguir podía ser ese: preguntar en las estéticas caninas si en sus registros estaba aquella chica.

Mientras tanto, procedimos a identificar la raza del animal. Mi madre tenía una idea.

—Son estos a los que llaman… Yorkchiens… Yorkmins… Yorksins.

Procedí a buscar en internet. Bendito sea google y la función de «quizás usted quiso decir», que permitió que al poner «yorkchiens», salieran los resultados de «yorkshire». Eso era, una yorkshire terrier, también conocidos como «yorkie», celebres por su pelo largo que ondula entre el plateado, castaño y dorado.

Era jueves. Teníamos la presión de encontrar a los dueños porque al día siguiente saldríamos de la ciudad rumbo a Aguascalientes, en donde estaríamos hasta el martes. Se anulaba así la opción de esperar a que aparecieran carteles de se busca en las esquinas, al menos hasta la semana entrante.

En lo que surgían ideas, tocó hacerse cargo de las necesidades de ella. No sabíamos su nombre, así que soltamos varias opciones provisionales, la mayoría de ellas de una cursilería que sobrepasaba cualquiera de los récords impuestos por los ositos cariñositos.

Le dimos de comer. Notamos que no le gustaban las croquetas, salvo que las combináramos con las latas de comida para perro. Sobre sus hábitos, notamos que estaba bien educada, ya que resistió a la tentación de hacer pipí sobre cualquiera de nosotros. A cambio solo pedía que la sacáramos al jardín o a rondar por las calles. Para ello mi madre le compró una correa de color rosa para que cuando yo la sacara a pasear los vecinos especularan en torno a mis preferencias sexuales.

Durante el día nos encariñamos con la yorkie. Era inevitable. Ya de por sí los perros son seres llenos de nobleza por los que sentimos debilidad. Pero ella, además, era dulce y de aspecto simpático, por lo que el efecto era aún mayor. Cada uno de los integrantes de la familia se peleaba por acariciarle el lomo o rascarle la barriga antes que los demás.

Con el paso de las horas, y sin percatarnos de ello, nos convertimos en sus sirvientes.

Era la princesa Yorkshire II, a la que le ofrecimos agua, canciones, manjares, transporte, masajes, almohadas y reiterados piropos que la hicieran sentir querida.

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Ella respondía con actitudes afectuosas. El miedo ya se la había ido, así que se acurrucaba con el que cayera para tomar una siesta. Saltaba si se le ofrecia algún estímulo. Era carismática.

Además era conocedora de la buena vida. Notamos que le gustaba andar en el auto, así que cuando salimos a comprar algunas cosas la llevamos con nosotros. No hizo ningún alboroto. Iba tranquila, sin tirar ladridos ni orinar sobre los asientos de piel.

Lo hizo tan bien, que consideramos llevarla a Aguascalientes durante el fin de semana. Ya mi madre y mis hermanos habían colocado un mensaje en sus cuentas de Facebook en el que notificaban de la perrita perdida, por si alguien conocía a los dueños. Yo no lo hice, porque tengo pocas personas agregadas y cierto ánimo me impulsaba a mantener el flujo de lo que ocurría.

Era el viernes ya. Ninguno de los contactos de mis familiares había reportado conocer a los dueños de la perrita. Nosotros teníamos que salir de la ciudad. Y como no queríamos dejarla sola en la casa, decidimos llevarla. No hubo mayor problema. el viaje en auto fue plácido para ella. No se quejó en ningún momento. Tampoco hizo escándalos ni produjo despropósito alguno. Parecía, de hecho, habituada a viajar. Una mujer de mundo que acaso en su trayectoria ya había pasado por vuelos y cruceros.

Durante el fin de semana fuimos con la perrita a ver propiedades en venta. Visitamos parques, pueblitos, talleres,  y la colamos en centros comerciales en donde la gente le lanzaba sonrisas.

Fueron días en los que conectamos con ella. Su carácter era parecido al de los schnauzers, la raza de nuestras mascotas: de cierto nerviosismo y con dependencia a recibir contacto humano.

Busqué en Twitter con palabras clave para ver si alguien había reportado la desaparición de una yorkie. También entré a las cuentas especializadas en animales perdidos con la esperanza de encontrar una ficha con su foto. Quedárnosla era complicado, porque la familia está repartida en tres ciudades. Aun así era una opción que a nadie le desagradaba en caso de que fuera necesario. Incluso, al reaccionar, me di cuenta de que ya le habían puesto un moño.

yorkie

Dijo "whisky"

En definitiva, fueron lindos los días que pasamos con ella. El único incidente desagradable ocurrió en el camino de regreso a San Luis. Salimos a carretera ya por la noche. Cuando estábamos cerca de Ojuelos, un camión que venía en sentido contrario nos hizo un cambio de luces más insistente que lo normal. Adelante de nosotros venía una camioneta de Estafeta. Luego de avanzar unos metros, notamos que había un retén. Era casi medianoche, por lo que nos resultó extraño. Además los vehículos que estaban ahí no parecían oficiales y el personal que cargaba armas de alto calibre lucía vestimenta dispareja. Vi tres camionetas blancas y otra que traía pintada la palabra «Policía», sin que pareciera una auténtica. Avanzamos a baja velocidad. Los hombres armados miraron el auto. La perrita se alborotó, ladró. Más allá del cruce de miradas no hubo instrucción alguna, así que continuamos el camino bajo cierto recelo. Mi padre aceleró en cuanto tuvo espacio de maniobra.

Al otro día leí en las noticias sobre un narcoretén que se había ubicado por donde pasamos, más o menos a la misma hora en la que nos encontrábamos por ahí. Desconozco por qué nos dejaron pasar, si es que eran ellos. Tal vez apenas se iban acomodando o buscaban robar camionetas, no vehículos deportivos que iban repletos de objetos en el interior.

Cuando llegamos a la ciudad, ya era la madrugada del miércoles. Por la mañana tenía que ir a la universidad. La perrita durmió con mi hermano menor, yo me quedé en otra habitación. Sería la última noche que pasaríamos con ella.

Mis padres tenían que partir rumbo a la Ciudad de México. Yo me quedaría con la cachorra. Después del desayuno, fuimos al supermercado para comprarle comida, unas 25 latas y una bolsa de croquetas para mantenerla por un tiempo. Ya  lo vislumbraba: tendría que salir a caminar con ella al menos dos veces al día. Nada mal. Serviría para oxigenar al organismo. También teníamos ya preparada una cama para ella. La posibilidad de que no encontráramos a su familia parecía ganar enteros.

Estábamos en la sala cuando mi hermano lo anunció. La perrita había salido en las noticias de un canal local. La buscaban. Todos guardamos unos segundos de silencio. Por una parte era de agradecer que por fin aparecieran sus dueños, unos días atrás hubiera representado sacarnos un peso de encima. Pero ahora, luego de convivir con ella durante un fin de semana, el cariño que le teníamos era suficiente para que el regreso a la realidad fuera doloroso. La tendríamos que apartar para siempre de nuestras vidas.

Se pudo pensar en la opción de ignorar el anuncio y convertirla en nuestra mascota. Después de todo, ella parecía adaptada e incluso daba la impresión de amar a mi hermano menor con quien la conexión había sido más grande que con los demás. Cuando lo veía, saltaba y movía la cola.

Como suele pasar cuando se hace lo correcto, había que rendirse al sacrificio. Pese al poco tiempo transcurrido, el dejar de tener a un animal tan tierno junto a nosotros suponía un golpe emocional importante.

Pero pensamos en aquella vez —hace años— en que perdimos a dos schnanauzers de pocos meses. O ellos se salieron por algún hueco de la reja o alguien la abrió para robarlos. Fue tristísimo poner cientos de carteles por los alrededores y ofrecer jugosas recompensas sin obtener ninguna respuesta. Perder a un perro duele en el corazón.

Pensamos entonces en los orígenes de la yorkie. Seguro que la extrañaban muchísimo. Ella era incapaz de hablar, pero seguro que por dentro también añoraba a su gente, a sus lugares, por mucho que nosotros le simpatizáramos también.

Debido a que mi hermano no alcanzó a apuntar el número telefónico que apareció en la televisión, decidimos ir al lugar donde la habíamos encontrado, con la idea de comprobar si por ahí  veíamos un cartel con los datos. Así fue, varias cuadras antes de llegar ya había postes con las fotos de ella y los números de contacto. Fui el encargado de hacer la llamada.

La dueña era una mujer joven. Acordamos el encuentro y en menos de 20 minutos nos reunimos. La acompañaban su padre y otros dos hombres. Platicamos sobre todo con el señor. Le explicamos la situación, de lo que habíamos vivido en la semana. Él fue amable y estuvo agradecido. Todavía le pregunté si estaba seguro de que ella fuera la yorkie que buscaba. Me dijo que sí. La hija la identificó por una cicatriz que tenía en la parte interior de uno de sus muslos.

Ahí nos enteramos de que la cachorra en realidad era una adulta de tres años y medio. Sobreviviente de una camada en la que fallecieron sus dos hermanitos. Su nombre era, al fin lo supimos, Catalina, un detalle que la acercaba unos centímetros más a la realeza.

Desde luego que rechazamos la recompensa. En todo caso pedimos que, si algún día Catalina tenía bebés, nos tuvieran en consideración para adoptar uno.

La joven se la llevó en brazos. Cuando la tomó, la perrita pareció dar un suspiro. Iba de vuelta a su hogar. Debíamos alegrarnos por ella, que tuvo el detalle de alegrarnos por un tiempo y que tuvo la decencia de despedirse con un suave ladrido.

Se fueron en una camioneta. Los perdimos de vista en la siguiente esquina. Quedamos un rato pensando en los momentos que nos regaló. Mi hermano y mis padres partieron rumbo a la Ciudad de México ese mismo día. Allá los esperaban otros tres perros y un puñado de gatos que los recibirían como héroes.

Villa Hidalgo

En el día de muertos, fuimos a visitar la tumba de mi abuelo paterno, ubicada en Villa Hidalgo, Jalisco. Ahí nació, para después, a los poco años, emigrar a Aguascalientes.

Vamos de visita cada tanto tiempo. Una o dos veces al año. Es un viaje agradable que siento me pone en contacto con mis raíces. El lugar ha crecido mucho. Hace 10 años todavía parecía un pueblito. En la actualidad es una pequeña ciudad con mucho comercio en materia textil.

Aun así hay detalles que le distinguen de una urbe. Cuando salimos de la central camionera (la carretera es medio peligrosa, así que conviene dejar el auto si es fin de semana) salimos para tomar un taxi. Tocó esperar un buen rato. Cuando por fin apareció uno, tuvimos que darnos prisa al abordarlo ya que un grupo de señoras pretendían ganárnoslo.

La plática con el conductor lo puso en perspectiva.

—En Villa Hidalgo solo hay seis taxis. Con eso es suficiente.

Y sí, cuando regresamos a la central, noté un detalle que en primera instancia había pasado por alto: cerca de la salida hay un poste con seis números de celular anotados. Los de los seis taxistas disponibles.

También hay caballos que avanzan por las calles. Además de los autos y bicicletas, los animales todavía se ubican como un medio de transporte establecido entre la población. Pero lo que dominan son las motos. Hay muchas. Son ideales para cubrir las distancias del lugar sin mayores complicaciones.

Los habitantes de Villa Hidalgo son amables. Hay muchos ancianos y niños. Las personas de edad media son minoría. Hay una polarización en las edades. O eres joven o eres viejo. Los adultos mayores usan casi todos sombrero, además de llevar camisas de cuadros de manga corta. Los hombres son feos,  en cambio las mujeres son bellísimas. Habría que investigar por qué sucede, cómo es que semejantes padres tienen semejantes hijas.

Camino al panteón, vimos muchos puestos de comida. La birria es el platillo favorito de por ahí. A mí no me gusta. Nada que tenga que ver con carne de borrego. Si por mí fuera, lo único que debería hacerse con ellos sería usarlos como almohadas. Sin matarlos. Cada hogar debería tener unos cuatro o cinco borregos en el jardín. Para alimentarlos, cuidarlos y darles cariño. Y cada noche meterlos a la casa para que nos dieran compañía en el dormitorio. Pegados a la cabecera de la cama, su barriga sería una superficie acolchada para descansar la cabeza.

Solo una vez comí birria. Era un niño en aquel entonces. Mi padre me llevó a un lugar donde la servían. Él pidió un plato. Me preguntó si yo quería uno. Le dije que sí. Era carne, al fin y al cabo. Para mí no había distinciones. Creía que toda la carne roja era de res. Puede que sepa bien, pensé, la única diferencia con la carne que como en casa es que a esta le ponen un poco de caldo. Grave error. El sabor era muy fuerte. No pude disimularlo ni con el jugo de cuatro limones. La salsa tampoco funcionó. Mientras todos los comensales le entraban duro al banquete, yo me limitaba a hundir tortillas en el caldo para luego darles mordidas poco entusiastas. Lo hacía para disimular. Todos los presentes eran hombres duros con bigote. La birria era la comida de los machos alfa, si no la probaba, pasaría por un ser enclenque que dependía por entero de la comida para niñitas, como las hamburguesas con queso. Aquel día tragué unas veintiocho tortillas que acabaron con el caldo del plato. La carne se quedó ahí, seca. Con tal de no quedar mal pedí que me la dieran para llevar. “Así es como me gusta, sin jugo”, dije.

Cuando llegamos al panteón donde está mi abuelo, la ceremonia ya había empezado. Allá, cada día de muertos,  tienen la tradición de que el padre va a oficiar la misa al panteón local. Colocan una pequeña plataforma, bocinas  y un micrófono con el que el sacerdote encamina la celebración. La asistencia es de cientos de personas. Algunos se sientan en las sillas dispuestas para el evento y otros tantos escuchan parados desde las tumbas de sus seres queridos. La escena es felliniana.

La misa dura alrededor de hora y media. Se supone que es una ceremonia normal, de una hora. Lo que extiende su duración es una cuestión curiosa. A cambio de 20 pesos, el padre menciona el nombre del difunto que uno disponga para orar por él. La mayoría de los familiares pagan la cuota, de modo tal que casi todos los fallecidos acaban por ser mencionados. En años anteriores tocaba echarse media hora de nombres consecutivos leídos sin descanso. Este año se empleó un nuevo sistema: el paso de lista se dividió en tres secciones, al principio, en medio y cerca del final para no matar de aburrimiento a nadie, lo cual supondría sumar algunos nombres a la lista, hasta hacerlo una cosa de nunca acabar.

La tumba de mi abuelo es bonita, de las mejores del lugar. Hay algunas que fueron construidas con mayor esmero que otras (así como hay unas que parece pequeños museos, hay otras cuyos epitafios están escritos con plumón indeleble). Lo que ya no hay es espacio. Al parecer hay planes para un nuevo cementerio, o eso escuché el año pasado. Quizás ya hasta esté en funcionamiento.

Dentro del lugar nos encontramos a Don Melesio. Un hombre de la vieja escuela que, pese a la edad y el frío que hacía, no fallaba a la indumentaria local con su camisa de manga corta. Según me cuentan es un pariente lejano. Lo saludamos. Parece saludable y fuerte, pero la voz ya no le da para más.

—Así como lo escuchan, no quiere dejar de fumar  —nos dijo su hijo.

Don Melesio sacó un cigarro, lo prendió y dio una fumada.

—No crean que me duele. Lo único que no puedo hacer es gritar… pero yo ya grité.

Lo intentaron de alejar del vicio con varios recursos. Lo último fueron los cigarros electrónicos. No funcionaron. No le sabían a nada, según sus palabras. Hay vicios que se arraigan, no queda más que acompañarlos hasta la muerte.

Nos despedimos de él y sus hijos. Antes les encargamos que de favor consiguieran alguien que pudiera pintar la rumba, que ya necesitaba una pasada.

Cuando salimos del panteón ya había obscurecido. Los puestos de flores se habían quedado con mucha mercancía. Noticia de lamentar por las flores que no se venden. De haber sabido mejor se hubieran quedado junto a la hierba.

Los seis taxis dejan de circular a partir de las seis de la tarde, como para mantener el equilibrio. Tuvimos que caminar hasta la central camionera. Tardamos 20 minutos. Durante el trayecto vimos la ropa que se vende en Villa Hidalgo. Playeras de a sesenta pesos. Gorras de a tres por cien. Ropa interior de a veinticinco pesos. Mucha gente de poblaciones cercanas va a comprar para luego revender en otros lados. Nunca he comprobado la calidad de los materiales, aunque he tenido la fortuna de ver productos legendarios, como aquella gorra de los Vaqueros de Dallas que traía el logo de la MLB en la parte de atrás.

El autobús de regreso venía atascado. Algunos tuvieron que ir de pie. Una pareja de borrachos iba parada a un lado mío. La mujer le decía una y otra vez al tipo: “Dime qué traes, dime qué traes. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa conmigo?”.

Los asientos no tenían cinturones de seguridad. Por allá son muy de la filosofía de José Alfredo Jiménez según la cual la vida no vale nada.

Por fortuna llegamos a nuestro destino una hora después. En el día de muertos es fácil ponerse paranoico y pensar que cualquier nimiedad es señal de que el fin está cerca. Llegar al tres de noviembre, por tanto, fue un alivio. Lo celebré con un vaso de leche y pan de muerto, del cual no soy fanático precisamente. El pan me gusta cada día menos. Y a esta variante jamás le he visto grandes méritos. El hecho de que esté cubierto de azúcar lo arruina.  Apenas lo tomas con las manos y te deja pegajosos los dedos. El sabor tampoco es nada del otro jueves. En cuanto a panes temáticos, prefiero por mucho a la rosca de reyes. Siempre y cuando no me toque una rebanada con acitrón.

Fue un día cansado, pero, como suele pasar, valió la pena. Dejó en mí esa peculiar tranquilidad que no sé de dónde vendrá. A la mañana siguiente siempre desaparece. Regresar al mundo de los vivos deja alterado a cualquiera.