Tomar un café por las mañanas es una actividad que ofrece más de lo que en un principio parece. En cualquiera de sus formas, se trata de un acontecimiento especial. No es como darle a cualquier otra bebida matutina como el agua, la leche o los jugos de frutas que pasan rápido y con intenciones más bien alimenticias o de combate a la sed. Con el café es distinto. En él se busca algo más. Una revitalización, un acompañamiento, un alivio. Un río de alta temperatura que reconforta nuestro interior.
Recurrir al café no se limita a dar un conjunto de tragos. La experiencia incluye todo un paquete de sensaciones. La preparación, el aroma, el último toque… todo contribuye a elevar el espíritu. El trago debe ser lento y profundo, un trance para el alma en convulsión. Incluso sostener el vaso o la taza es un placer.
¿Cómo tomarlo? Al gusto de cada quien, faltaba más. Con leche, con azúcar o con un toque de cianuro, si se prefiere. O solo, que está muy bien así. Pero conviene no convertirse en uno de esos seres despreciables que a la primera oportunidad presumen que ellos lo toman sin ningún añadido, como si por ello merecieran de una fanfarria comunal.
El café es un desayuno elegante, además. Frente la indecencia de algún plato abultado y cremoso, la simpleza de un taza muestra la distinción de quien lo porta. Una oda a la contención. Dejar la nutrición para la hora de la comida y para quienes aspiran a llevar una vida saludable. Lo único que se echa en falta es un trazo de energía. Café y la lectura del periódico, he ahí un almuerzo estupendo.
Y hay más. Basta el aroma de los granos de café recién molidos para que cualquier sitio se vuelva acogedor. Incluso un cuchitril inhóspito se torna digno si hay una fuente para beberlo.
La taza humeante es un símbolo de la civilización y un estímulo para continuar en la resistencia. El café es bebida versátil: social y también para solitarios. Quien quiera prolongar el encuentro, que pida una segunda ronda (“una taza más de café antes de que me marche”, decía Bob Dylan en una de sus canciones).
El hombre desamparado encuentra en el café un beso líquido que al quemar cierra cicatrices.
Gertrude Stein lo expresaba bien cuando decía que el café trascendía a la apariencia. No es una bebida, el café es un suceso. Una pequeña dimensión, una medida de tiempo. Balzac atribuía al café una serie de bondades, ya que al consumirlo sentía que las ideas empezaban a moverse como un batallón en tiempos de guerra. Con él, se agolpan los recuerdos y la artillería creativa suelta sus mejores inspiraciones.
Americano, espresso, latte, cappuccino, cualquier variante se escucha como una suave patria. Y en cualquier lugar donde uno se sienta perdido, la cafetería se divisa como un salvamento, un refugio donde espera la comodidad de un sillón y la dulce compañía de otros bebedores. Damas y caballeros pausados, conversadores de la justa medida.