Elogio del café soluble

Café soluble, tan defenestrado por el connoisseur de nariz alzada, el exquisito de bigote que pide como mínimo una prensa francesa o la extracción en roca.  Sifón japonés, Kalita, todos esos métodos de preparación tan divinos… y que no están ahí cuando estás sin tiempo, quebrado y hundido.

La variedad instantánea del café es todo terreno, un amigo fiel que no pide mucho y que cumple su propósito, aunque no se desvive en lo que ofrece: solo lleva la concentración suficiente para despertar al somnoliento. Dos cucharaditas copeteadas, agua caliente y plac, ya lo tienes. Ni siquiera tienes que revolver tanto.

En el mundo del café, las ceremonias son habituales. Las bebidas de excepción que uno pide en los restaurantes o cuando hay una máquina especializada. Pero eventualmente, pese a que te hayas alejado, regresas a los brazos (o asas) del café soluble. El que está ahí en casos de emergencia. La cucharilla resuena como campana dentro de la taza. Un llamado a levantarte y dar lo mejor de ti. El recordatorio de que la vida es una pelea de box.

A veces es necesario que el café no tenga un sabor tan agradable. Y beberlo así. Reconectar con lo rupestre. Adquirir el ritmo, esforzarse más por el efecto que por el placer. ¿Cómo quiere su café? Que me devuelva la ilusión perdida, por favor.

El sabor amargo e imperfecto es un preparativo para el ambiente adverso de la cotidianidad. A cada trago le demuestras al cosmos que puedes encajar cualquier vicisitud sin derrumbarte. El veneno para ratas no acabará contigo, así que vengan los golpes. La vida arrincona en ocasiones y es ahí donde florece tu capacidad de resistencia. Igual puedes hacer trampa con un poco de leche y azúcar. No le diré a nadie.

En el interior del café yace tu salvación. Eso piensas por las mañanas cuando, aletargado, andas sin rumbo a la espera de que un brebaje aterrice tus emociones. Llega una condición descrita por Paul Auster en Diario de invierno: estás cansado, pero alerta, invadido por un runrún que viene de la radio. Un festín eléctrico que también te machaca un poco a la tercera taza y que es mortal a la cuarta.

El café también tiene su vertiente social. En el caso del café soluble, se adentra en lo salvaje. El espacio compartido para esta bebida es casi una obra pop. El cuadro de los endulzantes, las manchas color caramelo sobre la mesa y los sobres de crema en polvo (con gránulos esparcidos por todas partes) no están muy lejos de lo que se encuentra en una galería de arte contemporáneo. Exhibición de las prisas de oficina en ausencia de servilletas. Instalación colectiva. Valor unitario: 32 mil USD.

«Tutto è possibile dopo il caffè», dicen los italianos que saben tanto de estas cosas. Tanto que se burlarían de tu café soluble en vaso de cerámica rota. Es fácil para ellos, desde la belleza de sus calles, la ropa impecable y la cercanía a una Cimbali Pitagora. No comprenderían que tu enfoque va por otro lado. Es una cuestión de principios. Eres un luchador del alba. Alguien que encara lo peor y está del lado de los derrotados. El club de los que tienen poco, los supervivientes.

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La pertinencia de un cocktail

En un cocktail puede hallarse el preciosismo hecho bebida. El trago en la copa está compuesto de varios elementos que dibujan su propio ecosistema, una arquitectura compacta en la que nada debe echarse de menos. El trago exige un tono preciso. Tener propuesta o, por qué no, personalidad. Nada debe estar de sobra, aunque la rebeldía no se desdeña. El cocktail es la alquimia de alguien dispuesto a la búsqueda, ese que va más allá de lo establecido y que se atreve a dar con la combinación definitiva.

El origen del término cocktail está disputado. Una de las teorías incluso apunta Campeche, México, en donde supuestamente marineros ingleses se impresionaron cuando un cantinero utilizaba una planta llamada cola de gallo para revolver bebidas que preparaba. Así fue que, dicen unos, se popularizó el término cock’s tail para referirse a esas mezclas tan cautivantes.

En cambio otros aseguran que el colorido de esos menjurjes era el que remitía a la cola de un gallo y de ahí lo demás. Las versiones tienen igual o menor validez que tantas que se remiten a otras latitudes y a otros siglos tan lejanos como el XVIII, lo mismo en Londres que en Estados Unidos. Poco importa en realidad detenerse en ello si en cambio se puede hablar del encanto de una preparación que a lo largo de las décadas ha alumbrado días de pe a pa.

Como bien dice Javier de las Muelas, una autoridad en el ramo, el cocktail es una bebida eminentemente social. A diferencia de las ocasiones en la que se recurre a la cerveza o a los destilados sin añadidos, con la muy comprensible premura (ahí en donde no hay tiempo ni ganas por la mixología), en el cocktail hay una disposición para el encuentro, el ceder un trazo de voluptuosidad que se comparte en duelos y danzas de borrachera con la compañía, ya sea la pareja, un amigo o el bartender que cuida nuestra soledad a lo lejos.

Beber este tipo de tragos debe hacerse con cierta responsabilidad. El cocktail es una amante engañosa y tras la seducción del sabor puede llevar a quienes se acercan a una una embriaguez inconveniente o prematura. Algunas de sus versiones, como el martini seco, son una ofrenda al exceso; por eso es mejor discurrir a paso lento para que la diablura cristalina no caiga por sorpresa. Salvo que tal sea el objetivo, claro: acabar derrumbado. Muy respetable.

La baraja de opciones es tan amplia como el ingenio humano lo ha permitido. Hay cocktails para distintas horas del día y para el frío y el calor y los hay para beberse en determinados ambientes, circunstancias y locaciones específicas. Unos están destinados para la noche, otros son convenientes para disfrutarse bajo el sol en una terraza. La versatilidad es la norma y si se tiene la vena de aventurero uno mismo puede crear alguna joya disuelta que pase a la historia.

No está de más recordar que el cocktail es para rendirse al hedonismo. No hay que sentir culpa por pasar a otro plano dimensional en donde lo horrible se olvida por un rato para dar paso al disfrute. Conviene acompañar con música… con cierta música. El jazz amplifica al Whisky Sour o al Manhattan, así como soul le viene bien al mítico Gin-tonic. Más de una persona ha podido bailar gracias a las Margaritas.

La coctelería es al fin el campo de recreo de hombres y mujeres tirados al gusto. Su aparición es una constante en la obra de escritores como John Cheever o F. Scott Fitzgerald, quienes entendieron bien sus propiedades y calidad como brebaje estiloso (los años de la prohibición estimularon la popularidad de mezclas con las que se disimulaba el feo sabor del alcohol de contrabando). Un personaje del primero estipulaba que los cócteles eran el eje de la vida adulta y el segundo dijo alguna vez que gracias a ellos, tomados en suficiencia, era posible soportar las conversaciones que tanto le agotaban en las reuniones a medias.

Una buena elección en el bar de confianza confiere clase aun en la decadencia. Incluso cuando se sobrepasa el límite un buen cocktail debe verse como un líquido lejos de la vulgaridad. No es para apagarse, sino para sacar algo que se creía perdido pero que solo estaba oculto. Esa parte nuestra que, como decía Hank, es mágica y ebria y lucha todavía por un rincón en la penumbra desde donde se pueda gozar.

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