Peso Pluma o bailar al son que marque el algoritmo

El éxito abrupto de Peso Pluma levanta un rastro de suspicacia. En otros tiempos se requería de trabajo sostenido pare llegar a los grandes planos, o tener un padrino poderoso o que una concatenación de circunstancias obrara el milagro. Actualmente basta con la alineación del algoritmo, el favor de la industria que bendice a las figuras que se adaptan a sus designios. Lo sabrá quien, de un día para otro, vea inundadas sus redes con recomendaciones no pedidas que algún inocente considerará un hallazgo… igual que otras tantas millones de personas. El truco que ocurre con agendas políticas y causas espontáneas que se instalan en el colectivo mediante una sofisticada ingeniería social.

Videos, reels: Peso Pluma llora en concierto. Peso Pluma dedica unas palabras a su mamá. Peso Pluma agradece regalos de sus fans. Miles de visualizaciones y compartidos. Comentarios de sorna, muchos otros de elogio. Al fin alguien auténtico. Me gusta, es humilde; la está rompiendo del otro lado, qué orgullo; poniendo en alto el nombre de México, cabrones. Dicen, como si el muchacho estuviera recuperando Texas.

En la radio y la televisión surgieron los principales intentos de alinear las preferencias de la masa. Sobre todo en el siglo XX, cuando había pocas estaciones y canales. En principio, internet vino a dispersar los gustos. La facilidad para distribuir y producir música dejó nicho para todo. Llegó la proliferación de artistas y tantos subgéneros como peces en el río. Hay opciones para cualquiera. ¿Rap evangélico con reminiscencias simpsonianas? Lo tienes ahí al lado de la folkatrónica kawai.

No obstante, esto tenía que acabar. Las grandes corporaciones se han esforzado por reunificar a la audiencia por medio de las plataformas digitales. Las tendencias, las cadenas virales que llevan al nutriólogo a bailar para explicar una receta y a un contador para explicar cómo hacer tu declaración anual. Todos funcionales a lo que marcan las sugerencias, lo que está en boga. Lo que permita que tu ridículo tenga también un mayor alcance. Así se han formado las nuevas hegemonías del pop.

La impostada mexicaneidad de Peso Pluma se queda en la misma superficialidad de sus canciones y videos. Es un ornamentro como las botellas de Dom Pérignon colocadas en un desorden sumamente cuidado en la escenografía, igual que las bolsas con droga y las armas que intentan darle el aura de malote que el cutis de adolescente no da. El rostro de quien no ha padecido las consecuencias de aquello que escribe como travesura (si quisiera dárselas de valiente debería ir al Colegio Militar. No aguantaría un día). El nacionalismo, oh, queda validado por Estados Unidos, la máxima aspiración. Aparecer en sus listas de popularidad y los programas estelares. Y ya, hasta ahí queda la bravata tricolor.

Su vertiente de corrido tumbado no es subversiva o antisistema por mucho que recurra a la estética edgy de la ilegalidad, sino perfectamente asumible para las empresas, los políticos y los programas de chismes (Peso Pluma bien podría interpretar a un sobrino de la Pelangocha en un sitcom de Jorge Ortiz de Pinedo). Lejos de ser rupturista, es una variación del espíritu de la época. Está repleto de líneas análogas con otros tantos de su estirpe. Ella perrea sola / Ella baila sola. Las camionetas llevan clavo, pura metralleta / Tacomas blindadas, bien rugen el motor. Le gusta el perreo y bailar de cerca. Me encanta cuando bellaquea / Una gatita que le gusta el mambo, con todos los malos sale a bellaquear.


Peso Pluma está más cerca de Arcángel, Rauw Alejandro y Kodak Black que de los Cadetes de Linares y Chalino Sánchez. Hace falta sensibilidad para escribir “Es inútil” y “Me persigue tu sombra”, no ser un artista de la presunción que bebe de la fuente protestante más que de la tradición hispanoamericana. Hasta la fecha carece de los atributos que caracterizan justamente a los grandes compositores mexicanos que tiran de la soledad y el abandono, el carácter psíquico nacional aludido por Samuel Ramos: la autodenigración entremezclada con el sentido de inferioridad (de la que nace la contradicción de la vanagloria). Peso Pluma, en cambio, es indistinguible de decenas de artistas en otros idiomas y disfraces, al cabo dependientes del bling, la pandilla de edecanes y la ostentación. De ahí la compatibilidad de caracteres con lo que Jimmy Fallon pone cualquier otro día.

Al comparar las fiestas retratadas en los videos de, digamos, “Ella baila sola” y “Cómo me duele” de Valentín Elizalde queda claro el imaginario de uno y otro. Peso Pluma reivindica lo mexicano en la medida que le trae aplausos, pero su ideal se aproxima al de otras latitudes. Un subproducto cultural válido y previsible en un país tan complejo e interconectado con EE. UU. como el nuestro. Pero por lo mismo sería absurdo tomarlo como estandarte de la tradición mexicana. Puedes imaginar los ojos de pistola que José Alfredo, hinchado y rojo de la cara, le tiraría al muchacho caguengue en una cantina de Dolores, Hidalgo.

Las críticas a Peso Pluma han sido contrarrestadas con acusaciones de clasismo, el manual de víctima enfundada en Burberry y el mal gusto de Hublot. Otra es que los ataques corresponden a la incomprensión propia de gente gagá que ya fue. Quizá. Quizá sea mejor estar lejos de letristas tan poco dotados que en vez de decir “Los paquetes van bien forrados”, tienen que recurrir a la malformación para forzar la rima “Y bien forrados los paquetes van”. Toda una carrera así. “De todo ya pasé” en lugar de “Ya pasé de todo”. “Con un buen cigarro me relajo yo” en vez de “Me relajo con un buen cigarro”, porque la mente no da para más. Música simpática y con algún acierto, mercancía auspiciada por el establishment. No me la vendan como mucho más.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 3 de mayo de 2023.

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A los pies de Bette Davis

El insomnio tiende al ridículo si tienes asuntos atorados en la cabeza. La mente estira sus peores recursos cuando más bien deberías soñar con una isla de perros. Sin complicarte, tirado al sinsentido del descanso.

La otra noche, por ejemplo, no podía dormir y me puse a pensar que haría si fuera famoso y un reportero me preguntara por mi prototipo de mujer ideal. «Las mujeres tipo Bette Davis», respondería.

Me gustan las mujeres con el estilo de Bette Davis. Las que producen un subidón de dopamina con tan solo pestañear. Aquellas que replantean tus principios y hacen añicos antiguas prioridades. Levantadoras de la mirada que pasa del libro a sus manos en el aire. Lo que Camille Piglia llamó «implacables y despiadadas bellezas». No en un enfoque meramente material (la actriz estadounidense distaba de la imagen típica de las divas de Hollywood); más bien un atractivo etéreo que escapa a los estándares de revista. Alguien que te emociona debido a un no sé qué.

Hay hermosuras de manual que aburren en la perfección. Queda poco descubrir en ellas. No hay desafío alguno en el estímulo que ofrecen: como hombre quedas igualado a otros miles como espectador. Tampoco tienen las heridas que enmarcan el fulgor. Su constitución las ha rodeado de halagos y facilidades desde temprana edad, por lo que no necesitan los trucos que las figuras resquebrajadas emplean para apañárselas en el día a día. Estas artimañas son las que marcan la diferencia, las que renuevan a diario la chispa en un vínculo.

Las mujeres tipo Bette Davis agitan el coctel de la vida para dejarlo espumeante. Así puedes probar la noche de un trago. Son un imán que deambula por los pasillos dejando una estela de perfume que hechiza a los más avispados. Procuran las apariciones relámpago que nunca satisfacen del todo, que deja con ganas de más. La satisfacción es la muerte, como decía George Bernard Shaw en Overruled. Eso justifica el jugueteo: «Te besaría, pero me acabo de lavar el cabello… chau», para luego escapar entre risas. El flechazo que deja una mariposa que muestra colores antes de perderse en el bosque.

Tal prerrogativa va acompañada un lado frágil. Una vulnerabilidad que invita a ser rescatada. Las herederas de Bette Davis muestran el semblante de quien no come bien o de quien ha intentado compensar las derrotas de la juventud mediante alguna extravagancia o vicio. Esto no es repelente; por el contrario, suma puntos al marcador de los sentimientos.

Tienen magnetismo. Más que nada, energía que reaviva lo que creías ya muerto dentro de ti. Por algo David Hartman definía a Bette Davis como «un metro y cincuenta y ocho centímetros de dinamita». Una de esas damiselas indómitas que uno cree tener atrapadas cuando ella te ha dado tres vueltas.

Enganchado al tónico de la impulsividad, al remolino del BUM, el riesgo del colapso se vuelve parte de la atracción. Te conquistan o derrumban con una mirada. Cualquier de las dos opciones tiene la suerte que supone su interés.
Esta mujer es la flama que anima cualquier reunión a través de frases, miradas y sonrisas que marcan el ritmo del resto de los invitados. Los asistentes, se den cuenta o no, acaban como actores secundarios al servicio de ella, el carisma y sus acrobacias. El martini previo al grito de guerra: pónganse los cinturones, será una noche turbulenta.

Aún en sus momentos más bajos las mujeres de esta estirpe reconocen su gran valía. Quebradas, en soledad y con el cutis reseco, confían en el salvamento de ser ellas mismas. Cargan un encanto que en cualquier momento les hará remontar la partida. La lección ontológica mostrada en The Star (1952), en la que Bette Davis interpreta a una actriz en picada: «Si eres una estrella, no dejas de ser una estrella». Aunque trabajara en un sitio que no estaba a su altura, en bancarrota y proscrita de la fama, Maggie Elliot mantenía el orgullo suficiente para plantarse en la misma sala que el presidente de lo Estados Unidos.

Quien mejor expresó la cadencia de este prototipo de mujer fue Kim Carnes en esa inolvidable apropiación de “Bette Davis Eyes”, original de Jackie DeShannon: arrolladora, y provocativa, te dificulta las cosas; hará que te ruborices aunque pretendas la seriedad. Rodarás hasta la tristeza. Su ferocidad te dejará expuesto. Hasta que un día la veas llorar y descubras que aún tiene un rastro de niña.

Pese al ineludible sufrimiento que acarrea la relación y el estruendo del itinerario, cedes a la hipnosis que demanda una dedicación de tiempo completo. Lo vale. Lo vale todo. A fin de cuentas con ella te dan ganas de aparcar la búsqueda del amor.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 25 de abril de 2023.

Las plazas en el olvido

Return me to my Native Element:
Least from this flying Steed unrein’d, (as once
Bellerophon, though from a lower Clime)
Dismounted, on th’ Aleian Field I fall
Erroneous there to wander and forlorne
.
—John Milton, “Paradise Lost”.

Me gustan los centros comerciales que se quedaron perdidos en el tiempo. Son construcciones de otras décadas que siguen en pie, aunque ya pocos las visiten. Las plazas desplazadas.

La modestia de su oferta no puede competir contra las grandes infraestructuras. Esos continentes modernos cargados de plétora, servicios automatizados e islas. Lo típico que deparan proyectos de grupos empresariales aliados con arquitectos gafapasta que hicieron una especialidad en Europa. Es fácil entrar y salir de ellos sin sentirse diferente a los demás.

En las plazas viejas estás en cambio un poco en tu hogar. En confianza. No tienen el ruidero de las mil voces (el revés monstruoso del sonido del mar que suena en las conchas) y carecen de engreimientos. Estos sitios semiabandonados tienen la atmósfera de un museo fuera de horas pico. Si acaso algún paso suena a lo lejos. Un oasis contra el ajetreo y la ráfaga de la multitud.

Hay, sobre todo, cortinas bajadas, descuentos desesperados e infructuosos, botes de basura al 10% de capacidad, cartulinas fluorescentes de se traspasa que tienen años ahí. Un policía con reumas que solo podría vigilar un lugar semejante, donde hay poco incentivo para el robo. El cuadro de una entidad que se desmorona a paso de calendario y que por lo mismo ve transcurrir las horas a ritmo de vals.

La supervivencia de estas construcciones antiguas es auspiciada por unos pocos negocios. Son la resistencia. La flama débil es flama al fin. Los dueños de las tiendas hacen casi un servicio social hasta que la esperanza claudica, los fondos quiebran y toman la triste decisión de cerrar.

¿Qué puedes encontrar en los mercados de ayer?

  • Agencias de viaje en la que ya no se planta nadie, salvo gente apacible que cada año requiere que alguien planifique sus sueños. Muros cubiertos de anuncios de aerolíneas que ya no operan. Viaje a Los Ángeles con Taesa. Mexicana de Aviación: el placer de volar sin límites. Aviacsa, la línea aérea de México. Contrate usted un paquete Iusacell para ser atendido por una de nuestras operadoras.
  • Del otro lado una librería donde no hay novedad, pero si buscas con esmero encontrarás a autores proscritos del mercado: la risa de Álvaro de Laiglesia, alguna edición carcomida de Caldwell. También libros didácticos, mapas de cartón y figuras de fomi que las profesoras de primaria dejaron de usar hace unos cuantos cursos.
  • Boutiques de ropa a las que las cadenas departamentales comieron el mandado hace veinticinco años (su cruz llegará en bolsas de Zara). Aun así, es posible curiosear y hallar marcas que no habrá en ningún otro rincón del mundo. Emprendimientos de lugareños que estudiaron en un centro de diseño y montaron un par de pasarelas en el bar de un amigo. Sombreros Martina Quesada Style. Camisas Raffaelo Cartucci. Cinturones Mambofino. Algún rastro de talento se percibe en un remache, en un borde, en un agujero.
  • El estudio fotográfico de la comarca que exhibe retratos de muestra. Gente que pasó a mejor vida o cuya piel, actualmente invadida de arrugas, dista de tener la lozanía congelada en la foto infantil que le requirieron para la credencial de la escuela. Un cartel de Jack Nicholson en tiempos de Mejor… imposible dotó al establecimiento de vigencia allá por 1997.
  • Perfumerías que tienen lotes de fragancias descatalogadas. Bóvedas de aromas irrecuperables gracias a las cuales puedes comprar la vieja formulación del Grey Flannel y así saber cómo olía Carlos Berlanga (y los pantanos de Centla). Vitrinas que son un viaje al pasado donde el Lapidus Pour Homme de Martin Gras era tendencia y cuando había ebullición por el Magnetic de Gabriela Sabatini. Señorita, deme un Jacques Bogart para revivir al abuelo.
  • Del área de comida poco queda. Habrá una cafetería donde no pondrán tu nombre en un vaso; en cambio, la empleada te recordará durante toda la semana. Un pollo frito con papas a la francesa con el tono del aceite reciclado. Y permanece una heladería, siempre una heladería, el Atlas que sostiene a la plaza vete tú a saber cómo.


Ante tal panorama, hay una constante tensión para el visitante: salir sin comprar despierta el sentimiento de culpa. El local está desierto y en el semblante del dependiente notas que cifra en ti la ilusión de conseguir la venta del día. La presión es máxima, conque lo mejor es durar un máximo de dos minutos ahí si no piensas adquirir nada. De este modo evitarás las expectativas incómodas. Es tan fácil romper un corazón.

Para remediar la falta de movimiento, los administradores de las plazas recurren a remodelaciones que resultan insuficientes para ganar la contienda. La mayoría de los cambios son meramente cosméticos (recubrimiento de pintura, cambios de piso, si acaso la apertura de otra sección). El público termina indiferente tras una bulla inicial más amparada en la curiosidad que otra cosa. Están alienados por transnacionales que dan uniformidad al estilo.

Las manitas de gato son un esfuerzo enternecedor que en última instancia delata, con bombo y platillo, la decadencia. Una nueva entrada o un nuevo domo en el techo son signos de que la ruina es irremediable. No hay dinero para intentarlo todo de nuevo. Toca crear una agenda de espectáculos que atraiga a clientela que de otro modo no asistiría a las instalaciones. Un espectáculo infantil se entremezcla con un concurso de repostería musicalizado por un violinista que suelta versiones del maestro Manzanero. El coctel produce empacho.

Aun así, las plazas viejas tienen alma. Son testigos de una época y ahí está su arma secreta. La razón por la que guardan magnetismo. Son el diseño de un futuro que nunca llegó. Te acercan, como Miniso es incapaz, a una soriée con Barbara Hutton. Las historias se desbordan en sus pasillos irradiando una calidez que los vuelve el polo opuesto de los espacios liminales. La fuente sin agua cautiva junto a las plantas artificiales donde pasea un grupo de hormigas.

Piensa entonces en el centro comercial que te produce estas vibraciones. Cada persona tiene uno que asocia a su más tierna juventud. Quizá sea Plaza Fiesta o Plaza Inn. Escudriña las fichas hemerográficas que guardas en la cabeza y entrégate al ensueño. Paraíso es tu memoria, decía Rafael Tovar y de Teresa, deudor de aquella sentencia proustiana: los verdaderos paraísos son los que hemos perdido.

Así que asigna la distinción al sitio que corresponda. Yo tengo unos cuantos. Plaza Tangamanga en San Luis Potosí. Villasunción en Aguascalientes. Plaza del Valle en Oaxaca. Centro Comercial Interlomas en Huixquilucan. Tramos de Plaza Fiesta San Agustín en Monterrey. Plaza Crystal en algún rincón de Puebla. En especial, Pabellón Polanco en Ciudad de México, cuyo auge y caída coincidieron con mi tempo vital.

Todos esos lugares tienen una parte de ti. Están poblados de tus fantasmas.

Los cafés y palomitas que tomaste con un viejo amor. Las revistas que leíste en el Sanborns mientras tus padres pagaban la cuenta (no tenías ningún asunto del cual preocuparte). Los discos que comprabas en una tienda en la que ahora se venden juguetes y tecnología. Los rincones donde dejaste la mocedad y que fueron refugio de seres queridos que ya fallecieron, pero cuya presencia te acompaña cada que entras de nuevo a esa plaza derruida que está dejada a su suerte. La que carece de estrenos en pos de ofrecer una recompensa mayor: una parte de lo que fuiste.

Su supervivencia es inviable en el largo plazo. Así provecha mientras puedas. Visítalas de vez en cuando y dales un soplo vida. Acompáñalas como se hace con un anciano. No las dejes morir solas. Ellas siempre han estado ahí para ti. Y te necesitan… no muchos te necesitan. El último grito de la moda es una nimiedad en comparación al susurro de un recuerdo que luego se te derrama por los ojos.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 18 de abril de 2023

La mujer en la playa

Encontrarás una mujer especial cada que vayas a la playa. Cualquiera que vacacione en la costa sabrá a lo que me refiero. Esa emperatriz temporal que atrae la primera mirada cuando instalas tus cacharros en el suelo. Siempre hay una. No es la más exuberante ni la más provocativa. Es… solo Dios sabe. La que resalta entre todas, una que está aparte, que no parece de este mismo plano, sino de otro, uno en el que quisieras estar y que ella sugiere a distancia.

Nadie la ve llegar. Simplemente está ahí y sin venir a cuento se vuelve el epicentro de la bahía. Tal vez vino del agua. El sol pega a los lazy sunbathers que han embadurnado sus cuerpos de bloqueador. Que siga el guateque, entonces. En última instancia estarías dispuesto a morir tostado por la chica de Ipanema. La damisela que pasa y sin darse cuenta llena el mundo de gracia y lo pone más bello a base de amor. Hay que escuchar a Jobim.

Generalmente está sola o con un amiga (una nada más). Tiene por costumbre el silencio: apenas emite sonidos y es mejor no perturbarla. Indiferente a todo lo que le rodea, rinde un servicio cósmico desde la quietud. Toma el sol para preservar su belleza, recarga ahí lo que necesita sin recurrir a cervezas de lata ni a coctelería. Es de una clase especial.

Viene de lejos, o eso aparenta. De una latitud en donde has imaginado una vida mejor. Aquel pueblo de calles empedradas al que te prometes ir algún día, pero al que nunca vas y que ni siquiera sabes cómo se llama, aunque has soñado con enamorarte en sus rincones y jamás volver a la subsistencia de cubículo.

Es ella, la mujer de la playa, la que miras de reojo mientras acomodas la sombrilla. El traje de baño le sienta como guante y sus largas piernas apuntan a la meta. Se mueve poco, es una escultura del performance alternativo, hasta que hace el favor de ponerse de pie para introducirse en el mar. Las olas se contienen por un rato, no quieren alejarla.

Bajo el disimulo de las gafas obscuras le echas un vistazo sin pretender fastidiar, como cuando un ave se planta en la terraza del hotel a la hora del desayuno y te mueves lo menos posible con la esperanza de que así la criatura permanezca unos segundos más a tu lado. La escena natural es la recompensa de quienes son pacientes. No puedes manchar la estampa con la ordinariez que te empieza a brotar. El magnetismo dista de ser meramente físico o sexual; hay más bien una fascinación ante la ventura y lo divino.

Pocas imágenes compiten con una mujer que sale del mar. Sobre todo en ese momento en el que desliza las manos por su cabeza para echar su cabello hacia atrás. Por algo Paul Valéry veía ahí el templo de Minerva.

Sal, Venus de las profundidades, y deja que las gotas que caen de tu cuerpo bendigan la tierra y alivien las penurias que la modernidad ha causado al separarnos de lo importante.

Al volver al camastro la amazona prepara su retirada. Parece no caer en cuenta del maremoto que ha ocasionado en quienes la rodean. O no le importa. A su partida dejará un reino de huérfanos. Antes de irse muestra al fin un rastro de arraigo terrenal: carraspea, acomoda el calzón del bikini, le da un trago a la botella de agua escharchada de arena.

Cuando ya se ha ido todo es más triste. Echas de menos el encanto femenino que los moluscos jamás habrán de igualar.

Miras al horizonte de vuelta. Atardece, que no es poco. Así que guarda la calma y contén la baba de la melancolía. Cada que visites la playa volverás a ver una de ellas. Otra mujer de la playa.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 10 de abril de 2023.