Coco: la ofrenda de Pixar

Desde un principio Coco fue un movimiento arriesgado por parte de Pixar. No es fácil apostar por un proyecto millonario que puede ser recibido con reservas por los dos principales mercados que se tienen por destino. En México la película podía haber sido abordada con un ojo demasiado severo, como una visión superficial o cliché de una de las tradiciones más importantes del país, el Día de Muertos. Y en Estados Unidos estaba la posibilidad de que la película fuera vista como algo lejano y de escaso renombre, un producto folklórico por el que alguien de Massachusetts o Nebraska no podría sentir el menor interés.

La primera prueba ya está superada. A la mayoría de los mexicanos les gustó la película y no solo eso, la han encontrado como una obra entrañable. Ha sido un éxito. Falta ver lo que sucede con el mercado internacional, si es que logra impactarse como nosotros con ella. En cualquier caso, pase lo que pase, la cinta ha hecho merecimientos para obtener un triunfo, el artístico, al articular una fiesta milenaria con todo el estilo que tiene Pixar para hacer del entretenimiento un remolino emocional.

Y no era para menos. La idiosincrasia de los mexicanos y la fiesta del Día de Muertos casan a la perfección con la escuela de dicho estudio cinematográfico. Son perspectivas compatibles: paseantes entre la risa y la lágrima, con el sentimiento a flor de piel que se regodea en lo bueno y lo malo. Dos visiones que no se olvidan del pasado. Las obras de Pixar, como se tiende tanto en México (y en otras culturas, hay que decirlo), voltean hacia atrás con cada nuevo paso y lanzan una sonrisa melancólica bajo una mirada que no se acaba de recuperar.

Coco es una muestra de profesionalismo hasta el trazo más pequeño, algo que se dice fácil, pero que en realidad no abunda, ni siquiera en la industria más poderosa del séptimo arte. Los productores de la cinta contrataron a un nutrido grupo de asesores culturales para realizar una pieza con la mayor precisión posible. Se nota el respeto con el que abordaron la celebración, revitalizando un tesoro que jamás se debería perder. Así como hemos mencionado que el Halloween ha mermado al 1 y 2 de noviembre, es justo decir que con “Coco” Pixar ha lanzado un guiño tremendo a los mexicanos. El favor más preciado que se le ha lanzado al Día de Muertos desde el exterior. En especial si tomamos en cuenta que llega en una coyuntura agitada, tiempos donde Estados Unidos y México viven episodios convulsos debido a minorías radicales que, desafortunadamente, han podido infiltrarse en el poder.

De ahí la importancia de Coco como caballo de Troya o composición de poder suave. Porque muestra lo mejor del carácter de los mexicanos. Aquello que podemos llegar a ser cuando nos lo proponemos. Nuestro lado más tierno, colorido y fundamental. Le canta al mundo que somos mucho más que la inseguridad, la violencia y la corrupción. México es un país lleno de alegría, calidez, sabores y magia.

Se muestra también el carácter redentor que tiene la música para poblaciones que de otro modo callarían muchas de sus penas.

En la película se apunta el carácter dramático en el que está inmersa nuestra cultura, condenados por un aparente orden cósmico al que, sin embargo, intentamos responder cada día en secreto. Un tributo al gran carácter de las mujeres mexicanas, quienes protegen a los suyos hasta el último suspiro y que de manera milagrosa se las arreglan para sostener hogares enteros.

La historia del niño Miguel es la de todos nosotros, con limitaciones, tropiezos y frustraciones. Un cúmulo de infortunios a los que sobrevivimos gracias a nuestra comida, a nuestra música, a nuestro sentido del humor y la justicia.

Si México ha sobrevivido a tantas desgracias ha sido por eso, por lo que Coco refleja: es un país unido por su historia, con un pueblo de gente trabajadora, dispuesta al sacrificio y que tiende una mano a quienes lo necesitan.

Porque en México tenemos en claro eso que decía Bruce Springsteen: los fantasmas de las personas que quisimos caminan a nuestro lado. Y hay que estar a la altura de ello.

Ojalá en el extranjero lo perciban así.

Coco Pixar

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El rayo verde de Éric Rohmer

El rayo verde es un fenómeno visual  de poca duración que puede apreciarse en los instantes finales de la puesta del sol en el horizonte del mar. Se trata de un pequeño destello de color esmeralda que aparece cuando ciertas condiciones atmosféricas se coordinan, lo cual no sucede muy a menudo.

Julio Verne hizo una novela al respecto, Éric Rohmer una película. En Le Rayon Vert (1986) el director francés homenajea al portento natural y al literario con la historia de Delphine (interpretada Marie Rivière), una mujer sin el más mínimo gramo de confianza en sí misma, quien ve arruinadas sus vacaciones cuando una amiga la abandona de última hora, cancelando así los planes que habían trazado en conjunto. El imprevisto la deprime ya que se suma a las serie de fracasos que la han agobiado en la adultez. El contratiempo pone el dedo en la llaga, le recuerda el descenso en materia afectiva que ha padecido durante los últimos años. El destino no le ofrece tregua alguna.

Las personas inmersas en un caos emocional encuentran un escudo en la rutina. El trabajo es lo que los aferra a existir. Tener colegas, poco tiempo libre y labores en mente hace olvidar los conflictos internos. Las vacaciones pueden convertirse entonces en una condena que acentúa el vacío. Un balde de agua fría revuelta con realidad.  Los seres solitarios quedan a la intemperie, a la deriva.  Anhelan algún tipo de ocupación que les ancle a la vida o justifique su presencia en el mundo. Es lo que ocurre con la protagonista de esta historia que, con semanas libres por delante y sin nadie con quién compartirlas, entra en un conflicto existencial.

No importa que personas generosas desfilen a su alrededor: Delphine  es incapaz de valorarlo. Las heridas de una relación anterior siguen frescas en ella, lo que reditúa en una incapacidad  de conectar con quienes le tienden una mano. Está a la defensiva. Sufre de ansiedad al no lograr el éxito amoroso que el resto de los mortales parece tener y al que irónicamente aleja de manera inconsciente. Dentro de sí piensa que ya ha hecho lo posible para conseguir la plenitud social y que todo esfuerzo ha sido inútil. “Si tuviera algo que ofrecer la gente lo vería”, dice presa de la desesperación, sin percatarse de que las oportunidades ocurren a cada minuto para ser atrapadas por aquellos que tienen la disposición de la que ella carece.

Quienes hayan sentido alguna vez el mismo vacío interno, y la dificultad para encontrar el camino de las relaciones, considerarán a Le Rayon Vert una cinta entrañable. Como en otras de sus creaciones, Rohmer explota ese recurso tan poco socorrido en el cine (que suele estar más preocupado en la acumulación de sucesos excepcionales para diferenciarse de lo cotidiano), el de la normalidad a un modo casi documentalista.

Los diálogos (a veces sepultados por elementos externos como el ruido de las motos que pasan pitando  por ahí) en El rayo verde son improvisados por los actores luego de ligeras indicaciones de Rohmer, lo cual da paso a la espontaneidad del tino o el tropiezo. Hay escenas que tal vez se acerquen al desvarío pero que al final cobran —un sutil— sentido. Por ahí se encuentran también algunos  detalles de misterio que hacen recordar la admiración que el cineasta francés tenía por Hitchcock.

Le Rayon vert pertenece a la serie Comedias y Proverbios, una de las líneas temáticas que Rohmer planteó en su universo creativo. Desde su aparición ha sido una de las obras más aclamadas del director, quien la consideraba autobiográfica por verse identificado con el papel taciturno que cedió a Marie Rivière.

La encarnación de la soledad. La frustración de ver el éxito en personas consideradas inferiores y el ahogo de los intentos estériles. También el interpretar coincidencias como si fueran señales y aferrarse a ellas como último recurso ante la ausencia de otra clase de estímulos. Eso y más conforma a El Rayo Verdecinta deudora del mencionado fenómeno de la naturaleza, que al final se convierte en la punta de lanza para que Delphine recupere la ilusión, en una maravillosa toma que tardó meses en conseguirse (cuando el resto de la filmación ya había concluido), en donde Rohmer logra captar un momento que vale por la película entera.

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Publicado originalmente en la revista Spazz.