A los pies de Bette Davis

El insomnio tiende al ridículo si tienes asuntos atorados en la cabeza. La mente estira sus peores recursos cuando más bien deberías soñar con una isla de perros. Sin complicarte, tirado al sinsentido del descanso.

La otra noche, por ejemplo, no podía dormir y me puse a pensar que haría si fuera famoso y un reportero me preguntara por mi prototipo de mujer ideal. «Las mujeres tipo Bette Davis», respondería.

Me gustan las mujeres con el estilo de Bette Davis. Las que producen un subidón de dopamina con tan solo pestañear. Aquellas que replantean tus principios y hacen añicos antiguas prioridades. Levantadoras de la mirada que pasa del libro a sus manos en el aire. Lo que Camille Piglia llamó «implacables y despiadadas bellezas». No en un enfoque meramente material (la actriz estadounidense distaba de la imagen típica de las divas de Hollywood); más bien un atractivo etéreo que escapa a los estándares de revista. Alguien que te emociona debido a un no sé qué.

Hay hermosuras de manual que aburren en la perfección. Queda poco descubrir en ellas. No hay desafío alguno en el estímulo que ofrecen: como hombre quedas igualado a otros miles como espectador. Tampoco tienen las heridas que enmarcan el fulgor. Su constitución las ha rodeado de halagos y facilidades desde temprana edad, por lo que no necesitan los trucos que las figuras resquebrajadas emplean para apañárselas en el día a día. Estas artimañas son las que marcan la diferencia, las que renuevan a diario la chispa en un vínculo.

Las mujeres tipo Bette Davis agitan el coctel de la vida para dejarlo espumeante. Así puedes probar la noche de un trago. Son un imán que deambula por los pasillos dejando una estela de perfume que hechiza a los más avispados. Procuran las apariciones relámpago que nunca satisfacen del todo, que deja con ganas de más. La satisfacción es la muerte, como decía George Bernard Shaw en Overruled. Eso justifica el jugueteo: «Te besaría, pero me acabo de lavar el cabello… chau», para luego escapar entre risas. El flechazo que deja una mariposa que muestra colores antes de perderse en el bosque.

Tal prerrogativa va acompañada un lado frágil. Una vulnerabilidad que invita a ser rescatada. Las herederas de Bette Davis muestran el semblante de quien no come bien o de quien ha intentado compensar las derrotas de la juventud mediante alguna extravagancia o vicio. Esto no es repelente; por el contrario, suma puntos al marcador de los sentimientos.

Tienen magnetismo. Más que nada, energía que reaviva lo que creías ya muerto dentro de ti. Por algo David Hartman definía a Bette Davis como «un metro y cincuenta y ocho centímetros de dinamita». Una de esas damiselas indómitas que uno cree tener atrapadas cuando ella te ha dado tres vueltas.

Enganchado al tónico de la impulsividad, al remolino del BUM, el riesgo del colapso se vuelve parte de la atracción. Te conquistan o derrumban con una mirada. Cualquier de las dos opciones tiene la suerte que supone su interés.
Esta mujer es la flama que anima cualquier reunión a través de frases, miradas y sonrisas que marcan el ritmo del resto de los invitados. Los asistentes, se den cuenta o no, acaban como actores secundarios al servicio de ella, el carisma y sus acrobacias. El martini previo al grito de guerra: pónganse los cinturones, será una noche turbulenta.

Aún en sus momentos más bajos las mujeres de esta estirpe reconocen su gran valía. Quebradas, en soledad y con el cutis reseco, confían en el salvamento de ser ellas mismas. Cargan un encanto que en cualquier momento les hará remontar la partida. La lección ontológica mostrada en The Star (1952), en la que Bette Davis interpreta a una actriz en picada: «Si eres una estrella, no dejas de ser una estrella». Aunque trabajara en un sitio que no estaba a su altura, en bancarrota y proscrita de la fama, Maggie Elliot mantenía el orgullo suficiente para plantarse en la misma sala que el presidente de lo Estados Unidos.

Quien mejor expresó la cadencia de este prototipo de mujer fue Kim Carnes en esa inolvidable apropiación de “Bette Davis Eyes”, original de Jackie DeShannon: arrolladora, y provocativa, te dificulta las cosas; hará que te ruborices aunque pretendas la seriedad. Rodarás hasta la tristeza. Su ferocidad te dejará expuesto. Hasta que un día la veas llorar y descubras que aún tiene un rastro de niña.

Pese al ineludible sufrimiento que acarrea la relación y el estruendo del itinerario, cedes a la hipnosis que demanda una dedicación de tiempo completo. Lo vale. Lo vale todo. A fin de cuentas con ella te dan ganas de aparcar la búsqueda del amor.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 25 de abril de 2023.

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Roma, la feminidad de Cuarón

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Roma, la obra maestra de Alfonso Cuarón, conjuga dentro de sí una multitud de méritos cinematográficos que en el balance final entregan una experiencia que trasciende a la pantalla. El testimonio del pasado se hace presente a través de una atmósfera nostálgica donde cada espacio alimenta la reflexión y la memoria.

La cinta se desenvuelve alrededor de una familia de clase media que habita en la colonia Roma de la Ciudad de México a principios de la década de los setenta. Cleo, una de las empleadas domésticas que trabajan en la vivienda, ve transcurrir sus días entre las responsabilidades laborales, las conexiones afectivas y los abatimientos personales que la aquejan en la obscuridad.

Cleo es una niña, una adulta. Dulce, valerosa, gracia, cicatriz. Una mártir. La aspiración de una clase verdadera. Una mujer maniatada, sujeta a una realidad aplastante, que sin embargo no se queja. Alguien que rinde sacrificio, pelea y sufre por aquellos que tiene cerca, una generosidad que no se rinde ante la mezquindad ajena.

En más de un sentido el director rinde tributo a la mujer mexicana, esa que a lo largo de las décadas ha tenido que encajar un papel de sometimiento y sacrificio en la sociedad que la condena. Dejó constancia del jardín guardan, así como las nubes que les acechan. Lo hizo con respeto, sin invadir el área en la que solo ellas cantan y lloran, explorando un contorno complejo que muy pocos han podido descifrar.

Cada plano, cada secuencia, cada instante está nutrido por pinceladas de sutileza. Cuarón tuvo la sensibilidad suficiente para dibujar la huella humana con la ayuda de leves movimientos. Se revela esa humildad tan propia de los mexicanos acostumbrados a bajar la voz para no incordiar al otro; hay frases cortas en las que se adivina el alma entera.

Hay que admirar que Cuarón sea tan discreto. Aunque el guión está en clave semiautográfica, él nunca se asoma demasiado, ni siquiera en su papel como realizador. Cualquier elemento está al servicio de la experiencia, no en sumar puntos de cara a la crítica. Al lado de Roma, la mayor parte de los filmes de su generación parecen ejercicios onanistas, efectismos de validación.

El manejo de los recursos se ejecuta con tal maestría que la mirada se pone a flor de piel. Una escena de aparente sencillez, como aquella en la que Cleo sirve el desayuno a uno de los hijos de los patrones logra en los que el espectador reviva su infancia por completo. Lo mismo que en esos instantes donde la familia mira la televisión en grupo o donde la madre contesta una llamada telefónica desde otra habitación para que nadie la escuche… aunque al final todos acaben por notarlo.

En Roma la figura del hombre se percibe como algo distante, frío, incluso siniestro. Una parte acostumbrada a vulnerar. La mujer asume el peso de una sociedad que no le da el mérito que le corresponde. Un heroísmo que se da por sentado. En ella hay una responsabilidad que la masculinidad intercambia por desapego. La mujer carga con aquello que para el hombre es fácilmente descartable.

Otro papel que encumbra la película es el de Sofía, la esposa abnegada que ve al marido alejarse más cada día. Aquella que se esfuerza por mantener una imagen ante los demás para evitar el bochorno de asumirse abandonada. La que se hace fuerte para no dañar a los niños. La que renunció a su juventud por alguien que se fue en un instante. En la convivencia entre ella y Cleo se atisba el encuentro entre constelaciones. La danza oscilante de dos seres tan próximos como lejanos.

Pese a las diferencias entre los dos personajes hay un reconocimiento mutuo. Una complicidad en la angustia. Cada una a su modo, pero ambas padecen. Similar a lo que implica Roma en términos esenciales: una microhistoria a partir de la cual muchos se pueden identificar. Cuarón se vuelve universal al hablar desde su particularidad; toca fibras que mueven a miles de personas que desde sus propios espacios notan aquello que ya fue y aquello que permanece cual sombra.

Otro mérito es el de visibilizar la perspectiva de la empleada doméstica, a las jóvenes indígenas, a las clases bajas, y de hacerlo sin adoctrinar, una empresa difícil al ser estos los temas tratados. Hay tintes sociales y sin embargo jamás se trasluce un tono propagandístico ni demagogo, lo que está ahí, aun lo político, parte de la misma cotidianidad en donde deambula un carro de camotes o la música de José José. A esos personajes los hemos visto. Son parte de nosotros, nos acompañan, nos vemos reflejados en ellos.

Guillermo del Toro atina al decir que en estos tiempos tan convulsos Cuarón “habla de personajes que son invisibles y de dramas de los que no se habla, y de este modo nos brinda uno de los antídotos más urgentes: la empatía”.

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El largometraje transcurre como un murmullo, un caudal que sobrelleva las heridas que permanecían ocultas. Roma deja patente el crisol que México significa. Un carnaval que a menudo se vive (y padece) en silencio. Ahí en donde conviven aspiraciones conflictuadas en donde hay lo mismo violencia que hermanamiento.

Por fortuna hay deleite estético. Secuencias como las de las fiestas, el incendio y la presencia del mar cautivan y sirven de inspiración. Llevan a plataformas del pensamiento, conciben la belleza en un torbellino.

No hay modo de regatearle méritos. Con esta obra Cuarón compite con cualquiera y logra hermanarse con directores como Robert Bresson, Ingmar Bergman y Federico Fellini, cada uno con su propio estilo, pero artistas que supieron crear armonía a través del pozo de las emociones, el rastro de la infancia y un entendimiento de la psicología femenina.

El estilo neorrealista en alianza con episodios fuera de la norma crean una atmósfera envolvente, intimista, una donde el sueño se funde en recuerdo. La genialidad radica en hacer que la técnica sea imperceptible, sin restar protagonismo a la experiencia.

Cleo y Sofía son mujeres que en su orfandad dan vida, cobijo, trasiego de milagro. Con virtudes y defectos se vuelven el sostén del cosmos que es la familia. Roma de Cuarón es un hito. Tal vez sin proponérselo consiguió un logro mayor que trae a quienes se le acercan un fruto de calado eterno. Una de las últimas escenas, esa que ocurre en la playa, muestra lo que tanto se echa en falta. Una estampa memorable y bellísima. La reconciliación que bien haríamos en establecer todos los derrotados.

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En defensa del padre cascarrabias

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A los padres malhumorados se les ha hecho mala fama. La muchedumbre los considera personajes no muy deseables en la sociedad y constantemente reciben reproches por esa actitud tan propia de ellos que consiste en asumir que se los lleva el diablo. Son célebres por llegar trinando a casa luego de haber pasado un día en la oficina. Vociferan, suspiran y utilizan cualquier pretexto para mentar madres. Una pizca de su leyenda negra.

Los padres cascarrabias son especialistas en detectar detalles a partir de los cuales pueden detonar maremotos. Una migaja les basta. O que una toalla esté fuera de lugar. En cuanto ello ocurre, comienza el tornado. Un remolino de disgustos que algunos no entienden pero que en realidad tiene una fácil explicación.

Algunos ingenuos creen que el comportamiento de estos hombre es gratuito y que siempre han sido así; tipos que odian a cualquier ave que se les atraviesa. Oh, ellos se equivocan. Quien sea atento puede descubrir lo que hay detrás de los gruñidos, de esas llegadas por la noche en donde cualquier mínimo resoplo en el ambiente puede causarles un arranque de furia, ahí donde se les reclaman sonrisas o caireles de miel.

Lo que algunos no quieren ver es el trasfondo de las pataletas. Los padres cascarrabias cargan responsabilidades que nadie en la casa puede siquiera vislumbrar. A ellos les corresponde sostener económicamente a la familia y en ocasiones tienen que someterse a trabajos infernales porque no tienen escapatoria. Tienen que cumplir con lo que les toca. Si para ello deben sacrificar por completo su tranquilidad, lo hacen sin titubeos.

Cuando te veas tentado a juzgar a un padre cascarrabias, será mejor que detengas un momento el embate y pienses en los tiempos en que los ahora ogros fueron jóvenes. En efecto, ese jefe del hogar que parece la oxidación perpetua, alguna vez tuvo piel lozana y cabello abundante. Fue alguien que acostumbraba a lanzar bromas entre los amigos y alguien que acudía a fiestas para bailar. Alguien que gastaba su dinero en discos que ahora tú atesoras y alguien que posiblemente renunció a sus sueños para darle un sustento a su pareja e hijos.

La vida es jodida, no hay forma de negarlo. Lo es al menos para una parte considerable de la humanidad. Y eventualmente llega ese punto en el que uno debe definirse. Se trata de la crisis donde los senderos se bifurcan. El momento en donde un hombre debe decidir entre perseguir lo que le ilusiona o ceder ante sus responsabilidades, aquello que le corresponde.

Algunos son afortunados y logran labrarse un camino, en el mejor de los términos, en el área que aman y les colma el espíritu. Tristemente la mayoría no son así. Es el caso de los padres cascarrabias, quienes tuvieron que renunciar de manera definitiva a las fantasías que alguna vez tuvieron. Dedicarse a la música. Viajar por el mundo. Cumplir la misión de escribir un gran libro… todo eso de pronto desaparece. La dureza de la realidad los orilla de conseguir un trabajo que no les gusta, en donde tienen que ser parte de cadenas alimenticias injustas, un pequeño infierno que no obstante les ofrece el dinero con el cual han de sostener a sus descendientes. Los que acaso, con suerte, puedan alcanzar lo que a ellos se les privó.

Visto así, el padre cascarrabias es un héroe velado. Alguien que sufre por dentro y que nunca expresa directamente lo que le acongoja. Detrás de sus rabietas se esconden esos días perdidos. La conciencia de que no les queda mucho más, salvo continuar durante años en una dinámica que a cada paso les carcome más y más el alma.

El abandono no es posible. No pueden dejarlo todo e iniciar de nuevo en otra ciudad. Ya no son jóvenes ni solteros. Tienen deudas y seres pequeños que dependen de ellos. Niños inocentes que van a la escuela sin saber que alguien se parte el lomo para que ellos puedan tener uniforme y un conjunto de libretas.

Bruce Springsteen padeció mucho de la sombra paterna. Una situación extrema que nadie debería experimentar. En todo hay límites y desde luego no deben tolerarse a los padres que maltratan ni asfixian a sus familias. El autor de “Born to Run” sufrió en serio por un señor que lo atormentaba y que de diversos modos le aplastaba el corazón. El recuerdo fue una maldición que Bruce cargó durante años y para la cual tuvo que tomar terapia, aunque nunca pudo dejar de estimar a su viejo. En “My father’s House”, una de sus canciones más personales, revelaba cómo los recuerdos de su padre y de su infancia continuaban junto a él, acompañándolo. Con todo y el bacanal de emociones que ello supone. Un vacío muy complejo.

La casa de mi padre brilla con fuerza
Permanece como un faro llamándome en la noche
Llamándome y llamándome, tan fría y solitaria
Brillando al otro lado de esta oscura autopista donde nuestros pecados yacen sin expiar…

En una entrevista Steven Van Zandt, el mítico guitarrista de la E Street Band, describió como Doug, el padre de Springsteen, era alguien que inspiraba verdadero terror entre todos. Era un tipo que quedó trastocado después de haber participado como conductor en la Segunda Guerra Mundial. A menudo desempleado, Doug nunca se recuperó una vez que volvió a sus tierras. Al coctel había que sumar un temperamento fuerte producto de sus orígenes irlandeses y escoceses que eran verdadera dinamita en su concepción de entender lo que le rodeaba.

Van Zandt ofrecía una explicación a carácter explosivo de Doug y de todos aquellos hombres que pertenecieron a la generación anterior a la de él y Bruce. Básicamente era una forma de entender a los padres cascarrabias y la lógica que hay detrás de ellos, con las variaciones que suelen presentarse de código postal a otro.

“En aquellos tiempos todos los padres daban miedo”, dijo Van Zandt. “Si lo piensas ahora, hay que ver el tormento que les hicimos pasar. Mi padre, el padre de Bruce… aquellos pobres tipos jamás tuvieron una oportunidad”.

Para esos padres de familia, que venían de trabajar en el campo, las fábricas o de pelear en la guerra, debía ser una verdadera calamidad ver que sus vástagos se negaban a atender a las más mínimas indicaciones. “Que sus hijos se convirtieran en aquellos freaks melenudos que no querían participar en el mundo que habían construido para ellos… ¿te lo puedes imaginar?”.

Sus padres había tenido que derramar sangre y lágrimas desde los campos de batalla para defender a su país, mientras ellos se dejaban el cabello largo, se despertaban tarde y vagaban con amigos y chicas sin asumir ninguna encomienda salvo el rock and roll, tal postura chocaba por completo con lo que sus antecesores genealógicos podían encajar.

Nadie es responsable de la felicidad ajena y estamos aquí para hacer lo que nos venga en gana. Pero conocer ese tipo de detalles hace que comprendamos a los papás, tan poco valorados e incluso vilipendiados como los malos de la película, cuando merecerían más bien un reconocimiento.

Hay un episodio de la serie “Los años maravillosos” que lo refleja a la perfección. Se llama “La oficina de papá”, un gran ensayo televisivo de lo que significa ser jefe de familia. De cómo el ambiente laboral y las obligaciones llegan a trastocar para siempre el ánimo de alguien que, a fin de cuentas, alguna vez también fue como nosotros. Alguien que tuvo que cambiar por caprichos de las circunstancias. Ese callejón sin salida al que llamamos madurez.

La personalidad de nuestros padres no es casualidad. Y si de repente los notamos demasiado serios o enojados no es porque sean malas personas ni porque les caigamos fatal. Al contrario. Es porque han sacrificado su juventud (ese lado mágico y ebrio) para darnos un porvenir. Un acontecimiento durísimo que acaso libren desde una oficina que odian.

El ciclo de la vida ni más ni menos. Al que quizás todos tengamos que llegar de manera irremediable, por mucho que intentemos remar hacia atrás.

Películas del colegio

Dios bendiga a los profesores que le ponen alguna película a sus alumnos de vez en cuando. Al menos en una ocasión dentro del curso, los niños necesitan de ese bálsamo espiritual. En los años noventa pocas sensaciones se podían comparar a la de ver llegar a un maestro con la mesita de la tele y la videocasetera. Era la gloria. Lo mismo que las palabras mágicas: “Muchachos, vamos al auditorio a ver una película”. Esos episodios eran un escape que le devolvía la humanidad a estudiantes que minutos antes estaban desesperados entre operaciones matemáticas y fórmulas de física. Gracias a una pantalla te dabas cuenta de que todavía era posible soñar.

Recuerdo más las películas que llegué a ver en la secundaria que cualquier clase en particular. No digo que las materias fueran inútiles, siempre es importante adquirir conocimiento de cualquier tipo. Pero sin lugar a dudas el cine gana en eso de dejar una marca en el corazón.

Hay una película de colegio que recuerdo en especial. Se trata de Sea of Love(1989) que un profesor de psicología nos puso en la preparatoria. Más allá de la obra en sí, lo que más cautivador fue que el filme distaba de ofrecer algo valioso bajo cualquier perspectiva académica. Eso me encantó. Lejos de poner un documental, cine de arte o un clásico de Fritz Lang relativo a la asignatura, el profesor, muy campante, decidió poner una película políticamente incorrecta que ni siquiera era apropiada para menores de edad.

El maestro se justificó brevemente diciendo que la sesión nos serviría para conocer la “psicología de un personaje trastornado” o algo así. Yo sabía que no era tanto eso. Sino que se trataba de una película que le gustaba y ya. Se lo sacó de la manga. Muy probablemente el tipo no había preparado su clase y quizás estaba demasiado desvelado como para articular una hora de docencia. Daba igual. Lo que agradecí fue que rompiera la monotonía con una proyección que nunca nadie esperaba ver en un aula.

Sea of Love ni siquiera es una cinta de primer nivel. Sin embargo está llena de escenas memorables y de tensión. La protagoniza Al Pacino, quien interpreta a Frank Keller, un detective alcohólico con serios problemas personales como la soledad y una crisis de edad. El mundo se le vino abajo desde que su esposa lo abandonó para casarse con uno de sus colegas del cuerpo policial de Nueva York.

A él, con una vida que se desmorona, le toca investigar el caso de un presunto asesino serial. En la primera escena del crimen, donde se halla un hombre muerto, las únicas pistas encontradas son un cigarrillo marcado con lápiz labial y el recorte de un periódico.

La primera sospechosa es una rubia a la que Frank Keller debe seguir por el mundo subterráneo de las citas para solteros. Se trata de Ellen Barkin, plena en atractivo. Al parecer es una viuda negra que se encarga de aniquilar a sus amantes una vez que ha colmado sus deseos.

Por cierto, hay un detalle clave en la habitación donde ocurrió el primer homicidio. Al lado del cuerpo sin vida, un tocadiscos repite el sencillo “Sea of Love” de Phil Phillips una y otra vezLa pericia del director  Harold Becker logra que la aparición de dicho tema dote al instante de un gran magnetismo con el cual uno se olvida por un rato del acto sangriento para pensar en lo que hay más allá.

El profesor que puso la película era un enamorado de la música. Un verdadero melómano. En determinado momento, cuando sonaba esa canción, lo volteé a ver y en el brillo de su mirada descubrí que él era uno de los nuestros.

 

Come with me, my love

To the sea, the sea of love

I want to tell you

How much I love you

Do you remember when we met

That’s the day I knew you were my pet

I want to tell you

How much I love you…

 

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Fellini nos cuenta de sí

El periodista Costanzo Costantini conoció a Federico Fellini cuando este último apenas comenzaba su carrera. Eran días de poco dinero, en los que el director italiano se las veía negras y en los que a veces estaba obligado a salir de los restaurantes sin pagar. Lo que en un principio se trató de encuentros profesionales entre reportero y cineasta, pronto se convirtió en una amistad estrecha que perduraría por décadas; hasta 1993, cuando Federico Fellini falleció.

La relación entre ambos hace de Fellini, les cuento de mí: conversaciones con Constanzo Constantini (Sexto Piso), un volumen de entrevistas excepcional.

Las aproximaciones con la prensa suelen ser, para muchos artistas, un fastidio donde las respuestas se dan casi de manera automática para salir del paso; un ejercicio impuesto por el entretenimiento como industria que muchos preferirían evitar. Mas, cuando el encuentro se da entre un par de amigos, la dinámica cambia y la entrevista pasa a ser una conversación, como señala el subtítulo del libro. Y eso son: charlas, intercambios, aun cuando el protagonista principal quede claro desde el principio.

La confianza que Fellini deposita en Costantini conlleva dos elementos deseables en cualquier entrevista, liberación y comodidad. Gracias a ello brotan revelaciones que solo se reservan para el círculo más íntimo.

Les cuento de mí constituye una biografía fragmentada, porque aunque se pudiera decir que los temas tratados se centran en la obra cinematográfica (y por tanto profesional) del autor, la esencia autorreferencial de esos trabajos hacen que, al comentarlos, el maestro cuente paralelamente su vida personal.

Fellini era un ávido conversador. Entre las varias anécdotas compartidas por Costantini hay una que lo demuestra. Narra que en una ocasión, a mediados de los años setenta, y con motivo del Oscar ganado por Amarcord, concretó una cita con Federico para hacerle unas preguntas. El autor de la película se mostró indispuesto: la noche previa, mientras confirmaba la cita, había comentado que no se le ocurría nada importante qué decir y que bastarían cinco minutos para terminar la sesión; aceptó de mala gana sólo para echarle la mano a su amigo periodista que necesitaba escribir algo para el medio en el que trabajaba. Al otro día cuando se encontraron en Vía Sistina, Fellini habló sin parar por cuatro horas y media. Su lengua era incontenible incluso en días malos.

De la primera a la última página apenas se notan cambios en la personalidad de Fellini. Sobra decir que los temas tratados son variados y que cada respuesta está cargada de genio profundo, pero aun con la llegada de los premios y renombre mundial, siguió siendo el ser sencillo, supersticioso y humilde de siempre. En la parte trasera del libro viene una frase de Orson Welles que lo refleja a la perfección: “Fellini es, esencialmente, un muchacho provinciano que nunca llegó realmente a Roma. No, todavía está soñando. Y todos deberíamos estarle agradecidos por sus sueños”. En las palabras que pronuncia, entonces, siempre se percibe la añoranza por su tierra natal, Rímini, fusionada con las impresiones causadas por la gran Roma a la que denominó como “una ciudad para esperar el fin del mundo”.

Federico Fellini padeció de insomnio durante su toda vida. Ante la frustración, al despertar optaba por dibujar los vívidos sueños que tenía para luego transformarlos en películas. Su carrera es una travesía onírica que pronto lo separó de la generación del neorrealismo italiano. Ya desde las primeras películas se notan las pinceladas de distinción que luego, con la llegada de los sesenta y de la libertad que otorga el prestigio, se hacen más evidentes hasta convertirlo en el autor de un estilo o, para ser justos, de un mundo, que se cuece aparte de las convenciones de sus contemporáneos.

El hombre detrás de proyectos tan complejos como 8 1/2 o Satyricon en el trato de persona a persona era elemental y espontáneo. Cuando se le cuestionaba sobre las comparaciones con Proust y Joyce que algunos críticos hicieron respecto a sus cintas, confesaba apenado nunca haberlos leído y además agregaba que los artistas deberían mantenerse alejados de las bibliotecas. También se relata cómo Anita Ekberg estuvo reacia a aceptar el papel que se le ofrecía para La Dolce Vita por lo poco serio que le parecía Fellini, tomando en cuenta que cuando se le acercó para hablarle del proyecto no tenía siquiera un guión. Fellini incluso le ofreció a ella que lo escribiera, para poco después entregarle unas cuentas líneas redactadas en un pésimo inglés que simplemente la hicieron reír. Por fortuna su agente ya se había comprometido, por lo que se vio orillada a actuar para pasar a la historia con esa otra figura central del mundo felliniano: Marcello Mastroianni. A él lo eligió por algo difícil de encontrar dentro del menú de actores: una cara común y corriente.

Otro dato: en la mítica escena de la Fontana di Trevi, para aguantar el enorme frío que hacía, Marcello se tomó una botella entera de vodka y llevaba por debajo del traje un conjunto especial para buzo. Al momento de la llamada estaba completamente borracho.

Lo anterior es una pequeña muestra de lo que se encuentra en Fellini, les cuento de mí, recomendado para los admiradores del cineasta y también para quienes no lo conozcan en absoluto, ya que por ameno y ligero alimenta las ganas de aproximarse a sus películas, las cuales son revisadas cronológicamente, incluyendo los proyectos inconclusos de El Viaje de G. Mastorna (cancelado por complicaciones y supersticiones del autor) y Viaje a Tulum (para el cual visitó México), además de La ciudad de las mujeres, a la que consideró “maldita” ya que durante su filmación ocurrieron varias tragedias, la más sensible de ellas la muerte de su sentido del oído: Nino Rota.

La edición es estupenda. Una maravilla que, por si fuera poco, incluye líneas sobre el amor entre Federico y Giulietta Masina, la relación ambivalente con Pasolini y variados recuerdos íntimos de los protagonistas de la época. Indispensable para los enamorados del verdadero cine.

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Costanzo Costantini, Fellini, les cuento de mí, España, Sexto piso, 2006, 292 pp.

Coco: la ofrenda de Pixar

Desde un principio Coco fue un movimiento arriesgado por parte de Pixar. No es fácil apostar por un proyecto millonario que puede ser recibido con reservas por los dos principales mercados que se tienen por destino. En México la película podía haber sido abordada con un ojo demasiado severo, como una visión superficial o cliché de una de las tradiciones más importantes del país, el Día de Muertos. Y en Estados Unidos estaba la posibilidad de que la película fuera vista como algo lejano y de escaso renombre, un producto folklórico por el que alguien de Massachusetts o Nebraska no podría sentir el menor interés.

La primera prueba ya está superada. A la mayoría de los mexicanos les gustó la película y no solo eso, la han encontrado como una obra entrañable. Ha sido un éxito. Falta ver lo que sucede con el mercado internacional, si es que logra impactarse como nosotros con ella. En cualquier caso, pase lo que pase, la cinta ha hecho merecimientos para obtener un triunfo, el artístico, al articular una fiesta milenaria con todo el estilo que tiene Pixar para hacer del entretenimiento un remolino emocional.

Y no era para menos. La idiosincrasia de los mexicanos y la fiesta del Día de Muertos casan a la perfección con la escuela de dicho estudio cinematográfico. Son perspectivas compatibles: paseantes entre la risa y la lágrima, con el sentimiento a flor de piel que se regodea en lo bueno y lo malo. Dos visiones que no se olvidan del pasado. Las obras de Pixar, como se tiende tanto en México (y en otras culturas, hay que decirlo), voltean hacia atrás con cada nuevo paso y lanzan una sonrisa melancólica bajo una mirada que no se acaba de recuperar.

Coco es una muestra de profesionalismo hasta el trazo más pequeño, algo que se dice fácil, pero que en realidad no abunda, ni siquiera en la industria más poderosa del séptimo arte. Los productores de la cinta contrataron a un nutrido grupo de asesores culturales para realizar una pieza con la mayor precisión posible. Se nota el respeto con el que abordaron la celebración, revitalizando un tesoro que jamás se debería perder. Así como hemos mencionado que el Halloween ha mermado al 1 y 2 de noviembre, es justo decir que con “Coco” Pixar ha lanzado un guiño tremendo a los mexicanos. El favor más preciado que se le ha lanzado al Día de Muertos desde el exterior. En especial si tomamos en cuenta que llega en una coyuntura agitada, tiempos donde Estados Unidos y México viven episodios convulsos debido a minorías radicales que, desafortunadamente, han podido infiltrarse en el poder.

De ahí la importancia de Coco como caballo de Troya o composición de poder suave. Porque muestra lo mejor del carácter de los mexicanos. Aquello que podemos llegar a ser cuando nos lo proponemos. Nuestro lado más tierno, colorido y fundamental. Le canta al mundo que somos mucho más que la inseguridad, la violencia y la corrupción. México es un país lleno de alegría, calidez, sabores y magia.

Se muestra también el carácter redentor que tiene la música para poblaciones que de otro modo callarían muchas de sus penas.

En la película se apunta el carácter dramático en el que está inmersa nuestra cultura, condenados por un aparente orden cósmico al que, sin embargo, intentamos responder cada día en secreto. Un tributo al gran carácter de las mujeres mexicanas, quienes protegen a los suyos hasta el último suspiro y que de manera milagrosa se las arreglan para sostener hogares enteros.

La historia del niño Miguel es la de todos nosotros, con limitaciones, tropiezos y frustraciones. Un cúmulo de infortunios a los que sobrevivimos gracias a nuestra comida, a nuestra música, a nuestro sentido del humor y la justicia.

Si México ha sobrevivido a tantas desgracias ha sido por eso, por lo que Coco refleja: es un país unido por su historia, con un pueblo de gente trabajadora, dispuesta al sacrificio y que tiende una mano a quienes lo necesitan.

Porque en México tenemos en claro eso que decía Bruce Springsteen: los fantasmas de las personas que quisimos caminan a nuestro lado. Y hay que estar a la altura de ello.

Ojalá en el extranjero lo perciban así.

Coco Pixar

Twin Peaks: un café sabor misterio

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Cuando algo entrañable de nuestro pasado ha desaparecido, lo seguiremos esperando en secreto el tiempo que sea necesario. Aunque la vida se nos vaya en ello, hasta el último suspiro permaneceremos ilusionados con el regreso de lo que alguna vez iluminó nuestro camino. A veces el retorno nunca ocurre, pero nos alumbra como recuerdo. Otras veces la vuelta se materializa y es decepcionante. Nos queda un sabor amargo que no solo arruina el presente, sino que también estropea lo que alguna vez fue una dulce memoria. Finalmente quedan esos casos, los menos, en los que la reaparición se concreta y supera cualquier expectativa o evocación. La calidez es tan grande que el ayer queda rebasado, todo queda envuelto por la llama de la novedad.

Tal fue el caso de la tercera temporada de Twin Peaks, la cual apareció 25 años después de que terminara la primera fase en uno de los más grandes hitos en la historia de televisión.

Si al principio uno podría ser escéptico con la vuelta de una serie de culto (la costumbre indica que las segundas partes son malas), visto el resultado no queda otra que agradecer a Showtime Networks por darle completa libertad a la producción. No tengan duda: el universo de Twin Peaks es la obra maestra de David Lynch, el espacio en donde se conjuga toda su ingeniería visual y creativa. La nueva versión lo hizo de un modo mucho más amplio y polifónico que en las dos temporadas antiguas, aparecidas a principios de los años noventa,  esas que tanto influyeron en el devenir de las series estadounidenses tan en boga en la actualidad.

La tercera temporada agregó capas, escenarios, temas y personajes a lo que ya de por sí era un rompecabezas complejo y difícil de etiquetar. Un suspenso onírico que lo mismo despierta horror que una sonrisa. Una dimensión desconocida, un expediente secreto, una noche de pay de cerezas, malteadas y música pop. Un estilo visual muy cuidado que sumerge en un mundo aparte, mismo que provoca dilemas y cuestionamientos internos. También entretiene, cautiva. No provoca sopor.

Mark Frost y David Lynch tienen algunos vicios y cometen alguna que otra trampa narrativa en lo que se refiere a Twin Peaks (una variante del deus ex machina, cierta dependencia de la ‘casualidad’ para el cierre de problemas, personajes determinantes que aparecen de la nada); pero todo se les perdona porque el conjunto es una experiencia increíble a nivel estético y sensorial, tal y como es en esos sueños que descolocan. Son pocos los que logran hacer algo así, convencerte de la existencia real de un pueblo y a la vez sentir que estás dentro de la intimidad de un delirio.

Mención aparte merece la cátedra de actuación de Kyle MacLachlan. Un tipo disciplinado y con carisma suficiente para abastecer países enteros. Alguien que juega en la liga de Bill Murray.

La audiencia no favoreció mucho a lo último de Twin Peaks (tuvo el 5% de la audiencia promedio de Game of Thrones, para darse una idea). Y esto, sin embargo, tiene su encanto. De hecho es de aplaudir que Lynch sea tan poco complaciente con el público no iniciado. A sabiendas de que el fracaso comercial es una constante en él, opta ya por hacer lo que le da la gana (el octavo episodio de la tercera temporada es algo que ya nadie se atreve a hacer en una serie; fue alucinante. La competencia en comparación parece un producto de Enrique Segoviano). Cualquier otro cineasta en su circunstancias ya habría sido apartado por la industria. Ninguna de sus creaciones logra ser un éxito en taquilla. Al contrario, a menudo trae pérdidas económicas. Y no obstante, su estilo y méritos artísticos lo mantienen a flote. Los grandes actores quieren trabajar con él y se ha hecho de un espacio en la historia mayor al de muchos creadores de blockbusters que de inmediato pasan al olvido. Es la ventaja de ser un tipo honesto y con talento. Trabajador y comprometido. Enfocado en un nicho donde es el rey.

El capítulo final de Twin Peaks catapultó la leyenda. David Lynch y Mark Frost jugaron a placer con las posibilidades de lo que parece ser un cubo rubik infinito.

Nunca hubo voluntad de atar los cabos sueltos, sino de darles más giros, ángulos y estimular las emociones planteando más preguntas que respuestas. En vez de resultar frustrante, fue cautivador: Lynch muestra que el misterio es una piedra preciosa y que a menudo la explicación resulta vulgar. El dúo creador se salió de las rutas convencionales de la televisión y dejó en evidencia el acartonamiento de otros productos de su género, sin dejar de ser divertido y cautivante en cada episodio. Una tensión muy placentera.

Todo para los cuatro gatos que seguían de aferrados con Dale Cooper y compañía.

Hay rumores de que eventualmente el proyecto continuará, ya sea con más episodios o con una película. Lo único claro es que nunca descubriremos la solución, Lynch dejará siempre espacio para el enigma, uno de los elemento más cautivantes de la naturaleza.

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A propósito de Roger Moore

En su última aparición como el mítico Q (The World Is Not Enough, 1999), Desmond Llewelyn le tira un par de consejos a James Bond, por entonces interpretado por Pierce Brosnan. Se tratan de enseñanzas que resultan especialmente entrañables debido a que Llewelyn moriría poco después del estreno de la película. De este modo el diálogo significa algo así como un testamento, un adiós definitivo.

El primer consejo es el siguiente: “Nunca dejes que te vean sangrar”. Y el segundo: “Siempre ten un plan de escape”. He ahí resumidas, de maneras sencilla, lecciones que funcionan como un manual de estilo y comportamiento. Un caballero jamás debe mostrar signos de debilidad, aunque se esté derrumbando por dentro. Y no debe dejar nada a la suerte: en su horizonte tiene que existir un lugar al cual dirigirse si es que acaso todo le sale mal.

Tales palabras vienen a la mente con el fallecimiento de Roger Moore, actor que interpretó al agente encubierto más famoso del mundo en siete películas (el récord hasta la fecha) repartidas en dos décadas diferentes.

Roger Moore no fue el mejor James Bond. Tampoco fue un actor extraordinario, labor en la que fue más bien austero; él mismo admitía que su registro como intérprete oscilaba entre “levantar la ceja izquierda o levantar la ceja derecha”. Pese a ello, Roger Moore tenía algo que no abunda: la clase y el carisma. Un don para tratar a las personas y una habilidad para saber hablar y guardar silencio en el momento adecuado. Tímido durante su adolescencia, tuvo que forjar a su propio personaje: un encanto envuelto de modestia que no era consciente (o al menos eso decía) de su estatus como símbolo de masculinidad.

Como artista, Roger Moore optaba por la delicadeza y por la discreción. Así lo deja de manifiesto una anécdota ocurrida durante el rodaje de The Man with the Golden Gun (1974). Por aquellos tiempos Roger Moore había aplicado una sutil estrategia de robo, habitual entre los actores de la época: el británico procuraba adueñarse de las prendas que usaba como James Bond para transferirlas a su guardarropa personal. Después de todo eran trajes finos que estaban hechos a su medida, nadie más los podía utilizar. Así que en los preparativos de la cinta, cuando le entregaron un traje que le gustó de manera particular, decidió que esa sería la joya de la corona; por tanto se dispuso a actuar con sumo cuidado, midiendo cada movimiento, cada paso, para que el conjunto de marras quedara impecable para su colección.

Roger Moore se sintió orgulloso luego de la última escena de acción: cuando el director gritó “¡corte!”, el traje se encontraba como nuevo, sin una sola mancha o fisura. Lo había conseguido. Un atuendo costosísimo sería incorporado a su armario. No obstante, a los pocos segundos ocurrió algo que no esperaba. De pronto alguien le arrojó una cubeta entera de engrudo sobre la cabeza, con lo cual el traje (y su peinado) quedaron arruinados. El autor de la broma fue “Cubby” Broccoli, productor del filme, quien se había dado cuenta de las actitudes tiquismiquis de su muchacho. Todo fueron risas en el lugar.

Un referente.

Roger Moore protagoniza una de mis fotos favoritas de la cultura pop. La estampa fue inmortalizada por Peter Ruck en el año de 1968. En ella, Roger Moore bebe una copa sostenida con la misma mano en la que lleva un cigarrillo. La estrella de cine mira hacia su derecha, no sabemos dirigiéndose a qué o a quién, pero en ese gesto lo está todo, la aspiración de cualquier hombre. Un modo de saber estar en el mundo y disfrutar de la vida. Hedonismo en estado puro. Sin complicaciones, con elegancia y un toque de jugueteo.

Roger Moore envejeció con gracia. Se fue sin aspavientos y con toda la categoría a los 89 años. Siguiendo el consejo de Q, nunca dejó que lo viéramos sangrar. Se le recordará como aquel hombre de porte y cabello impoluto. Alguien sin revolturas.

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Soñadores sin remedio

Entre otras cosas, La La Land (Damien Chazelle, 2016) es una película acerca de lo que implican los sueños. De cómo es que se persiguen, de cómo se fracasa y de cómo la frustración se vuelve la prueba mayor, la que mide tu temperamento, la que define lo que eres como persona. Una historia de lo que supone rendirse y apostar a lo seguro en contraposición al escenario idílico de lo que puede venir si mantienes el dedo en la tecla y no caes en la desesperación. No a modo de moraleja en colores pastel, hay que decir, en realidad es un trabajo con una cara áspera, triste y ambigua.

La película no es original ni toma riesgos, y ahí su gran fortaleza y la razón por la que resulta adorable. En una época en la que las producciones se obsesionan con impactar a través de la crudeza, los temas tabú y las reivindicaciones sociales, La La Land opta por las maniobras del viejo Hollywood (tan injustamente vilipendiando por cretinos que cargan aires de falsa intelectualidad); con todos sus tópicos (y el abuso de un recurso como la casualidad), es cierto, pero también con todo su esplendor, esa hondura emocional producto de darle voz y forma a sentimientos que viven alojados en el pecho de cada individuo.

Ryan Gosling es un tipo encantador y sin embargo no es un gran actor ni cantante. Emma Stone, por su lado, cuenta con una paleta interpretativa mucho más amplia, pero su voz tampoco es un prodigio para estar en un musical. Estos detalles, que podrían ser una losa para el proyecto, de manera paradójica son aciertos en la elección del reparto. Ambos papeles y actuaciones acaban por ser entrañables gracias a sus limitaciones y defectos, con los que es más sencillo involucrarse. Ryan Gosling es un hombre guapo que sin embargo se percibe cercano, alguien que sientes como uno de los tuyos. Y Emma Stone es una muchacha awkward con ángel; una belleza atípica, chica escarlata cuya imperfección conforma una pieza de joyería.

Los éxitos y las derrotas de Mia Dolan y Sebastian Wilder, personajes principales de la cinta, pegan duro en las entrañas porque son tipos como cualquiera. La mayor parte de nosotros sabe lo que significa tener que abandonar tus pasiones porque el resto del mundo parece no valorar lo que haces. Conocemos el trago amargo de tomar un trabajo que no nos gusta debido a que el resto de las rutas parecen vedadas en el horizonte. Y tenemos presente la agria sensación que viene al pensar en el hubiera o cuando se mira hacia atrás: a nuestra versión más joven e ilusionada que veía un futuro distinto al que acabó por ocurrir.

El camino de los sueños a menudo es solitario. Lo que para uno mismo puede ser emocionante, prioritario e imprescindible, para los otros es una quimera ridícula, un motivo de burla o una invitación al desaliento. Sin embargo, no todo está perdido, por ahí andan sueltos algunos seres especiales que pueden ser un impulso, personas que representan un punto de quiebre, héroes que te animan a seguir adelante sin importar lo reducido de las posibilidades, sin importar las consecuencias que pudieran venir.

Tirarse al vacío por alcanzar un anhelo puede ser peligroso. Dejar ese anhelo de lado por miedo puede ser mucho peor e invariablemente acaba por convertirse en una espina clavada para siempre en el costado.

En la primera fracción de la película se muestra los intentos infructuosos de Mia Dolan por hacerse de un puesto en el mundo de la actuación. En las audiciones entrega su corazón y todo lo que hay dentro de ella. Para los demás eso carece de valor alguno, revisar el celular o abrir un sándwich parecen asuntos más importantes. El ninguneo es un golpe feroz que se repite una y otra vez hasta llevarla casi a abandonar. Pero hay alguien que rompe con la dinámica, alguien que le hace recuperar la esperanza. Alguien que le recuerda que vale la pena intentarlo una vez más. Nadie mejor que un enamorado del jazz (el género indómito) para hacerlo.

El mérito de La La Land está en recordarnos que los salvadores existen. Que ahí entre la gente puede estar aquel o aquella que nos haga recuperar la parte mágica que hemos perdido. (alguien en la multitud / podría ser aquel / que necesitas conocer/ el que por fin te levante del suelo, como dice una de las canciones).

Y si no encontramos a ese alguien en el mundo real, quedarán estas películas (y la música) para cumplir la función de mantenernos esperanzados, como los soñadores sin remedio que somos.

lallalala

Dos momentos de Federico Fellini

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Más de tres personas no aguanto, cuando me toca estar con más de tres personas tengo la impresión de que me ahogo, a menos que sean mujeres.
Federico Fellini

La crisis le sienta bien a los artistas. De las marañas pueden sacar la inspiración para consagrar obras que, al final, impactarán en los espectadores ya que ellos también adolecen de una serie de conflictos similares. Las creaciones ajenas nos hacen sentir menos solos, expresan de forma certera aquello que nosotros quisiéramos decir en caso de gozáramos de talento.

Las mejores obras de Federico Fellini parten del caos creativo, de un maremoto emocional e intelectual del que parece no haber salida… pero que de algún modo termina por encontrar el cauce. Era aquello que Paul Auster señalaba como muy propio de los italianos: la habilidad para sobrevivir al enredo. Durante la preparación de plato principal parece que todo se va a venir abajo: minutos antes del límite está claro que será un reverendo fracaso. La sorpresa vienen después, cuando por milagro todo funciona en armonía al sonar la campanada.

Las dos películas más importantes de Federico Fellini (La Dolce Vita) son igual de imponentes, aunque disparan hacia lugares distintos. La Dolce Vita es una especie de safari por  la Via Veneto, un recorrido a la Roma de una época en particular, la de finales de los cincuenta, en donde seres perdidos se encontraban en una ciudad que fungía como circo de amores, risas, y horrores. , por otro lado, es un viaje interior, con la amplitud que esto significa. La exploración del yo, bajo el manto de obsesiones del director italiano (la religión, las mujeres, el psicoanálisis, la infancia…), confusión que hace armonía. Un hombre al borde del colapso, la historia empujándolo hacia sí mismo.

De este par de cintas quisiera recuperar dos escenas, que en lo personal encuentro demoledoras. Ambas están protagonizadas por Marcello Mastroianni, el gran representante de Fellini ante las cámaras.

La primera, de , es una conversación entre Guido Anselmi y el personaje (la mujer ideal, la Gracia) interpretado por Claudia Cardinale. En la secuencia se mezclan hechos con fantasías, lo que sea necesario para enaltecer las inquietudes del director. La iluminación consigue crear una atmósfera de arrinconamiento  aun en el gran espacio de la noche. Aquí resulta encomiable la cinematografía de Gianni Di Venanzo, donde luces y sombras hacen un papel inquisitorio que se perdería en una versión a color.

Claudia saca a Guido de un auditorio en el que realizaba la pruebas actorales de su próxima película, un trabajo repleto de ofuscación y de dudas que parece no ir a ningún lado; pero salir de ese lugar no ofrece un respiro, es imposible huir de lo que se carga por dentro, en este caso la presión de crear una obra a la altura de las expectativas. Guido camina sobre arenas movedizas.

Luego de andar un rato en automóvil, Guido y Claudia se detienen en un rincón de la ciudad. A continuación viene una charla sobre el proyecto en el que están inmersos. Guido parece rendido. Aunque ella intenta hacerlo entrar en razón, él parece obstinado en la idea de que ya no puede salvarse. Está condenado, y lo mejor es asumirlo antes de que el daño pueda extenderse.

El diálogo es una obra maestra (lo que transcribo es una aproximación), un entendimiento brutal de la psicología humana. Un episodio que deja molido como espectador.

—No entiendo nada de la historia que me has contado. Un tipo como el que describes, que no ama a nadie, no me inspira mucha pena, ¿sabes? En el fondo todo es culpa suya, ¿qué es lo que espera de los demás?
—¿Crees que no lo sabía?  Tú también eres muy dura conmigo.
—Ah, no aguantas la menor crítica de nadie. Te ves tan gracioso con ese sombrero, hecho todo un vejete… No entiendo, ¿él se encuentra a una mujer que puede hacerlo renacer y no hace más que rechazarla?
—Porque él ya no cree más.
—Porque no sabe amar.
—Porque no es verdad que una mujer puede cambiar a un hombre.
—Porque no sabe amar.
—Y sobre todo porque no tengo ganas de contar otro montón de mentiras.
—Porque no sabe amar.

***

La otra escena, en La Dolce Vita, ocurre cuando Marcello Rubini, periodista de la prensa rosa, se encuentra con Steiner (personaje basado al parecer en Cesare Pavese e interpretado por Alain Cuny), un intelectual que aunque desde afuera pareciera tener una existencia envidiable (con familia, éxito e inteligencia), por dentro está consumido. Marcello no se da cuenta, e incluso intenta adentrarse más en la dinámica de aquel sujeto: se lo pide durante una fiesta en la que  acaba fascinado por aquella vida en apariencia perfecta, hasta que le acaban por revelar el secreto.

—Déjame venir a tu casa más a menudo.
—Te lo he dicho, puedes venir cuando quieras. ¿Qué es lo que pasa, Marcello?
—Debería cambiar de ambiente. Debería cambiar muchas cosas. Tu casa es un verdadero refugio… tus hijos, tu esposa, tus libros, tus extraordinarios amigos… yo, yo estoy perdiendo el tiempo. No hago nada ya. Alguna vez tuve ambiciones, pero  lo estoy perdiendo todo, lo estoy olvidando todo.
—No creas que la salvación está en permanecer en casa. No hagas lo que hice yo, Marcello. Soy demasiado serio para ser un amateur, pero no lo suficiente para ser un profesional. Créeme, la vida más miserable es preferible a una existencia protegida por una sociedad donde todo es calculado, donde todo es perfecto.

La impresión de Marcello, en la que se idealizaba el jardín del vecino, confirmaría su yerro al enterarse tiempo después del destino trágico de Steiner. Abrumado, aquel señor de aspecto idílico decide quitarle la vida a sus hijos para enseguida suicidarse. La infelicidad está en todas partes, aunque a veces creamos que únicamente posa sobre nosotros.