Películas del colegio

Dios bendiga a los profesores que le ponen alguna película a sus alumnos de vez en cuando. Al menos en una ocasión dentro del curso, los niños necesitan de ese bálsamo espiritual. En los años noventa pocas sensaciones se podían comparar a la de ver llegar a un maestro con la mesita de la tele y la videocasetera. Era la gloria. Lo mismo que las palabras mágicas: “Muchachos, vamos al auditorio a ver una película”. Esos episodios eran un escape que le devolvía la humanidad a estudiantes que minutos antes estaban desesperados entre operaciones matemáticas y fórmulas de física. Gracias a una pantalla te dabas cuenta de que todavía era posible soñar.

Recuerdo más las películas que llegué a ver en la secundaria que cualquier clase en particular. No digo que las materias fueran inútiles, siempre es importante adquirir conocimiento de cualquier tipo. Pero sin lugar a dudas el cine gana en eso de dejar una marca en el corazón.

Hay una película de colegio que recuerdo en especial. Se trata de Sea of Love(1989) que un profesor de psicología nos puso en la preparatoria. Más allá de la obra en sí, lo que más cautivador fue que el filme distaba de ofrecer algo valioso bajo cualquier perspectiva académica. Eso me encantó. Lejos de poner un documental, cine de arte o un clásico de Fritz Lang relativo a la asignatura, el profesor, muy campante, decidió poner una película políticamente incorrecta que ni siquiera era apropiada para menores de edad.

El maestro se justificó brevemente diciendo que la sesión nos serviría para conocer la “psicología de un personaje trastornado” o algo así. Yo sabía que no era tanto eso. Sino que se trataba de una película que le gustaba y ya. Se lo sacó de la manga. Muy probablemente el tipo no había preparado su clase y quizás estaba demasiado desvelado como para articular una hora de docencia. Daba igual. Lo que agradecí fue que rompiera la monotonía con una proyección que nunca nadie esperaba ver en un aula.

Sea of Love ni siquiera es una cinta de primer nivel. Sin embargo está llena de escenas memorables y de tensión. La protagoniza Al Pacino, quien interpreta a Frank Keller, un detective alcohólico con serios problemas personales como la soledad y una crisis de edad. El mundo se le vino abajo desde que su esposa lo abandonó para casarse con uno de sus colegas del cuerpo policial de Nueva York.

A él, con una vida que se desmorona, le toca investigar el caso de un presunto asesino serial. En la primera escena del crimen, donde se halla un hombre muerto, las únicas pistas encontradas son un cigarrillo marcado con lápiz labial y el recorte de un periódico.

La primera sospechosa es una rubia a la que Frank Keller debe seguir por el mundo subterráneo de las citas para solteros. Se trata de Ellen Barkin, plena en atractivo. Al parecer es una viuda negra que se encarga de aniquilar a sus amantes una vez que ha colmado sus deseos.

Por cierto, hay un detalle clave en la habitación donde ocurrió el primer homicidio. Al lado del cuerpo sin vida, un tocadiscos repite el sencillo “Sea of Love” de Phil Phillips una y otra vezLa pericia del director  Harold Becker logra que la aparición de dicho tema dote al instante de un gran magnetismo con el cual uno se olvida por un rato del acto sangriento para pensar en lo que hay más allá.

El profesor que puso la película era un enamorado de la música. Un verdadero melómano. En determinado momento, cuando sonaba esa canción, lo volteé a ver y en el brillo de su mirada descubrí que él era uno de los nuestros.

 

Come with me, my love

To the sea, the sea of love

I want to tell you

How much I love you

Do you remember when we met

That’s the day I knew you were my pet

I want to tell you

How much I love you…

 

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Dos mujeres perdidas

Encuentros con dos mujeres desconocidas que no trascendieron a más.

1.-Voy a la inauguración de una exposición de pintura en un museo de la ciudad. Acudo solo, a invitación de un buen amigo que trabaja ahí. Llego a la hora exacta, las ocho de la noche. De inmediato procedo a observar a todos los asistentes, una costumbre que me permite evaluar a cualquier persona a través de detalles nimios de su ser. Hay de todo, gente grata y que resulta interesante. Otra tanta que no. A lo lejos veo a esta chica: morena, delgada, de cabello rojizo, parece que los años no han hecho efecto en su piel. Lleva una falda alargada que le ajusta perfecto al cuerpo. Noto que ella también va sola. O eso parece, al menos. Dejo de mirarla para no parecer demasiado insistente. Ya me la encontraré más al rato, cuando termine el evento de la inauguración. Y así sucede. Vienen las palabras de introducción por los organizadores y por el autor de la obra. Luego pasamos a ver los cuadros agolpados en una sala y al cabo de un rato regresamos al jardín del museo, en donde una serie de mesas se encuentran dispuestas para que nos sentemos y bebamos las copas de vino que un grupo de meseros se aprestan a repartir. Busco a la chica que iba sola. No la veo. Paseo la mirada para dar con ella. Es el momento de acercarse y decir cualquier cosa para iniciar la conversación. Sigue sin aparecer. Pero por ahí debe estar. La vi pasar dos veces en la sala de la exposición. Bebo un par de copas y me voy a sentar a la mesa más apartada, una que está vacía. Ahí me quedo. Al transcurrir de unos minutos la chica de la que hablo llega y se sienta en la mesa de al lado. Ya no está sola. Ahora va con un muchacho. Están lo suficientemente cerca de mí como para que pueda escuchar su conversación. Él se presenta con ella. Le dice que es ingeniero e intenta alumbrarla con unas nimiedades sobre libros. Ella escucha, no dice mucho, él acapara la conversación. Se nota que está emocionado y que intenta impresionar; suelta curiosidades y datos de manera atropellada, no da espacio para un segundo de silencio.  Debe sentirse en la cumbre luego de haber logrado conectar con una bella desconocida, alguien con quien no parece tener mucho en común. Su plática, llena de generalidades, me aburre. En cierto momento uno de los meseros se acerca con una charola de copas. Ahí hago el único intento para aproximarme a quienes ocupan la mesa de junto. Me levanto,  tomo una bebida y le digo al mesero: «Te faltan ellos, no tienen nada para beber, no te olvides de nuestros amigos, por favor». Ninguno de los dos reacciona, si acaso noto una sonrisa en él. El mesero asiente y les da un par de copas. Yo regreso a mi lugar, la mesa lejana y sola, donde apenas alcanza a escucharse la música de fondo. Escucho que el muchacho dice «No soy mucho de vino, prefiero un café y una crepa». Ella no responde. Comprendo que todo ahí está perdido, que la actitud del muchacho lo conducirá a la perdición; no es alguien con el que yo me juntaría. Aunque la chica me agrada, en ese instante ceso de cualquier plan por acercarme. Tengo claro que ella significa más para él de lo que significa para mí. Puede que para él se trate de la mejor noche de su vida, veo la ilusión en sus ojos. No quiero estropearlo, no quiero romper con la única oportunidad que los dioses le han entregado. Me bebo otros tres tragos en soledad y los veo abandonar el museo. La copa de la mujer quedó vacía sobre el mantel, la de él quedó casi llena. Ya con ese simple detalle sé que nunca conectarán.  En este punto me pongo de pie y me acerco al centro de acción. Me topo con algunos conocidos, platico un rato con el artista que vino a exponer su obra, también con Os, que me invitó. La paso bien. Entre la multitud topo con una chica que conocía de poco tiempo atrás. Nos saludamos e intercambiamos palabras antes de que se tenga que retirar. Ya no supe más de la chica que iba sola.

2. Al día siguiente, ese mismo fin de semana, acudo a la inauguración de otra exposición de pintura. Esta vez de la madre de una persona que me cae muy bien. La presentación se realiza en una cafetería de la ciudad. Llego unos quince minutos antes de la hora acordada. De nuevo acudo solo. Platico un poco con mi amiga y luego pasamos a ver los cuadros. En ellos se hace presente trazos de calidez que me recuerdan a un México que por desgracia ya parece perdido. También veo un cuadro sobre Venecia que se vuelve mi preferido. Alguna noche espero pasar por ahí. Transcurren los minutos y tras platicar con algunos de los asistentes, todos muy cordiales y buena gente, vuelvo a mi hábitat natural: la soledad de un rincón. Ahí me pongo a beber una cerveza que alterno con un vaso de vino espumoso que está dispuesto para los asistentes. En eso estoy cuando veo entrar a una chica que de inmediato me engancha. Tiene el cabello verde como un trébol y vestimenta a medio camino entre el gótico y el punk. Su piel: blanquísima. Tiene un refinamiento que no puede esconder con capas de pintura. Va acompañada de dos muchachos que evidentemente no tienen la gracia ni el estilo que ella. Son vulgares, toscos, de peinado indigno, deberían esfumarse. Usan playeras de anime, pants de algodón y su calzado consiste en tenis para correr. Ojalá no estuvieran y pudiera platicar con la chica nada más. La escucho decir a uno de sus acompañantes: «Déjame ver. Llevo dos meses sin salir. Yo nunca salgo a pasear», o algo así y se ríe. Acabo aún más fascinado al conocer su voz. Me parece encantadora, con una apariencia que sin lugar a dudas clama por atención, un aspecto alocado al que quizás yo podría enmendar de algún modo. El ridículo pensamiento paternalista que cada vez se vuelve más habitual en mí. Pero ella va con esos dos tipos y acercarme me da repulsión. No me sé su nombre y acaso no la vuelva a ver. La única pista que tengo es su cabello. ¿Cuántas otras chicas tendrán el cabello verde en la comarca? Quizás deba preguntar entre mis contactos. Pero no. Sé que eso no sucederá. No nos volveremos a topar. He visto como uno de sus dos compañeros le da una ligera caricia en la espalda con el dedo índice. Cómo es eso posible, me pregunto, que alguien con la clase de ella termine con gente así. Cómo es que alguien como ella acaba de ese modo, con gente sin brío, sin el más mínimo rigor para vestir. Abandono la cafetería tras felicitar a la expositora. Antes de salir veo a otra chica, una trigueña que bebe a solas en la barra. Por un momento pienso acercarme. Si no lo hago es porque tengo un compromiso pendiente en el que ya me esperan y porque no se me ocurre nada que decir. Lo único que hago es tomar un par de servilletas cerca de donde ella está. Me quedo con una y le ofrezco la otra. «¿Quieres una servilleta?», le digo. «Sí, gracias», responde ella. Y con eso me voy.

MASCULIN, FEMININ

Matarse por una ese

Eduardo M, un buen compañero que conozco desde hace años, me invita a colaborar en una pequeña revista cinematográfica en la que es editor. Aunque en un principio dudo, al final acepto la oferta debido a una nueva política de comportamiento: he decidido dejar de decirle no a todo lo que que se me ponga enfrente, una costumbre nociva que puede llevarte a la perdición, como es mi casoAl desarrollo le viene fatal rechazar todas las invitaciones  que se reciben. Hay que dar un paso adelante y aceptarlas; a pesar de las inseguridades, aun a riesgo de estar inconforme con las creaciones que se puedan realizar.

El hecho de que casi todos nuestros productos parezcan detestables no significa que debamos quedar en silencio. La calidad ha dejado de ser imprescindible.  Los horrores son lanzados con impunidad desde múltiples frentes. Ni para qué amilanarse entonces: lo repulsivo es la norma, lo socialmente admisible.

Durante un largo tiempo me abstuve de participar en cualquier proyecto literario  bajo la convicción de que ya se tenían  los suficientes malos textos como para ir a ensanchar la cosecha. Estoy convencido de que hay más literatura en los silencios y en las páginas en blanco que en una gran cantidad de libros y publicaciones que se encuentran en los estantes comerciales. Además me considero mejor como lector que como escritor; de ahí que en el pasado haya declinado ofertas para sumarme a diversos equipos de trabajo, no sin acabar arrepentido tiempo después cuando caigo en cuenta de que dejé pasar la oportunidad de subir varios escalones a una carrera en la que voy retrasado.

Así que Eduardo M recibe el que tanto me había resistido a expresar con anterioridad. El reto es asequible, sólo debo escribir una cuartilla en la que se reflejen dos temas: el del cine y el de la juventud.

Tengo una semana para ello. Pan comido, pienso. Si bien a mi cerebro ya le cuesta hilar un par de frases consecutivas (lo cual ha mermado mi productividad), bastará que organice una agenda para escribir cinco oraciones al día y así cumplir con la tarea dentro del plazo establecido. Lo que no entraba en mi presupuesto eran las vacaciones. Semana Santa se atraviesa y arruina los planes originales. Al final queda la alternativa adoptada en los años estudiantiles: dejarlo todo para el último día. Tomar fuerzas de flaqueza y apelar al milagro del genio, soltar trazos sobrenaturales el domingo por la noche, dejar que la presión impulse al reconocimiento del público y la aclamación del sector cultural.

Me apresuro a darle forma a un par de notas a las que había dado vuelta internamente. La empresa es inútil: son balbuceos carentes de hilo conductor, lo cierto es que no llevan a ninguna parte. Lo que escribo en tiempos recientes se ha vuelto una metáfora de mi vida: malograda, aburrida, con nulo interés para los seres vivos. Fruslería en estado puro.

El cierre es al día siguiente. Debo entregar lo que prometí.

Comprendo que intentarlo fue un error: debí obedecer al pesimismo antes de exponer el prestigio de un valeroso grupo editorial.

Como sea, tengo la cuartilla lista pero decido dormir un rato antes de entregarla. Pretendo darle una última revisión rápida con ojos frescos cuando despierte. Al hacerlo noto que hay un par de ideas rescatables (alguna coma honorable también). Lamento no haber podido profundizar en ellas y que la torpeza del tratamiento sea evidente para los lectores que hayan cursado la educación básica. De cualquier modo ya no hay tiempo para remediarlo, para hacer más correcciones. Lo que tengo es lo hay.

La versión final es un asunto de fe. Quizás aquello no sea tan terrible como parece. Quizás seamos demasiado exigentes con nosotros mismos y las obsesiones impidan el juicio equilibrado. Qué diablos, es probable que aquel aparente desperdicio resulte digno de admiración en el círculo periodístico local. Nada se pierde con intentarlo.

Envío el texto. Pasan los días.

Eduardo M me avisa —con  su habitual amabilidad— que el texto ha sido aceptado. Saldrá en el próximo número de la revista. Sufro una mezcla de expectación y ansiedad. Ninguna persona debería leer lo que escribo: atentaría contra algunos de sus derechos humanos fundamentales. La miseria no se tendría que propagar. Sin embargo hay que ser valientes, asumir la responsabilidad de los daños causados… esperar que las víctimas sean las menos posibles y encomendarse a que un error de imprenta pueda hacerle un favor a todos con una gran mancha de tinta que censure el artículo que se ha mandado.

Para desgracia generalizada, esto último no ocurre. El texto aparece tal cual fue concebido. Recibo algunas copias del número en cuestión y, fiel a mi costumbre, comparo mi artículo con el de los otros, estableciendo un ránking que va de lo mejor a lo peor con la esperanza encubierta de haber vencido al resto de los colaboradores.

El análisis se viene abajo en cuanto me entero de un detalle presente mi texto. Más bien un error monstruoso. Un despropósito. Una insulto a la historia de la civilización occidental.

Hay una palabra mal escrita.

Puse adolecente en vez de poner adolescente. No me di cuenta en su momento.  Me vengo abajo apenas me lo informan. No es posible. Se supone que revisé las palabras. Cómo es que ha terminado así. La de veces que he ironizado cuando alguien comete ese tipo de equivocaciones. He fallado. Si esto fuera una competencia deportiva sería descalificado por idiota.

Lo comprendo al cabo. Mi carrera literaria ha quedado mancillada para la eternidad. No importa cuánto lo intente. Da igual que algún día escriba un libro a la altura de Los hermanos Karamazov. Mi imagen estará anclada para siempre a un error infantil. El tipo de falta que despierta burlas y por las que incluso un semidiós perdería el respeto de la sociedad.

La falta de una letra me produce un impulso suicida. Me quiero matar. Me quiero matar por una ese. Por su ausencia. Por el dolor que supone la pérdida de su ayuda especial. Me pregunto si es posible, si alguna vez alguien se ha matado por culpa de una letra. Acaso sea el primero en hacerlo. Un final merecido que podría hacer reflexionar a futuros escritores.

Por si fuera poco, al leer mi artículo percibo también algunas palabras repetidas. Una redundancia lamentable y una estructura floja y descuidada. Le he fallado a Eduardo M. Le he fallado a su confianza. Le he fallado a la comunidad. Le he fallado a mis ancestros y también le he fallado a los diccionarios, muchos de ellos en situación de calle y otros tantos padeciendo trabajos forzados como sustitutos de patas en sillones disparejos.

Algo extraño: recibo una invitación para colaborar de nuevo. Los de la revista tienen un talante altruista. Son unos ángeles de la caridad. Acepto lleno de incertidumbre pero, sobre todo, con una palabra en mente. Una que no lleva s.

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Neal Cassady fotografiado por Allen Ginsberg (1964)

Nunca seré aceptado en Ross 128

La música es de lo poco que me mantiene a flote en las últimas temporadas. No sé qué haría sin ella. La carga de responsabilidades asfixia y doblega hasta dejarte atrapado en un rincón. Pero incluso ahí, en el fondo de la obscuridad, se alcanza a escuchar una melodía. Un instrumento que suena: la llegada de los refuerzos. Una banda, una orquesta, un arreglista: mandan su apoyo. O un disco que ofrece un cobijo en medio de la tempestad. Puedo abandonarlo casi todo (un recuerdo, las aspiraciones, un beso) mientras la música se quede. Eso es innegociable. Para remediar el peor de los días y plantarle resistencia a la nube gris. Es poner una canción y saber que no todo está muerto. Que hay caminos. Que uno puede cantar y bailar (a solas) como un acto revolucionario frente a la miseria. El mundo puede caerse allá afuera y da lo mismo. Basta con poner a sonar la bocinas y dejarse llevar en el olvido. Abstraerse de lo que intenta tirarte para abajo. Concentrarse en lo sublime de las teclas de un piano. Un violín que rompe en medio de la tarde. Una voz que indica la salida de emergencia.

La mente me juega malas pasadas. Ocurre cada vez con mayor frecuencia; pareciera que estoy al borde del colapso. El otro día fui a una lectura literaria y al final del evento me acerqué a una poeta. Quería felicitarla. Señalarle lo mucho que había disfrutado de sus textos e indicarle que desde hace tiempo la leía gracias las bondades de internet. Pues bien, me acerco a ella con pasos cortos y, no sé por qué razón, termino por decirle: «Me gustaron tus relatos«. El caso es que, como digo, ella leyó poemas. Me doy cuenta de mi error apenas pronuncio las palabras. Pero no puedo detenerme y cuando termino ni siquiera tengo ánimos de corregir. Estoy apenado y lo único que quiero es salir del mundo y adentrarme en la estrella más cercana. Ya no alcanzo a felicitarla por la manera en que juguetea al escribir. Con esa emoción libre que lanza miradas hacia lo sencillo hasta cargarlo de valor, aquello que la mayoría escritores a menudo pasan de largo por quedarse fijos en los mismos tópicos de siempre. Y que su manera de escribir parece un coqueteo dotado de humor. Un juego en el que los invitados salen sonrientes por haber pasado una reunión de efecto embriagante. Lo siguiente que sé es que estoy frente a una pared y que nunca seré aceptado en Ross 128. Ya será en otra vida.

En el último mes me he visto sometido a una rutina laboral. Tengo altas y bajas, como suele pasar. Eso sí, sostengo la idea de que el estado ideal del los seres humanos es el de mantenerse tirados en un sillón sin hacer nada, excepto alzar los brazos para tomar un poco de comida y levantarse para resolver cuestiones fisiológicas. También para atender las pasiones. Ir a ver una película en un cine cercano, asistir a un concierto o reunirse con algunas personas para discutir sobre cualquier tontería. Conozco a entusiastas del trabajo. Seres que son adictos y que incluso claman amar lo que hacen. Los felicito. En lo que a mí respecta, prefiero muchas otras actividades, si bien tampoco me quejo. De hecho en lugar en el que estoy ahora me ha permitido conocer a personas muy agradables. Es un ambiente profesional y con futuro. Mejor de lo que esperaba. Lo que sí me afecta es el sueño. Con las siestas nunca es suficiente. Quisiera dormir más y más cuando la realidad es que duermo menos y menos. No solo son las horas de trabajo, también me mantengo ocupado con las angustias de las que no me salvo ni en el tiempo libre. De por sí ya antes tenía problemas de sueño, ahora es peor. No tengo forma de remediarlo: he llegado a la conclusión de que el descanso es imposible para espíritus como el mío. Deambulantes, sin rumbo, perdidos en el vistazo a un perro que pasa.

A propósito de los animales: qué gran espectáculo es el de ver a un gato que se rasca. O cuando se lame las patas. Sobre todo esto último. Cuánta deleite estético. Menudo estilo para acicalar el cuerpo. Parece insuperable. Queda mucho por aprender de ellos, de la manera en que se dignifican a sí mismos. Dándose la importancia que se merecen. Rindiendo tributo a las extremidades que les permiten andar por ahí. Son para retomar en la memoria cada que surja el impulso de aliviar la comezón con un movimiento brusco y sin cuidado. Merecemos un trato elevado.

Otro espectáculo inmenso es el de los bebés que luego es posible toparse en la calle. Esos que te miran. Que por alguna razón quedan absortos cuando te los encuentras en una fila. Como si estuvieran mirando la gran revelación universal, pero no. Eres tú nada más. Alguien como cualquier otro. El bebé, en cambio, profesa respeto hacia ti. Observa tu rostro y lo recorre sin parpadear. Algunas veces se van así, sin añadir un solo gesto. Su madre los lleva entre brazos hasta un paradero desconocido. La conexión queda interrumpida. Serás un misterio para ellos hasta que lo olviden al comer un puré de manzana.

En otras ocasiones, las menos, el bebé te sonríe. Y llega una timidez, la de no saber cómo responderle. La de soltar igual una sonrisa. La de usar un lenguaje primigenio antes de ser llamado a la caja siguiente. La unión cósmica pierde ante el llamado de las compras.

Me declaro admirador de los lunares femeninos. Explorar el rostro de una mujer ofrece ese tipo de recompensas. Encontrar un lunar equivale a descubrir un pequeño tesoro. La atracción se duplica. Una nueva presencia domina el ambiente. Son las señales. Las pistas que indican que se está ante alguien que vale la pena. Unir los puntos, quedar hipnotizado durante la conversación. Perderse entre los ojos y el llamado discreto de unos lunares. Caer en cuenta de que ahí se esconde un mensaje. un código que resta por descubrir.

iván

Vienen de otra era

Javiera Mena es una artista que invita al movimiento. Una travesía que en sus primeras composiciones era interior y que después dio paso a la pista de baile. Una mujer prodigio que cimbra el panorama del pop con el dominio de la melancolía y el recreo. Siempre desde el sabor a miel de la delicadeza: una serie de vueltas sin frenos con las que el cansancio pasa al olvido.

Como cantante tiene un aire de ensueño. Pasajes de luces neón en una carretera marchita. Su única desventaja es venir de Chile, un país maravilloso al que no se le presta mucho atención en el primer mundo (y aun así se ha sobrepuesto y conquistado fronteras junto a la burbujeante escena a la que pertenece). De haber nacido en Estados Unidos o en el Reino Unido, es probable que estuviéramos hablando de un acto de alcance internacional con portadas en Rolling StoneNME y Spin cada miércoles. Pero ni falta le hace ser una exponente global. La marginalidad ofrece un espacio íntimo. Sea en un club nocturno que se desvanece o el secreto bien guardado que uno refugia en los audífonos.

La primera vez que escuché a Javiera Mena obtuve eso: un rato de calidez. Encontré en ella ese pequeño milagro que surge cuando la música supone una fogata y remite a placeres que deambulan entre el olor a galletas recién salidas del horno y un abrazo de terciopelo. Una voz que explora y teje un paisaje para deleitar a futuros visitantes. Fronteras rotas que levantan a los espectadores.

De eso ya hace varios años. Meses y meses de repasar sus canciones invadidas de dulzura bajo en cobijo de una lámpara en una habitación vacía. Como una presencia lejana. Distante, pero acogedora.

Y resulta que un día Javiera Mena anuncia que visitará la ciudad en donde vivo, un sitio al que no suelen llegar ese tipo de sorpresas. Una noticia relámpago que nunca imaginé como posible y que hasta el último momento creí que se podría derrumbar. Los sueños son frágiles y un simple movimiento de párpados puede terminar con lo que parecía estar al alcance de la mano. Por ello afronté la noticia con reservas y quedé a la merced de las eventuales ruinas que a menudo aparecen y que obligan a contener el júbilo por temor a que el infortunio pueda despertar después de escuchar unos gritos de alegría.

Al concierto asistí solo, una costumbre que tengo bien integrada por mi disposición general hacia al arte: la intimidad que siento con ella aun cuando existan otras presencias. Fui sin preguntar a nadie y sin mayor esperanza que la de no morir en la puerta de entrada. Gran decisión. El concierto de Javiera no fue solo un evento artístico, fue igual la recuperación de la fe. El entusiasmo en otrora perdido estaba de vuelta en casa.

Por si fuera poco la soledad ofrece un pequeño detalle. Aumenta las posibilidades de conocer a gente nueva. Verse involucrado en una conversación con alguien que minutos antes estaba lejos de nuestra línea de vida y que, de pronto, se convierte en un espíritu afín. Una esperanza. Sobre todo en la música, tan dada a unir a las personas.

Sin saber muy bien cómo, terminé por conocer a un grupo de jóvenes y chicas llenos de vitalidad en la puerta de entrada a la discoteca. También iban al concierto. Su generosidad fue desbordante e inédita para la mayor parte de los metros cuadrados que recorrieron. Y visto a distancia no fue casualidad. El suyo era un ánimo muy propio alguien que ha pasado por los esquemas juveniles. Escuchar música nueva, mantenerse al corriente de las propuestas de actualidad, ayuda a no envejecer. Anclarse al pasado y dejar de explorar, añade al organismo un par de canas por minuto. Mirar atrás no tiene nada de malo, pero al mismo tiempo hay que procurar caminar. Sin detener la marcha o surgirá entonces el riesgo de quedar con el pie atascado en el suelo.

El escenario en el que Javiera Mena se presentó hizo el papel de una carnada en la que uno se engancha a propósito. Saber que uno está dispuesto a morir por esos minutos previos con los que todo cobra significado. Más cuando llega el anuncio de que el concierto comenzará hasta la una de la mañana, una espera que se antoja eterna a las diez de la noche y que, al final, se pasa como el agua gracias a esa pandilla de desconocidos que me unen a sus dinámicas. Dejos de beatniks, de perros románticos. Representantes de varias ciudades que iluminan los alrededores. Hablan, sonríen, dan la mano. Incluso con alguien que, como yo, iba de espíritu marchito. Su fulgor me contagia y me libro de un cúmulo de pensamientos negativos. Ellos no lo saben, pero se los agradezco muchísimo. Armaron sin proponérselo un ambiente que hace tiempo necesitaba. Un ambiente que echaba de menos. Aunque quizás nunca los vuelva a ver, los rostros de la noche quedarán marcados en mi memoria. Quedo en deuda con ellos.

Había música y gente, como decía Morrisseywho are young and alive. Recuerdo el nombre de varios de ellos. Uno se llama Joel, otra se llama Gabriela. También hay un Mauricio, una Ornella (como Ornella Muti, la actriz italiana, lo cual suele ser una buena señal), un ¿Manuel? y un par de Alejandras, una de ellas local y la otra, a la que conozco al final, que viene de fuera y que resulta ser una entusiasta de la literatura rusa y con quien puedo conversar en medio de una fila que nunca termina. Todos ellos sonrientes, dulces y con un estilo que envidiarían varias estrellas de cine.

De igual forma veo algunas caras conocidas. Están Pedro (tan agradable en su pozo de carisma)  y Eduardo (que al final de la jornada, junto a su compañera, hace el favor de acercarme a casa en un vehículo en el que va metida otra veintena de personas), además de algunos antiguos compañeros de universidad y figuras con las que he conversado en alguna reunión pasajera.

Aquello, entre ritmo y bebidas, parece insuperable. Pero todavía falta el evento estelar. Sí, Javiera Mena que sale a cantar en determinado instante con un repertorio digno de romper corazones. «Otra era» (que envuelve un concepto y todo un estado emocional), «La joya», «Que me tome la noche» (a la que es posible recurrir para entrar en calor antes de iniciar cada fin de semana), «Hasta la verdad», «El amanecer», «Luz de piedra de luna», «Sol de invierno» y otro puñado de temas capaces de detonar pasiones en sincronía.

Que me tome la noche y que no salga el sol, dijo Javiera en algún momento. En esa aparente superficialidad, que le gusta tanto y que en realidad tiene un significado muy amplio, se esconde justo la sensación que surge en los sucesos memorables. Como el que protagonizó ella junto a un grupo de seres subterráneos que me remitieron a aquel famoso pasaje de En el camino de Jack Kerouac:

«La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas…»

javiera era

El asiento trasero de Charlie Brown

Charles M. Schulz dejó una gran cantidad de lecciones a través de la tira cómica Peanuts y el conjunto de sus personajes. La reflexión, la ternura y el sentido del humor se conjugan en su obra para dejar manifiestos que logran impactar y poner en perspectiva al lector. La sencillez de largo alcance que, a través de un grupo de niños en unos pocos cuadros, acaba por hablar del paso de la vida en general. Las estampas de Charlie Brown y compañía son un archivo de consulta para cualquier momento en el que se requiera nutrir la sensibilidad y entrar de lleno en un tipo de inocencia que ya no abunda: en donde la genialidad echa mano de los recursos simples e inmediatos. Aquellos identificables para cualquiera, como la caída de una hoja o la compra de un helado. El inicio de una chispa interior que lo mismo levanta un recuerdo que una sonrisa.

Los grandes trabajos de Charles M. Schulz se apilan a montones durante varias décadas. Basta elegir al azar una de sus páginas para obtener una sustancia para recubrir los vacíos de la emoción. Resulta incluso recomendable hacer un recorrido en desorden por su legado. Tomar pinceladas de por aquí y por allá hasta crear una pintura de dulzura pensativa.

Una de las últimas publicaciones ante las que terminé flechado pertenece al año de 1972. Se trata de una secuencia en la que Patty y Charlie Brown conversan acerca de la seguridad. Patty instala el tema a modo conceptual, pero de inmediato Charlie Brown lo pasa a un plano de cercanía. En la forma en que el lector se pueda vincular. Vivir así la historia de otros como si fuera la propia.

—Seguridad es dormir en el asiento trasero del auto —dice Charlie Brown—. Cuando eres un niño pequeño y has ido a algún lugar con tu mamá y tu papá, y es de noche, y vas en el auto con rumbo de vuelta a casa, puedes dormir en el asiento trasero. No tienes que preocuparte de nada… tu mamá y tu papá están en los asientos delanteros y ellos absorberán todas las preocupaciones. Se harán cargo de todo…

Patty interviene. Le dice que eso es genial. Sin embargo, Charlie Brown entra en angustia antes de continuar con el mensaje.

—Pero eso no dura para siempre. De pronto, creces y ya nunca más vuelve a ser igual. Se ha acabado y ya no podrás volver a dormir en el asiento trasero nunca más.
—¿Nunca?
—Absolutamente nunca.
—Toma mi mano, Chuck.

Las palabras de Charlie Brown no solo invitan a la reflexión, también remiten a tiempos preciosos de la infancia en donde, en efecto, no había razones para preocuparse. Tiempos en los que existía una comodidad no del todo consciente y en donde bastaba con cerrar los ojos para que los padres se encargaran de arreglar los problemas que pudieran surgir.

Una certeza, la de que tienes a personas que te protegen y que harán lo que esté en sus manos para cuidarte. Pero, como se indica también, eso pronto llega a su fin. No puede ser para siempre. La ligereza desaparece un día para quedar en el recuerdo. Y es aterrador. Y triste. Saber que ya nunca se podrá ser el niño que duerme en el asiento trasero mientras los padres conducen en medio de la noche —y la tormenta— hacia el lugar en donde igual se harán cargo de ti. Si te lo piensas es una perspectiva dura. Durísima. Adiós a la certeza de que todo estará bien. La sensación se ha ido y ahora eres el encargado de tu propio destino. Un reto que resulta estimulante y que promueve el orgullo, pero que al mismo tiempo exige compromiso, una serie de condiciones innegociables para las que no siempre se dispone de la fuerza suficiente.

Yo no le había dado la justa dimensión a esto hasta que Charlie Brown vino  a removerme la cabeza. Ya nunca seré el niño que duerme con tranquilidad en el asiento trasero del auto.

Los pensamientos se extienden. No todo es aterrador. El automóvil es mucho más que un medio de transporte. Es un pequeño hogar. El sueño fundacional de la familia en el siglo XX. Un símbolo de éxito e independencia.

En una época de familias separadas en donde cada integrante mira la televisión desde su propio cuarto, los viajes en auto se presentan como una de las pocas oportunidades para acercar, para mantener la unión entre las personas. Ecos de intimidad colectiva que acercan a los pasajeros durante el trayecto.

Ir en auto es llevar la vista puesta hacia adelante. Estar en sintonía de conversación, en donde se puede ver y escuchar lo que los otros perciben desde sus sentidos. Tener a los demás a una caricia de distancia. Avanzar y detenerse juntos. Padecer de los baches al unísono, delirar con un tope que se ha sobrepasado unos centímetros. De igual forma el auto es el confort de la piel. El auxilio del aire acondicionado cuando afuera se derriten los cubos de hielo. Subir los vidrios para entrar en una burbuja. Perderse en calles desconocidas y tomar atajos por el camino empedrado.

Que el resto hable de las bondades de otros medios de transporte. Que salten en júbilo con las ventajas de ir en bicicleta. De la armonía ecologista y del vértigo de hacer el viaje en una moto sin miramientos. Que te hablen de lo saludable que es caminar por la banqueta. Y que después te digan lo malo que es el tránsito vehicular. Lo mal que hacen los autos al medio ambiente. Que el metro es la respuesta y que las canalladas del transporte público son parte del folklore de tu tierra.

Nada le quita la mística al auto. Seas el conductor, el copiloto o el rehén que va acostado en la cajuela. Se trate de un deportivo, una camioneta, un compacto, una limusina, una chatarra sobre ruedas… es un auto. La posibilidad de partir en cualquier momento al rumbo que te plazca. El lugar en donde dormiste y en donde avanzaste en silencio junto a las personas que más quisiste en la vida. El artilugio con el que fuiste a la playa. El lugar en donde está encerradas tus pertenencias. Toda esa basura que es fundamental para mantener a flote tus nervios.

Que Charlie Brown lo sepa.

***

Ocurrió hace un año. Estaba en el auto con mi familia. Mi padre iba al volante (esa tradición en sí misma), mi madre de copiloto y los tres hijos atrás. Por una serie de circunstancias hace mucho tiempo que los cinco no íbamos juntos así. Y recorríamos calles que yo desconocía. Preferí no preguntar a dónde nos dirigíamos. Solo dejé que aquello ocurriera. Tuve la impresión de que estábamos perdidos. Pero nadie decía nada. Daba igual. Yo me sentía bien. La prisa, el enojo, el aburrimiento… no existían. La música alumbraba las bocinas y lo importante es que estábamos ahí, uno al lado del otro. Mi padre siguió conduciendo durante un largo rato, por horas quizás. Hasta que se dio cuenta de que era suficiente y manejó de vuelta a la dirección de antaño.

Mi hermano menor dormía ahí, entre nosotros.

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Solo se vive dos veces

Habría que poner una mayor atención al fenómeno de los parecidos razonables: todas esas personas comunes y corrientes que tienen una semejanza física con alguna celebridad. Ya desde los primeros años en la escuela se vislumbran relaciones entre los compañeritos del salón con algún famoso visto en la televisión o en las películas. De ahí vienen algunos apodos, asociaciones más o menos afortunadas entre lo que tenemos cerca y lo que permanece inaccesible. Determinado número de muchachos corren suerte y son señalados por parecerse a un futbolista, algún héroe de acción. En este caso el señalamiento es bien recibido ya que supone jugar en la misma liga que un ser admirable. Otros no corren con la misma fortuna ya que terminan equiparados con un espécimen ridículo o digno de todo el desprecio posible. Cuando esto ocurre, la infancia y porvenir del sujeto quedan comprometidos a un anclaje nefasto en donde la humillación de saberse emparentado con la miseria merma cualquier intento de amor propio.

Encontrar el parecido de una persona con otra sabe siempre al hallazgo de un pequeño tesoro, como cuando en los pasatiempos de una revista se identifica una de las cinco diferencias entre dos imágenes similares o cuando de pronto se recuerda la solución a una parte del crucigrama en donde había un estancamiento. Ser el primero en caer en ese tipo de cuentas confiere el estatus de buen observador y, además, un agregado de ingenio. Una demostración de que el rango de cultura permite establecer vínculos de tipo visual entre lo extraordinario y lo cotidiano, en especial cuando la referencia es más bien obscura y alejada de las obviedades de siempre.

Cuando un bebé nace surgen una serie de voces (la madre, el primo, las tías) que de inmediato comienzan a mencionar el parecido que el recién nacido tiene con alguno de los familiares. He ahí uno de los grandes misterios de la sociedad. La manera en que un grupo de personas, acaso en un cuadro de histeria, logran encontrar similitudes entre criaturas recién salidas del vientre, y las figuras de adultos ya desarrollados, sea con caderas anchas o vello en el pecho. Es así como surge el disparate de mencionar que un ser de cincuenta centímetros de altura y tres kilos de peso está igualito al abuelo de ochenta años, de barba y cabello gris, el mismo que camina con la ayuda de un bastón y que lleva una serie de cicatrices ocultas bajo el amparo de una boina.

El ambiente familiar, de cualquier manera, resulta predecible. Cuando existen lazos de sangre es normal que se encuentren paralelismos entre la descendencia y el paso de las generaciones. Habrá una nariz aguileña, un lunar, un mechón de cabello que ayuden a elaborar el informe de las equivalencias. La verdadera emoción está, por tanto, en establecer puntos en común entre personas que no tienen nada que ver entre sí. Representantes de países y tiempos distintos a los que no une ningún tipo de circunstancia.

Un panadero que tiene la cara igual a un campeón en competencias de 400 metros planos. Un bailarina de ballet con la misma mirada que una profesora de matemáticas. Un empresario con una constitución física idéntica a la de un escritor austrohúngaro nacido a finales del siglo XIX. Descubrimientos que alumbran al niño interior y que permiten llenar huecos dentro de una plática. En medio del silencio incómodo la mención de una aparente clon puede ayudar a romper el hielo.

Lo más interesante del tema se encuentra en otra categoría, cuando la semejanza ya no es moderada, sino de alto calibre, como esas veces en que entre ambas personas existe casi un efecto de hermano gemelo. Como si no existieran apenas diferencias distinguibles, salvo alguno que otro detalle (la entonación, la estatura, el aliento) que permite salvaguardar las distancia. Si no fuera por eso, convivir con uno de estos individuos, enfrentarse a su derivación, podría causar una serie de crisis incluso entre las mentes más cuerdas.

Recuerdo la impresión que tuve al notar que en una tienda departamental de mi ciudad trabajaba un señor idéntico a Albert Camus. Lo vi por primera vez en la sección de ropa para caballeros y desde entonces, cada que tengo oportunidad, voy a darle un repaso a camisas y blazers con la intención de estar cerca de él e imaginar, por unos segundos, que el autor de  El hombre rebelde sigue vivo y ha a dejado las agitaciones del ambiente político e intelectual para centrarse por completo en un modo de vida tranquilo en el que las telas y los colores suavizan el paso del tiempo.

Espejos andantes que juegan con las emociones de quienes se cruzan en el camino hasta hacerlos creer que han iniciado el camino con rumbo a la locura. De un malfuncionamiento cerebral he tenido sospechas desde aquel día en que, en un mismo supermercado, vi a George Lucas y a Lorraine Bracco. El primero estaba formado en una caja, mientras que la segunda seleccionaba bolillos en la panadería ante mi total desconcierto.

No es que esas personas tuvieran cierto aire a dos famosos, sino que directamente eran ellos. Al menos eso creí. Como aquella oportunidad en que abordé un taxi conducido por Bukowski. Por George Lucas jamás he sentido devoción, y aún así tuve sentimiento de sorpresa difícil de explicar. Con Lorraine Bracco fue diferente. Se trata de una actriz a la que es fácil quedar prendado (a cualquier edad, en cualquier circunstancia, sin importar la llegada de los defectos), así que tenerla ahí enfrente, cerca de las mantecadas y buñuelos, supuso una revelación divina. Un guiño del cielo en compensación de las penurias de los últimos meses. Gesto de buena voluntad para comenzar de nuevo y confiar en el porvenir.

Gracias a quien quiera que haya planeado esto para mí, pensé, y luego abandoné el área por temor a romper el encanto. A lo mejor escuchaba una voz que me regresara a la realidad. Un aviso de que estaba ante una mujer sin relación alguna con las películas de mafiosos. Un nuevo descenso a la tierra, ahí en donde no se convive con nadie acostumbrado a las alfombras rojas.

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Está intentando seducirme, ¿verdad?

Una joven se me acercó el otro día mientras paseaba por el centro histórico de la ciudad. Ya era de noche y la situación me tomó por sorpresa. Es raro que un desconocido o cualquier tipo de persona me aborde en la calle. La joven tenía, calculo, entre diecisiete y veintiún años. Me preguntó si podía platicar conmigo. No supe muy bien cómo reaccionar, solo frené el paso y le pregunté sobre qué quería hablar. Me dijo que tenía problemas en casa. Quiero que estés enterado, remarcó. La cadencia de su voz despertó mis alarmas. Intento ya no confiar en nadie y estimé que detrás de aquella supuesta vulnerabilidad se podía esconder una trampa. Si me dejaba llevar corría el riesgo de ser enredado con palabras dulces y la promesa de una amistad. Decidí que no estaba dispuesto a exponerme a un peligro. Los ojos que tenía enfrente podían estar llenos de veneno. A la par, quise tener un margen de consideración. Cabía la posibilidad de que la jovencita en verdad tuviera conflictos que quisiera expresar. O a lo mejor solo quería conocerme y no se le ocurrió una mejor idea que fingir el desamparo. Para dejar el marcador en tablas, le recomendé que buscara a un profesional en el tema. Yo no soy un experto, le dije, así que no puedo ayudarte. Busca en internet. Hay instituciones que dedicadas a orientar. Y sé fuerte, ya verás que todo se soluciona si pones tu empeño en salir adelante. A continuación: el silencio. Ella no dijo nada. Me miró directo a la cara hasta que me decidí a seguir caminando. Cerca de ahí se encontraba una pareja que atestiguaba la escena. Hombre y mujer sonreían. Tuve la sospecha de que ambos conocían la rutina de aquella joven y que vieron en mí demasiada ingenuidad. Lo correcto hubiera sido reaccionar como los el resto de los peatones: ignorar la voz que pedía auxilio. Evitar la pérdida de tiempo que antecedía a una petición de dinero o un asunto peor. Pensé mucho en los elementos que rodeaban el ambiente. Luego fui a una librería, pero no pude olvidar lo que había hecho. Miré los libros sin interés alguno. Tenía la mente allá afuera. Me había comportado como un imbécil. La paranoia me jugó una mala pasada: quizás debí haber escuchado lo que la joven tenía que decir. Pobre mujer, vio en mí a alguien de confianza y mi reacción fue fría y sin un dejo de compasión. Había decepcionado a la primera persona que depositaba su esperanza en mí. Vaya sensación insoportable la de ser uno mismo. Qué vergüenza. Lo decía una vieja novela de Osamu DazaiIndigno de ser humano. Salí de la librería y apresuré el paso hacia el lugar en donde había conocido a la joven. Tal vez ella siguiera ahí, esperándome con un ramo de rosas. O al menos podría encontrarla en compañía de otra víctima de su estafa. Con eso podría aliviar mis dudas. Sabría que al menos había evadido el engaño. Sin embargo ya no la encontré. No estaba en los alrededores. Habían transcurrido unos minutos apenas. ¿Y si la hice llorar? Trastoqué tanto su ánimo que la obligué a abandonar la zona, seguro fue lo que sucedió. Arruiné su vida para siempre. Seguirá bajo el sufrimiento de los golpes familiares. Yo era su último intento. Al menos eso es lo que he tenido en la mente durante la última semana. Tendré que llevar ese peso en los brazos.

Imaginemos una votación en la que se decide si soy una buena o una mala persona. El resultado es aplastante: noventa y siete votos están a mi favor (repito: es una suposición), mientras apenas tres son en contra. Pues bien. Aun así me obsesionaría más con esos tres votos negativos que con el triunfo dado por la amplia mayoría. Eso soy.

Lo que más le pido a una amistad es fidelidad absoluta. Que defiendan mi nombre ante la calumnia cuando no esté presente en la sala. Y es lo que yo ofrezco. Lealtad hasta las últimas consecuencias. Una capa ante cualquier ataque al que pudieran ser expuestos. También una apertura a cualquiera de las (pocas) cosas que soy capaz de ofrecer. Por eso digo adiós a cualquier amistad apenas se presente una traición. Borro de mi cabeza a quienes se relacionan con sujetos que me han insultado o que mienten acerca de mí. Que se queden con ellos. Conmigo se acabó. Me despido sin odio ni rencor. Desaparezco de sus vidas, sin más.

Soy atractivo para las señoras decentes. Esas que van a la iglesia y no se pierden la telenovela de horario estelar. Fracaso ante cualquier otro sector demográfico, pero las mujeres mayores me adoran. Las abuelitas, las amigas de mi madre o mis tías, la dulce anciana que atiende el restaurante… todas ellas dicen que soy guapo y lindo. Me lo dicen sin reparos. Consideran que tengo potencial y que soy apuesto, siempre desde un halo de inocencia (ninguna Mrs. Robinson, por desgracia). Acaso mi aspecto de viejo acabado esté en sintonía con la forma en que ellas entienden el mundo y sus secretos. Por lo demás, soy incompatible con la gente joven. Luzco fuera de lugar cuando estoy cerca de ellos. Ni siquiera me miran. Ya no hago intento alguno por encajar. Hace tiempo me quedó claro que es imposible.

Intento disfrutar de lo que se puede. Si no lo logro visitar Estambul, que nadie me quite el placer de tomar una taza de té o de lanzar un calcetín al bote de ropa sucia.

Nunca hay que perder la capacidad de asombro, pero al mismo tiempo hay que evitar ser alguien fácilmente impresionable. Rendirse ante la belleza de una burbuja de jabón o el milagro que supone la explosión de una palomita de maíz: adelante. Caer bajo la retórica de cualquier embaucador: por supuesto que no.

Sobre la técnica para emplear el gel antibacterial: usarlo una vez y a continuación repetir la operación. Luego ir a lavarse las manos con agua y jabón para, entonces sí, aplicar de nuevo gel antibacterial en una tercera vuelta. Vaciarse la botella por completo es una opción. Con la limpieza no se escatima.

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El misterio de las personas amables

Un hombre desconocido me detiene en la calle. Dice que le gustan mis botas. Le doy las gracias y apresuro el paso. Pero él me sigue. Me pregunta que en dónde las compré. Es ahí cuando empiezo a sospechar de sus intenciones. Quizás se trate de un estafador, pienso. En cualquier momento soltará un truco. Lo siguiente que sabré es que mi cartera ha desaparecido. Esa clase de gente actúa con rapidez.

Tomo una estrategia defensiva. Le digo que hice la compra en la Ciudad de México.  Evito dar mayores detalles. El hombre entonces pregunta si voy seguido a la capital. Respondo que a veces.

Vuelvo a sacar conclusiones. Es probable que el sujeto no sea un estafador. Quizás se enamoró de mí en cuanto me vio cerca del semáforo. Aunque el detalle es halagador, no estoy interesado en él. Me gustan las mujeres, con todo lo bueno y terrible que esto es.

Mantengo el paso. El hombre sigue a mi lado. No quiero detenerme. Doy respuestas secas para disminuir la conversación. Tal vez así se vaya.

También le interesa saber cuánto he pagado por las botas. Le digo una cifra cualquiera. Menos de lo que costaron. No quiero que piense que soy un tipo rico al que se le puede robar. O uno que te puede invitar un helado en un establecimiento con música romántica.

A continuación el drama se resuelve. El hombre menciona el nombra de la marca de mis botas. Me sorprende:  las conoce de verdad.  No cualquiera. Contrario a mis sospechas,, sus preguntas distaban de ser un pretexto para desarrollar un plan maligno. Lo suyo era de un genuino interés.

Dice que hice una buena compra. Que ha visto las botas a un mayor precio en tiendas de México, si bien es mejor comprarlas en Estados Unidos. Me dice que su familia es aficionada a la marca. Que las usan desde hace años. Sus hermanos, sus primos y ahora su hijo. La mención de su árbol genealógico consigue que el ambiente se relaje.

Intercambiamos unas cuantas palabras más. Luego él se despide y sigue su camino. Yo me detengo. Veo cómo el hombre se aleja de mi vida. Alguien que tuvo el detalle de platicar conmigo. Sin ninguna ambición en particular. Sin otro ánimo que el de intercambiar unas palabras con alguien afín a su calzado.

Decido buscar una cafetería en los alrededores. Encuentro una en donde es posible tomar asiento sin ser molestado. Pido un té. En cuanto lo traen y doy el primer trago, regreso los pensamientos al hombre de las botas. Me doy cuenta que estoy en un estado de psicosis. En la paranoia total. Veo enemigos en todos lados.

En eso te transforma el paso de los días. Las penurias se convierten en una presencia cotidiana de modo tal que ya no te crees que algo bueno pueda pasar. Apenas surge una pequeña luz, te viene la sospecha. Ves ogros en los alrededores. Incluso los espacios vacíos despiertan la alerta. Puede que la tranquilidad sea señal de una trampa.

Eres el pájaro que vuela en cuanto los humanos se acercan. Da lo mismo que solo quieran ser tu amigos. Prefieres evitar riesgos innecesarios. Que para eso tienes unas alas con plumas.

Miro a la mesera de la cafetería. Ha sido muy amable conmigo. E intento cambiar y librarme de los viejos pensamientos. No, no es amable porque quiera una buena propina. Ella es así. Le nace de corazón. Se pueden tener cosas lindas. No todo tiene un lado obscuro, no al menos uno tan malo. Debo dejar de pensar que todo es una gran estafa.

Refuerzo el pensamiento al día siguiente cuando busco alguien con quien reparar mi reloj. Se le ha roto ese pequeño lazo de piel que ayuda a sostener la correa una vez que ha pasado por la hebilla. Necesito que alguien le ponga uno nuevo. Lo ideal sería cambiar la correa por completo, lo cual quiero desde hace meses. Pero se trata de un viejo reloj italiano con una entrada rara. Ninguna pieza le queda. La reposición es inconseguible incluso en internet.

Pregunto en tres relojerías del Centro Histórico. En cada una me dicen que no me pueden ayudar. Sin embargo, en la última me recomiendan un lugar en donde quizás tenga suerte. Queda cerca de la zona, así que voy de inmediato.

Se trata de una tienda de antigüedades en donde también venden juguetes y piezas de colección. Es un lugar grande que parece recién remodelado. Contrario al tipo de mercancía que manejan, el decorado reboza actualidad.

Atiende un señor mayor y un joven que parece su hijo. A este último le explico mi situación. Dice que nunca había visto un reloj con una entrada similar a la de esa correa. Pero que intentará ponerle un lazo de piel que pueda sustituir al que se rompió. Con eso será suficiente. Acepto su oferta sin preguntar el costo del procedimiento, el cual, para mi sorpresa, termina por ser gratis.

Cómo que gratis, le pregunto al joven. Déjalo así, me dice. Tengo varias bandas de cuero en un cajón que me quedan libres luego de algunos arreglos. Le insisto. Déjame darte un poco de dinero, le digo. Aunque sea por el esfuerzo. Lo rechaza con una sonrisa.

Miro el reloj. De nuevo ajusta perfecto con mi muñeca.

El procedimiento duró diez minutos. Sin ser una gran cosa, para mí supuso una lección. Sobre todo porque recibí ayuda de alguien que no pidió nada a cambio. Un desconocido, a quien es probable que jamás vuelva a ver.

Dos anécdotas de apariencia insignificante que trascendieron al fin de semana en que ocurrieron. Un par de piezas para encajar en un rompecabezas de reconciliación con la sociedad.

Hay gente decente allá afuera. A veces parece que no, que es un circo siniestro, pero en verdad existen. La bondad los delata. Personas amables deambulan entre nosotros. Héroes anónimos capaces de cederte el asiento en el autobús. Paladines de la justicia que regresan la cartera que se encontraron. Grupos de resistencia encargados de decir gracias.

Por ellos vale la pena dar una oportunidad a la relación con los otros. Con precaución desde luego. Usar un traje térmico nunca está de más ante los cargantes que abundan todavía. A ellos ni el agua.

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Una luz que se apaga

Gracias a una intensa lluvia, el otro día la casa se quedó sin luz por varias horas. La reacción inicial fue de serenidad. El servicio se restablecerá pronto, pensé, no hay nada que temer.

Esa tranquilidad se rompió a los pocos segundos. Recordé que sin luz no tendría internet. De poco servía la batería de la computadora. Sin una conexión para navegar el aparato en cuestión se transforma en un enorme pisapapeles.

Presa del pánico, bajé a la cocina para hacer lo que se hace cuando no hay nada que hacer: abrir el refrigerador para proceder a cerrarlo sin haber tomado nada. De paso me preocupé por  todos esos alimentos en riesgo de echarse a perder si la situación seguía igual.

Y así fue. En total estuve cerca de 15 horas sin luz. Se fue a las siete de la tarde y no regresó sino hasta el día siguiente por la mañana, tiempo suficiente para comprender la fragilidad de la existencia cuando no hay una lámpara que la ilumine.

Lo correspondiente, dicta la norma, es esperar. Seguro que algún vecino reportará el desperfecto, piensan todos los que habitan la cuadra. Y pasan los minutos sin que ninguno lo haga. Entonces obscurece, con esa apertura del cantar de los grillos a manera de tropa.

Entra la desesperación. Ahora cómo voy a leer El hombre sin atributos, cómo voy a completar el diseño de la armadura mecánica. Ni siquiera podré dibujar el mapa mitológico del día.

La lluvia se va después de haber dejado el desastre. Así, sin más, se burla de los seres humanos. La lluvia es una de esas señoras que chocan tu auto y se dan a la fuga, sin dejar un papelito con su número de contacto aunque sea.

Ni hablar. En medio de la obscuridad toca apelar a las velas. Sí, de las que solo te acuerdas en los cumpleaños y cuando el fusible se ha jubilado. Pero las velas, tan caprichosas como son, deciden esconderse cada que las necesitas. No importa lo precavido que seas. Por mucho que haces meses hayas guardado las velas en un cajón especial, el día en que se ofrezcan ya no estarán. Tendrás que hacer lo mismo de siempre. Salir a comprar un paquete (porque en la tienda cercana no las venden sueltas) para poder enfrentar la noche.

En mi caso, a falta de una mejor opción, esta vez tuve que recurrir a veladoras. Ahí me tienen, iluminado con una de las típicas veladoras en vaso de cristal con grabado de la Santa Virgen. Qué mejor así, con una cálida compañía que de paso ahuyente a los malos espíritus que asedian en la madrugada.

Lo cierto es que  ante tal panorama las actividades se limitan un montón. Repito: hay poco que hacer dentro de casa cuando no hay luz. Tanto es así que uno se ve obligado a realizar cosas que de otro modo no estarías dispuesto a hacer. Platicar con la familia, por ejemplo.

—¿Cómo ha ido todo, Javier?
—Bien, ¿y tú?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Bien, ¿y tú?
—Bien.

Por otro lado está la opción de los libros. La luz de un par de velas pueden permitir consumir un par de capítulos con un daño a los ojos que no sobrepase el 40%. Total, ya luego te pondrás lentes. Hay unos muy lindos que siempre quisiste desde que supiste de ellos en un anuncio televisivo.

Fuera de eso, poco. Quisieras escuchar la radio, pero sin pilas de reserva no hay manera. Tampoco puedes cocinar, ya que para preparar tu especialidad —palomitas de maíz— requieres de un horno de microondas. Vamos, ni siquiera queda la alternativa de acercar la lengua a la ventilador de techo, que bien te iría para combatir el estrés. Todo eso necesita de energía. Y la tuya está por agotarse.

Es verdad, uno puede dormir y olvidarse de todo. Tirarse a la cama durante horas en lo vuelve a la normalidad. Eso haría yo si pudiera, y quienes estén en condiciones deberían hacerlo. El problema es que, de un tiempo para acá, yo necesito de música para conciliar el sueño. De otro modo no puedo, pensamientos horribles inhundan mi mente impidiendo así cualquier relajación. Centrarse en la voz interna no siempre es aconsejable, por el contrario. Puede resultar un remolino que torture sin dejar en paz.

Fue así que tuve que pasar gran parte de la madrugada sin pegar ojo. Me vi obligado incluso a recurrir a un viejo celular para jugar un rato con la pila de reserva, la cual no duró mucho. Necesitaba mantener la cabeza ocupada. Como ya no quería leer, el aburrimiento ganó terreno. Ahí estaba yo, encerrado por la espesura de la obscuridad, cortesía de una veladora sin mucha resistencia. Era un prisionero del universo.

Contar ovejas para conciliar el sueño no era opción. Como defensor de los animales no las iba a explotar de esa forma. Menos en un periodo fuera del horario de oficina. Tenía que apañármelas yo mismo, así que me puse a pensar, una actividad ya en desuso de la que hay registro en algunos libros de historia.

Pensé en el mar. Recordé la primera vez que visité la playa. Yo era muy chico. Estuve una semana ahí con mi familia, y cuando nos íbamos ya, mi madre me dijo: «Despídete del mar». Y así lo hice: «Adiós, querido mar. Ojalá nos veamos pronto».

Desde ese día empecé a conversar con los objetos y con la naturaleza. No a través de la voz, sino con la mente. Telepatía, sí. Casi nunca obtengo respuesta, pero estoy bien así. Los seres humanos somos demasiado parlanchines.  Prefiero a los limones o los árboles que están dispuestos a escuchar sin interrupciones. Uno de mis mejores amigos es un pino que tenemos plantado en el jardín. Se llama Roberto.

No recuerdo cómo fue que al fin empecé a dormir. Una de las últimas cosas que hice fue desearle buenas noches a las lociones, libros y otros habitantes del cuarto. Buenas noches, taza de té. Que descanse, recibo de la luz. Fue un placer conocerlo, estuche de lentes. Sueña con los angelitos, Charlie Brown.

Un rato después de que desperté, la luz regresó. Fue una pequeña alegría.

 

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