Enrique Galindo: el policía no tiene quien le diga

Enrique Galindo tiene muchos amigos. Quizá demasiados. Ahí está su debilidad política. A menudo en la vida somos formados más por los enemigos que por nuestros aliados. Las figuras de contrapunto estimulan nuestro comportamiento y con su lata nos llevan a enmendar, a ser audaces, a contragolpear. Galindo no las tiene en plenitud. Incluso parece reacio a la confrontación. La sombra de una duda.

El alcalde de San Luis Potosí tiene en cambio mucha complacencia. Toda una camarilla de subordinados que aplauden su ubre. Es fácil ser entusiasta y optimista cuando se está en la nómina. Todo está bien, maestro; va muy de maravilla, maestro. A los obreros de la ciudad les importa mucho que usted vaya a un evento gastronómico en Cuba y las nuevas producciones de Netflix aliviarán la inseguridad de las familias potosinas, maestro, maestro. Los jóvenes olvidarán lo que ha pasado con un finado amigo si traemos a Alberto Peláez y ponemos más publicaciones de perritos.

Tal es la tragedia de Enrique Galindo. Cree tener un rumbo, y lo tiene, pero a la perdición.  El policía no tiene quien le diga. No tiene quien le diga de sus yerros. No tiene quien le recuerde que gobierna en un momento de excepción nacional. Que no está a cargo de Vancouver ni de Ámsterdam, sino de una ciudad que anhela, ante todo, el cachivache de toda la vida: seguridad.

Los potosinos eligieron su perfil en 2021 por dos motivos principales. Uno, por ser una figura que podría antagonizar con el proyecto del Verde. Y el otro, no por su carisma ni talante bonachón, sino por su experiencia: la posibilidad de tener a un hombre duro frente a la delincuencia.

Olvidar la empresa bondadosa del “Sí” en un cuerpo policiaco —ese error fundacional—, que más bien ha de ser implacable. Esa tendría que ser una de sus tareas urgentes. Si su intención no era ser gobernador debió dejar su espacio a alguien más, de otro modo es funcional al poder político dominante.

Hasta ahora ni uno ni lo otro. A casi dos años de gobierno, el alcalde está más preocupado por el aura buenista. Por la cultura, por el turismo, por, hágame usted el favor, tejer lazos con Japón y relacionarse con Denise Dresser y Susana Zabaleta. Por invitar a artistas que le pinten la cara. Hace poco tiró la carne a un festival de primavera que fue más bien otoñal.

Maestro, maestro, no puede ser que nadie de su equipo le haya dicho que Napoleón, Mijares y los fósiles del rock en tu idioma son antitéticos de la primavera. Pero quizá a usted le guste que le digan nada más que sí. Hubo, en cambio, perfiles valiosos a los que no escuchó. Tal vez porque tenían la inteligencia suficiente para ir más allá de mover la cabeza de arriba abajo, como tanto hace gente cercana a usted (y no solo para asentir). Si Caloncho era la opción fresca, habrá que recordar a un viejo poeta: el trienio no volverá a ser joven, que la política iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde, ya cuando el ave lo ha comido todo. Téngalo en cuenta. Cada semana es fundamental.

No caiga tampoco en la tara de muchos políticos modernos: creer que la popularidad se adquiere a través de videítos, mensajes Twitter y pautas de Facebook (mucho menos si los mensajes carecen de sustancia y están mal escritos). El dinero gastado en medios locales y nacionales (qué cosa) tampoco lo salva, son casi infructuosos frente a la creación de estructuras, la dádiva y el mapeo territorial. También son inocuos frente a la retórica populachera. La política es más compleja que posar para la community manager y apostar a la ilusoria complacencia de los compadres.

La ausencia de propósito explícito lo tiene a la deriva. Qué más da la peste progresista que inunda su proyecto si no deja en claro su siguiente paso. Y por eso, pese a su formación académica, nacional e internacional, usted luce disminuido frente a un egresado de una escuela fundada ayer. Hágame usted el favor. ¿Habrá otro hijo de la Universidad de Salamanca que esté en la misma circunstancia? Miguel de Cervantes seguro que no. Pero no se preocupe. Jorge Volpi será siempre el emblema del patetismo.

Solo usted, maestro, sabe cuáles son sus intenciones en el mediano y largo plazo. Probablemente ni quisiera su cuarto de guerra (o su cuarto de amor y florecitas, para continuar con la impronta arcoíris) pueda precisar lo que a fin de cuentas está en su fuero íntimo. ¿Cuál es su siguiente paso? ¿El Senado, la reelección? ¿Buscará ser gobernador en 2027? Le hace falta mostrarlo.

Si es honesto con la vida y consigo mismo, sabrá que su llegada a la presidencia municipal partió de un compromiso implícito: sus votantes apelaron a un proyecto político ajeno al populismo de izquierda. Uno que se abstuviera de padrinos y otros cuentos. Sería comodino eludir tal responsabilidad. La apuesta de ir por Senado y quedarse ahí es placentera, pero también dejaría un estigma, la de un hombre que claudica y no libra las grandes batallas. La lealtad es muy valiosa, aplica respecto a los votantes, y las relaciones humanas en general. Pero su equipo no tiene la capacidad de trasladárselo. Puede que no sea un atributo que abunde ahí.

Es usted un policía (y un maestro), ¿pero sigue siendo alguien que pelea? Aún como parte de un partido que se desmorona, usted es el único ahí que pueden dar batalla en el ámbito estatal e incluso, quizá, ganar. ¿Renuncia a ello? ¿Desconfía de sus cartas? Qué decepción. Para hacer lo que usted está haciendo, mejor hubiera sido una alcaldesa de chocolate. Pero ella sí que tuvo los arrestos para aspirar a la gubernatura.

Usted parece interesado en la cultura, aunque haya deparado tal función en gente que no es lo más notable. Habrá visto en todo caso la película italiana (usted tan vintage) Stanno tutti bene de Giuseppe Tornatore (1990), en la que el protagonista (el gran Marcello Mastroianni) mantiene una ficción similar a la que compone a su equipo. Todo va contra el pronóstico deseado… pero todo está bien, maestro, están todos bien.

El policía no tiene quien le diga: espabile y atienda su responsabilidad histórica. Deje de jugar al estadista en campos favorables. Haga política. Es la mejor ficha disponible frente a lo que usted ya sabe y conoce de cerca. No sea los que agachan la cabeza. Recuerde que hay derrotas que resultan más honorables que las victorias comodinas, propias de quien se desentiende del anhelo de su gente.

Ya habrá oportunidad para hablar de días soleados. Sin acritud.

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La gente de las mañanas

Cuando era niño, sentía fascinación por la gente de las mañanas. Esas personas que veía en la calle en horarios que supuestamente eran laborales. Para encontrarme con ellos tenía que enfermarme y faltar a la escuela, claro. Un miércoles, por ejemplo, en ese periodo entre las 9 a. m. y 1 p.m. cuando la atmósfera es tan distinta fuera del aula (ver la tele en vez de ir a clases era un placer de cinco estrellas, especialmente por los programas de revista).

El hallazgo llegaba cuando salía a la esquina o acompañaba a mi madre al supermercado. Ahí los topaba: los adultos que habían vencido al sistema. Al menos esa era la impresión que tenía de aquellos que desayunaban en un puesto de tacos o leían el periódico en vez de rellenar una hoja de cálculo desde el escritorio. ¡Qué admirable es, señor, quiero ser como usted cuando crezca! Los más destacados eran los que fumaban cigarrillos, los que jugaban dominó o los que tomaban café a pequeños sorbos. Cualquier cosa menos trabajar. El cinismo resonaba en la cuadra.

Ese grupo selecto representaba la gloria en contraposición al fastidio de los hombres de acción, los energúmenos que se enorgullecen de estar ocupados todo el tiempo, intercalando llamadas telefónicas con correcciones de documentos que nadie notará en Marte. Cada vez que entero de ellos me dan ganas de ir a la cama y encender una vela aromática en el buró. Revindiquemos la vida contemplativa. Quien es incapaz de estar a gusto sin hacer nada debería revisar sus prioridades y atender el desajuste interior que le conduce al movimiento.

Con el paso de los años, mi perspectiva sobre las personas de las mañanas cambió. Al convertirme en adulto, y estar del otro lado, comprendí que aquello no siempre era un destino luminoso como el que vislumbraba de niño. Muchos de los hijos de la mañana no eran rebeldes del sistema, sino desplazados; lejos de ser vencedores, eran proscritos. Gente desempleada y con angustias financieras. Perfiles que no encajan en una sociedad maldita que valora cualidades con las que ellos no cuentan, como si con las demás características fuera todo color de rosa.

Entre ellos también se encuentran los que ha renunciado a las ocupaciones no por gusto, sino por una obligación mayor. Cuidar a un familiar enfermo o estar al pendiente de un anciano en casa. De niño ignoraba que esos individuos solo se están dando un respiro antes de volver a sus propios problemas. Esta categoría poblacional, la matinal, es la de seres a la expectativa. Días de responsabilidad con la esperanza de que algo ocurra, que algo mejore. Ante la falta de buenas noticias queda la resignación.

Peor aún es lo que ocurre con quienes están incapacitados. Aquellos que han sido afectados en carne propia por algún padecimiento que los tiene fuera de la jugada cuando quisieran estar ahí, en donde las cosas aburridas suceden a gran escala. Aspiran a ser el empleado del mes, el recluta que recibe como premio la exhibición en una pared cuyas imperfecciones requieren ser tapadas por un retrato.

Sí, quienes son excluidos de la cotidianidad laboral tienden a sospechar que se pierden de un vergel al que no fueron invitados. Cuando ven la cara de quienes están ahí, no lo comprenden. Son tipos que ni fu ni fa. Cómo es que ellos pueden y yo no, se preguntan. Su autoestima es trastocada. Al caminar al lado de los edificios pensarán que hay bombo y platillo en las oficinas, o cuando menos prácticas que ellos nunca conocerán. La sensación de perderse eventos que valdría la pena experimentar, sin saber que aquellos que están adentro añoran ser aquel puntito en el asfalto que parece caminar sin ninguna presión.

Es un efecto común: de lejos todas las vidas parecen mejor de lo que realmente son. Es difícil detectar las insatisfacciones en la superficie. De ambos lados existe una resistencia a expresar lo penoso que es estar donde estamos. Necesitamos ser sinceros con el otro para consolarnos mutuamente. Hey, no te pierdes de nada, esto es un asco, diría uno. Tú tampoco, esto es horrible, diría el otro. Al cabo de una charla comprenderían que siempre habrá una excusa para la tristeza y que acaso la salvación esté en la actitud, adoptar una postura estoica o volverse un simulador.

Por su puesto, también están los afortunados. Los que no tienen que de trabajar y que pueden deambular por el parque sin prisas ni remordimiento. Contentos ir a su propio ritmo, conscientes de que el esfuerzo es solo para los necesitados. Se consideran distinguidos al no requerir las mismas piruetas que la chusma. Pasear al perro es su gran responsabilidad cada jornada.

La única calamidad que les corresponde a estos últimos es un posible aburrimiento; pero incluso así, son personas que pueden sentirse contentas. Bendecido: alguien que en un lunes cualquiera puede desayunar sin mirar el reloj. Además, si hay holgura económica suficiente, hay un santo remedio contra el hastío: hacer las maletas y tomar un avión a cualquier lugar que el pulgar señale en el globo terráqueo.

Que todos los que pertenecen al mundo de las mañanas alcancen este punto para así dejar de dar impresiones distorsionadas a los niños.

Elogio del café soluble

Café soluble, tan defenestrado por el connoisseur de nariz alzada, el exquisito de bigote que pide como mínimo una prensa francesa o la extracción en roca.  Sifón japonés, Kalita, todos esos métodos de preparación tan divinos… y que no están ahí cuando estás sin tiempo, quebrado y hundido.

La variedad instantánea del café es todo terreno, un amigo fiel que no pide mucho y que cumple su propósito, aunque no se desvive en lo que ofrece: solo lleva la concentración suficiente para despertar al somnoliento. Dos cucharaditas copeteadas, agua caliente y plac, ya lo tienes. Ni siquiera tienes que revolver tanto.

En el mundo del café, las ceremonias son habituales. Las bebidas de excepción que uno pide en los restaurantes o cuando hay una máquina especializada. Pero eventualmente, pese a que te hayas alejado, regresas a los brazos (o asas) del café soluble. El que está ahí en casos de emergencia. La cucharilla resuena como campana dentro de la taza. Un llamado a levantarte y dar lo mejor de ti. El recordatorio de que la vida es una pelea de box.

A veces es necesario que el café no tenga un sabor tan agradable. Y beberlo así. Reconectar con lo rupestre. Adquirir el ritmo, esforzarse más por el efecto que por el placer. ¿Cómo quiere su café? Que me devuelva la ilusión perdida, por favor.

El sabor amargo e imperfecto es un preparativo para el ambiente adverso de la cotidianidad. A cada trago le demuestras al cosmos que puedes encajar cualquier vicisitud sin derrumbarte. El veneno para ratas no acabará contigo, así que vengan los golpes. La vida arrincona en ocasiones y es ahí donde florece tu capacidad de resistencia. Igual puedes hacer trampa con un poco de leche y azúcar. No le diré a nadie.

En el interior del café yace tu salvación. Eso piensas por las mañanas cuando, aletargado, andas sin rumbo a la espera de que un brebaje aterrice tus emociones. Llega una condición descrita por Paul Auster en Diario de invierno: estás cansado, pero alerta, invadido por un runrún que viene de la radio. Un festín eléctrico que también te machaca un poco a la tercera taza y que es mortal a la cuarta.

El café también tiene su vertiente social. En el caso del café soluble, se adentra en lo salvaje. El espacio compartido para esta bebida es casi una obra pop. El cuadro de los endulzantes, las manchas color caramelo sobre la mesa y los sobres de crema en polvo (con gránulos esparcidos por todas partes) no están muy lejos de lo que se encuentra en una galería de arte contemporáneo. Exhibición de las prisas de oficina en ausencia de servilletas. Instalación colectiva. Valor unitario: 32 mil USD.

«Tutto è possibile dopo il caffè», dicen los italianos que saben tanto de estas cosas. Tanto que se burlarían de tu café soluble en vaso de cerámica rota. Es fácil para ellos, desde la belleza de sus calles, la ropa impecable y la cercanía a una Cimbali Pitagora. No comprenderían que tu enfoque va por otro lado. Es una cuestión de principios. Eres un luchador del alba. Alguien que encara lo peor y está del lado de los derrotados. El club de los que tienen poco, los supervivientes.

Un ladrón honrado

Hace tiempo salió en las noticias. Un hombre de 54 años detenido por robar productos de una tienda de conveniencia en Torreón, Coahuila. Visto así, el suceso era como tantos otros. La diferencia estribaba en la candidez del señor. El crimen de marras no fue violento ni descalcó a nadie. El botín consistió en una cerveza de 1,2 litros, tres bolsas de frituras y un jugo de tomate con almeja. De ahí un operativo que concluyó con la captura del pobre diablo y su exhibición en redes. La Dirección de Seguridad Pública Municipal de Torreón le puso esposas y le tomó una foto junto a su tesoro frustrado.

Aquello fue, claro, una sobrerreacción, un despropósito. Ese buen hombre seleccionó artículos que evidenciaban una nobleza pocas veces vista en estos tiempos. Puesto ya a robar, bien pudo retacar sus bolsillos de más productos. Nada le hubiera costado sumar un dip de cebolla francesa, unos chocolates con nuez o un frasco de café a sus bolsillos. O incluir otra cerveza. O uno de esos whiskies enlatados con coca. Lo evitó. Fue contenido y prudente. No quiso dar mayores molestias ni pasar por un encajoso. En una noche calurosa, simplemente buscó refrescarse con una michelada. Quizá disfrutar de una película con un poco de botana. Hay que ser un insensible para condenar a alguien así. Uno di noi.

Más que ensañarse a él, habría que cuestionar un sistema que impide a las personas acceder a bienes de primera necesidad y que hace mella de los aventureros. La inquina de las autoridades y los medios contra dicho personaje da cuenta de quienes pretenden purificarse a través de la denigración del otro. Y muestra cómo la falta de criterio se ha institucionalizado. El incidente debió zanjarse de otra forma. «Don Miguel, se pasó y tuvimos que detenerlo», debieron decirle los policías. «Para la otra mejor avise y le invitamos unas frías. Pero ya no dé lata, que para la otra sí tendremos que proceder. Ya váyase, todavía alcanza a ver el partido».

Al leer la noticia fue inevitable recordar Los ladrones somos gente honrada, una de las piezas teatrales más famosas del gran Enrique Jardiel Poncela. En ella, un ladrón se enamora de una mujer que habita la casa que pretendía robar. Esto lo conduce a abortar la misión y a dejar el gremio de la pillería para casarse con quien le ha flechado. En el resto de la obra, la interacción de sus viejas amistades con sus nuevos círculos revela lo arbitrarias que son las percepciones sobre la moralidad ajena. Con frecuencia, personas de prestigio son igual o más sucias que los granujas de medio pelo que al menos tienen la decencia de asumir su condición faltosa.

Con lo anterior, claro, no hago apología del delito. Probablemente yo habría montado en colera si don Mario me hubiera robado lo que fuera, así se tratara de una corcholata. Lo detestaría. Tan solo pongo en perspectiva que hay una podredumbre superior que se va de rositas y que existe un desajuste en la manera en que se juzga en sociedad. Atrocidades mayores vienen de gente que aparece sonriente en la televisión, con la desfachatez de pretender la conducción de nuestras vidas. Políticos, funcionarios, marrulleros que saben cómo hackear el sistema en su favor. Aplaudidos por sus propias víctimas que no se dan por enteradas.

Aquellos que quieren lastimarte trabajan dentro del marco de la ley, decía un poeta británico. Criminales educados para hincar el diente conforme al reglamento. La desfachatez de gobernantes que dilapidan dinero público, por ejemplo; los que provocan desabasto de medicamentos sin inmutarse. Bob Dylan cantó alguna vez que para vivir fuera de la ley debes ser honesto. Como Virgil Starkwell en Take the Money and Run (1969) que atraca un banco con toda la pena del mundo, aclarando las dudas de los empleados de ventanilla. Con paciencia y sin agredirlos. «Por favor, tengo prisa», les dice, «necesito los 50 mil dólares». Pero entiende cuando le indican que debe hablar con el gerente para que el trámite proceda. De modo que va y le explica. Un tipo íntegro.

Peso Pluma o bailar al son que marque el algoritmo

El éxito abrupto de Peso Pluma levanta un rastro de suspicacia. En otros tiempos se requería de trabajo sostenido pare llegar a los grandes planos, o tener un padrino poderoso o que una concatenación de circunstancias obrara el milagro. Actualmente basta con la alineación del algoritmo, el favor de la industria que bendice a las figuras que se adaptan a sus designios. Lo sabrá quien, de un día para otro, vea inundadas sus redes con recomendaciones no pedidas que algún inocente considerará un hallazgo… igual que otras tantas millones de personas. El truco que ocurre con agendas políticas y causas espontáneas que se instalan en el colectivo mediante una sofisticada ingeniería social.

Videos, reels: Peso Pluma llora en concierto. Peso Pluma dedica unas palabras a su mamá. Peso Pluma agradece regalos de sus fans. Miles de visualizaciones y compartidos. Comentarios de sorna, muchos otros de elogio. Al fin alguien auténtico. Me gusta, es humilde; la está rompiendo del otro lado, qué orgullo; poniendo en alto el nombre de México, cabrones. Dicen, como si el muchacho estuviera recuperando Texas.

En la radio y la televisión surgieron los principales intentos de alinear las preferencias de la masa. Sobre todo en el siglo XX, cuando había pocas estaciones y canales. En principio, internet vino a dispersar los gustos. La facilidad para distribuir y producir música dejó nicho para todo. Llegó la proliferación de artistas y tantos subgéneros como peces en el río. Hay opciones para cualquiera. ¿Rap evangélico con reminiscencias simpsonianas? Lo tienes ahí al lado de la folkatrónica kawai.

No obstante, esto tenía que acabar. Las grandes corporaciones se han esforzado por reunificar a la audiencia por medio de las plataformas digitales. Las tendencias, las cadenas virales que llevan al nutriólogo a bailar para explicar una receta y a un contador para explicar cómo hacer tu declaración anual. Todos funcionales a lo que marcan las sugerencias, lo que está en boga. Lo que permita que tu ridículo tenga también un mayor alcance. Así se han formado las nuevas hegemonías del pop.

La impostada mexicaneidad de Peso Pluma se queda en la misma superficialidad de sus canciones y videos. Es un ornamentro como las botellas de Dom Pérignon colocadas en un desorden sumamente cuidado en la escenografía, igual que las bolsas con droga y las armas que intentan darle el aura de malote que el cutis de adolescente no da. El rostro de quien no ha padecido las consecuencias de aquello que escribe como travesura (si quisiera dárselas de valiente debería ir al Colegio Militar. No aguantaría un día). El nacionalismo, oh, queda validado por Estados Unidos, la máxima aspiración. Aparecer en sus listas de popularidad y los programas estelares. Y ya, hasta ahí queda la bravata tricolor.

Su vertiente de corrido tumbado no es subversiva o antisistema por mucho que recurra a la estética edgy de la ilegalidad, sino perfectamente asumible para las empresas, los políticos y los programas de chismes (Peso Pluma bien podría interpretar a un sobrino de la Pelangocha en un sitcom de Jorge Ortiz de Pinedo). Lejos de ser rupturista, es una variación del espíritu de la época. Está repleto de líneas análogas con otros tantos de su estirpe. Ella perrea sola / Ella baila sola. Las camionetas llevan clavo, pura metralleta / Tacomas blindadas, bien rugen el motor. Le gusta el perreo y bailar de cerca. Me encanta cuando bellaquea / Una gatita que le gusta el mambo, con todos los malos sale a bellaquear.


Peso Pluma está más cerca de Arcángel, Rauw Alejandro y Kodak Black que de los Cadetes de Linares y Chalino Sánchez. Hace falta sensibilidad para escribir “Es inútil” y “Me persigue tu sombra”, no ser un artista de la presunción que bebe de la fuente protestante más que de la tradición hispanoamericana. Hasta la fecha carece de los atributos que caracterizan justamente a los grandes compositores mexicanos que tiran de la soledad y el abandono, el carácter psíquico nacional aludido por Samuel Ramos: la autodenigración entremezclada con el sentido de inferioridad (de la que nace la contradicción de la vanagloria). Peso Pluma, en cambio, es indistinguible de decenas de artistas en otros idiomas y disfraces, al cabo dependientes del bling, la pandilla de edecanes y la ostentación. De ahí la compatibilidad de caracteres con lo que Jimmy Fallon pone cualquier otro día.

Al comparar las fiestas retratadas en los videos de, digamos, “Ella baila sola” y “Cómo me duele” de Valentín Elizalde queda claro el imaginario de uno y otro. Peso Pluma reivindica lo mexicano en la medida que le trae aplausos, pero su ideal se aproxima al de otras latitudes. Un subproducto cultural válido y previsible en un país tan complejo e interconectado con EE. UU. como el nuestro. Pero por lo mismo sería absurdo tomarlo como estandarte de la tradición mexicana. Puedes imaginar los ojos de pistola que José Alfredo, hinchado y rojo de la cara, le tiraría al muchacho caguengue en una cantina de Dolores, Hidalgo.

Las críticas a Peso Pluma han sido contrarrestadas con acusaciones de clasismo, el manual de víctima enfundada en Burberry y el mal gusto de Hublot. Otra es que los ataques corresponden a la incomprensión propia de gente gagá que ya fue. Quizá. Quizá sea mejor estar lejos de letristas tan poco dotados que en vez de decir “Los paquetes van bien forrados”, tienen que recurrir a la malformación para forzar la rima “Y bien forrados los paquetes van”. Toda una carrera así. “De todo ya pasé” en lugar de “Ya pasé de todo”. “Con un buen cigarro me relajo yo” en vez de “Me relajo con un buen cigarro”, porque la mente no da para más. Música simpática y con algún acierto, mercancía auspiciada por el establishment. No me la vendan como mucho más.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 3 de mayo de 2023.

A los pies de Bette Davis

El insomnio tiende al ridículo si tienes asuntos atorados en la cabeza. La mente estira sus peores recursos cuando más bien deberías soñar con una isla de perros. Sin complicarte, tirado al sinsentido del descanso.

La otra noche, por ejemplo, no podía dormir y me puse a pensar que haría si fuera famoso y un reportero me preguntara por mi prototipo de mujer ideal. «Las mujeres tipo Bette Davis», respondería.

Me gustan las mujeres con el estilo de Bette Davis. Las que producen un subidón de dopamina con tan solo pestañear. Aquellas que replantean tus principios y hacen añicos antiguas prioridades. Levantadoras de la mirada que pasa del libro a sus manos en el aire. Lo que Camille Piglia llamó «implacables y despiadadas bellezas». No en un enfoque meramente material (la actriz estadounidense distaba de la imagen típica de las divas de Hollywood); más bien un atractivo etéreo que escapa a los estándares de revista. Alguien que te emociona debido a un no sé qué.

Hay hermosuras de manual que aburren en la perfección. Queda poco descubrir en ellas. No hay desafío alguno en el estímulo que ofrecen: como hombre quedas igualado a otros miles como espectador. Tampoco tienen las heridas que enmarcan el fulgor. Su constitución las ha rodeado de halagos y facilidades desde temprana edad, por lo que no necesitan los trucos que las figuras resquebrajadas emplean para apañárselas en el día a día. Estas artimañas son las que marcan la diferencia, las que renuevan a diario la chispa en un vínculo.

Las mujeres tipo Bette Davis agitan el coctel de la vida para dejarlo espumeante. Así puedes probar la noche de un trago. Son un imán que deambula por los pasillos dejando una estela de perfume que hechiza a los más avispados. Procuran las apariciones relámpago que nunca satisfacen del todo, que deja con ganas de más. La satisfacción es la muerte, como decía George Bernard Shaw en Overruled. Eso justifica el jugueteo: «Te besaría, pero me acabo de lavar el cabello… chau», para luego escapar entre risas. El flechazo que deja una mariposa que muestra colores antes de perderse en el bosque.

Tal prerrogativa va acompañada un lado frágil. Una vulnerabilidad que invita a ser rescatada. Las herederas de Bette Davis muestran el semblante de quien no come bien o de quien ha intentado compensar las derrotas de la juventud mediante alguna extravagancia o vicio. Esto no es repelente; por el contrario, suma puntos al marcador de los sentimientos.

Tienen magnetismo. Más que nada, energía que reaviva lo que creías ya muerto dentro de ti. Por algo David Hartman definía a Bette Davis como «un metro y cincuenta y ocho centímetros de dinamita». Una de esas damiselas indómitas que uno cree tener atrapadas cuando ella te ha dado tres vueltas.

Enganchado al tónico de la impulsividad, al remolino del BUM, el riesgo del colapso se vuelve parte de la atracción. Te conquistan o derrumban con una mirada. Cualquier de las dos opciones tiene la suerte que supone su interés.
Esta mujer es la flama que anima cualquier reunión a través de frases, miradas y sonrisas que marcan el ritmo del resto de los invitados. Los asistentes, se den cuenta o no, acaban como actores secundarios al servicio de ella, el carisma y sus acrobacias. El martini previo al grito de guerra: pónganse los cinturones, será una noche turbulenta.

Aún en sus momentos más bajos las mujeres de esta estirpe reconocen su gran valía. Quebradas, en soledad y con el cutis reseco, confían en el salvamento de ser ellas mismas. Cargan un encanto que en cualquier momento les hará remontar la partida. La lección ontológica mostrada en The Star (1952), en la que Bette Davis interpreta a una actriz en picada: «Si eres una estrella, no dejas de ser una estrella». Aunque trabajara en un sitio que no estaba a su altura, en bancarrota y proscrita de la fama, Maggie Elliot mantenía el orgullo suficiente para plantarse en la misma sala que el presidente de lo Estados Unidos.

Quien mejor expresó la cadencia de este prototipo de mujer fue Kim Carnes en esa inolvidable apropiación de “Bette Davis Eyes”, original de Jackie DeShannon: arrolladora, y provocativa, te dificulta las cosas; hará que te ruborices aunque pretendas la seriedad. Rodarás hasta la tristeza. Su ferocidad te dejará expuesto. Hasta que un día la veas llorar y descubras que aún tiene un rastro de niña.

Pese al ineludible sufrimiento que acarrea la relación y el estruendo del itinerario, cedes a la hipnosis que demanda una dedicación de tiempo completo. Lo vale. Lo vale todo. A fin de cuentas con ella te dan ganas de aparcar la búsqueda del amor.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 25 de abril de 2023.

Las plazas en el olvido

Return me to my Native Element:
Least from this flying Steed unrein’d, (as once
Bellerophon, though from a lower Clime)
Dismounted, on th’ Aleian Field I fall
Erroneous there to wander and forlorne
.
—John Milton, “Paradise Lost”.

Me gustan los centros comerciales que se quedaron perdidos en el tiempo. Son construcciones de otras décadas que siguen en pie, aunque ya pocos las visiten. Las plazas desplazadas.

La modestia de su oferta no puede competir contra las grandes infraestructuras. Esos continentes modernos cargados de plétora, servicios automatizados e islas. Lo típico que deparan proyectos de grupos empresariales aliados con arquitectos gafapasta que hicieron una especialidad en Europa. Es fácil entrar y salir de ellos sin sentirse diferente a los demás.

En las plazas viejas estás en cambio un poco en tu hogar. En confianza. No tienen el ruidero de las mil voces (el revés monstruoso del sonido del mar que suena en las conchas) y carecen de engreimientos. Estos sitios semiabandonados tienen la atmósfera de un museo fuera de horas pico. Si acaso algún paso suena a lo lejos. Un oasis contra el ajetreo y la ráfaga de la multitud.

Hay, sobre todo, cortinas bajadas, descuentos desesperados e infructuosos, botes de basura al 10% de capacidad, cartulinas fluorescentes de se traspasa que tienen años ahí. Un policía con reumas que solo podría vigilar un lugar semejante, donde hay poco incentivo para el robo. El cuadro de una entidad que se desmorona a paso de calendario y que por lo mismo ve transcurrir las horas a ritmo de vals.

La supervivencia de estas construcciones antiguas es auspiciada por unos pocos negocios. Son la resistencia. La flama débil es flama al fin. Los dueños de las tiendas hacen casi un servicio social hasta que la esperanza claudica, los fondos quiebran y toman la triste decisión de cerrar.

¿Qué puedes encontrar en los mercados de ayer?

  • Agencias de viaje en la que ya no se planta nadie, salvo gente apacible que cada año requiere que alguien planifique sus sueños. Muros cubiertos de anuncios de aerolíneas que ya no operan. Viaje a Los Ángeles con Taesa. Mexicana de Aviación: el placer de volar sin límites. Aviacsa, la línea aérea de México. Contrate usted un paquete Iusacell para ser atendido por una de nuestras operadoras.
  • Del otro lado una librería donde no hay novedad, pero si buscas con esmero encontrarás a autores proscritos del mercado: la risa de Álvaro de Laiglesia, alguna edición carcomida de Caldwell. También libros didácticos, mapas de cartón y figuras de fomi que las profesoras de primaria dejaron de usar hace unos cuantos cursos.
  • Boutiques de ropa a las que las cadenas departamentales comieron el mandado hace veinticinco años (su cruz llegará en bolsas de Zara). Aun así, es posible curiosear y hallar marcas que no habrá en ningún otro rincón del mundo. Emprendimientos de lugareños que estudiaron en un centro de diseño y montaron un par de pasarelas en el bar de un amigo. Sombreros Martina Quesada Style. Camisas Raffaelo Cartucci. Cinturones Mambofino. Algún rastro de talento se percibe en un remache, en un borde, en un agujero.
  • El estudio fotográfico de la comarca que exhibe retratos de muestra. Gente que pasó a mejor vida o cuya piel, actualmente invadida de arrugas, dista de tener la lozanía congelada en la foto infantil que le requirieron para la credencial de la escuela. Un cartel de Jack Nicholson en tiempos de Mejor… imposible dotó al establecimiento de vigencia allá por 1997.
  • Perfumerías que tienen lotes de fragancias descatalogadas. Bóvedas de aromas irrecuperables gracias a las cuales puedes comprar la vieja formulación del Grey Flannel y así saber cómo olía Carlos Berlanga (y los pantanos de Centla). Vitrinas que son un viaje al pasado donde el Lapidus Pour Homme de Martin Gras era tendencia y cuando había ebullición por el Magnetic de Gabriela Sabatini. Señorita, deme un Jacques Bogart para revivir al abuelo.
  • Del área de comida poco queda. Habrá una cafetería donde no pondrán tu nombre en un vaso; en cambio, la empleada te recordará durante toda la semana. Un pollo frito con papas a la francesa con el tono del aceite reciclado. Y permanece una heladería, siempre una heladería, el Atlas que sostiene a la plaza vete tú a saber cómo.


Ante tal panorama, hay una constante tensión para el visitante: salir sin comprar despierta el sentimiento de culpa. El local está desierto y en el semblante del dependiente notas que cifra en ti la ilusión de conseguir la venta del día. La presión es máxima, conque lo mejor es durar un máximo de dos minutos ahí si no piensas adquirir nada. De este modo evitarás las expectativas incómodas. Es tan fácil romper un corazón.

Para remediar la falta de movimiento, los administradores de las plazas recurren a remodelaciones que resultan insuficientes para ganar la contienda. La mayoría de los cambios son meramente cosméticos (recubrimiento de pintura, cambios de piso, si acaso la apertura de otra sección). El público termina indiferente tras una bulla inicial más amparada en la curiosidad que otra cosa. Están alienados por transnacionales que dan uniformidad al estilo.

Las manitas de gato son un esfuerzo enternecedor que en última instancia delata, con bombo y platillo, la decadencia. Una nueva entrada o un nuevo domo en el techo son signos de que la ruina es irremediable. No hay dinero para intentarlo todo de nuevo. Toca crear una agenda de espectáculos que atraiga a clientela que de otro modo no asistiría a las instalaciones. Un espectáculo infantil se entremezcla con un concurso de repostería musicalizado por un violinista que suelta versiones del maestro Manzanero. El coctel produce empacho.

Aun así, las plazas viejas tienen alma. Son testigos de una época y ahí está su arma secreta. La razón por la que guardan magnetismo. Son el diseño de un futuro que nunca llegó. Te acercan, como Miniso es incapaz, a una soriée con Barbara Hutton. Las historias se desbordan en sus pasillos irradiando una calidez que los vuelve el polo opuesto de los espacios liminales. La fuente sin agua cautiva junto a las plantas artificiales donde pasea un grupo de hormigas.

Piensa entonces en el centro comercial que te produce estas vibraciones. Cada persona tiene uno que asocia a su más tierna juventud. Quizá sea Plaza Fiesta o Plaza Inn. Escudriña las fichas hemerográficas que guardas en la cabeza y entrégate al ensueño. Paraíso es tu memoria, decía Rafael Tovar y de Teresa, deudor de aquella sentencia proustiana: los verdaderos paraísos son los que hemos perdido.

Así que asigna la distinción al sitio que corresponda. Yo tengo unos cuantos. Plaza Tangamanga en San Luis Potosí. Villasunción en Aguascalientes. Plaza del Valle en Oaxaca. Centro Comercial Interlomas en Huixquilucan. Tramos de Plaza Fiesta San Agustín en Monterrey. Plaza Crystal en algún rincón de Puebla. En especial, Pabellón Polanco en Ciudad de México, cuyo auge y caída coincidieron con mi tempo vital.

Todos esos lugares tienen una parte de ti. Están poblados de tus fantasmas.

Los cafés y palomitas que tomaste con un viejo amor. Las revistas que leíste en el Sanborns mientras tus padres pagaban la cuenta (no tenías ningún asunto del cual preocuparte). Los discos que comprabas en una tienda en la que ahora se venden juguetes y tecnología. Los rincones donde dejaste la mocedad y que fueron refugio de seres queridos que ya fallecieron, pero cuya presencia te acompaña cada que entras de nuevo a esa plaza derruida que está dejada a su suerte. La que carece de estrenos en pos de ofrecer una recompensa mayor: una parte de lo que fuiste.

Su supervivencia es inviable en el largo plazo. Así provecha mientras puedas. Visítalas de vez en cuando y dales un soplo vida. Acompáñalas como se hace con un anciano. No las dejes morir solas. Ellas siempre han estado ahí para ti. Y te necesitan… no muchos te necesitan. El último grito de la moda es una nimiedad en comparación al susurro de un recuerdo que luego se te derrama por los ojos.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 18 de abril de 2023

La mujer en la playa

Encontrarás una mujer especial cada que vayas a la playa. Cualquiera que vacacione en la costa sabrá a lo que me refiero. Esa emperatriz temporal que atrae la primera mirada cuando instalas tus cacharros en el suelo. Siempre hay una. No es la más exuberante ni la más provocativa. Es… solo Dios sabe. La que resalta entre todas, una que está aparte, que no parece de este mismo plano, sino de otro, uno en el que quisieras estar y que ella sugiere a distancia.

Nadie la ve llegar. Simplemente está ahí y sin venir a cuento se vuelve el epicentro de la bahía. Tal vez vino del agua. El sol pega a los lazy sunbathers que han embadurnado sus cuerpos de bloqueador. Que siga el guateque, entonces. En última instancia estarías dispuesto a morir tostado por la chica de Ipanema. La damisela que pasa y sin darse cuenta llena el mundo de gracia y lo pone más bello a base de amor. Hay que escuchar a Jobim.

Generalmente está sola o con un amiga (una nada más). Tiene por costumbre el silencio: apenas emite sonidos y es mejor no perturbarla. Indiferente a todo lo que le rodea, rinde un servicio cósmico desde la quietud. Toma el sol para preservar su belleza, recarga ahí lo que necesita sin recurrir a cervezas de lata ni a coctelería. Es de una clase especial.

Viene de lejos, o eso aparenta. De una latitud en donde has imaginado una vida mejor. Aquel pueblo de calles empedradas al que te prometes ir algún día, pero al que nunca vas y que ni siquiera sabes cómo se llama, aunque has soñado con enamorarte en sus rincones y jamás volver a la subsistencia de cubículo.

Es ella, la mujer de la playa, la que miras de reojo mientras acomodas la sombrilla. El traje de baño le sienta como guante y sus largas piernas apuntan a la meta. Se mueve poco, es una escultura del performance alternativo, hasta que hace el favor de ponerse de pie para introducirse en el mar. Las olas se contienen por un rato, no quieren alejarla.

Bajo el disimulo de las gafas obscuras le echas un vistazo sin pretender fastidiar, como cuando un ave se planta en la terraza del hotel a la hora del desayuno y te mueves lo menos posible con la esperanza de que así la criatura permanezca unos segundos más a tu lado. La escena natural es la recompensa de quienes son pacientes. No puedes manchar la estampa con la ordinariez que te empieza a brotar. El magnetismo dista de ser meramente físico o sexual; hay más bien una fascinación ante la ventura y lo divino.

Pocas imágenes compiten con una mujer que sale del mar. Sobre todo en ese momento en el que desliza las manos por su cabeza para echar su cabello hacia atrás. Por algo Paul Valéry veía ahí el templo de Minerva.

Sal, Venus de las profundidades, y deja que las gotas que caen de tu cuerpo bendigan la tierra y alivien las penurias que la modernidad ha causado al separarnos de lo importante.

Al volver al camastro la amazona prepara su retirada. Parece no caer en cuenta del maremoto que ha ocasionado en quienes la rodean. O no le importa. A su partida dejará un reino de huérfanos. Antes de irse muestra al fin un rastro de arraigo terrenal: carraspea, acomoda el calzón del bikini, le da un trago a la botella de agua escharchada de arena.

Cuando ya se ha ido todo es más triste. Echas de menos el encanto femenino que los moluscos jamás habrán de igualar.

Miras al horizonte de vuelta. Atardece, que no es poco. Así que guarda la calma y contén la baba de la melancolía. Cada que visites la playa volverás a ver una de ellas. Otra mujer de la playa.

Publicado originalmente en el periódico La Orquesta el 10 de abril de 2023.

Resistir ante la crisis: lecciones de Albert Camus y Rocky Balboa

Aunque seamos proclives a tener una baja concepción de nosotros mismos, hay circunstancias límite que nos hacen caer en cuenta de nuestro sentido de eternidad. Así aparecía apuntado en una entrada de los cuadernos de Albert Camus a mediados de los años treinta. Una nota inspirada por el filósofo Jean Grenier, uno de los maestros del autor de El extranjero que por entonces era un joven de apenas veintipocos años de edad. De acuerdo con dicho texto, la enfermedad, la pobreza y la soledad empujan a una especie de iluminación interna.

Pensemos en las crisis. Tan difíciles como son, ofrecen una recompensa: la de forzar cambios que, por algún u otro motivo, habíamos aletargado. Estos cambios pueden ser de distinto tipo. Quizá el más importante sea el de actitud.

En la misma entrada, Camus rescató la idea de Grenier sobre los últimos bastiones. Los rincones de nosotros mismos que son irrenunciables y en los que hay que guarecerse cuando el mundo se hunde.

Si la lluvia llega y su inclemencia se prolonga por uno, dos, veinte, quinientos días, surge la tentación de desfallecer. Qué puede hacer uno contra el universo que se conjura, el que no deja desayunar a gusto. Queda resignarse, parece. El mal ha machacado todo a su paso. El panorama abruma al pobre individuo que desde un rincón había hecho lo que le correspondía. Cumplió con la parte que le tocaba. Y no fue suficiente.

Viene la desilusión. Se supone que si uno actúa de tal o cual modo, le corresponde determinado resultado. Pues no, uno se entera que hay decenas de variables que nos trascienden y que los chascos son la norma en algunas temporadas que se empeñan en dejar una marca de obscuridad.

El júbilo se viene abajo. Pronto la sonrisa torna a puchero y el brillo en la mirada es eclipsado hasta volverse ojera. Es triste ver a soldados caídos que tenían las mejores intenciones hasta que la vida les amargó. Pero es aquí donde ellos y todos debemos aprender la lección: a no tirar la toalla y a permanecer en la pelea.

Cuando las decepciones se acumulan, algunas personas se ven tentadas a la autoconmiseración. Le agarran el gusto al drama o a andar de víctimas. La consecuencia es fatal. Uno se rinde con cada lamento gratuito. Se posterga la recuperación. Es torpe creer que la pataleta será atendida por el cosmos. Pensar que el sufrimiento traerá piedad del universo. Uno después se entera que no. Si acaso uno obtiene algo de lástima y consuelo entre el público, lo cual no basta para recuperarse. Peor, corres el riesgo de volverte un patético espectáculo.

No está mal tener momentos de debacle y vivirlos en todo esplendor. Es parte del proceso. Y hay que pedir ayuda si lo necesitamos. Hundirse en uno mismo no trae nada bueno. Hablo de otro asunto. Al error que supone quedarse ahí, tirado en el chapoteadero; conformarse con el papel de un derrotado, cuando más bien hay que sacar la casta y levantar la cabeza.

De nada hay garantía y alzarse en lucha tampoco asegura que la fortuna llegará de inmediato. Ojalá fuera así. Lo que sí es que aumenta las probabilidades de la remontada. Y aunque esta no llegue, esforzarse al menos otorga una dignidad ante uno mismo. Un estatus mejor que el de un renacuajo que lloriquea para llamar la atención.

Los periodos críticos brindan una oportunidad para que aflore lo más excepcional de nosotros. Hablo desde luego quienes están en plenitud de facultades y que pueden hacerlo. Hay aspectos de profundidad patológica que necesitan acompañamiento profesional. Aunque, hay que decir, para ello también es necesario dar ese paso adelante, admitir que el asunto nos rebasa y darse la oportunidad de remediarlo con la ayuda de un especialista.

Quien, por otro lado, tenga margen de maniobra, quien aún pueda valerse por sí mismo, que lo haga. Y pronto. Hay que intentar apañárselas, al menos. En algún punto te darás cuenta que estabas en el suelo por creer que no quedaba de otra… y luego descubres que no era tanto así. Que la última llama viva dentro de ti es suficiente para hacer BUM. Con el ojo morado, la nariz rota y ya sin nadie a tu lado, puedes tener la determinación de Rocky Balboa y gritarle a la desgracia que aún no has escuchado la campana.

O recuerda lo que decía otro viejo sabio:

[…] un ángel que se encuentra detrás de ti. Si alguna vez te hieren y sientes que vas a caer, este ángel te susurrará en el oído; te dirá… ¡DE PIE, HIJO DE PERRA! Porque Mickey te ama.

Breves apuntes sobre no dormir

No dormir, y querer hacerlo, se parece bastante a estar en prisión. Preso de uno mismo, de la vida, de esa noche que a cada segundo se vuelve más espesa. Si a eso sumamos el confinamiento, ya ni te digo.

Llevaba días con el intento de un párrafo. Cómo dar con la tecla, no sé. Recordé una historia de Haruki Murakami en la que una mujer pasa días sin dormir. El resultado es ambiguo; pese a tal condición, el personaje no pierde la capacidad de llevar tareas con relativa destreza. Por ello marca contraste con el insomnio tradicional, el que todos conocemos, un asunto peor.

La faena que refería Kafka: dar vueltas en la cama hasta alcanzar unos minutos de sueño que no son sueño y un dormir que no es dormir. La pesadilla que implica rozar el borde de la siesta sin acceder durante horas al otro lado del río.

Las mujer en el relato de Murakami recordaba que el insomnio la tenía en un estado de alerta. El cansancio la llevó a perder sensibilidad, a ser torpe. La impotencia sobrevenía. Pese a necesitarlo, no podía dormir. Era lo que llamaba «la gélida sombra de la vigilia». Lamentaba tener «la cabeza envuelta en una niebla permanente», hasta que un buen día todo terminó y durmió veintisiete horas seguidas.

Regreso a lo mío. Yo no duermo sino por agotamiento total. No basta la fatiga o tener sueño: mi cuerpo se toma el bostezo como una provocación para seguir a tambor batiente. Necesito el borde del desmayo para caer rendido al fin.

La mente es un enemigo fatal ante tal empresa. Cualquier pensamiento es una chispa que aviva de nuevo el desvelo. Las imágenes no llegan, asaltan. Puedo estar cercano a la meta, ya casi del otro lado, y de pronto algún recuerdo irrumpe. La intentona por arrullarse entonces se reinicia. Es el inconveniente de hacerle caso a la voz interior.

Algo que me ha servido es leer. Lejos quedaron los tiempos en que podía avanzar cien páginas de tirón. Recurrir a un libro mientras estoy sobre la almohada me arrulla. A las quince, veinte páginas, quedo hipnotizado por las palabras ajenas. Los pestañeos aumentan. Es imprescindible tener una lámpara en el buró (pararse a apagar la luz es anticlimático). Ya después el sobresalto de una memoria lo puede arruinar, pero al menos así me acerco a la meta. Lamento disminuir mi ritmo de lectura, aunque en la balanza me inclino por dormir.

Pasa también que todo es un poco más tranquilo a altas horas de la noche. Es la tregua del día (nadie molesta, hay un silencio romántico). Uno puede encandilarse con la madrugada sin darse cuenta de que es una amante que profesa ingratitud. Dormir hasta tarde paga poco. Acostumbrarse a despertar después de las once a.m. lo trastoca todo. Lo descubres eventualmente. Casi siempre cuando es demasiado tarde.

El insomnio está ligado a la soledad. Decía un viejo poeta que a las tres de la mañana estás tan solo que hasta el sueño te ha abandonado. En la intimidad de la madrugada de un lunes cualquiera no tienes otra que revolcarte en las sábanas. No vas a estropear el descanso de nadie para ponerte a platicar. Al otro día, cuando saltas a la cotidianidad, el resto del mundo va en una frecuencia distinta a la tuya. Vas ojeroso donde los demás son sonrisas. Adormilado, aferrándote a un café para sobrevivir ante la energía que desfila a tus costados.

Por ello hay que acostarse y levantarse temprano. A nivel personal tal vez sea la madre de todas las batallas. Decenas de variables se abren o cierran a partir de este hecho fundamental: dormir bien y ponerse en marcha lo antes posible. No hay que escatimar en esfuerzos para superar un pozo que nos vuelve tan vulnerables.