La gente de las mañanas

Cuando era niño, sentía fascinación por la gente de las mañanas. Esas personas que veía en la calle en horarios que supuestamente eran laborales. Para encontrarme con ellos tenía que enfermarme y faltar a la escuela, claro. Un miércoles, por ejemplo, en ese periodo entre las 9 a. m. y 1 p.m. cuando la atmósfera es tan distinta fuera del aula (ver la tele en vez de ir a clases era un placer de cinco estrellas, especialmente por los programas de revista).

El hallazgo llegaba cuando salía a la esquina o acompañaba a mi madre al supermercado. Ahí los topaba: los adultos que habían vencido al sistema. Al menos esa era la impresión que tenía de aquellos que desayunaban en un puesto de tacos o leían el periódico en vez de rellenar una hoja de cálculo desde el escritorio. ¡Qué admirable es, señor, quiero ser como usted cuando crezca! Los más destacados eran los que fumaban cigarrillos, los que jugaban dominó o los que tomaban café a pequeños sorbos. Cualquier cosa menos trabajar. El cinismo resonaba en la cuadra.

Ese grupo selecto representaba la gloria en contraposición al fastidio de los hombres de acción, los energúmenos que se enorgullecen de estar ocupados todo el tiempo, intercalando llamadas telefónicas con correcciones de documentos que nadie notará en Marte. Cada vez que entero de ellos me dan ganas de ir a la cama y encender una vela aromática en el buró. Revindiquemos la vida contemplativa. Quien es incapaz de estar a gusto sin hacer nada debería revisar sus prioridades y atender el desajuste interior que le conduce al movimiento.

Con el paso de los años, mi perspectiva sobre las personas de las mañanas cambió. Al convertirme en adulto, y estar del otro lado, comprendí que aquello no siempre era un destino luminoso como el que vislumbraba de niño. Muchos de los hijos de la mañana no eran rebeldes del sistema, sino desplazados; lejos de ser vencedores, eran proscritos. Gente desempleada y con angustias financieras. Perfiles que no encajan en una sociedad maldita que valora cualidades con las que ellos no cuentan, como si con las demás características fuera todo color de rosa.

Entre ellos también se encuentran los que ha renunciado a las ocupaciones no por gusto, sino por una obligación mayor. Cuidar a un familiar enfermo o estar al pendiente de un anciano en casa. De niño ignoraba que esos individuos solo se están dando un respiro antes de volver a sus propios problemas. Esta categoría poblacional, la matinal, es la de seres a la expectativa. Días de responsabilidad con la esperanza de que algo ocurra, que algo mejore. Ante la falta de buenas noticias queda la resignación.

Peor aún es lo que ocurre con quienes están incapacitados. Aquellos que han sido afectados en carne propia por algún padecimiento que los tiene fuera de la jugada cuando quisieran estar ahí, en donde las cosas aburridas suceden a gran escala. Aspiran a ser el empleado del mes, el recluta que recibe como premio la exhibición en una pared cuyas imperfecciones requieren ser tapadas por un retrato.

Sí, quienes son excluidos de la cotidianidad laboral tienden a sospechar que se pierden de un vergel al que no fueron invitados. Cuando ven la cara de quienes están ahí, no lo comprenden. Son tipos que ni fu ni fa. Cómo es que ellos pueden y yo no, se preguntan. Su autoestima es trastocada. Al caminar al lado de los edificios pensarán que hay bombo y platillo en las oficinas, o cuando menos prácticas que ellos nunca conocerán. La sensación de perderse eventos que valdría la pena experimentar, sin saber que aquellos que están adentro añoran ser aquel puntito en el asfalto que parece caminar sin ninguna presión.

Es un efecto común: de lejos todas las vidas parecen mejor de lo que realmente son. Es difícil detectar las insatisfacciones en la superficie. De ambos lados existe una resistencia a expresar lo penoso que es estar donde estamos. Necesitamos ser sinceros con el otro para consolarnos mutuamente. Hey, no te pierdes de nada, esto es un asco, diría uno. Tú tampoco, esto es horrible, diría el otro. Al cabo de una charla comprenderían que siempre habrá una excusa para la tristeza y que acaso la salvación esté en la actitud, adoptar una postura estoica o volverse un simulador.

Por su puesto, también están los afortunados. Los que no tienen que de trabajar y que pueden deambular por el parque sin prisas ni remordimiento. Contentos ir a su propio ritmo, conscientes de que el esfuerzo es solo para los necesitados. Se consideran distinguidos al no requerir las mismas piruetas que la chusma. Pasear al perro es su gran responsabilidad cada jornada.

La única calamidad que les corresponde a estos últimos es un posible aburrimiento; pero incluso así, son personas que pueden sentirse contentas. Bendecido: alguien que en un lunes cualquiera puede desayunar sin mirar el reloj. Además, si hay holgura económica suficiente, hay un santo remedio contra el hastío: hacer las maletas y tomar un avión a cualquier lugar que el pulgar señale en el globo terráqueo.

Que todos los que pertenecen al mundo de las mañanas alcancen este punto para así dejar de dar impresiones distorsionadas a los niños.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s