No dormir, y querer hacerlo, se parece bastante a estar en prisión. Preso de uno mismo, de la vida, de esa noche que a cada segundo se vuelve más espesa. Si a eso sumamos el confinamiento, ya ni te digo.
Llevaba días con el intento de un párrafo. Cómo dar con la tecla, no sé. Recordé una historia de Haruki Murakami en la que una mujer pasa días sin dormir. El resultado es ambiguo; pese a tal condición, el personaje no pierde la capacidad de llevar tareas con relativa destreza. Por ello marca contraste con el insomnio tradicional, el que todos conocemos, un asunto peor.
La faena que refería Kafka: dar vueltas en la cama hasta alcanzar unos minutos de sueño que no son sueño y un dormir que no es dormir. La pesadilla que implica rozar el borde de la siesta sin acceder durante horas al otro lado del río.
Las mujer en el relato de Murakami recordaba que el insomnio la tenía en un estado de alerta. El cansancio la llevó a perder sensibilidad, a ser torpe. La impotencia sobrevenía. Pese a necesitarlo, no podía dormir. Era lo que llamaba «la gélida sombra de la vigilia». Lamentaba tener «la cabeza envuelta en una niebla permanente», hasta que un buen día todo terminó y durmió veintisiete horas seguidas.
Regreso a lo mío. Yo no duermo sino por agotamiento total. No basta la fatiga o tener sueño: mi cuerpo se toma el bostezo como una provocación para seguir a tambor batiente. Necesito el borde del desmayo para caer rendido al fin.
La mente es un enemigo fatal ante tal empresa. Cualquier pensamiento es una chispa que aviva de nuevo el desvelo. Las imágenes no llegan, asaltan. Puedo estar cercano a la meta, ya casi del otro lado, y de pronto algún recuerdo irrumpe. La intentona por arrullarse entonces se reinicia. Es el inconveniente de hacerle caso a la voz interior.
Algo que me ha servido es leer. Lejos quedaron los tiempos en que podía avanzar cien páginas de tirón. Recurrir a un libro mientras estoy sobre la almohada me arrulla. A las quince, veinte páginas, quedo hipnotizado por las palabras ajenas. Los pestañeos aumentan. Es imprescindible tener una lámpara en el buró (pararse a apagar la luz es anticlimático). Ya después el sobresalto de una memoria lo puede arruinar, pero al menos así me acerco a la meta. Lamento disminuir mi ritmo de lectura, aunque en la balanza me inclino por dormir.
Pasa también que todo es un poco más tranquilo a altas horas de la noche. Es la tregua del día (nadie molesta, hay un silencio romántico). Uno puede encandilarse con la madrugada sin darse cuenta de que es una amante que profesa ingratitud. Dormir hasta tarde paga poco. Acostumbrarse a despertar después de las once a.m. lo trastoca todo. Lo descubres eventualmente. Casi siempre cuando es demasiado tarde.
El insomnio está ligado a la soledad. Decía un viejo poeta que a las tres de la mañana estás tan solo que hasta el sueño te ha abandonado. En la intimidad de la madrugada de un lunes cualquiera no tienes otra que revolcarte en las sábanas. No vas a estropear el descanso de nadie para ponerte a platicar. Al otro día, cuando saltas a la cotidianidad, el resto del mundo va en una frecuencia distinta a la tuya. Vas ojeroso donde los demás son sonrisas. Adormilado, aferrándote a un café para sobrevivir ante la energía que desfila a tus costados.
Por ello hay que acostarse y levantarse temprano. A nivel personal tal vez sea la madre de todas las batallas. Decenas de variables se abren o cierran a partir de este hecho fundamental: dormir bien y ponerse en marcha lo antes posible. No hay que escatimar en esfuerzos para superar un pozo que nos vuelve tan vulnerables.
