
Si empieza usted a despotricar sobre alguna cosa como la pena de muerte, la economía rusa o esa idea de que «la belleza salvará al mundo»… en ese caso me divertiré infinitamente y me reiré muchísimo…
—Fiódor Dostoievski, “Memorias del subsuelo” (1869).
Llaman la atención los agoreros que ante la Covid‑19 lanzan pronósticos a diestra y siniestra sin el menor pudor. No estimaciones razonables como podría ser una evidente crisis (ya en marcha) o aspiraciones modestas como la de necesidad de cambiar algunos hábitos en lo que la situación mejora, si es que alguna vez lo hace. Sino aquellos que ya se lanzan a hablar del fin de un sistema económico o que plantean metamorfosis en la condición humana al ahí se va. Pareciera que entre mayor sea su apuesta el intelectual siente más satisfacción. El wishful thinking de quien apetece que una pandemia haga realidad la fantasía que el destino tanto le ha vedado.
Me sumo, pues, a la dinámica del pronóstico estéril, a la profecía impúdica: asumiendo que tarde o temprano el coronavirus nos dejará medianamente en paz (lo cual dependiendo del minuto me parece más o menos probable), el deseo mayor entre las personas no será el de un cambio radical de los propios designios, más bien será el de regresar con espacial ahínco a aquello que había antes de que el virus nos estropeara el desayuno. Habrá cambios significativos, sí. Muchos. Sobre todo para aquellos que tuvieron una pérdida de cualquier tipo, en especial la de un ser querido. A ellos abrazo con solidaridad. Igual habrá nuevas reflexiones, medidas, precauciones. Pero sobre todo estará, creo, el ansia de volver a un centro comercial, el sueño de viajar a París, ver un partido de futbol, ir a conciertos y de sí, ingeniárselas para hacer dinero. Regresar a todo eso que hace no mucho estaba ahí y que no era tan malo. No es casualidad que extrañemos el exterior, tanto por los árboles y las nubes, como por todo lo que estaba dispuesto por un sistema que algunos quieren ver en cenizas.
La voluntad que percibo en el ambiente es más la de recuperar que la de trastrocar las lógicas previamente arraigadas. Puede que tome años (o que sea imposible a cabalidad) y sin embargo el deseo está en movimiento. Otras pandemias han pasado y tragedias mayores cimbraron a la humanidad. Pese a todo, un halo de fondo se sostiene. Los hábitos tienen su peso. Dudo que de pronto surja la fraternidad universal o que, al contrario, nos odiemos todos a muerte. Habrá, sí, matices: acercamientos y distancias, los pecados de siempre. Y dudo también que, así como así, abandonemos todo un sistema económico en el corto o mediano plazo, como si hubiera alguno probadamente mejor o que ofreciera garantías a la larga (tampoco se sabe de muchos chicos que estén abandonando Fornite y Minecraft para aprenderse “La Internacional”, qué les digo).
No desestimo la resiliencia ni la capacidad de adaptación de formas que duraron décadas. E igual confío en la cooperación espontánea que aflora para beneficio generalizado. Entre el escenario apocalíptico, la quimera y la falta de imaginación, le apuesto a lo último. A la eventual vuelta a los restaurantes, a la próxima cita en la butaca de cine, a un picnic en cualquier parte. Ya sé que peco de frívolo, de generalizador y de simple, y que puede que todo eso tarde en llegar si es que un día lo hace… y, sin embargo, son las aparentes superficialidades a las difícilmente vamos a renunciar. Quizás al final sí sea la belleza la que nos salve, la búsqueda de ella para ser exactos. Junto a los médicos y científicos, claro. Y qué difícil será. Pero si logramos sobrevivir nos esperan los bares.
Publicado originalmente el 4 de mayo de 2020.