Maradona, transparente a su manera

Los defectos de Diego Armando Maradona eran perceptibles desde cualquier ángulo. A donde quiera que uno volteara había un rasgo que le hundía. Fuera sus posiciones políticas, sus relaciones sociales o la manera en que conducía su propia existencia, había razones de sobra para confinarlo en la mazmorra. Lo asombroso es que alguien así pudiera brillar. Y él lo hacía. De la misma forma en que su lado obscuro salía sin recato, su talento afloró los suficiente para guardarle un sitio en la posteridad. Maradona era transparente, una cualidad que es de agradecerse en medio de la marea de disimulos que conforma nuestro tiempo.

Sería un error decir que la valía de Diego se sustentaba en el plano lo palpable, esa vulgaridad que podrá quedarse en el ámbito académico. No cometeré la insolencia. Maradona fue un espíritu romántico y desde ese lado hay que comprenderlo. Cualquier comparación con otro futbolista se desbalancea por este último factor, uno inasible y que cuesta explicar.

Si uno atiende a los números, a las vitrinas o a alguna prueba cuantitativa es probable que un nutrido puñado de sujetos se le equiparen e incluso le superen. Por fortuna el futbol, como tantas cosas buenas de la vida, va más allá y atiende a una temperatura, a un recuerdo, a un escalofrío que nadie mide y que no viene en los registros. Cualquiera que haya experimentado la emoción tiene una deuda impagable con aquel tipo imperfecto.

El viejo futbol tenía eso, daba oportunidad a los proscritos, a los que en casi cualquier otra esfera deportiva habrían acabado en la ruina. Alguien con el físico y carácter de Maradona solo tenía cabida en un deporte semejante. En el ejercicio perpetuo de sobreponerse. Ahí un elemento constitutivo de su forma de jugar: se desvivía; por sí mismo, por su país y por los suyos. Ellos lo notaban y le correspondían, ningún otro ha causado el mismo amor.

En la trayectoria profesional de Maradona está el divertimento en comunión con el desespero de saber que no queda de otra. Para los que vienen de la humildad toca romperla en el único reducto que queda, la cancha, la música o, si no, abrazar la miseria. Los de su estirpe no juegan en exclusiva por el simple gusto. En él puedes ver el ansia. El anhelo de revancha que transita a cada paso y que apenas en la gloria compensa lo que la circunstancia le negó.

La transparencia de Maradona destilaba en su llanto, del que Bioy Casares alguna vez se burló. Qué sabía él. Diego lloró sin pudor en múltiples ocasiones, confiriendo dignidad a un acto del que el hombre se priva por alguna farsa que no se sabe muy bien de dónde salió.

En un entorno tan de barrio como el suyo, y más con un personaje como el que cargaba, uno podría pensar que tirarse a llorar sería un desatino que lo haría víctima del escarnio, y al final resultó que no. Diego abrió otra brecha en el plano del sentimentalismo. En un conglomerado de machos mostró que el más grande y rupestre de ellos se podía derrumbar y dar muestras de cariño sin sentirse culpable por ello. En consecuencia los demás podían hacerlo también. Un alivio.

Soy propenso a buscar la belleza ahí donde está la obscuridad y Maradona era un manto surtidor al respecto. No era un hombre higiénico y dentro de la cancha tendía a lo impúdico (no se diga fuera de ella). Pienso en el gol más importante de su carrera. El segundo gol que anotó contra Inglaterra en el mundial de México 86. Tras el pecado celestial de la llamada “mano de Dios”, Maradona se redimió con un gol que en un plano de justicia debía valer por dos, aquel en el que tomó el balón por detrás de media cancha y que llegó a las redes tras driblar a cinco rivales. Pero lo más importante es el momento peor: la definición. La épica de anotar en plena caída, ya sin vocación estética, titubeante, al borde del fracaso, deshecho, el último aliento que no obstante se engancha al milagro.

La narración clásica de Víctor Hugo Morales sigue un patrón similar al del gol, así que, valga la obviedad, es la compañía idónea. Junto a las imágenes conforma lo mejor que Argentina y Uruguay han legado al planeta este que se desploma. De aquella narración que eriza la piel y que deja la lágrima a tiro de piedra, preste atención a los últimos segundos. Tras la euforia de la narración, la frase memorable tras otra —el barrilete cósmico que no se sabe bien de dónde viene —, llega un último aliento, el equivalente al 10 que dispara mientras se tropieza. El “Gracias, Dios. Por el futbol, por Maradona, por estás lágrimas. Por este Argentina 2, Inglaterra 0”, que Víctor Hugo Morales dice desbordado, ya casi sin voz y con el sabor agridulce que supone la vuelta la realidad. El tiempo se detiene ante la magia pero eventualmente regresa.

Vuelvo a pensar en Maradona cuando era un niño, el que tenía tanta habilidad que hizo pensar a un entrenador que el supuesto pibe era más bien un enano. No lo era. Jugaba en su propia categoría y por eso es inigualable. Lo dicho, muchos otros quizá le hayan superado en aptitud, en trofeos, en números. Que se queden con las estanterías que no se comparan a eso otro, lo etéreo. La inspiración que irradia en los niños, el ánimo poético, apasionado. El de las frases que no se sabe cómo es que una cabeza como la suya concibió. El que te anima en la penumbra y que en su biografía misma constituye una tragedia que suma a su leyenda.

Diego Armando Maradona, un hombre que asumía sus pecados y que, como él mismo dijo, los pagó. La segunda mitad de su vida fue una prolongada condena. Su ejemplo muestra que más allá de cualquier juzgado o castigo formal, nadie sale indemne y siempre hay un precio que se paga, aunque los demás no lo noten, y aunque a veces ni uno mismo se dé cuenta tampoco.

Maradona seguirá como blanco de críticas a perpetuidad (y hay material de sobra para hacerlo). No seré yo quien recurra ellos ahora, que sean los seres inmaculados los que juzguen sin piedad. Los alaridos ideológicos que intentan imponer silencio al resto. Es probable que la prosapia del personaje pueda medirse por este otro barómetro del que no se dice mucho pero que cuenta un montón: el hecho de que todas esos dardos, todas esas detracciones, no le hagan ni cosquillas a aquel muchacho que un día se propuso darle magnetismo a una pelota.

Publicado originalmente el 27 de noviembre de 2020.

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