El peso de volver a las calles

Otro fenómeno a considerar es el regreso a las calles después de un aislamiento prolongado. No es una liberación tan jubilosa como uno esperaría. Si bien existe cierta satisfacción, el deseo de volver a la normalidad carga con un peso, el del alejamiento ya arraigado. Un noséqué difícil de describir.

Se ha perdido el ritmo, la noción del exterior, queda una hipersensibilidad. El aire se siente distinto, incluso caminar por la banqueta supone una breve faena. Eso que antes era imperceptible, tan normal, luego de meses de encierro se manifiesta como una extrañeza, algo que no termina de cuadrar. Es, quizá, una exageración; tampoco es que uno se reincorpore después de un Vietnam o de haber estado en una isla de desierta, pero se resiente y no está de más admitirlo.

El cuadro empeora por la desconfianza aumentada en el otro, aquel desconocido que camina por la acera y que comete la desfachatez de acercarse unos centímetros a donde estamos. Una precaución cruel, aunque precaución a fin de cuentas, que obliga a no confiar, a irse, a no entablar el mínimo riesgo si aquel sujeto lleva el cubrebocas una pulgada por debajo de la zona requerida. O incluso si tiene puesta una escafandra.

La suspicacia se extiende a las ideas y planes alguna vez trazados. Aquello que se daba por hecho para el futuro inmediato de repente no está y uno ya no quiere ilusionarse de nuevo. Todo es tan endeble que soñar parece una dolorosa pérdida de tiempo. Ni siquiera hablo de escenarios de cinco estrellas, como el pensamiento de que uno estaría viajando por el mundo el próximo verano; el impacto del vacío es mayor porque ya ni lo sencillo se realiza.

Aquella visita planeada al museo o a la cafetería ahora en bancarrota, estrenar la ropa que se tenía preparada para la fiesta o el objetivo que se tenía de ir al gimnasio… pautas en apariencia asequibles que al final ya no se pueden concretar y que dejan en cambio una capa de aprensión. La cicatriz del confinamiento —vaya secuela— invita a no hacerse de fantasías, a asumir que las ilusiones son luego un golpe que regresa con el doble de ímpetu y que por tanto conviene ser más reservado.

El ánimo queda maltrecho tras ver como los deseos obtienen como única respuesta el propio eco cargado de esquirlas. Es probable que sea mejor no soñar, se piensa, así te ahorras disgustos. Vivir en lo inmediato nada más, pensar solo en el próximo segundo, ese que no tiene tiempo de reunir fuerzas suficientes para decepcionar con soltura.

Y va a ser que no, pronto uno descubre que reprimir el espíritu tampoco es que ofrezca demasiados dividendos. Queda pues la opción de continuar con la cursilería de la imaginación, de los propósitos, y, pese a todo, mantenerse ilusionado con ese futuro donde todo es el no va más del placer. El punto que has esperado toda la vida y que nunca llega pero que de cierto modo es el faro que te mantiene en marcha, con la esperanza de que un día todo va a cambiar (para bien).

Una brisa de verano que protege la ecuanimidad y que, se materialice o no, representa por su misma imagen mental un goce privado, un consuelo que nadie debe quitarte, mucho menos tú mismo, cuando la cotidianidad se esfuerza por estropear una y otra vez la avanzada que tenías por modelo. Corresponde continuar al dibujo de castillos en el aire. Si se acaban los planes nos quedamos huérfanos de nuestra parte mágica. Los sueños sacan lo mejor nosotros.

Publicado originalmente el 9 de julio de 2020.

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