“Ser rico es malo, es inhumano”, dijo alguna vez Hugo Chávez. Fue una de sus frases más famosas, una perspectiva de algún modo ha anidado históricamente en algunos círculos de la sociedad, quienes han tomado a las clases altas como los enemigos del pueblo, un antagonismo que parte de conclusiones no siempre acertadas.
Tal postura atiza a algunos de los peores sentimientos humanos. Una posición prejuiciosa que pone en el mismo bote a todos los que cometen el pecado destacar en el plano económico.
La riqueza no tiene nada de malo en realidad. Siempre y cuando la fortuna haya sido generada de forma honesta y legal no habría que reprochar a nadie que posea dinero y lo gaste como mejor le convenga.
Es importante desechar la idea de que los ricos son entes malévolos a los que hay que combatir; condenar el éxito y la prosperidad son síntomas de una sociedad que cree al tirar a los demás de algún modo logrará subir un par de peldaños en su camino personal. Nada más lejos de ello.
En lugar de demonizar a las personas de altos recursos, habría que quitar trabas y encadenamientos para que cada vez más personas puedan incorporarse al sector acomodado. La pobreza es una condición dolorosa que no es conveniente sacralizar y, por el contrario, hay que ingeniárselas para que la población aumente su poder adquisitivo.
Tal vez el sector empresarial debería ser autocrítico ya que existe una percepción de su carácter endogámico que rara vez deja subir a aquellos que no pertenecen a sus propios círculos y que no invierte ni apuesta con la suficiente audacia como para impulsar al territorio en el que se encuentran. En ello también influye un estatismo desbordado que condiciona a los emprendedores y les hace avanzar a pasos tibios.
La retórica de la condena a los ricos ha sido enarbolada habitualmente por cierto sector de la izquierda. En México se ha convertido en una de las banderas más recurrentes entre los políticos, en un discurso que eventualmente les habrá de estallar en la cara.
Aunque los funcionarios de gobierno se llenen la boca hablando de austeridad o asuman el papel de los clanes populares, lo cierto es que todos ellos gozan de sueldos privilegiados y de excepción por mucho que los recorten o recurran a argucias para aparentar estar lejos de la opulencia.
La endeblez de semejante criterio queda evidenciado constantemente. Cuando se reveló que Olga Sánchez Cordero poseía un departamento en Houston con valor de 11 millones de pesos más de una voz clamó por la incongruencia que la autoproclamada Cuarta Transformación, que ha erigido la “justa medianía” como una de sus credenciales.
De manera injusta, la secretaria de Gobernación fue estigmatizada y el enredo que su declaración patrimonial provocó se convirtió en una pequeña crisis dentro del gabinete presidencial.
Lo cierto que como ex ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y como alguien ha trabajado en alto nivel a lo largo de varias décadas la mujer está en todo su derecho de adquirir propiedades tal como le venga en gana. De nuevo, no tiene nada de malo.
Sánchez Cordero ha sido víctima de un discurso insostenible en la realidad que ya ha afectado a varios funcionarios (señalados incluso cuando van a restaurantes de caché o cuando conducen autos que superan al vocho de Mujica) y que seguramente seguirá atormentando a más de un empleado público que no podrá apenas lucir de lo que gana bajo los márgenes de la ley solo porque ya se ha instalado la idea de que no puede haber gobierno rico con pueblo pobre.
La discusión llegó a su punto más elevado al inicio del actual sexenio cuando la Presidencia de la República se confrontó con el Poder Judicial debido a que los primeros consideraban que los segundos recibían pagos excesivos por su trabajo, algo que chocaba de lleno con la modestia republicana y la idea de que nadie puede ganar más que el mandatario de la nación.
A ello hay que añadir las decisiones que se tomaron respecto al avión presidencial, el Nuevo Aeropuerto Internacional de México y el Gran Premio de México de la Fórmula Uno, entre otros, todos ellos desechados por considerarse un dispendio, pese a los probados beneficios que suponían.
En la era en el que el término fifí se ha expandido medio en broma, medio en condena, bien convendría serenar el ambiente y asumir la cultura del bon vivant sin complejos. El criterio que se pone a los servidores públicos puede variar respecto al sector empresarial porque ahí se involucra dinero que proviene de los bolsillos de todos, incluso de aquellos que viven a duras penas.
Pero de poco o nada sirve que, ya instalados en un sistema como el que se tiene, pensemos que quienes se encuentran en el poder deben verse sumidos en una moderación asfixiante. La austeridad es digna y deseable, pero debe aplicarse cortando aquello que no funciona y aquellos que no desquitan salario. Los que aportan, los que reditúan en mayores ingresos, a ellos se les debe pagar bien para que se mantengan dentro de las filas que benefician a todos.
Y ellos deberán gozar el fruto de su trabajo. Ser rico no tiene nada de malo si el botín se ha conseguido con justicia. Desde el oficialismo hasta la opinión pública habrían que tenerlo en cuenta o tarde o temprano terminarán por morderse la cola.
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Publicado originalmente el 25 de febrero de 2019.