Paul Auster y la lucha por escribir

paul auster

Paul Auster llegó a los 30 años lleno de agobios e incertidumbres. Así lo relató en uno de sus libros de memorias, en donde describe cómo es que ese punto determinante en la vida de los hombres lo tomó con la guardia baja. No solo su matrimonio se desmoronaba: sus aspiraciones como escritor parecían no conducirlo al puerto adecuado y los problemas monetarios le restaban la tranquilidad que añoraba para deambular con orgullo por las calles.

Aun así, seguía con la mente fija en la literatura. Desde muy joven ese había sido su sueño. Escribir y vivir de ello. También ser reconocido por una obra emblemática. El camino, no obstante, se le había empantanado. La segunda mitad de los años setenta lo atrapaba inmerso en las traducciones del francés que hacía para obtener algunos recursos, así como la elaboración de ensayos que de vez en cuando le eran requeridos por revistas del gremio.

En cierto punto los intentos le llevaron a la desesperación. Por más que mandara cartas, hiciera llamadas telefónicas y acudiera a entrevistas de trabajo, no acababa de ver la luz al final del túnel. Probó suerte en la docencia, en el periodismo y en cualquier cosa que le permitiera mantenerse en la lucha. A todo lo veía como una cuestión temporal, en lo que podía asentarse en sus propias pasiones. Aunque más de una vez dudó que eso al fin pudiera llegar.

Cada paso le parecía un retroceso. Era exigente consigo mismo y se exasperaba. Los empleos que conseguía aquí y allá distaban de parecerse a su ideal. Tampoco estaba satisfecho con lo que salía de su pluma. Sus ambiciones, decía, eran mucho mayores que sus capacidades.

Conforme se acercaba a la madurez el futuro le parecía más y más nebuloso. Si bien había logrado publicar un libro de poemas en un tiraje reducido con un pequeño grupo editorial, seguía con las limitaciones económicas que tanto le frustraban. No lograba dar el gran golpe o el campanazo que requería para levantar.

De cualquier modo no quitó el dedo del renglón. No quiso entrar en la dinámica de tantos otros escritores que tenían un trabajo estable que les permitiera crear en sus tiempos libres.

Paul Auster estaba negado, la idea de estar en una oficina, llevar horarios y recibir órdenes simplemente no iba con su naturaleza. Decidió apostar todo al destino y empeñarse en una carrera que lo mismo podía llevarlo a la cima que hundirlo irremediablemente a la simple subsistencia. Prefería sostenerse en buhardillas con goteras si es que ello abría algún resquicio para entrar de lleno en el panal literario.

Un punto de inflexión fue la beca que recibió por el Instituto de Bellas Artes de Nueva York. La salvación llegó en forma de 3 mil 500 dólares que le permitieron andar con holgura y centrarse así en respirar durante una temporada. La confianza que John Bernard Myers había depositado en él también contribuyó a elevar su optimismo.

De cualquier forma, poco a poco fue vaciando la cuenta bancaria. Y la presión regresó. De seguir así pronto llegaría al límite, ese que tanto le angustiaba y que llegaba a tumbarlo con alguna enfermedad. Era alguien sensible que no lograba habituarse a la mediocridad y estar inmerso en ella lo abatía física y espiritualmente.

En una noche de insomnio, propia de la ansiedad que lo mantenía en vilo, le vino una idea a la mente. Como lector voraz de novela negra urdió una trama a la que le daría forma con el paso de los días. Un sano entusiasmo se apoderó de él. Sintió que la vena literaria por fin se había adueñado de su interior. Había dado el paso definitivo. O eso creía.

En las semanas siguientes se las arregló para completar 300 páginas. Una historia que rodeaba a una misterioso asesinato que venía rodeado de un aura existencial. Ya con el volumen bajo el brazo, comenzó a moverse por editoriales. Pero no tuvo mucha suerte. Varias personas le sugirieron cambios, le dieron esperanza… y al final le decían que no, otra vez.

Un día, un hombre le llamó por teléfono. Era alguien que conocía de años atrás y al que en un principio le costó trabajo identificar. El tipo en cuestión le empezó a hablar de un proyecto que tenía en mente y al que le quería invitar. El balbuceo fue extraño pero implicaba la fundación de una casa editorial. El sujeto le preguntó a Paul Auster si tenía alguna novela que quisiera publicar. Habían pasado ya varios meses desde que en aquella noche sin dormir empezó a trazar su primera obra de largo aliento, una de la que ya casi se había olvidado. Quiso aprovecharla y dio el sí.

El libro tardó dos años en materializarse. Cuando se mandó a imprimir la empresa estaba quebrada y no había forma de siquiera distribuirlo. Había que recurrir a otra editorial, a otro agente. Paul Auster había recibido un golpe más. Lo sufrido a lo largo de toda su juventud era una verdadera masacre que tumbaría a cualquiera que no tuviera vocación.

No era su caso. Peleó por lo único que le salía bien y al cabo de un tiempo obtuvo recompensa. Siguió picando piedra y, sobre todo, siguió escribiendo. No se rindió. Eventualmente sus libros fluyeron y fueron publicados hasta convertirlo en uno de los autores más exitosos de su generación. Lanzó la apuesta y pudo fracasar o pudo dar en el blanco, pero tenía que estar ahí. Y lo estuvo. Como un artista del hambre que todavía mira hacia atrás con ingenio.

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