La ceguera voluntaria que favorece a los políticos

blind hamster

Hay una condición ante la cual queda poco que hacer cuando llega la hora del debate político. Esto ocurre cuando una de las partes se niega a atender los hechos y evade la realidad, prefiriendo echar los brazos a explicaciones tan disparatadas como consoladoras.

Se trata de la ceguera voluntaria a la que se adscriben muchas personas que por motivos de interés, estrategia o vana esperanza, optan por tirar los hechos por la borda. Convierten el análisis un asunto de fe ante el que las razones o los argumentos valen casi nada.

El miope intelectual ha decidido que todo aquello que vaya contra la concepción previamente establecida será descartado en automático, será escuchado pero no atendido. Da igual, el susodicho se mantiene en el burro hasta mimetizarse con él.

En lo anterior yace la gran desgracia del intercambio de ideas. Lo importante ya no es llegar a la verdad. En cambio se opta por tomar un bando y a partir de pasiones y prejuicios se desmonta cualquier idea que ose contradecir lo que se asume como la correcta, aunque los únicos indicios de ello sean las palabras del líder al que se da el estatus de único referente.

La renuncia a las facultades críticas acaba en una candorosa sumisión. El ciudadano cede su voluntad al son que le mande la nomenklatura.

Llegado a este punto la única fuente válida para ellos es la que viene del poder hegemónico. Un tanto a la usanza de Fidel Castro, siguen el dogma que no admite matices. “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada”.

Cada quien puede tomar la postura que desee y hacer consigo mismo y su discurso lo que mejor le venga en gana. Faltaba más. Por fortuna dentro del mundo occidental no se vive bajo totalitarismos que obliguen a los individuos a comportarse de determinada forma y mal haríamos como sociedad si exigiéramos alguien tomar la conducta que mejor nos parezca.

Simplemente es triste ver que personajes en apariencia ilustrados tiren por la borda sus posibilidades intelectuales para, en cambio, asumir el papel de ovejas amaestradas.

Las figuras políticas desfilan muy campantes con una población así, una que no cuestiona, una que no levanta la voz y que encima funge como cuerpo de defensores frente a los mavericks que tienen a la desfachatez de la protesta.

Sin estar dentro de la nómina ni tener cargos honorarios dentro del gobierno, estas personas se asumen como parte de un movimiento del que en realidad no forman parte, o en el que si acaso tienen la jerarquía de un isóptero. Se olvidan del lugar de donde vienen y la tribu que los echa en falta: la ciudadanía.

Los políticos cuentan con un poder enorme. Hay circunstancias en las que pueden pasearse a placer. Si nadie les pone un alto comen y comen espacio para aumentar su margen de maniobra hasta asfixiar un posible balance.

Frente al aparato de un gobierno que cuenta con el monopolio de la fuerza y a distintos poderes dentro de su jurisdicción, queda tan solo la posición ciudadana para acotar, aunque sea una fracción, los posibles abusos que pudieran cometer.

La crítica, la movilización, la burla y la protesta en cualquier magnitud son armas en disposición de los habitantes de un país. Ante ellas, las autoridades que acaparan las instituciones se lo piensan dos veces antes de incurrir en prácticas nocivas de gobernanza. Saben que hay un costo político ante cada agandalle, cada torpeza. En cambio, si perciben hay entes pasivos y complicidad de parte de los votantes, poco o nada les importa exprimir lo que les plazca.

Quienes se inclinan a la ceguera voluntaria, los que cierran los ojos ante los traspiés de lo idolatrado y ponen un escudo ante los denunciantes, hacen un favor a regímenes que a final de cuentas no retribuirán los servicios desde las alturas.

No se trata de torpedear ningún proyecto ni caer en el vituperio gratuito: cuando una administración lo haga bien habrá que reconocerlo. Igual que cuando se equivoque, donde incluso conviene alzar el volumen.
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Publicado originalmente el 11 de febrero de 2019.

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