Donald Trump no es Ronald Reagan. En este punto ha quedado claro para casi cualquiera, pero no está de más recalcarlo para poner en su justa dimensión a cada personaje.
Desde que Trump se erigió a sí mismo como aspirante paras las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, tanto él como algunos de sus seguidores quisieron trazar paralelismos entre su candidatura y la que en su momento representó Reagan, ambos outsiders y con notable pragmatismo en sus políticas y sencillo uso del lenguaje, muy propio de sus líneas no ortodoxas y escaso vínculo con la prudencia académica.
La supuesta influencia quedó sellada cuando Trump eligió como eslogan de campaña el célebre (y poderoso, hay que decir) Make America Great Again, un versión del Let’s Make America Great Again que Reagan utilizó en 1979 para llegar a la presidencia en 1980, en tiempos también complicados para la economía estadounidense.
La frase, y esto es una cuestión que se comenta poco, de hecho viene de más atrás, y fue utilizada por primera vez en 1950 por el partido conservador en el Reino Unido, incluso por una de sus más jóvenes representantes: una tal Margaret Thatcher (en aquel entonces Margaret H. Roberts) que con 24 años llegó a utilizar el Make Great Britain great again, con el que no tuvo mucho éxito en las elecciones generales en las que fue derrotada por Norman Dodds en su lucha por el escaño de Dartford.
Aunque algunos siguen encontrando en Trump ese aire fresco que en su momento Reagan representó para revitalizar la imagen de Estados Unidos ante el mundo, es evidente que existe una distancia abismal entre uno y otro. Principalmente porque Ronald Reagan era un caballero.
Con sus virtudes y defectos, el espíritu religioso y de cowboy llevó a Reagan a ser alguien osado en su forma de hablar, pero al mismo tiempo respetuoso. Lo era hasta con sus adversarios contra los que utilizaba de forma recurrente el sentido del humor. De algún modo sus ataques tenían algo de afable que aunado a su carisma natural lo llevaron lejos en la carrera.
En contraste, Trump es soez, inclemente y resulta antipático en casi cualquier aspecto posible. Ronald Reagan estaba conformado por una serie de valores y una sensibilidad notable para atender la realidad. Era un hombre de familia, alguien sonriente y de alta estima por la figura de las mujeres, las minorías y aquellos en situación vulnerable.
Y hay mucho más. Dejando de lado los rasgos personales, hay puntos que separan por completo a ambas figuras, por más se les pretenda ver como equivalentes en lo que respecta al modo republicano de incentivar el capital como concepto básico de acción.
Donald Trump es proteccionista en lo económico y atiza a los peores sentimientos del pueblo norteamericano, mientras que Ronald Reagan apeló en todo momento a los valores universales de su país como una guía que pudiera alumbrar al resto de las naciones en la vertiente mesiánica que durante años caracterizó a la política exterior estadounidense.
En 1988 Ronald Reagan pronunció un mensaje en la radio que parecía premonitorio de lo que vendría con Trump años después, quien en aras de un malentendido supremacismo político-electorero ha fracturado la relación con amigos históricos, en especial en lo que respecta a Europa, Asia y México, con quienes más de una vez ha entablado verdaderas guerras comerciales.
«Todavía en la actualidad, el proteccionismo es usado por algunos políticos estadounidenses como una forma de nacionalismo barato, una cortina de humo para aquellos que no desean mantener la fortaleza militar de Estados Unidos y que carecen de la voluntad de enfrentar a nuestros verdaderos enemigos: los países que están dispuestos a usar la violencia contra nuestros aliados».
«Nuestros pacíficos socios comerciales no son nuestros enemigos; son nuestros aliados. Debemos cuidarnos de los demagogos que están preparados para declarar una guerra comercial a nuestros amigos —debilitando así nuestra propia economía, nuestra seguridad nacional y al mundo libre por completo— mientras de forma cínica ondean la bandera de los Estados Unidos».
Ronald Reagan sabía que el libre mercado y la expansión del comercio no significaba un riesgo para Estados Unidos. Más bien representaba el triunfo de los ideales americanos que llevaban prosperidad a quienes respetaban los derechos individuales y daban cauce al potencial de su gente.
Pero si hubiera que encontrar un rasgo distintivo, aquel en el que mejor queda patente la distancia entre ambos personajes, no cabe duda que tendría que apuntar a sus visiones contrapuestas en lo que respecta a la inmigración.
Trump ha enarbolado una retórica xenofóbica y antiinmigrante en su trayectoria dentro de la política. Aparte de una convicción individual, se ha tratado de una forma de llamar la atención y de lucrar estratégicamente con la parte más primitiva y prejuiciosa de su base electoral. Lo ha hecho sin contemplaciones, hablando de muros y generalizando como criminales a quienes buscan una oportunidad lejos de casa.
Ronald Reagan por el contrario fue un gran defensor de los inmigrantes y el papel imprescindible que juegan en cualquier parte del globo. Supo leer la importancia que los foráneos han tenido para fortalecer a Estados Unidos hasta convertirlo en la potencia más grande en la historia de la humanidad.
Así lo manifestó cuando luchó por la candidatura republicana frente George H. W. Bush, en tiempos donde ya había discusiones encendidas y reclamos que un sector de la población tenía contra los inmigrantes, a quienes algunos acusaban de estar quitándole sus espacios.
En uno de los debates de la campaña en 1980, ante una pregunta expresa de un ciudadano texano que le cuestionaba si había que aceptar a niños sin papeles en las escuelas de Estados Unidos, Reagan fue firme al mencionar la relación que debían tener con México.
Implantó una idea fundamental: por el bien de ambas partes, los países vecinos estaban condenados a entenderse.
«Creo que ha llegado el momento de que Estados Unidos y nuestros vecinos, en especial nuestro vecino del sur, tengan un mejor entendimiento y la mejor relación que jamás hemos tenido. […] En vez de hablar de poner una valla entre nosotros, por qué mejor no trabajamos en reconocer nuestros mutuos problemas, haciendo posible para ellos [los inmigrantes mexicanos] venir aquí legalmente con un permiso de trabajo. Y de este modo, mientras trabajan y ganan dinero aquí, también pagan impuestos aquí. Y cuando quieran regresar a sus lugares de origen puedan hacerlo y cruzar. Y abrir así la frontera en ambas vías, entendiendo sus problemas. Esta es la única válvula de seguridad que tienen en este momento, con esos niveles de desempleo que padecen… la válvula probablemente evita que colapsen».
En 1986, ya como presidente, Reagan promulgó la famosa Ley de Reforma y Control de Inmigración, que aunque puso candados a la contratación de trabajadores en situación irregular, dio amnistía y abrió las puertas a cerca de 3 millones de indocumentados que estuvieran dispuestos a llevar un modo honesto de vida.
El presidente dijo que el objetivo era establecer un sistema razonable, justo, ordenado y seguro (palabras que resuenan en el reciente Pacto Mundial sobre Migración) “sin discriminar en forma alguna alguna forma a ningún país en particular ni a su gente”.
Con el paso de los años, el también actor se volvió aún más incisivo al respecto. El 19 de enero de 1989, horas antes de dejar de ser presidente, Ronald Reagan dio su último discurso bajo la investidura del cargo. Una exposición conmovedora que dio acompañado de su esposa Nancy. En él, casi como profecía, se refirió a lo importante que sería defender a los inmigrantes como factor decisivo en la primacía de Estados Unidos como potencia.
«Como este es el último discurso que daré como presidente, creo que es adecuado dejar un pensamiento final, una observación acerca de un país que amo. La idea se entiende mejor en una carta que recibí no hace mucho. Un hombre me escribió y me dijo: “Puedes irte a vivir a Francia, pero no puedes convertirte en francés. Puedes ir a vivir a Alemania, Turquía o Japón, pero no puedes convertirte en alemán, turco o japonés. Pero cualquier persona, desde cualquier rincón de la Tierra, puede venir a vivir a América y convertirse en americano».
«Sí, la antorcha de la Estatua de la Libertad […] representa nuestra herencia, el pacto con nuestros padres, nuestros abuelos y nuestros antepasados», añadió Reagan. «Esa dama es la que nos da nuestro gran y especial lugar en el mundo. Porque es la gran fuerza vital de cada generación de nuevos estadounidenses que garantiza que el triunfo de Estados Unidos continuará sin igual en el próximo siglo y más allá. Otros países pueden tratar de competir con nosotros; pero en un área vital, como un faro de libertad y oportunidad que atrae a la gente del mundo, ningún país en la Tierra se acerca».
Si Estados Unidos es grande no ha sido por la cerrazón ni por hacer caso a charlatanes. Si Estados Unidos llegó a ser la gran superpotencia del siglo XX fue debido, entre otras cosas, a la apertura, al respeto de la legalidad y la justicia y a la idea de que podías hacerte de un lugar si estabas dispuesto a trabajar duro por él. Fue así como Estados Unidos logró vencer al monstruo de la Unión Soviética: respondiendo con libertad y pluralidad a la tiranía y al aislamiento.
Estados Unidos es el ejemplo de que la inmigración no debilita, al contrario, fortalece. Fue así que se convirtió algo así como en la selección de “Resto del mundo” que acogió a individuos de orígenes diversos que lograron enriquecer su tierra y sus instituciones. Trabajadores de origen europeo, latinoamericano, asiático, africano y de todos lados aportaron su respectivo grano de esfuerzo.
No, Donald Trump no es Ronald Reagan. Patti Davis, la hija de Reagan, lo manifestó hace tiempo. Su padre jamás respaldaría el comportamiento grosero, mezquino y demencial de quien ahora ocupa y deshonra a la Casa Blanca. Estaría horrorizado con él.