Si hubiera que nombrar a escritores que tiran al vacío y a la desesperación, Emil Cioran sería uno de los primeros que vendrían a la mente. Su obra, profusa y fragmentaria, es uno de los testimonios más hondos del pensamiento que se consume en el pesimismo, un abismo constante que sin embargo lanza destellos de vigor.
Aunque la muerte fue uno de los temas que más aparecieron en sus libros, y aunque era alguien que no veía el andar de los días con especial optimismo, el escritor rumano aguantó lo que pudo y falleció a los 84 años por cuestiones de salud y no por una decisión individual.
Personas de mayor alborozo se han suicidado y él, pese a su perpetua disconformidad, no lo hizo. Daba la impresión de que asumía la condena de haber nacido (ese inconveniente, como decía) y que ya puestos en este plano no quedaba otra que sacar el provecho que se pudiera.
Como describió en El ocaso del pensamiento, había un serio revés con el suicidio: poner fin a los días antes de haber alcanzado aquello a lo que se podía aspirar. No era muy honorable, a su entender, poner punto final desde la lona, y antes convenía alcanzar un grado de realización digno de encomio. Entonces sí podría proceder la coronación, la “extinción aceptada”. Al suicidio lo tuvo más como una idea que como una opción a tomar.
Es probable que a juicio de Cioran el destello no hubiera llegado para sí y por eso, sin remedio, vio consumada la vejez. O puede que, en el fondo, la vida no le pareciera tampoco un desastre y que en su más blanda intimidad hubiera encontrado el impulso necesario para mantenerse en el ruedo.
De tratarse de lo segundo, de un remoto gusto por existir, no queda duda de que Cioran lo mantuvo en secreto. La condición de un exilio humano fue un vaivén de su literatura, compuesta por sentencias que sin embargo no dictaban cátedra ni pretendían sentar una doctrina.
Más bien apartado, Cioran resumía contradicciones, y aceptaba ser un hombre lleno de equívocos sin valor para ser poeta. La derrotaba le sentaba bien y no ansiaba los grandes reflectores tanto como a exprimir cada poro en una búsqueda por la sordidez.
Piotr Rawicz compraba a Cioran con un caracol. Alguien tímido, acostumbrado a esconderse sin la posibilidad de huir a la velocidad que quisiera. Un hombre que aspiró a lo sublime y que al no encontrarlo se asfixió en la frustración de lo cotidiano.
Aunque todos sus trabajos tienden a lo autorreferencial, la confesión y la mirada personal, quizá en ningún espacio haya revelado tanto de sí como en sus cuadernos, los cuales fueron publicados de manera póstuma.
En ellos Cioran registró muchos de sus pesares, un remordimiento sostenido por capas de hierro oxidado. Acompañado por la desdicha, en algunas de sus notas se atisba la que acaso sea el motivo principal de su estilo breve: su fastidio incesante, el hartazgo que sentía por sí mismo y la desesperación de la que se veía empapado al cabo de unos minutos. “No son los pesimistas, sino los decepcionados, los que escriben bien”, concluyó en una ocasión.
Cada una de sus anotaciones es una carrera contra el tiempo. No podía apelar a la distancia larga, ya que tenía el riesgo de desmoronarse. La concisión era una forma entregar una pieza antes de que fuera demasiado tarde, antes de que algún demonio le sugiriera a tirar el cuerpo por la borda.
De igual forma despreciaba el exceso. No toleraba a quienes inflaban lo que hubiera sido mejor abreviar. Fuera en la música, en las letras o en la arquitectura, nadie era tan grandioso como para extenderse por demasiado rato, excepto los genios universales que se miran a lo lejos.
En las entradas de sus diarios también queda en evidencia su eterna desconfianza ante al otro, esa que le llevaba a decir que no convenía consultar a nadie antes de tomar una decisión ya que, advertía, las otras personas difícilmente desean nuestro bien.
Algunas de sus frases más virulentas quedaron patentes en los cuadernos. Parte de ellas llegan a tambalearse y refulgen la mayor exageración: un error muy propio de los deterministas que tiran al aforismo.
“Todos los padres son irresponsables o asesinos. Solo los animales deberían dedicarse a procrear”, dice en unos instantes más bajos. Una sandez salvable apenas como muestra de alguien roto que en la emergencia busca desquitarse con un exabrupto.
Hay que recordar que para Cioran la escritura tiene que causar un impacto. Cada una de las piezas que publicaba tenía el fin de descolocar. Las palabras deben “hurgar llagas, suscitarlas incluso”, como llegó a admitir en alguna ocasión. No solo razonaba o procuraba ser sabio, daba espacio a la salida de tono, a la inconveniencia. En su opinión lo más interesante del alma recaía en sus tormentos.
El perdón le llega por la honestidad descarnada, la culpa que asumía, una imperfección que era su propia condena. “Yo no soy escritor”, confesaba, “todo lo que escribo ofrece un aspecto entrecortado, discontinuo, torpe”.
Pero de nuevo. Había que continuar. El sufrimiento ya estaba, no quedaba otra que intentar redimirse aunque el paraíso fuera tan huraño. El autor naufragaba y mientras lo hacía tiraba botellas al océano donde los chispazos se intercalaban con el desconsuelo.
Cioran creía que nunca echaría raíces en el mundo. Y acaso de algún modo haya sido así. No obstante, aunque le chocara, su obra sí que dejó un legado. Píldoras de angustia que para mentes afines no resultan lacerantes, sino reveladoras. Una palmada de coincidencia que los hace sentir menos incomprendidos y solos.