Había un chiste que le gustaba contar a Jake LaMotta. El célebre boxeador decía que su familia era tan pobre, pero tan pobre, que cuando llegaba la Navidad su padre agarraba una pistola, salía de casa, cerraba la puerta y daba un disparo al aire. Al regresar le decía a su familia que Santa Claus se había suicidado. Que no habría regalos esa Navidad.
La historia es graciosa y amarga a la vez, pero en el fondo es reveladora. La Navidad es tan importante que despierta respeto hasta entre quienes no pueden gozarla. No es posible prescindir de ella así como así. Se trata de la celebración máxima del calendario, una fecha con la que hay que involucrarse de algún modo; incluso se le confiere importancia si por alguna razón no puede disfrutarse de ella.
Aun así es cada vez más frecuente saber de personas que dicen no celebrar la Navidad. No se tratan de los autodenominados grincheanos que hacen de su disgusto un espectáculo, sino de gente que, por un motivo u otro, desechan la idea de salir de la norma el 24 y 25 de diciembre con total resignación.
Entre las justificaciones de los abstencionistas del jolgorio se encuentran cuestiones a menudo agrias. Separaciones familiares, problemas económicos, desánimo generalizado por la época. Cuestiones muy respetables, que sin embargo, salvo casos extremos (verbigracia estar inmovilizado por un accidente), deberían soslayarse por un rato en pos de un bien mayor: darse un respiro que sea reconfortante para el interior. Nos los merecemos.
Los días de diciembre pueden abatir al espíritu que creció rodeado de series de televisión según las cuales la Nochebuena eventualmente se iba a pasar en una cabaña de Aspen en compañía de un montón de gente querida y comida a rabiar. Cuando resulta que no se tiene aquello, sino una versión raquítica acorde con la realidad, es normal desmoronarse un tanto.
El drama suma enteros si acaso el rumbo de la propia existencia parece no ir a ninguna parte o si de plano se encuentra en una seria hecatombe. Los días de bonanza mediática ponen en mayor perspectiva la miseria de cada uno y varios acaban hundidos ante el sillón por haberle fallado a lo que se aspiraba en la infancia.
Para quienes se encuentren en tal estado, no queda otra que pensar en lo obvio que se ignora. De nada sirve radicalizar el pesimismo: para el alma resulta más provechoso dejarse llevar, por un rato siquiera, de un optimismo desbordado. Rara vez la cerrazón entrega recompensa. En cambio hay esperanza mientras una casa tenga arbolito de Navidad. Así sea miniatura, es una manifestación superior de los sentimientos.
No hay motivos para preocuparse. Para entrar de lleno en la experiencia no es obligatorio alcanzar el júbilo ni labrar una estampa propia de comercial televisivo.
La celebración puede ser modesta. Pueden ser pequeños gestos ante la alambrada. Se trata más de tener disposición que otra cosa.
Toca apelar a los detalles. A darse aunque sea un gusto breve. Después de un año en modo de combate todos deberían ser acreedores de un regalo, por minúsculo que sea. Si no se tiene plan ni invitación alguna, basta con comprar un bote de helado y echar la madrugada con un maratón de nuestras películas favoritas.
El objetivo es no rendirse. Ofrecer resistencia al desamparo con lo que se tenga. Poner una canción a todo volumen puede marcar la diferencia entre gozar o venirse abajo. También funciona salir a caminar a medianoche para ver los fuegos artificiales que se atraviesen en el camino. O iniciar una obra (un guión, una tonada, un libro de poemas), que eventualmente puede sacarnos de donde estamos.
Otra opción, si la ocasión lo permite, es emprender un viaje. Ya sea en lo individual o con escuderos. Cuando la cotidianidad embota, basta irse. Lejos o cerca, pero irse.
La Navidad, pues, no tiene que ser como dicta la telenovela o como hacen creer los demás desde fotografías engañosas que esconden más de lo que revelan. Haz lo que esté dentro de tus posibilidades. Eso sí, por favor, imprime unos rastros de rebeldía.
Siempre habrá amigos, familiares y seres queridos que ya no estén. Algunos optan por dejar el guateque ante su ausencia. No cometas el error. A ellos en su momento también les hizo falta alguien y no por ello se detuvieron. Los ratos vacíos están para emplearse. No esperes a nadie para dar pasos de belleza.
Disfruta del momento pese a que parezca difícil. Sí, hay muchos problemas de todo tipo, razones para la tristeza. Siempre los ha habido y siempre los habrá. No por ello hay que desvanecerse. Date a ti mismo y a los tuyos una noche de amnistía. Relájate un rato. Come y bebe todo lo que puedas como si hubieras entrado a una dimensión en la que nada importa excepto pasarla bien.
Vida solo hay una (a menos de que seas un gato al que le dio por leer), así que aprovecha. Deja las quejas y la amargura para otro día. Aunque no la estés pasando como señala la dictadura de los regalos gigantes y las chimeneas.
Y así estés solo por la noche, envuelto en cobijas, mientras a lo lejos se escucha la fiesta de extraños que te ha sido vedada, no te quiebres en el apuro. Por el contrario celebra, en tu fuero interno al menos, que sigues en marcha. Porque como decía aquel poema de Lina Zerón, a pesar de todo, por todas partes, en todos los rincones del mundo, el amor brota de sus trincheras en Navidad.