Alejandra Pizarnik a quemarropa

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Afuera hay sol.
Yo me visto de cenizas.

—Alejandra Pizarnik.

Los diarios de Alejandra Pizarnik son de lectura pesada y angustiosa. No hay tregua en ellos y al transcurrir por sus páginas queda la sensación de impotencia, la de no poder hacer nada por ayudar ni para levantar a la mujer del pozo en el que se encuentra. La escritora ya no está, y su testimonio, en donde la sinceridad puede confundirse con regodeo depresivo, solo puede verse, como es natural, con resignación. Un paño de lágrimas que se exprime para sacar la belleza que aparece cada tanto en esas reflexiones llenas de aflicción que, oh sorpresa, no son nada ajenas para algunos lectores (con esa familiaridad que ella experimentó al leer a Pavese). Pizarnik estaba en el abismo y tuvo un talante heroico para dar cuenta de ello.

Lo de Pizarnik es un grito delicado, una desesperación que trasluce con suavidad. Cada una de las entradas nos hace partícipes de sus miedos. Los de un pobre ser encaminado a un fin abrupto, anticipado. Cabe preguntarse cómo es que en medio del decaimiento ella encontraba fuerza o disposición para llevar un registro de la hecatombe.

Da la impresión de que en su escritura hay una clase de búsqueda, y que al menos durante un tiempo llevaba dentro de sí una pequeña llama que no se terminaba de apagar. Una luz que, aunque tenue, bastaba para dar pinceladas de vida. Una sensibilidad enmarcada por el desgarro espiritual.

Lo más probable es que la literatura fuera para Pizarnik un elemento de compensación. En uno de sus apuntes cita a Apollinaire, para quien la escritura era llenar un vacío. Palabra tras palabra se derrotaba así a la página en blanco. En el caso de la argentina, lo que se confrontaba no era una página en blanco, era el abandono que le embargaba por dentro. Hablamos de alguien que bordeaba la muerte de cerca como una afirmación. Sola ante el límite podía percibir mejor sus pensamientos, miraba el precipicio como un hábitat natural.

Sin la escritura se asfixiaba. Lo consideraba un acto bello, rebosante de magia. Un cuaderno marchito podía volverse en caleidoscopio si una pluma se deslizaba con tino en sus páginas.

Para Alejandra Pizarnik cada día era una batalla, una aventura de la que no saldría indemne. Presenciar su agonía duele y se deambula por los párrafos con la ilusión de que de pronto sobrevenga un respiro, alguna tarde que le ofrezca un consuelo a la autora, un instante que redima su triste destino. El episodio no llega o al menos no fue hecho patente en los diarios. La lámpara nunca encendió. Los planes se desvanecen poco a poco y cada nuevo coletazo de entusiasmo encuentra pronto el desasosiego.

El combate librado contra sí misma era casi tan intenso como el que sentía contra un exterior al que percibía adverso y hostil. Ni siquiera lograba la redención a través de sus poemas, esos que a veces le despertaban orgullo, pero que eventualmente le resultaban un eclipse, un mancha de lo que pudo ser y nunca fue. Simplemente no podía gozar de lo que había. No podía “vivir como un ser humano”.

El fin se adivina cerca en los versos y líneas y, sin embargo, no llega tan pronto como se pudiera atisbar. El sufrir se prolonga. La angustia derramada representa supervivencia también.

En determinado punto, Pizarnik lamenta “la incapacidad de hilar un pensamiento”. Describe su actividad mental como un verdadero caos, un “suceder de imágenes vertiginoso, recuerdos desordenados, palabras que se van en cuanto trato de apresarlas”.

Tanto llanto, tanto agobio, era un ritmo que solo podía sostener en soledad. En el más radical decadencia, Pizarnik decidió aislarse, aunque eso le apretara el corazón. No quería molestar más. Los cuadernos fueron los últimos cómplices, ante ellos se podía desahogar sin afectar a terceros. Como ella misma admitía, la ansiedad era su estado genuino, “ocasionalmente interrumpido por el trabajo, el placer, la melancolía o la desesperación”.

El erotismo era una asidera que de tanto en tanto la mantenía a flote. De vez en cuando tenía esos episodios febriles en donde se derretía en deseo. No tenía complejos para manifestarlo. “Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. […] Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso”.

Alejandra Pizarnik se suicidó en 1972. Tenía 36 años. Estaba marcado en su camino. Era inevitable. Desde pequeña cargó con una cruz. Minada de antemano, decidió quitarse la vida luego de salir del hospital en donde estaba internada por la depresión. No le quedó de otra. Se atiborró de pastillas en el adiós definitivo. Un final ni lindo ni floreado, no muy idóneo. Pero así son las cosas. Como ella misma señaló, es difícil morir bien.

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