El periodismo no es para cínicos

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Para el reportero polaco Ryszard Kapuscinski, el periodismo era un gran ejercicio de resistencia. A su juicio, quien se dedique al oficio debe ser capaz de aguantar más allá de lo que se toleraría en cualquier otro trabajo más o menos del rango. ¿Qué otro chiflado se metería a una zona de guerra sin fusil por un sueldo mediocre, pudiendo renunciar sin sufrir consecuencias legales? Solo los empecinados como él, quien a lo largo de una extensa carrera recorrió áreas en conflicto como África, América Latina y Europa del Este.

Resulta recomendable, por tanto, que un reportero sea alguien templado y fuerte más allá de la inteligencia o don con la pluma que pudiera tener; de otro modo el talento podría desmoronarse en tiempos de crisis que es donde más se necesita lanzar artículos. Un corresponsal, decía Kapuscinski, debía tener ese balance físico y mental, ya que caer en pozos depresivos no resulta recomendable cuando hay que entregar notas a mansalva. Los acontecimientos no esperan, llegan y como tornado se van, no hay tiempo para los titubeos y más vale estar apto para plasmarlo en papel cualesquiera que sean las circunstancias personales por las que pase el autor.

De ahí que muchos de los mejores periodistas sean arrojados (aunque no todos, hay uno que otro que se desenvuelve bien desde la comodidad del sillón, pero hace falta mucha sensibilidad y cultura para lograrlo). Tal característica puede compensar lo demás. Quizás esa persona no redacte muy bien y carezca elementos mínimos para contextualizar lo que percibe. En cualquier caso, si está ahí en el momento adecuado y lo registra, puede entregar una verdadera joya que un editor hábil podrá convertir en una pieza memorable.

El periodismo, además, es un poco ingrato y funciona como un boxeo acelerado. No basta con obtener una gran victoria. Pronto hay que ir por una más. Los pugilistas tienen meses para preparar el próximo combate. En cambio quien lucha dentro de la prensa tiene que ponerse los guantes al día siguiente ya que pronto queda rebasado por el tiempo. No hay demasiado espacio para celebrar: la experiencia y la jerarquía se quiebran si no hay una renovación. Un escritor joven puede desplazar al viejo si este último se instala en el conformismo. El escritor debe permanecer en pie de lucha y no creer que su tarea está cumplida jamás, salvo cuando se retire y admita de algún modo la muerte.

Las salas de redacción de muchos periódicos están atrofiadas por viejas figuras que creen, en su confortable soberbia, que los años acumulados les ofrecen un especie de derecho. Esta gente no se actualiza y son tan pagados de sí mismos que no escuchan a los jóvenes quien bien les podrían ayudar a refrescar la mente que ya tienen tan marchita.

Muchos directores generales, por desgracia, se les compra a estos veteranos. Y así el lector percibe que la oferta de determinados diarios expide un aroma similar a la de la madera que no ha recibido el tratamiento requerido.

Lo viejos lobos de mar se cuecen aparte. Son los que ya con canas y arrugas siguen con el instinto activado. Ellos preguntan, están al tanto de las novedades y no temen rodearse de gente recién graduada que, con todos sus errores y limitaciones, cuenta con un tesoro preciado como lo es la chispa y la naturalidad. Estos hombres y mujeres mayores son los que crecen en armonía, los que adoptan el papel de un antiguo capitán que, ya sin un ojo y con una pata de palo, logra dirigir una embarcación donde bellas doncellas y jóvenes mozos ayudan a sobrellevar el embate de las olas.

Kapuscinski tiraba un sabio consejo para quien se inicia en el periodismo: si había que escribir sobre alguien, había que compartir aunque fuera un poco de la vida con él. Estar ahí. Permanecer cerca de aquello que se intenta retratar y no estar al margen de los seres humanos que componen el paisaje. Vivir en carne propia aquello que se busca plasmar por escrito. Esto implica riesgos, sin dudas, pero es la única forma de entregar algo medianamente real a la vez que permite no dejarse engatusar por testimonios viciados por el interés de un individuo.

Si se va a escribir sobre una plantación de algodón, la excelencia pide apersonarse en el sitio y mirar. Y no solo eso, si se aspira a conseguir la mayor exactitud posible, conviene incluso realizar labores por una jornada para atisbar, apenas levemente, lo que los trabajadores experimentan de sol a sol no solo un día, sino la profundidad de los años, los instantes más preciados de sus respectivas existencias.

Sacrificio y sacrificio. Esa era la posición que, a juicio del reportero polaco, debía ser asumida por los periodistas. Se trata de una profesión muy exigente, decía. “Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. El motivo es que nosotros convivimos con ella veinticuatro horas al día. No podemos cerrar nuestra oficina a las cuatro de la tarde y ocuparnos de otras actividades. Este es un trabajo que ocupa toda nuestra vida. No hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto”.

Uno podría pensar que un empleo tan demandante tendría que conllevar grandes beneficios. Pero no es así, no al menos en el plano económico, aunque hay satisfacciones de otra índole que sin duda son alimento para el espíritu (no así para la cuenta bancaria). Una vocación auténtica es vital en este punto, sobre todo en los primeros años, cuando los aspirantes ganan poco por más que se esfuercen. Podría decirse que la frustración se vuelve una constante. El trabajo no termina nunca y las recompensas son pequeñas y fugaces. Sin embargo, hay una capa que empuja a estos servidores. Una fuerza inasible y no del todo explicable.

Por eso la vocación era tan importante. Los cínicos no sirven para este oficio, decía Kapuscinski en una entrevista recogida en un libro con el mismo nombre (Anagrama, 2006). El periodismo exige integridad en cada poro. Y el polaco añadía que las malas personas no pueden ser buenos en el ramo. Quien es noble tiende a ser honesto, a ser preciso, intenta comprender a los demás. No utiliza las tragedias como artificio y recurre en cambio a la empatía, una forma de entender la psicología de los personajes, esa gente a pie a quien se da voz en en lugar de caer en la tentación del reportero ególatra que asoma una y otra vez la cabeza en los textos como para el lector se acuerde que él estuvo tras los párrafos.

Curiosamente Kapuscinski no estuvo libre de la polémica. Pese a su estatus de leyenda y recibir múltiples galardones a lo largo de su vida, tras su fallecimiento en 2007 crecieron los cuestionamientos en torno a su obra que, en opinión de algunos, se tomaba demasiadas licencias. Su prosa, de tan redonda y pulida, despertó sospechas. Sus libros y reportajes eran demasiado estilizados como para corresponder a la realidad. Más de un periodista sabe que ante la carrera a contrarreloj no hay muchas posibilidades de perfección. La realidad tiene esos inconvenientes y por ello algunos terminan por aderezar con algo de ficción amistosa. Así se llenan huecos de otro modo insalvables, pero se pierde a cambio autenticidad. Se ha traicionado el pacto con el lector, quien espera no una novela, sino la máxima fidelidad del periodista respecto a lo que ocurre a kilómetros de su hogar.

Adicionalmente, poco a poco se desveló la relación laboral entre Kapuscinski y los servicios de inteligencia de su país, que aunado a una juventud marcada por la filiación comunista (llegó a escribir poemas dedicados a Stalin) disipada después, terminó por develar errores y sesgos ideológicos en su trabajo, propenso igualmente a fiarse mucho de la versión del pueblo antes que del rigor analítico. Ryszard tampoco escatimó en detalles para fortalecer su propio mito, aunque para ello dejara que se deslizaran falsedades.

Sus libros, de cualquier manera, no tienen desperdicio. Son plenamente disfrutables y continúan como referencia. Eso sí, hay que verlos con ojo crítico, como todo. El periodismo no es para cínicos, pero sí para seres humanos, con las contradicciones y los claroscuros que nos vienen de nacimiento.

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