“Success is not final, failure is not fatal: it is the courage to continue that counts”.
―Winston Churchill.
Winston Churchill era un hombre lleno de defectos. Era feo, gordo y padecía de depresión y alcoholismo. Era propenso al llanto y también era en exceso belicoso y políticamente incorrecto. Su lengua afilada tiró más de una frase que indignaría a la mente más abierta. Comía como cerdo, fumaba con locura y tenía una relación poco cercana con las mujeres. Durante su extensa trayectoria cometió muchos errores y tuvo fracasos que pudieron hundir a cualquiera. Tomó decisiones que costaron vidas humanas y la evidencia muestra que rayó la atrocidad en lo que se refiere a algunos frentes a su cargo.
No obstante, tenía una cualidad muy importante. Y en el balance de la vida a veces basta con una cosa, si se aplica a fondo, para redimirse y ponerse del lado correcto de la historia. Winston Churchill era valiente.
Se trataba de un hombre de guerra. Alguien que sabía que en ciertos momentos la moderación no valía y que había que tomar determinaciones que, por dolorosas que fueran, eran la única ruta para salvaguardar la dignidad y el honor.
La llegada de Churchill al puesto de primer ministro del Reino Unido llegó, de hecho, gracias a una coyuntura de excepción. En tiempos de paz él no hubiera tenido cabida en el máximo rango, pero al borde del colapso mundial se necesitaba alguien como él. Alguien capaz de ir a por todas.
En cualquier caso no fue la primera opción para ocupar el hueco. Ni para el Rey ni para muchos otros. Lord Halifax pintaba como el sucesor natural tras la debacle de Neville Chamberlain. Pero la situación era tan caótica debido a la expansión de la Alemania Nazi, que de algún modo Halifax prefirió evadir una situación en la que se atisbaba el desastre. En tales circunstancias, con un Tercer Reich de aspecto invencible que campaba a sus anchas por Europa, solo quedaba una opción: liberar al kraken inglés, a la encarnación de John Bull. Winston Churchill, ni más ni menos.
El gran llamado había llegado. Winston Churchill creía que su destino estaba marcado y cada uno de sus días fue un paso hacia tal nombramiento. Obsesionado y acomplejado por la sombra de Randolph, su padre (el destacado político a quien intentó emular), Winston asumió el reto desbordado en emoción. Él no concebía fallar, aunque estuviera en los prolegómenos de una misión imposible.
Hitler arrasaba por entonces. Acumulaba una victoria tras otra y empezaba a acorralar a occidente. Tras cesiones contraproducentes de Francia y Reino Unido, los nazis se habían fortalecido. Y era momento de actuar. Con Estados Unidos temeroso de enfrascarse en el conflicto, con una Francia debilitada y sin rumbo, y con el mutis indignante de la Unión Soviética coronado por el lamentable pacto Ribbentrop-Mólotov, el Reino Unido estaba ante un momento crítico en el que debía definir qué hacer. La parálisis ya no era alternativa.
Adolf Hitler contaba con una personalidad arrolladora que intimidaba por igual a enemigos que a su gente más cercana. De la furia ni siquiera se salvaba su pareja, Eva Braun, que sufría en carne propia el carácter del alemán. Hitler no toleraba que se le contradijera o que alguien afectara, aunque sea mínimamente, sus intereses. Cuando Eva osaba salirse un poco de la norma, Hitler le contestaba con brutal indiferencia. Dejaba de hablarle por días o semanas hasta que finalmente se calmaba. Ante tal maniático de discursos furibundos y de aspecto de hierro había pocos rivales que le pudieran batir.
Y había mucho menos que estuvieran dispuestos a hacerlo. El más destacado de ellos era Winston Churchill que se la tenía jurada a los alemanes desde muchos años atrás y que de forma constante alzó la voz contra lo que ocurría bajo la despiadada gestión de Hitler, en días donde la opinión pública y sus propios compatriotas no dimensionaban lo que se fraguaba detrás de aquel horroroso proyecto nacional-socialista.
En muchos sentidos Churchill y Hitler eran la antítesis el uno del otro. Hitler cuidaba mucho su alimentación (tenía problemas digestivos y una salud menguante) y no bebía. Winston, por otro lado, era un bebedor empedernido que comenzaba a echar tragos desde la mañana. El británico comía además sin contemplaciones, pidiendo que se sirviera todo en la mesa para ir picando a cada platillo a su antojo.
Churchill comprendió pronto que la Segunda Guerra Mundial no iba a librarse solo con tanques y balas. Había que sostener una batalla a nivel retórico y moral. Ante las intimidaciones de Hitler no había que callarse ni bajar la mirada. El bulldog inglés decidió recurrir a su carisma para levantar a un pueblo que estaba echado a su suerte y con el peligro inminente de una invasión.
“El país y la raza tenían corazón de león. A mí me correspondió la fortuna de lanzar el rugido”, declaró alguna vez.
Ni siquiera quiso ceder a los coqueteos de Hitler, quien más de una vez tiró guiños al Reino Unido, país al que, en apariencia, no tenía entre sus prioridades de destrucción. Winston supo leer lo que ocurría. No podía confiar en alguien que arrasaba con el globo terráqueo. Ya se había perdido mucho tiempo y no se podía dar más complacencia a alguien que no parecía saciar sus ansias de poder y aniquilamiento.
Como bien señala Boris Johnson, la gran diferencia entre los discursos de ambos personajes es que Hitler hacía creer a los suyos que él, el gran líder, podía hacer lo que fuera. Churchill, en cambio, le hacía creer a su pueblo que ellos eran quienes podían lograr lo que se propusieran.
Fue así y solo así, gracias al ímpetu y el valor mostrado por Churchill en la arena pública, que el entusiasmo se empezó a contagiar entre la población. El Reino Unido pelearía hasta el final sin importar cuales fueran las consecuencias. Y no solo eso, disfrutarían del trayecto. La pelea no les iba a amedrentar. Cuando en julio de 1940 Churchill se dejó fotografiar sonriente (y con un puro en la boca) sosteniendo una ametralladora, la señal estaba clara. La guerra le enardecía y estaba en su hábitat natural.
Pese a que los alemanes parecían más fuertes, Churchill decidió que nunca se movería desde la posición de debilidad. Nunca tuvo miedo a la perder.
Irónicamente, el primer ministro británico estaba acostumbrado al fracaso. Durante su carrera política y militar sufrió dolorosas derrotas (la más sonada, probablemente, la funesta batalla de los Dardanelos en la I Guerra Mundial) que, sin embargo, nunca lo derribaron. Tenía fijo en la mente que debía continuar. Tenía una misión superior. Caminar y caminar era su estrategia para dejar atrás el infierno.
No hay que olvidar que Churchill fue también un hombre muy sentimental. Alguien que que lloraba sin remedio cuando la situación lo ameritaba. Luego de pronunciar su famoso discurso “Lucharemos en las playas”, Churchill no pudo contenerse y dejó que las lágrimas escurrieran.
“Llegaremos hasta el final, lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el costo, lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. Nunca nos rendiremos, y si esta isla, cosa que no creo ni un solo momento, o una parte importante de ella fueran sometidas y pasaran penurias, nuestro imperio allende los mares, armado y protegido por la Flota Británica, continuará la lucha, hasta que, cuando Dios quiera, el Nuevo Mundo, con su poder y su fuerza, venga al rescate y la liberación del Viejo».
En su primera aparición como primer ministro ante la Cámara de los Comunes, el 13 de mayo de 1940, Churchill soltó otra de sus grandes perlas. No tenía nada que ofrecer salvo “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. La musicalidad de la frase en inglés anticipó lo que venía. Cinco años cruentos, pero que estaban respaldados con un hombre determinado a poner el puño en la mesa. Hitler al fin había topado con pared.