Qué hacer con la crisis migratoria centroamericana

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La caravana migratoria con la que miles de hondureños intentaron cruzar las fronteras mexicanas causó un gran revuelo social y mediático. Las imágenes y testimonios dados a conocer fueron conmovedores y encendieron el debate en la escena local, dividida entre aquellos que solicitaban que se les diera paso a los centroamericanos, y quienes exigían que se les cerrara el camino. ¿Qué debe hacer el gobierno mexicano ante este panorama? La respuesta no es sencilla, pero a continuación se plantea una hoja de ruta.

En primer término se debe asumir que cualquier decisión que sea tomada tendrá costos políticos, pero como toda democracia que pretenda serlo, México debe estar dispuesto a asumirlos, cualquiera que sean las implicaciones, cualquiera que sean los riesgos. Tenemos el deber moral de hacerlo, como una tierra que a lo largo de su historia ha enviado a hermanos y hermanas al exterior.

No basta mirar con lo que tenemos ante nuestras narices. La caravana, con todo lo importante que es, no deja de ser un capítulo de un volumen más grande. Un síntoma, pequeño incluso, que proviene de una catástrofe mayor: el núcleo es la tragedia socioeconómica que desde hace al menos treinta años se ha radicalizado en llamado Triángulo Norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras).

Tristemente la violencia y pobreza en la región terminó por darse por sentada, como si fuera algo normal, cuando en realidad es una urgencia humanitaria que tarde o temprano nos iba a explotar en la cara. Las consecuencias de tal rezago no son aún cuantificables y lo ocurrido con la caravana, con todo lo sonada y considerable que es, resulta apenas una fracción de lo que debe tomarse en cuenta en un plano general.

Tan solo en el año 2014, el Triángulo Norte de Centroamérica dejó al menos 392 mil desplazados. Gente que, presa de la desesperación ante la falta de oportunidades y un ambiente cada vez más violento, se vio obligada a buscar un futuro mejor en otras latitudes.

Ese mismo año, la patrulla fronteriza en Estados Unidos detuvo a cerca de 240 mil centroamericanos, superando por primera vez a las detenciones de mexicanos (226 mil, ese año) que desde el año 2000 disminuyeron su flujo migratorio.

El aprieto tomó proporciones dantescas desde hace tiempo. No se trata una novedad. La asfixia es tal que en 2017 las solicitudes de asilo por parte de centroamericanos (292 mil) subieron un 58 por ciento respecto al año anterior, según dio a conocer la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).

Mención aparte merece el drama en ascenso de las mujeres migrantes que viajan con sus hijos (bebés algunos de ellos) y los menores no acompañados, quienes cada vez se sueltan más a una aventura que rara vez paga de buena forma. No son casos aislados o anecdóticos, sino un fenómeno en pleno proceso de ebullición. Entre 2013 y 2014, 68 mil menores no acompañados (alguno de ellos adolescentes que no pasaban de 12 años) fueron interceptados en la frontera de Estados Unidos. Y de acuerdo a Unicef, entre 2016 y 2017, 60 mil niños migrantes fueron detenidos mientras intentaban cumplir su meta. Todos ellos fueron devueltos a sus países de origen.

Dos estadísticas ayudan a comprender esta desgracia. 1) Menos de la mitad de los niños hondureños (apenas el 46 por ciento) se encuentran matriculados en escuelas. 2) El 76 por ciento de los menores hondureños viven en hogares considerados como pobres.

Debido a lo anterior, en primer término se debe decir que no hay un camino fácil ni inmediato para resolver el problema de raíz. Hay, eso sí, medidas que han de tomarse como una primera reacción, sin pensar que por ello el incendio se ha disipado.

El asunto no se resuelve, como algunos creen, con el paso descontrolado y en masa de la población centroamericana por el territorio mexicano. Esto pondría en riesgo principalmente a los propios migrantes quienes quedarían expuestos a zonas hostiles e igualmente peligrosas para quienes las transitan sin una estructura adecuada. La primera masacre de San Fernando en Tamaulipas en donde al menos 70 centroamericanos (21 de ellos hondureños) fueron ejecutados por el crimen organizado es un triste recordatorio de ello.

Quienes viajan en clandestinidad por el interior de la república están expuestos a convertirse en carne de cañón para grupos del narcotráfico.

No, abrir una puerta no basta. Hay que atender a dimensiones sociales, económicas y de cooperación internacional para el desarrollo.

A la tragedia humanitaria se debe sumar un asunto no menor como lo es la política. Nos guste o no, la posición mexicana está condicionada por la perspectiva de Estados Unidos, país que mantiene una línea dura que se percibe inclemente e inflexible. La retórica agresiva del presidente Donald Trump se trata de un factor a tener en cuenta, pero de ningún modo nos debe orillar a estrépitos. El reto de México, por tanto, es saber malabarear, como ya ha hecho en otras épocas, entre las visiones de nuestros vecinos al norte y al sur, para así hallar el equilibrio más sensato y humano posible.

La lucha debe darse desde el rigor y el pulso soberano. México debe convencerse de su papel como líder en materia de derechos humanos y por ningún motivo debe someterse como un simple país tapón que está ahí para hacer el trabajo sucio de mandatarios hostiles en el extranjero.

Por otro lado, México no puede ceder a las tentaciones de la improvisación y las meras buenas intenciones. Lo que toca es ser responsables y creativos, pensar en el largo plazo, aunque tomando también determinaciones de actualidad. Toca admitir que hemos descuidado nuestra relación en Centroamérica y que ello tiene consecuencias. La prosperidad de El Salvador, Guatemala y Honduras es también un elemento de seguridad para nosotros y, por otro lado, sus penurias tienen efecto en nuestro organismo.

Desde hace varios sexenios México dejó de actuar como hizo en los años ochenta para atender los rezagos y problemáticas de nuestros hermanos del sur. Lejos quedaron los días en los que se vendía petróleo a precio preferencial a Centroamérica, cuando se hacían gestiones para la pacificación de sus ciudades y cuando, en épocas que excepción, se les ofreció refugio masivo.

En resumen, tomar acciones en la materia no sería nuevo para nuestro país. A principios de los años ochenta más de 200 mil guatemaltecos accedieron a territorio nacional a modo de refugiados. Incluso se construyeron asentamientos en estados como Campeche y Quintana Roo para que ellos pudieran estar seguros ahí, en donde además recibían alimentación y servicios de salud. Aquella vez el proyecto no prosperó como pudo ser, pero fue un ejemplo que no debe ser desestimado, sino perfeccionado, añadiendo permisos de trabajo temporales y una atención especial a mujeres y niños que deben ser vistos como prioridad y sin mayores condicionamientos.

Que el cauce no se desvíe. Lo anterior debe ser visto como una paliativo, una determinación considerable, pero superficial. La verdadera mirada debe estar puesta en un esquema integral en alianza con las naciones de origen. Su recuperación suavizará lo que ocurre en las fronteras mexicanas y estadounidenses. Es tiempo de redoblar esfuerzos y pensar bien antes de dar cualquier paso. Intentonas anteriores como el Plan Puebla Panamá y el Proyecto Mesoamérica se han quedado a medias. Toca el turno darle un giro a lo que hay y probar nuevos horizontes. No será fácil, desde luego.

Como ciudadanos bien nos vendría luchar contra esa tendencia tan en boga de deshumanizar al otro. Tal postura conduce invariablemente al desastre. Convendría, en vez de ello, llevar una estrategia seria para ver cómo toda esa fuerza de valor humano podría adaptarse y contribuir a nuestro crecimiento. En México hay trabajo, hay necesidades y hay espacio. Tenemos además lazos históricos y culturales con la población que pisa al sur de nuestras fronteras. Con ellos la afinidad es mayor a la que tenemos con nuestros amigos del norte, algo que la xenofóbicos y los acomplejados se niegan a ver. No tenemos la capacidad de resolver la totalidad de los problemas en el exterior, pero sí para formar parte de un esquema global que permita un arreglo conjunto.

Por eso el flujo anárquico de inmigrantes no resuelve nada. Hay que buscar versiones más sólidas de movimiento que ofrezcan garantías a quienes forman parte de las caravanas, si bien también hay que prestar auxilio a las emergencias. Hay quienes no pueden seguir esperando a que nos pongamos de acuerdo.

En 2018 la ONU lanzó el Pacto Mundial sobre Migración que busca resolver una cuestión ancestral que cada vez se torna más conflictiva. La meta es llegar a un acuerdo que permita una migración regular, ordenada y segura, sin violar la soberanía de los estados.

El pacto será formalmente adoptado en diciembre de este año en Marrakech, Marruecos por más de 190 países. Pero habrá una notable ausencia: Estados Unidos, que se retiró del proyecto en 2017.

México tiene serias limitaciones. No obstante, lo que ocurre en nuestras fronteras puede ser visto como una oportunidad de oro para mostrar a la comunidad internacional cómo se debe lidiar correcta y responsablemente con una situación de crisis humanitaria. Si marcamos la pauta, nuestra diáspora en el exterior se verá eventualmente beneficiada y estaremos dando pinceladas de ilusión que harán eco en otros continentes.

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Publicado originalmente el 22 de octubre de 2018.

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