La victoria de Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales de Brasil selló con fuego una tendencia conocida ya desde hace varios meses: la resurrección de la extrema derecha a escala global. Por tratarse de un país clave de Latinoamérica, lo de Bolsonaro significa el golpe más contundente en la materia desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca en el año 2017.
Ese dúo tan infausto no está solo. A ellos hay que sumar una serie de brotes que han surgido a lo largo del mundo en los últimos años. Líderes de tendencia conservadora con ideas aislacionistas, xenófobas y directamente hostiles frente a las minorías.
Matteo Salvini como ministro de interior en Italia, Viktor Orbán como primer ministro de Hungría, Rodrigo Duterte como presidente de Filipinas, así como las fantasmales (y aterradoras) presencias que han hecho personajes como Nigel Farage, Geert Wilders y Marine Le Pen, son solo algunos ejemplos adicionales que dan cuenta de una visión extendida. Ya no es un caso aislado, se trata de un auténtico modo de hacer política que atiza a los peores sentimientos humanos para hacerse del poder.
Llegados a este punto cabe preguntarse cómo algo así es posible. Cómo es que actitudes que se creían ya superadas brotaran en serie alrededor de un planeta que se creía ya ilustrado y con un notable avance formativo.La popularidad de estas alternativas de ultraderecha próximas al fascismo solo pueden explicarse por una insatisfacción con el orden establecido que durante algunos lustros tiró, con sus variantes, a la socialdemocracia.
Si bien en términos macroeconómicos y sociales la humanidad parece ir en la ruta correcta, los baches que existen en distintas zonas, especialmente en occidente, son causantes de un efecto secundario: clases medias agotadas en busca de una redención. Una mala lectura de la problemática conduce a muchos ciudadanos a confiar en populismos que con respuestas sencillas (y erradas las más de las veces) encandilan a quienes llevan tiempo sin una satisfacción.
Tras más de una década dominada por una especie de hegemonía de la izquierda en varios sectores del globo, los excesos, torpezas y la corrupción que anidaron en lo que en su momento se presentó como una alternativa decente terminaron por decepcionar.
El fracaso del socialismo del siglo XXI comandado por Hugo Chávez es un ejemplo de ello. Si hace 10 años Sudamérica estaba dominada por gobernantes de izquierda combativa, para 2019 el panorama es inverso. Los yerros y excesos de los Kirchner y Lula Da Silva, entre otros, hicieron que los pueblos de sus respectivos países tornaran hacia opciones contrastantes. A veces moderadas y en otras extremistas, como ha ocurrido en Brasil.
Europa y Estados Unidos, por su parte, presentan particularidades. De manera especial el viejo continente se ha visto rebasado por las nuevas dinámicas del mercado internacional, en donde ya no son los actores protagónicos que alguna vez fueron, y en donde las tendencias monetarias están más bien dominadas por potencias emergentes de población joven como las que hay en Asia. Los gobiernos europeos no han sabido dar respuesta a la crisis y al paro que día a día asolan a una población cada vez más agitada, seres sedientos que, en plena vulnerabilidad, se dejan seducir por los agoreros en turno.
Ahí es donde la derecha rancia entra en todo su esplendor con su especialidad: el divisionismo, el buscar enemigos externos que son los culpables de todo; ostentando el proteccionismo y un control férreo como antídotos ante la barbarie.
Curiosamente son dogmas que, en esencia, coinciden en fondo con la extrema izquierda. Los dos contrarios se fortalecen el uno al otro. Cuando uno se descompone el otro toma la batuta y viceversa.
El descontento parece ser la norma a nivel global y en medio de la desesperación se sigue al primer flautista de Hamelin que con el carisma suficiente pueda conquistar. La gente está ansiosa de probar cosas nuevas, solo por el mero hecho de serlo. El hartazgo es tal que ya no domina la razón, sino el disparate. El dar mil tiros a ver cuál pega.
El enojo que anida en la población trasciende a lo meramente económico y está empapado por cuestiones culturales que se infiltran en la cotidianidad. El progresismo, con su agenda políticamente correcta que ha ahogado las libertades individuales y de expresión, ha contribuido también a una confrontación que acaba por salirle por la culata.
Cuando un extremismo se cree dueño de la verdad y abusa de su posición de poder, el resultado no es la desaparición de la contraparte, sino la radicalización de la misma que se alimenta y toma fuerza de su gemelo antagónico. Los extremos, en efecto, se tocan y cuando uno de ellos adquiere demasiado peso, el triste resultado es que surgen locuaces similares del otro lado, aunque con sus respectivos venenos ideológicos.
El ascenso de la derecha no llegó por generación espontánea y corresponde más bien a un proceso que desde hace años estaba marchito aunque muchos se negaran a verlo.
En esto tenemos un poco de culpa todos, por no haber creado una conciencia colectiva lo suficientemente fuerte que pudiera ofrecer un escudo contra los mesías en turno.
Durante más de un decenio nos acostumbramos a ver en acción a la demagogia provenida del socialismo más rancio. Y muchos de los que ahora saltan indignados por la victoria de Bolsonaro y los excesos de Trump (lo cual es encomiable), fueron cómplices de prácticas nocivas, pero aplicadas del otro lado de la cancha; autoritarismos y atrocidades de la izquierda regresiva que eventualmente terminaron por agotar la paciencia de gente que se dejó llevar por el primer sinvergüenza que se le atravesó.
Es el péndulo inclemente de la historia que barre con todo lo que está en medio.
Aquellos que solaparon a Fidel Castro y a Hugo Chávez, y todos aquellos que voltearon a otro lado cuando la corrupción hizo raíces en los políticos que alguna vez apoyaron, tienen que hacer serio ejercicio de autocrítica. Igual los que defendieron en su momento a Daniel Ortega o los que le ríen las gracias a Putin o a Kim Jong-un. Ese relativismo es el culpable de que gente con las mismas convicciones nocivas (pero desde el otro extremo ideológico) haya tomado fuerza.
El ascenso de los Trump, Rodrigo Duterte o Bolsonaro procede de una insatisfacción y una rabia similares a las que llevaron a los Chávez y a tantos otros al poder, con los resultados que están a la vista. No nos olvidemos que todos ellos, nos guste o no, recibieron el respaldo de millones de personas.
Es indudable que hubo muchos otros factores en juego, pero esa confrontación y ruptura —promovida por muchos charlatanes— ha jugado un papel importante para vernos inmersos en estos pelotazos entre populismos de derecha a izquierda que no nos dejan bien parados.
Decía Henry Kissinger que la demagogia reside en la capacidad de infundir emoción y amargura al mismo tiempo. A partir de ahí se podría proponer una solución y, por disparatada que esta fuera, se lograría obtener la bendición popular. La estrategia de siempre: buscarse de un enemigo y luego erigirse como el salvador, aquel que tiene el poder mágico para resolverlo y acabar de un plumazo con él. A ellos hay que combatir.
En la medida de nuestras posibilidades toca permanecer alertas y apelar a costumbres desgraciadamente un tanto en el olvido como son la razón, la seriedad y la mesura. Ser críticos con los poderosos, sean quienes sean. Hacer la sensatez grande de nuevo.
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Publicado originalmente el 5 de noviembre de 2018.