La sinuosa relación entre F. Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway es uno de los ejemplos más significativos de lo relativo que es la amistad y cómo es que una rivalidad, aunque sea velada y diplomática, puede resquebrajar lo que alguna vez fue bello.
Ambos se conocieron en 1925. Eran ya entonces, y lo serían siempre, dos figuras contrastantes en personalidad pero que a su modo compartían una debacle interna con las que les costaba trabajo lidiar. Uno reaccionaba a la penuria con megalomanía, el otro con una irremediable melancolía. Ciertas afinidades los unieron, pero el choque de caracteres eventualmente los separó.
En aquel primer encuentro, Hemingway era un escritor sin mucho renombre, mientras que Fitzgerald ya se había consolidado con grandes relatos y las novelas A este lado del paraíso, Hermosos y malditos, además de ese as bajo la manga (que durante su tiempo de vida no lo fue tanto) llamado El Gran Gatsby que había sido lanzado unas semanas antes.
Con el paso del tiempo la fortuna se invertiría; la trayectoria de Hemingway tomaría un constante ascenso mientras que la de Fitzgerald se estancaría y hundiría por una serie de factores asociados a sus problemas personales y profesionales, dos caras de una misma moneda: su naturaleza terriblemente sentimental e insegura.
Hemingway contó en el libro París era una fiesta (concebido para ser publicado póstumamente) lo ocurrido en la primera fase de su amistad, en donde no tardó en destacar las vulnerabilidades de Scott, a quien describió como un hombre tímido al que le faltaba vivir. En la historia queda claro que les unía el amor por el alcohol y el sueño de resonar en la literatura. Aun así, Hemingway no desaprovechó la oportunidad para señalar el poco aguante de su colega para la bebida, además de remarcar un punto que a él le parecía muy significativo. “Mi sospecha es que Scott no había nunca bebido vino directamente de la botella”, decía al describir la emoción que aquel escritor consolidado tuvo al tener contacto con él, más joven, libre y salvaje, al tiempo que criticaba la insana dependencia que Scott tenía por su esposa Zelda, como si fuera un niño pequeño.
Hemingway decía que tener una pareja como Zelda era una condena para Scott. Un lastre que, en su opinión, significaba una desventaja respecto a otros escritores. “Pienso que Scott, en su extraña mezcla de catolicismo irlandés, escribió para Zelda y cuando perdió toda la esperanza en ella y ella destruyó su confianza en sí mismo, todo se terminó”, diría en alguna carta.
Estas indiscreciones e impertinencias no eran una mera casualidad. Parten más bien de un plan deliberado de Hemingway para marcar territorio. Una postura que tomaba frente a quienes rivalizaban con él en cuanto a calidad. Si Fitzgerald trataba mal a quienes consideraba inferiores, Hemingway se ensañaba con sus iguales o quienes estaban por encima; era su forma de posicionarse a la cabeza.
La actitud de Hemingway resulta extraña e injusta, toda vez que su primera novela, The Sun Also Rises (o Fiesta, como se lanzó en español), salió, en parte, gracias la notable colaboración de Fitzgerald, quien fue siempre atento y amable con él, y a quien incluso dio consejos para que mejorara en su labor narrativa, además de mover sus influencias para que el trabajo de Hem pudiera ser editado y publicado.
Fiesta se volvió una bomba y derivaría en un éxito tras otro, un torbellino de popularidad que se vería fortalecido por la arrolladora personalidad del autor. Al cabo de poco tiempo Hemingway cambió su perspectiva hacia Fitzgerald, por quien tuvo un respeto y admiración en un principio. Después de unos años, se distinguió por ser condescendiente, severo e incluso cruel con Fitzgerald, quien empezaba a vivir su proceso de demolición envuelto por dilemas amorosos, literarios y financieros.
En “París era una fiesta” queda constancia de ello. Hemingway utiliza a Fitzgerald como personaje, dejándolo muy mal parado, salvo por unas líneas que aparecen esporádicamente en el texto. Hemingway no tenía ninguna piedad, la lealtad a un amigo le importaba poco si es que la traición le dejaba algún rédito como autor. Si le apetecía erigir su imagen de macho alfa, Ernest no tenía ningún empacho en distorsionar la realidad a su favor, aunque para ello tuviera que atacar a quien fue dulce con él.
Acaso por su gusto por el boxeo y la tauromaquia (sumado a su contacto con la guerra), pareciera que Hemingway vivía instalado en una dinámica de competencia. Y por ello entendía que para ganar había que suprimir o cuando menos aplastar al otro. Era una forma de mantener el estatus, un ego que al final se confirmaría como más blando de lo que decía la leyenda. Era una criatura inestable escondida bajo un caparazón gastado.
Hemingway tenía una manía por imponerse. Ni siquiera en los años más decadentes de Fitzgerald, Hemingway tuvo el gesto de echarle una mano a quien lo había impulsado en el momento crudo, cuando nadie más apostaba un centavo por él. Se puede decir que fue ingrato con su mentor, menospreciando lo que Fitzgerald en su momento le dio y negándose a reconocer la importancia que aquel dandy tuvo en su curso.
En efecto, la mente tras El viejo y el mar no tuvo la honra de evocar el respaldo de su amigo, y de no haber sido por investigaciones postreras realizadas por académicos, no sabríamos, por ejemplo, que Fitzgerald tuvo un papel crucial para el estilo conciso y la brevedad que caracterizaron a Hemingway.
Guillermo Niño de Guzmán lo apunta en un artículo. En una carta de Fitzgerald, descubierta entre las pertenencias de Hemingway después de su muerte, el creador de Benjamin Button recomendó a Hem eliminar dos capítulos de su primera novela, algo que este último hizo sin que nunca reconociera la valía que tuvieron las sugerencias del autor de Gatsby para su carrera. Una cicatería que, por cierto, también tuvo con Gertrude Stein.
Scott tenía un corazón vulnerable en más de un sentido. Con menos de cuarenta años se sentía ya acabado y amagaba con renunciar a todo. Se dolía, pero también se regodeaba en su fracaso, un asunto en el que quizás encontraba cierto aire de romanticismo. Hemingway estaba consciente de ello y no tuvo pudor en airear el tipo de dinámica que imponía en el vínculo. “Siempre he tenido un estúpido e infantil sentimiento de superioridad ante Scott, como el de un chico duro y resistente que desprecia a otro, más delicado quizá, pero con talento”.
El que quizás haya sido el punto de ruptura definitiva llegó en 1936, con la publicación del cuento “Las nieves del Kilimanjaro”, en donde, además de minimizarlo, Hemingway hace mofa de la manera tan ceremoniosa con la que Fitzgerald veía a las clases altas. “Se acordó del pobre Scott Fitzgerald y de su romántico, reverencial respeto por esa gente. […] Pensaba que los ricos formaban una clase social de singular encanto. Por eso, cuando descubrió lo contrario, sufrió una decepción totalmente nueva”.
Scott se apresuró a mandar una carta para reclamar tal atrevimiento, pero incluso ahí mostró una digna elegancia y deferencia por quien, en contraparte, lo había sobajado ya en más de una ocasión.
“Querido Ernest:
Por favor, no hables de mí en tus libros. (Directo y al grano). Si a veces decido escribir de profundis, eso no significa que quiera que los amigos (¿así que seguían siendo amigos?) recen en voz alta sobre mi cadáver. Sin duda que tu intención fue buena (¿cómo podía ser de otra manera?), pero me costó una noche de insomnio (solo una noche: soy más fuerte de lo que tú te crees). Y cuando incorpores el relato a un libro, ¿te molestaría quitar mi nombre? […]. Es un bello relato, uno de los mejores que has escrito (absolutamente cierto y, dadas las circunstancias, perspicaz y generoso) aunque eso del “pobre Scott Fitzgerald, etc” más bien (por no decir algo peor) me lo haya estropeado.
Siempre tu amigo (a pesar de todo) Scott”.
Llegó así el distanciamiento. Fitzgerald prefirió ya no tener a Hemingway como prioridad. De hecho solo se encontraron personalmente cuatro o cinco veces a lo largo de la década de los años 30, si bien mantuvieron contacto vía postal.
El periodista Scott Donaldson dio cuenta de todo ello en el libro Hemingway contra Fitzgerald: auge y decadencia de una amistad literaria (Editorial Siglo XXI), en donde queda reflejado el resultado explosivo de mezclar a alguien agresivo con alguien tortuoso.
Un mes antes de su muerte, acaecida el 21 de diciembre de 1940, Scott mandó una carta a Hemingway en la que lo felicitaba por su más reciente novela, Por quién doblan las campanas. Pese a todo, siguió cortés con su amienemigo hasta el final. “Es una gran novela”, le dijo. “Felicidades también por el gran éxito de tu nuevo libro”, añadió. “Nunca te había dicho cuánto me gustó ‘Tener y no tener’. Tiene tales observaciones y está tan bien escrita que los chicos la imitarán con toda su alma, hay parágrafos y frases comparables a Dostoievski por su deslumbrante intensidad. Te envidio terriblemente y no hay ninguna ironía en ello. Siempre me gustó Dostoievski más que ningún otro escritor europeo por su gran universalidad; y envidio el tiempo que te dejará para hacer lo que quieras”.
No obstante, en los mensajes privados se conoce la verdadera cosmovisión que alguien tiene de un tercero. Unos días antes, Scott había mandado una carta a Zelda en donde expuso su opinión sobre “Por quién doblan las campanas”. Esa vez fue mucho menos elogioso con la obra de Hemingway, aunque admitió que aún no lo terminaba.
“Ernest me mandó su libro y voy por la mitad. No es tan bueno como ‘Adiós a las armas’. Creo que no tiene la misma intensidad, ni la frescura, ni los momentos de inspiración poética. Pero supongo que complacerá al lector medio…”.
Fitzgerald moriría semanas después. Un ataque cardiaco acabó con su vida, que desde hace mucho había dejado de ser un festín. Se fue derrotado, frustrado y en el abandono. El gran público lo había dejado de leer y nadie creía más en su repunte. Ya no pudo saber de la fama que le llegaría con el pasar de las décadas.
Parece que a Hemingway no le agradó mucho el éxito póstumo que llegó para Scott y en repetidas ocasiones siguió poniéndole el pie a su legado. Tampoco tuvo la consideración de asistir a su funeral, aunque para ser justos casi nadie lo hizo.
De toda esta maraña, de todo este enfrentamiento, quizás haya que seguir el consejo de Tony Soprano y quedarse con los momentos que fueron buenos. Hemingway escribió algo conmovedor y certero sobre Fitzgerald. Fue el comienzo del capítulo dedicado a Scott del ya mencionado “París era una fiesta”, el libro que dejó preparado antes de pegarse un tiro.
“Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo”.