El valor de lo innecesario

Parte importante de la vida se encuentra en aquello que no se necesita. Tan sentimentales como somos, no vamos a conformarnos con lo funcional. Ni que fuéramos máquinas soviéticas. Lo extra guarda mucho valor. En ocasiones viene de maravilla recurrir a la floritura, al encanto añadido. Hacer de la acción una artesanía, cual futbolista que pudiendo rematar de primera, prefiere hacer un recorte o una pirueta antes de anotar el gol. Ahí el toque mágico, una rimbombancia que no era requisito y que por ese motivo se vuelve una ofrenda para el espectador.

No se trata, desde luego, de celebrar el exceso de mal gusto, una costumbre tan dada entre quienes carecen de brújula espiritual. Es, más bien, celebrar el plus que da justo en el blanco, la temperatura adecuada que eleva nuestro destino.

La estética en general va por tal rumbo. De ir más allá y causar deleite en lo que antes era simple herramienta. Un ejemplo básico es el uso de la corbata, artilugio poco científico que, sin embargo, lleva a quien lo usa a otro nivel. Quienes deliberadamente reniegan de ella en eventos formales, así sea por cuestiones de comodidad, pierden de vista que el tren se les va por desidia y por no atender a rituales que en lo frívolo consiguen sostener la gracia social.

Pasa también con el reloj de pulsera, cuyo uso está en peligro de extinción, un síntoma inequívoco de la decadencia de la humanidad. Para qué gastar dinero —piensan algunos mocosos— en un instrumento que, además de pesar en la muñeca, ofrece la misma información que se puede obtener de un celular dosmilero. Craso error. El reloj no solo ofrece la hora, se trata de un símbolo, una encapsulación del tiempo, una manifestación de estilo y posición ante la realidad. No es necesario, es mucho más.

Las mujeres son especialistas en el tema. Sobre todo aquellas que a diario alumbran el camino gracias a los detalles que, pudiendo no tener, lucen ante ante la mirada atenta sin griterío. Ese moñito que tienen de adorno en el cabello es una de las bases de la civilización, al igual que los aretes coquetos con los que resumen pura ternura.

Habla muy bien de la especie el hecho de que algunas chicas usen perfumes y cremas en rincones exclusivos para el amante, un guiño que realizan a diario aunque acabe por descubrirse apenas en algunas fechas al año. Ellas, sin darse cuenta, están salvando el mundo. Que Borges lo ampare.

Esta gente es la que inspira. El niño que, además de ir a la escuela, decide inscribirse en clases de música por la tarde. Tocar una sonata de Grieg no es condición para entrar a ningún lado, pero él no lo hace por tal recompensa o un objetivo concreto; no busca la mera supervivencia, lo hace por convicción, por acariciar lo sublime. Porque dentro de sí hay una llama que le pide salir de la inmediatez. Se mueve por la actitud que distingue al hombre de la bestia.

Alguna joven de Puebla transcurre en algo similar. Va y compra pinceles especiales para crear un retrato. No se conforma. Tiene mucho que decir y por tanto se esmera. No usa una brocha aleatoria, no apuesta por la ocurrencia. Sabe de sutilidades, del universo que existe entre el Serie 2 y el Serie 7, entre el 1.2 y el 1.3, de la diferencia que significa usar una marca u otra, una vocación milimétrica. Quizás nadie lo note, salvo los de su propia naturaleza, pero la satisfacción personal es lo que la separa del resto.

Por si fuera poco, la actividad innecesaria da espacio al milagro. Es asunto de probabilidad, entre más se haga al tonto, más opciones hay de que de pronto suceda lo extraordinario. Los genios y los artistas parten de ello. No hay que hacer solo lo que se requiere. Hay que estar ahí picando piedra, hacer el ridículo con algún trapo para ver si en un chispazo ocurre la combinación exitosa.

Ludwig Wittgenstein lo expresaba de manera puntual. Decía que gran parte de lo que escribía no aportaba mucho si se le aislaba, aun así era contenido indispensable porque era lo que daba pie, de pronto, a un instante de luminosidad. Esas palabras inocuas eran “como el ruido de las tijeras del peluquero, que debe mantenerlas en movimiento para hacer con ellas un corte en el momento preciso”. Lo innecesario era, pues, importantísimo.

Wittgenstein

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