El activismo como negocio

Los últimos años han visto el auge de una fauna muy especial: los activistas. Gran parte de ellos (aunque no todos) son seres que se ostentan como partidarios de cualquier empresa que les traiga respaldo popular, pero que en el fondo esconden intenciones por demás obscuras.

Seguro los has visto, son oportunistas que abrazan cuanta causa se les atraviese en el camino y rápidamente trepan hasta las esferas de liderazgo, aun si para ello deben pisotear a los que sí realizan acciones útiles. A menudo son tipos desempleados incapaces de hacer nada productivo pero que encuentran una cruzada que se vuelve una mina de oro para ellos.

Sin apenas experiencias de éxito ni estudios en ningún ramo, salvo los libelos radicales que adoptan como Biblia (citan mucho a autores franceses y argentinos), se sienten de pronto autoridades y referencias en cualquier materia, merecedores de contaminar el ambiente con megáfonos desde donde sueltan proclamas que algunos ingenuos toman como la verdad.

Los activistas de tiempo completo hacen poco en realidad. Su vida entera consiste en salir a echar bronca. Quejarse de lo mal que va todo es una fuente inagotable de pasatiempo. Pero lo que buscan no es alcanzar objetivos concretos, sino sostener la arenga perpetua. En el fondo todo es una estrategia para el bien último: recibir becas o recursos de los gobiernos a los que atacan con una mano para luego recoger los beneficios con la otra.

Tal es su truco. El botín político que consiguen a través de la sutil extorsión de la protesta. Presionan y presionan hasta que el sistema, fastidiado ya, los absorbe y les brinda el hueso que tanto ansían. Otros más, solo buscan vengarse de sus enemigos.

Van siempre como los listos del barrio. Superhéroes que están conscientes de lo que los demás ignoran. Por eso gritan y gritan. Vociferan obviedades sin ofrecer soluciones ni planes medianamente coherentes para cambiar lo que no funciona. Su ideario se basa en doctrinas fracasadas que fueron echadas al basurero de la historia. Hablan además en nombre de la ciudadanía, aunque muy pocos ciudadanos les permitirían entrar a la sala de sus casas.

El alimento preferido del activista es similar al de los políticos: el presupuesto. Maman de él de una forma u otra, exigiendo apoyos para eventos de pacotilla, como festivales que profundizan en el mal gusto o montando talleres en donde insertan su veneno ideológico a los más jóvenes.

También son proclives a dar conferencias. Dar charlas ante público donde cuentan sus penurias y experiencias y en donde a menudo buscan pasar como seres excepcionales, ejemplos para la sociedad que conjugan dentro de sí lo mejor de Malala Yousafzai, Martin Luther King y Nick Vujicic.

El activista moderno se aprovecha de la gente bienintencionada. Tal es el caso de jóvenes idealistas o personas de buen corazón quienes anhelan un mejor país. Ellos, por desgracia, se dejan embaucar y dejan su destino en manos de charlatanes que en realidad persiguen otra cosa; el beneficio personal enmascarado en una retórica colectivista.

Los activistas se apoyan entre ellos. Tienden lazos y hacen crecer la simulación. Forman frentes comunes para reforzar un carnaval del patetismo.

Que no se malinterprete. Hay espíritus muy valiosos que luchan genuinamente por un mundo mejor. Los que trabajan, los que arman proyectos, los que se arriesgan, los que se sacrifican, los que comparten su riqueza con los más desfavorecidos, los que lo abandonan todo para luchar sin esperar beneficios. Son ellos a los que hay que respetar, a los altruistas que se parten el lomo, no al enésimo parásito que busca hacerse de dinero o de fama a costa de la desgracia ajena.

Los activistas son expertos, eso sí, en justificarse. A fin de cuentas es lo único que les permite vivir del cuento. Se inventan numerosos embustes para llevar recursos a sus bolsillos. No tienen ningún escrúpulo con ello. En sus ecuaciones meten a gente de escasos recursos, con serios problemas de adicciones o a quienes desesperados están en busca de justicia. Los usan como rehenes, ¿qué desalmado va negarles un moche o una cooperación si se amparan en ellos?

Los impostores forman brigadas y promueven ferias de arte, conciertos y prometen agendas supuestamente incluyentes. ¿El triste revés? No consiguen beneficios tangibles, cuantificables y que iluminen el panorama a largo plazo. Juegan al tonto, y tiran el dinero de terceros que podría ser funcional en manos de verdaderos profesionales.

Su hábitat natural es la plaza pública a la que acaparan con pancartas y reclamos vacíos. También gustan de escribir poemas nutridos de demagogia y cursilería. No dudan en usar la trova cuando es necesario pisar el acelerador.

El activismo, junto a la política, se ha vuelto el más frecuente refugio de los impresentables. Arribistas sin ninguna otra ocupación que se aprovechan de situaciones que urge componer, pero que más bien empeoran a través de revanchismo, intereses ególatras y confrontación rancia. Ya es hora de quitarles los reflectores y mejor voltear hacia contrapesos reales que ponen un freno a quienes abusan del poder.

 

commi

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