Roberto Bolaño era un hombre enamorado. Un hombre enamorado de las mujeres, enamorado de los amigos, enamorado de sus hijos. Al amor por las mujeres lo predisponía de un modo particular, un tanto como lo hacía en general con su propia vida, un tormento deliberado al que el chileno tenía por un motor de la literatura. Bolaño guardaba una idea romántica del dolor, creía que pasarlo mal era parte de la condena que un escritor debía estar dispuesto a pagar. La pobreza, el abandono, la autodestrucción, eran elementos de una ecuación formada para sí. Una manera de labrar una mitología personal que lo sigue persiguiendo años después de su muerte.
El escritor chileno comía poco, fumaba mucho y escribía bastante más. En eso se le iban los días. Los pequeños huecos libres que le restaban en cada jornada eran destinados para otra de las fuentes de su inspiración: conversar con amigos, enviar cartas, hablar por teléfono con gente que llevaba años sin ver. A partir de los intercambios elaboraba historias. Quienes le conocían de verdad estaban seguros de que eventualmente algunas de las anécdotas compartidas podrían aparecer en sus libros. Sería fácil verse reflejados en páginas que deambulaban por las librerías, solo había que esperar.
Hubo una aparición que cambió a Bolaño de lleno. Fue Lisa Johnson, uno de sus primeros amores. La encontró en los tiempos de juventud transcurridos en la Ciudad de México. Sería una relación corta e intensa, la paleta emocional que le conformaría. Ella era hija de una señora estadounidense, gente de intelectualidad y prosapia en días donde Bolaño no era más que un muchachillo de aspecto harapiento. Un soñador que robaba libros para alimentarse. Bolaño se enamoró de Lisa y se la robó, como se suele decir. Se fue con ella a vivir al cuartucho de una casita donde todo fue hermoso hasta que, una buena mañana, la madre llegó para recuperar a su jovencita. Le hizo saber a su hija que tal tipito era un escritor y que eso no le dejaría nada bueno. ‘Qué ganas con un escritor que no tiene nada’, le decía. Probablemente tenía razón.
Bolaño quedó demolido tras la ruptura. Regresó a la soledad y al abandono de la habitación. Un día su madre escuchó unos ruidos raros que provenía de aquella alcoba, una especie de murmullo que la preocupó. Tocó la puerta y aguardó unos segundos. Como el hijo no abrió, decidió entrar. Ahí estaba Robertito, retorciéndose en la cama, doliéndose con quejidos, echando espuma por la boca: se había empastillado en un torpe intento de suicidio. Tuvieron que llevarlo al hospital para un lavado de estómago, como se recuerda en el libro El hijo de Míster Playa de Mónica Maristain.
Aun con lo dramático de la escena, el episodio le dejó una lección importante. A partir de entonces, el autor de 2666 dejó de derrumbarse en cada nueva relación. Optó, más bien, por ver en los noviazgos a un parque de diversiones en donde podía desfogar lo más intenso. Las mujeres, los amigos y la gente de la calle nutrían su pulso creativo. León Bolaño, padre del flamante escritor, recordaba el impacto que Lisa Johnson supuso en la percepción de Roberto. «Vivieron juntos, pero la madre de ella los separó.. Quedó muy mal. No dormía, estaba muy enamorado y pensó matarse. Lo convencí de que matarse por una mujer es una pendejada», dijo en una entrevista para La Tercera.
El fantasma de Lisa Johnson le acompañó toda la vida. De algún modo sentía que le había fallado, que la había tratado mal. Pese a la separación, el paso del tiempo y los kilómetros de circunstancias que los alejaron (Bolaño se asentaría en Europa de forma definitiva hasta su muerte en 2003), intentó siempre una reconciliación. De manera desesperada, sobre todo cuando su salud se deterioró, preguntaba entre compañeros por ella, quería pedirle perdón, remediar lo que ya no podía zanjarse en absoluto. Nunca lo consiguió. Lisa Johnson no quiso saber más de su antigua pareja y hasta la fecha, a diferencia de muchos otros oportunistas, no ha soltado ni una palabra sobre lo que vivió con el ahora tan afamado autor.
La relación de Bolaño con México fue la que marcó con fuego su literatura. Sus dos obras cumbre están íntimamente ligadas al país en donde pasó el auge de la juventud y el sitio al que reconstruyó para elaborar relatos y novelas. Pese a ello, luego de mudarse a Barcelona, nunca quiso volver a habitar de manera prolongada las tierras mexicanas. Se dice que lo hizo para no borrar el encanto. Prefería mantener la imagen que tuvo alguna vez de todas esas calles que tenía vivas en imaginaciones, antes de regresar e intentar recobrar lo que ya no estaba ni estaría más allí. Sabía que la realidad siempre perdería ante las dulces memorias a las que era mejor dejar intactas antes que estroperlas con golpes de actualidad.
De nuevo, Bolaño era un enamoradizo. Se enamoraba de las ciudades y no de su lado amable, sino de la sordidez, lo mismo que le ocurría con las personas. Tendía a poner la mirada ante los derrotados, los enfermos, las ciudades caóticas y de caras múltiples. De ahí que en su momento abortara el plan que tenía de vivir en Suecia; se quedó en Barcelona, un poco más compatible con su temblor interior.
Pero a fin de cuentas lo que sentía era amor, un amor que buscaba dirigir ante quien pudiera. No dejaba pasar a ninguna dama de largo, sentía que no podía dejarlas ir así como así. Coqueteaba, les planteaba retos, buscaba dejar una marca en ellas. Al final todo quedaba en un plan más o menos superficial. Salvo por casos contados, como el de Carolina López, la madre de sus dos hijos, con quien al final llevó una relación abierta. También el de Carmen Pérez Vega, la última mujer de su vida. “[Roberto] era una persona seductora, con una especie de misterio que no sabes definir” decía ella. La conoció fortuitamente en un tren; era la época en la que preparaba Los detectives salvajes que lo dispararía a la fama. Su forma de conquistarla iba en consonancia con lo que hacía desde la pluma. Por casualidad, Bolaño llevaba una copia de su novela Estrella distante, y se la dedicó. Carmen lo había prendado, aunque al final conversaron muy poco. Ella no lo conocía, no le había leído nunca, la atrajo no obstante por aquella personalidad y porque en el camino de regreso a casa, ya a solas, se vio maravillada por Estrella distante que le había obsequiado aquel latinoamericano tan raruno. En una entrevista a Mónica Maristain contó cómo se enlazaron. “No me digas por qué, pero yo anoté su dirección y él mi número telefónico. Le dije que cuando acabara el libro le iba a escribir. Al cabo de tres semanas, eso hice. Y él, a los quince días, me llamó. Al principio no lo reconocí para nada y él se reía con una risa que era cascada como su voz, una risa rota. “¿No sabes quién soy?”, me preguntaba. “Soy Roberto.”
Era el perro romántico, como se titulaba uno de sus libros. El nervio, el malnutrido, el rabioso y tierno, como decía un poema. En el camino de los perros mi alma encontró/ a mi corazón. Destrozado, pero vivo, / sucio, mal vestido y lleno de amor.
