Sergio Pitol mencionaba que semejante acontecimiento histórico no le impactó mucho. Paradójicamente, estar ahí, en el momento y en el lugar, le restaba perspectiva al asunto. Nadie entendía muy bien lo que estaba pasando en realidad. Una vez que pisó tierra, Sergio Pitol procedió muy campante a asistir a una exposición de Picasso en un museo. El lugar estaba casi vacío, pero la obra del genio malagueño lo deslumbró.
Algo similar le ocurrió en Turquía. El autor de El arte de la fuga iba dentro de un taxi cuando se percató de que había gente desesperada corriendo por las calles. Fuerzas de seguridad detuvieron el vehículo en varias ocasiones para inspeccionarlo. Había griterío y cierta hostilidad en la atmósfera. Pitol no captaba qué diablos pasaba, pero el taxista lo reconfortó diciendo que eso era normal en Estambul. Más tarde se enteraría que había presenciado un fallido golpe de Estado que, in situ, tampoco no le había parecido gran cosa.
Poco después, Pitol visitó la iglesia de Santa Maria delle Grazie, en Milán, donde se encuentra La última cena de Leonardo da Vinci. Su agitada travesía por Europa llegó a un momento determinante. Ahí, ante el mural del gran artista italiano, se derrumbó. Estaba conmovido. Cualquier acontecimiento de orden histórico, como los que había experimentado casi darse cuenta, le parecía menor al lado de una verdadera obra de arte. Aquellos sucesos le parecieron nimios, casi superficiales, junto a un portento universal que trascendía a cualquier época. Eso era lo sublime. Pasarían los años y las trifulcas humanas palidecerían frente al remolino creativo y estético de un ser humano.
Cuando regresó a México, ya a finales de los ochenta, Sergio Pitol se llevó un gran desencanto. El país no había avanzado significativamente en aspectos centrales Quienes eran pobres lo seguían siendo décadas después. Los vicios y problemas de siempre continuaban arraigados en la sociedad. Y a eso había que añadir un deterioro de la ciudad en la que había crecido. Un colapso ecológico y estructural.
La imagen era triste. Había contaminación, desorden vehicular y una deplorable clase política que no contribuía a la causa común. Pero había algo que le aliviaba. Era, de nuevo, el arte. Las creaciones de los propios mexicanos. Los libros de Octavio Paz, Juan Rulfo y los poemas de José Gorostiza.
Sergio Pitol confiaba en que, algún día, México se levantaría de la podredumbre. Que todo el fracaso de nuestro país algún día podría ser visto como un pasado innoble, mientras que el arte trascendería y permanecería vivo por siempre. Toda esa capa marchita se vería eclipsada al fin por “Pedro Páramo” o “Estación violenta” que funcionan como el oxígeno que el espíritu necesita.