“Not everyone is an artist but everyone is a fucking critic”
—Marcel Duchamp
En la tarea de la crítica existe una especie que resulta particularmente graciosa. Son aquellos opinólogos que tienden a sobreanalizar cuanta obra se cruce en su camino. El objeto analizado es una mera excusa para que ellos den rienda suelta a la portentosa erudición que cargan y que ofrecen a los lectores en un ejercicio de magnanimidad por el cual deberíamos estar agradecidos.
Este tipo de emisarios de la intelectualidad se encuentran encumbrados en los medios y en la academia. Son, además. grandes reivindicadores del lenguaje ya que usan palabras que han sido discriminadas durante años para ponerlas de nuevo sobre la palestra.
Les da igual que nadie les entienda, eso no les va a arruinar la oportunidad de hacerse los listos ante las mentes inocentes de turno. Por ello usan estructuras enrevesadas y toman prestados tecnicismos de otras disciplinas como la botánica y la geofísica para aplicarlas a estudios comparativos sobre películas de Marvel y Cantinflas.
Los sobreanalistas ven cosas donde no las hay. Por ejemplo, para ellos alguien que usa capucha resulta ser una representación de la Virgen y el paso de una hoja seca en un cortometraje tiene, a su parecer, un anclaje con la mitología nórdica.
Hay que decirlo: estas figuras a menudo le hacen un favor a lo que pretenden revisar ya que les dotan de una profundidad que no tenían de antemano. Los autores son los primeros sorprendidos: aquellas líneas que tiraron de relleno en una noche de resaca están compuestas, según los cuentistas, de una complejidad que ellos nunca vislumbraron a la hora de dar un par de tecleos poco inspirados.
En una conversación con John O’Brien, David Foster Wallace hacía referencia a esa manía de algunos críticos por examinar, de manera casi onanista, las novelas ajenas. Ambos coincidían en que era difícil tomarse en serio a tales personajes. Foster Wallace decía que no los entendía, que era incapaz de seguir los razonamientos que hacían sobre sus trabajos. «No soy capaz de ver en mi versión de mi texto ninguna de las cosas que ellos ven; en ocasiones son bastante impresionantes, de un modo me pregunto: de qué diablos están hablando».
El escritor estadounidense decía que con ellos no tenía problema porque, de verdad, no les captaba ni una sílaba. No sabía ni qué reclamar.
Es válido tomar una obra y a partir de ella recrear significados y expandir la imaginación, muchas veces superando en calidad al objeto de estudio. A menudo resultan lecturas admirables que conllevan mayor grado de creatividad que aquello de lo que partieron sin que nadie le dé la etiqueta de genio a los críticos, esa estirpe tan frecuentemente minusvalorada.
Otra cosa es que pretendan que tomemos en serio todo lo que dicen y que busquen erigir, en algunas ocasiones, un canon que limita un libro o una cinta a una versión retorcida que ni siquiera casa con la cosmovisión de quien hizo la propuesta original. Al final se vuelven enemigos de la cultura. En lugar de promover, desincentivan el acercamiento al producto que destruyen.
O peor aún, y eso sí es más condenable, que por una simple vanidad compliquen las realidad con palabrería que no va a ningún lado. En ese caso el objetivo no es el de iluminar la perspectiva sobre una obra, agregar capas conceptuales ni ofrecer nuevas rutas para debatir, se trata de un bochornoso truco que trata de exhibir una alta cultura que no es tal.
La persona sensata sabe medir las palabras y abordar un tema sin perderse en ínfulas masturbatorias como hacen los esnobs. Esos que buscan un protagonismo insoportable y mantenerse enchufados a los congresos de provincia.