La diferencia entre escribir un buen texto y no concretarlo en absoluto se define a veces por la cercanía de una pluma y un papel. Hay ideas escurridizas que cometen la travesura de aparecer sin avisar. Y, si bien iluminan por un instante, son caprichosas, así que si no las atiendes rápido se van lejos para no volver. De ahí que uno deba apresurarse y acudir a anotarlas antes de que sea demasiado tarde. Por memorables que parezcan estas representaciones mentales, el olvido les sigue el juego y desaparecen con la misma facilidad con la que llegaron.
Un buen método para remediarlo, propio de artistas precavidos, es salir a la calle siempre con una libreta en el bolsillo. Con la compañía, eso sí, de un lápiz o cualquier instrumento que sirva para dibujar o trazar letras para que así sea posible materializar la abstracción.
Sin embargo, el remedio no es infalible. Algunas de las mejores ideas gustan de hacer sufrir al prójimo, así que aparecen cuando estamos en la calle justo en ese día en el que se dejó la libreta olvidada en casa. Es entonces, ante la ausencia de herramientas para registrar, cuando surge el relámpago creativo. Se trata de algo sublime, como enviado por los dioses. Parece ser el punto de partida para crear nuestra obra maestra. Ese trabajo definitivo que nos consolidará como autores y que nos catapultará a la fama como siempre merecimos.
De inmediato se emprende la búsqueda desesperada por algo que sirva para apuntar. Cualquier cosa funciona, pero de pronto los recursos escasean para completar la cruel broma del destino. Como cuando se quiere comer un cereal y no hay leche en el refrigerador. O como cuando la vejiga no aguanta más y todos los baños de la ciudad resultan estar fuera de servicio.
Después de dejar patas arriba el lugar en el que uno se encuentra, al fin se da con elementos que sirven para apañárselas: un ticket del supermercado y un marcatextos amarillo de punta chata. Se procede a escribir aquella línea que había deslumbrado, la que nos encumbraría ante la crítica y que incluso ayudaría a conquistar a la mujer de los sueños. Pero viene la falla. La Tragedia. Resulta que la idea ya no está. La hemos olvidado. Todo acaba en un derrumbe interno. El vacío de volver a la normalidad.
No a todos les obsesiona esta cuestión. Alguna vez Noel Gallagher dijo que se le ocurrían un montón de canciones antes de dormir, ya tarde por la noche. Y en vez de saltar de la cama para grabarlas o tomar notas al respecto, prefería seguir como si nada y cerrar los ojos. Las horas de sueño le servían como filtro: estaba seguro que si la canción era lo suficientemente buena la seguiría recordando al despertar. De otro modo no valía la pena siquiera.
El método de Noel Gallagher tiene riesgos que no todos están dispuestos a asumir, en especial quienes se dedican a la literatura. Los escritores son conscientes de que cada línea cuenta y que no se puede renunciar a la más mínima palabra que suponga un punto de partida para un relato o una novela.
Es el caso de Joan Didion y John Gregory Dunne, quienes acostumbraban a viajar en compañía de cuadernos u hojitas que les permitieran tomar notas que a la postre acababan en sus libros. Ambos constituyeron una obra amplía gracias a que para ellos no había algo así como vacaciones. Los ratos libres no eran más que bloques de tiempo en los que permanecían atentos a estímulos que redituaran en alguna reflexión o pensamiento que pudieran sumar a sus diarios. Procuraban no desperdiciar casi nada. Las ideas, como decía Bob Dylan, estaban flotando en el aire, solo había que estar atentos para atraparlas. Con una pluma fuente como anzuelo, de preferencia.
Es un buen ejercicio pensar en todos esos ensayos, poemas o cuentos que pudieron no existir de no haber sido porque el autor tuvo acceso a pluma y papel en el momento adecuado, en la fracción de segundo en la que todo se define y en donde surge esa primera célula creativa de la que deriva lo demás.
Es posible que El gran Gatsby nunca hubiera existido (o al menos no sería lo que es) si F. Scott Fitzgerald hubiera dejado pasar ese comienzo tan genial que tiene la novela. Si por desidia o por falta de una estilográfica hubiera postergado el chispazo para luego enterarse de que se había extinguido para la eternidad. Lo que importa es que en algún punto se llenó de determinación y acudió al llamado de la idea. Se dejó envolver por ella y estuvo a la altura de lo que se requería.
Es importante recordar el ejemplo anterior. Hay que tener cuidado de una clase de resistencia muy propia de la pereza y el desánimo. Caer en la trampa de pensar que cierta idea no es lo suficiente buena como para tomarse la molestia de escribirla. Es posible que nuestro juicio esté equivocado y que de ese modo dejemos ir un flechazo de inspiración que convenía elegir. Es posible que seamos demasiado severos con nosotros mismos y que debido a ello se deje pasar una gran oportunidad.
En otras ocasiones la percepción juega al engaño. Una persona despierta a medianoche y tiene un verso que parece magnífico en la cabeza. Una línea de oro que hay que plasmar en algún lado sí o sí. Se procede hacerlo, se trata de un obsequio del mundo onírico. Por fortuna, con todo y modorra, cada sílaba acaba estampada en algún sitio. Una vez que el frenesí ha sido aliviado, se vuelve a dormir.
Al despertar viene el recuerdo de ese verso. La joya de la corona. La octava maravilla del mundo. El cáliz de las letras hispánicas. El mismo que se desinfla apenas damos la primera lectura. Lo que se ha escrito es una incoherencia muy lejana a lo que recordábamos. Más vale quemarla o cederla a un bote de basura en situación de calle.