La historia de Vicente Blanco Echevarría representa una de las hazañas más significativas del deporte español. Lo es tanto por resultados como por el empeño necesario para llegar a ellos.
Nacido en 1884 en el Deusto, Bilbao, Vicente Blanco Echeverría creció en una familia de profundas limitaciones económicas. Por ello desde chico tuvo que dedicarse a oficios que moldean el cuerpo y el espíritu, como lo fueron las labores que llevó a cabo dentro de un barco. Ahí hizo de todo. Fue ayudante de cocina, realizó tareas de limpieza y se dedicó a palear carbón en la sala de máquinas. Aquellas condiciones lo adiestraron a resistir en situaciones extremas, lo cual conectaría con un deporte donde lo sobrehumano es requisito.
Más allá de lo profesional, de lo que era un modo de vida, Vicente Blanco tenía una ilusión: ser ciclista. Lo tenía entre ceja y ceja. No solo se conformaba con practicar como un cualquiera que se pasea por las calles. Él quería algo más. Quería competir. Vencer a otros seres humanos. Ser el mejor.
Pero no iba a ser fácil. Pese a su gran forma física, pronto quedó tendido en la lona. Con apenas 20 años, mientras trabajaba en una fábrica siderúrgica, una barra de acero incandescente le perforó y arruinó el pie izquierdo. El talón y los dedos le quedaron destrozados. Meses después, debido a un accidente con los engranajes de una máquina, los dedos de su pie derecho también se trituraron, esta vez cuando trabajaba en los famosos astilleros Euskalduna en el centro de Vizcaya.
Se tratan de dos sucesos que serían suficientes para arruinar cualquier vida, sobre todo una que aspiraba al ciclismo. Pero no la suya, que nunca cedió al cansancio ni al confort amargo de la rendición. Decidió continuar sobre los pedales, aun con sus maltrechos muñones. Sus pies estaban fuera de combate, él no.
Para explicar el milagro habría que recordar el origen de este hombre que se ganó el apelativo de El Cojo en tiempos donde la corrección política era un chiste lejano. Vicente Blanco era de Bilbao, una tierra acostumbrada al infortunio y a personajes que no se andan con delicadezas. Para alguien de tal municipio las cosas se hacen a como dé lugar. Aunque el precio sea alto. Aunque haya que emplearse a fondo.
Seguir en marcha ya no solo era una cuestión deportiva: significaba derrotar a la adversidad que parecía cebarse con él. Si el destino le había trazado una ruta, él había rechazado seguirla. Una simple incapacidad física no iba a orillarlo a renegar de sus sueños.
Cuenta la leyenda que, ante las carencias económicas, la primera bicicleta de Vicente Blanco fue una que él mismo rescató de la basura. La bicicleta no tenía llantas, pero para alguien de su calibre eso era otra minucia. A modo de refacción, usó sogas atadas como sustituto de las ruedas lo cual le permitió dar tumbos por ahí.
Sin darse cuenta, el capacitarse en condiciones de excepción le ayudó a ser un competidor notable una vez que tuvo una bicicleta decente dispuesta para lo que le quedaba de extremidades. Gracias a ello pudo competir y destacar en campeonatos españoles, como los que ganó en 1908 y 1909. Poco después, en 1910, se codearía con el ciclismo de élite al ser el segundo español en competir en el Tour de Francia.
La suya es una historia de rudeza que por fortuna dista de integrarse en esos cursis libros de superación personal que al cabo de unas décadas se convertirían en una industria lacrimógena. Vicente Blanco era un joven borracho y un bravucón de primera. Nunca pretendió mostrar lo suyo como un acto lastimero o digno de admiración y por el contrario a menudo era condescendiente y burlón con sus rivales. Comía mal y en exceso. Cuando le ofrecían alimentos saludables decía “la fruta pa’ los monos” y procedía al siguiente bocado de carne. Era un provocador e incluso llegó a cometer alguna trampa.
Como ejemplo está la treta que, según relata Ander Izagirre, le ayudó a conseguir su campeonato de España en 1908, la competencia que lo consagró.
De acuerdo al periodista donostiarra, a mitad del recorrido los ciclistas debían firmar un documento de paso antes de poder proseguir la carrera. Vicente Blanco iba a la cabeza junto a otros tres ciclistas, así que cuando llegó a ese punto se apresuró a ser el primero en dejar su rúbrica. En cuanto terminó el trámite, montó su bici y sin decir nada continuó con la ruta. La sorpresa llegó cuando los otros competidores quisieron firmar: se dieron cuenta de que el bilbaíno había roto adrede la punta del lápiz dispuesto para tal propósito. El encargado del puesto de control no tenía repuesto. Y en lo que buscaba un sacapuntas el reloj seguía corriendo y Blanco se alejaba cada vez más. Finalmente alguien consiguió una navaja para sacarle punta al instrumento. Pero ya era muy tarde. Ante la furia del resto de los participantes, El Cojo ya iba imparable para ser campeón nacional.
Su gran mérito no estaba tan solo en la pillería. Prueba de ello es que al año siguiente ganó la misma prueba con media hora de ventaja sobre sus rivales y ya con una organización más prevenida contra vivales como él.
Caso aparte fue el Tour de Francia, en donde El Cojo fracasó estrepitosamente. En parte la culpa fue suya y, de nuevo, de las limitaciones. Pero no las propias, sino las económicas. Debido a que no contaba con ningún patrocinio ni apoyo, decidió ir a Francia en bicicleta. Cerca de mil kilómetros entre París y Bilbao que recorrió en cinco días. Arribó menos de 24 horas antes de comenzar la etapa inaugural, a la que llegó exhausto, adolorido y sin dormir. No fue capaz de dar la pelea que hubiera querido. Y ante el fracaso se negó a volver a hablar del Tour de Francia que se convirtió en un tabú para él.
La gloria mayor le había sido denegada y a modo de respuesta decidió hacer como si nunca hubiera existido. Optó por refugiarse en el ámbito local, en donde siguió obteniendo algunos resultados favorables que no obstante fueron insuficientes para salvarlo de la perdición. Murió pobre y en el abandono en 1957. Pero dejó una estampa para el recuerdo. Una conducta ejemplar que no pretendía serlo. Sin intención de conmover ni de protagonizar dramas de autoayuda. Simplemente hizo lo que quería. Y no permitió que la vida le dijera que no.