El talento, una losa

No basta con tener talento, hay que saber sobrellevarlo, darle un cauce o al final el que acaba consumido es uno mismo. La llamarada que podría llevar a la consecución de una obra tiene esa particularidad, la de estallar si no se le da la dirección adecuada. El tener una habilidad es lo mismo una bendición que una carga. Los músicos y los escritores dan cuenta de ello.

En sus tiempos más bajos Erik Satie lamentaba ser un artista. Lo veía como una condena. Un problema que traía pocas reivindicaciones. En 1918, unos años antes de morir, sus creaciones le parecían palos de ciego: pese al esmero que le exigían, le traían pocos frutos. Tenía escaso éxito y el dinero no llegaba como merecía. Si acaso hubiera nacido sin la sensibilidad del pianista… pudo haberse dedicado a tareas menos existenciales que le trajeran más dinero y menos angustias. En una carta confesaba uno de sus mayores deseos: ya no tener más ideas. Porque tener una lo obligaba a darle forma para expulsarla después, de otro modo se convertía en una piedra en el zapato que le impedía estar tranquilo.

Tener conciencia creativa y estética deriva en una insatisfacción permanente. Entre más se progresa se vuelven más evidentes las propias limitaciones. Se siente un pendiente, que se le ha fallado al idealismo. El organista austriaco Anton Bruckner confesó alguna vez a Gustav Mahler su deseo de componer al menos una décima sinfonía. En caso de no conseguirlo se sentiría en deuda, le daba miedo morir y llegar al cielo para rendir cuentas a Dios por el escaso uso que había hecho del talento que se le había otorgado. Vislumbraba los reclamos divinos por la exigua cosecha final. No tendría cara para asumir tal desvergüenza. Quiso el destino que el genio no alcanzara a terminar su Sinfonía n° 9.

Cada día sin escribir, sin pintar o sin componer se vuelve una condena para quien sabe tener un llamado. La inactividad provoca la llegada de una respiración sobre el oído. El remordimiento. A cada paso una raspadura en los talones.

Aunque es justo decir que no todos piensan lo mismo. Es un asunto de asumir o no una responsabilidad. Algunos reniegan de su talento y lo entregan a cuentagotas. Como Arthur Rimbaud, que hizo de su vida uno de los actos poéticos definitivos de la historia. No obstante queda la aflicción, ojalá escritores menores hubieran sido los que siguieran los pasos hacia el abismo.

Otro clásico es Salinger, quien no dejó de escribir pero decidió no ceder prenda al gran público. Optó por hacerlo para sí mismo, sin compartir, por el mero placer de la escritura, en una rara concepción de la espiritualidad, mientras sus admiradores continuaban (continúan) a la espera del lanzamiento de alguno de esos inéditos que se han prometido en el horizonte.

Son los herederos de Bartleby, como señalaba Vila-Matas. Aquellos que dicen no como acto de rebeldía. Sin darle demasiada importancia a nada. Un nihilismo con varias explicaciones. A veces la frustración, a veces la desgana o incluso el enigma. Gustave Flaubert se manifestaba irritado por su propio trabajo; sus manos eran incapaces de reproducir el sonido que cargaba por dentro. Otros, como Rulfo, habían dicho poco pero con eso les bastaba para entrar en el olimpo.

lettere

Foto: New York Public Library
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