Decía Charles Bukowski que uno puede dormirse siendo escritor y despertar no siéndolo. Se refería a lo inasible de la fuerza creativa que resulta caprichosa, inestable y que ofrece una reducida cuota de certeza. Ese impulso que como viene se va. El arroyo asociado al arte está lleno de piedras, troncos y desviaciones con las que nada queda muy claro, a diferencia de esas profesiones donde cierto mecanicismo entra en la ecuación.
Ojalá en verdad existieran las musas, pero todo es más complicado. En realidad estamos solos y tenemos que apañárnosla con lo que hay, así sea una pelusa que recorre la mente con destino a un lago de diamantes. Un sinsentido que no tiene valor alguno y que obliga a repensar, solo que ya con una presión añadida, la responsabilidad que pisa los talones y exige que uno entregue un resultado. Ahí llega la vanidad, preferir no decir nada antes que ofrecer un desperdicio que sea impropio de nuestra categoría.
Se sabe de escritores con mucho oficio que son capaces de terminar lo que se les pida sin mayores problemas, se trate de una carta, un ensayo, un informe. Una cualidad, sin duda, admirable, que no obstante carece de emoción y de vértigo. Los artistas apasionan cuando hay riesgo, un salto al vacío del que no se sabe muy bien qué saldrá. A los escritores perfectos les falta más sufrimiento e ir contra la corriente, esa serie de golpes que suelen formar el carácter y que convierten al texto en una pieza heroica no tanto por el contenido, sino por el mero hecho de haber sido terminada pese a la batalla librada contra las dudas y los vacíos del desánimo. Se vuelve un fruto de la tenacidad.
Alguna vez alguien contaba la historia de un par de escritores que al calor de una sobremesa hablaban de lo que significaba la literatura. Uno de ellos se lamentaba lo mucho que le costaba escribir; cómo sufría con cada línea y cada párrafo al que le daba vueltas y vueltas sin avanzar mucho. Terminar una página se volvía una tortura, pero un sentido de dignidad le obligaba a tomar ese camino de exigencia. No soltaba cualquier baratija. Se esforzaba. Hacía una búsqueda. Consideraba a la tinta y al papel como un ritual que merecía el mayor de los respetos.
El otro escritor se envalentonó entonces. Y ante la presencia de su mujer y la esposa de su colega se quiso lucir. Por tanto presumió que para él escribir era facilísimo como producto de su gran inteligencia. “Escribo de una sentada y no tengo que corregir”, se pavoneó. La respuesta del escritor metódico —acaso ofendido por la frivolidad de su interlocutor— fue tan brillante como demoledora: “Lo he leído y se nota”, le dijo con fina ironía. Lo dejó en evidencia. La conversación no duró mucho más.
Escribir, sin caer en exageraciones, no es cualquier cosa. La buena escritura no lo es, al menos. Resulta evidente cuando alguien mecanografía antes que producir una pieza ajustada de amplio curso estético.
Octavio Paz se dio cuenta de ello alguna vez que sorprendió a André Breton corrigiendo unos manuscritos. Ante la duda del mexicano, que se preguntaba qué estaba haciendo, el surrealista respondió: “Escritura automática”, lo cual pudo levantar alguna sonrisa por la comarca. Incluso el flujo de pensamientos requiere esmero antes de mostrarse ante el público.
El propio Paz se expresaba así de tal proceso de escritura:
«Aunque se pretende que constituye un método experimental, no creo que sea ni lo uno ni lo otro. Como experiencia me parece irrealizable, al menos en forma absoluta. Y más que método la considero una meta: no es un procedimiento para llegar a un estado de perfecta espontaneidad o inocencia sino que, si fuese realizable, sería ese estado de inocencia. Ahora bien, si alcanzamos esa inocencia (…) ¿a qué escribir?».
Bukowski tenía claro que para ser escritor hacía falta disciplina y también cierto estado al que no se sabe muy bien cómo llegar pero al que se identifica apenas se entra en una especie de trance frente al teclado. Más de un poema memorable se le escapó por la interrupción de alguna mujer, o porque dio el sorbo inadecuado a su bebida: era imposible retomar lo que ya se había evaporado. La idea genial puede desaparecer en un segundo si no se le aprovecha. La música clásica, el aislamiento y el alcohol parecían elementos claves para el motor espiritual del norteamericano, lo mismo que las visitas al hipódromo y las siestas, aunque no eran lo único. Muchas aspirantes han intentado seguir los mismos pasos y simplemente no logran los mismos desenlaces, solo hacen el ridículo. Bukowski se burlaba en alguno de sus versos, donde se preciaba de estar sobrio al anotarlos. El alcohol no hace ningún milagro. El talento y la experiencia de vida eran claves.
Hank fue alguien prolífico de quien se siguen encontrando poemas inéditos de vez en cuando. Pero ni él era infalible. Alguna vez, en un episodio de sequía, en el que las letras no fluían dentro de sí, tuvo en mente lo mencionado con anterioridad. Ya no podía escribir, según parecía. Llevaba varias semanas sin terminar un texto. Quizás había pasado eso, un día despertó y ya no era escritor. La magia se ha ido, llegó a pensar. Sin embargo eso cambió pronto y siguió con los relatos, poemas y libros. Un pestañeo le hizo recobrar el nervio con el que cosechó el renombre.
Lo importante es seguir con el dedo en la tecla.