Twin Peaks: un café sabor misterio

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Cuando algo entrañable de nuestro pasado ha desaparecido, lo seguiremos esperando en secreto el tiempo que sea necesario. Aunque la vida se nos vaya en ello, hasta el último suspiro permaneceremos ilusionados con el regreso de lo que alguna vez iluminó nuestro camino. A veces el retorno nunca ocurre, pero nos alumbra como recuerdo. Otras veces la vuelta se materializa y es decepcionante. Nos queda un sabor amargo que no solo arruina el presente, sino que también estropea lo que alguna vez fue una dulce memoria. Finalmente quedan esos casos, los menos, en los que la reaparición se concreta y supera cualquier expectativa o evocación. La calidez es tan grande que el ayer queda rebasado, todo queda envuelto por la llama de la novedad.

Tal fue el caso de la tercera temporada de Twin Peaks, la cual apareció 25 años después de que terminara la primera fase en uno de los más grandes hitos en la historia de televisión.

Si al principio uno podría ser escéptico con la vuelta de una serie de culto (la costumbre indica que las segundas partes son malas), visto el resultado no queda otra que agradecer a Showtime Networks por darle completa libertad a la producción. No tengan duda: el universo de Twin Peaks es la obra maestra de David Lynch, el espacio en donde se conjuga toda su ingeniería visual y creativa. La nueva versión lo hizo de un modo mucho más amplio y polifónico que en las dos temporadas antiguas, aparecidas a principios de los años noventa,  esas que tanto influyeron en el devenir de las series estadounidenses tan en boga en la actualidad.

La tercera temporada agregó capas, escenarios, temas y personajes a lo que ya de por sí era un rompecabezas complejo y difícil de etiquetar. Un suspenso onírico que lo mismo despierta horror que una sonrisa. Una dimensión desconocida, un expediente secreto, una noche de pay de cerezas, malteadas y música pop. Un estilo visual muy cuidado que sumerge en un mundo aparte, mismo que provoca dilemas y cuestionamientos internos. También entretiene, cautiva. No provoca sopor.

Mark Frost y David Lynch tienen algunos vicios y cometen alguna que otra trampa narrativa en lo que se refiere a Twin Peaks (una variante del deus ex machina, cierta dependencia de la ‘casualidad’ para el cierre de problemas, personajes determinantes que aparecen de la nada); pero todo se les perdona porque el conjunto es una experiencia increíble a nivel estético y sensorial, tal y como es en esos sueños que descolocan. Son pocos los que logran hacer algo así, convencerte de la existencia real de un pueblo y a la vez sentir que estás dentro de la intimidad de un delirio.

Mención aparte merece la cátedra de actuación de Kyle MacLachlan. Un tipo disciplinado y con carisma suficiente para abastecer países enteros. Alguien que juega en la liga de Bill Murray.

La audiencia no favoreció mucho a lo último de Twin Peaks (tuvo el 5% de la audiencia promedio de Game of Thrones, para darse una idea). Y esto, sin embargo, tiene su encanto. De hecho es de aplaudir que Lynch sea tan poco complaciente con el público no iniciado. A sabiendas de que el fracaso comercial es una constante en él, opta ya por hacer lo que le da la gana (el octavo episodio de la tercera temporada es algo que ya nadie se atreve a hacer en una serie; fue alucinante. La competencia en comparación parece un producto de Enrique Segoviano). Cualquier otro cineasta en su circunstancias ya habría sido apartado por la industria. Ninguna de sus creaciones logra ser un éxito en taquilla. Al contrario, a menudo trae pérdidas económicas. Y no obstante, su estilo y méritos artísticos lo mantienen a flote. Los grandes actores quieren trabajar con él y se ha hecho de un espacio en la historia mayor al de muchos creadores de blockbusters que de inmediato pasan al olvido. Es la ventaja de ser un tipo honesto y con talento. Trabajador y comprometido. Enfocado en un nicho donde es el rey.

El capítulo final de Twin Peaks catapultó la leyenda. David Lynch y Mark Frost jugaron a placer con las posibilidades de lo que parece ser un cubo rubik infinito.

Nunca hubo voluntad de atar los cabos sueltos, sino de darles más giros, ángulos y estimular las emociones planteando más preguntas que respuestas. En vez de resultar frustrante, fue cautivador: Lynch muestra que el misterio es una piedra preciosa y que a menudo la explicación resulta vulgar. El dúo creador se salió de las rutas convencionales de la televisión y dejó en evidencia el acartonamiento de otros productos de su género, sin dejar de ser divertido y cautivante en cada episodio. Una tensión muy placentera.

Todo para los cuatro gatos que seguían de aferrados con Dale Cooper y compañía.

Hay rumores de que eventualmente el proyecto continuará, ya sea con más episodios o con una película. Lo único claro es que nunca descubriremos la solución, Lynch dejará siempre espacio para el enigma, uno de los elemento más cautivantes de la naturaleza.

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