El cantante estadounidense Charles Bradley falleció el pasado 23 de septiembre de 2017 en Brooklyn debido al cáncer que padecía desde hace tiempo. Tenía 68 años. Transcurridos unos días, conviene no centrarse en lo triste, sino en el hito que su lucha configura.
La suya fue una carrera peculiar. Al ver sus fotografías pareciera que fue un viejo lobo de mar en el negocio de la música. Así lo indicaban sus arrugas y la forma en que cantaba soul a la antigüita. Soul de verdad, del rasposo y que tiene razones honestas para lamentarse. No el que nos quieren enjaretar en versiones higiénicas de cantantes que aparecen en la portada de Vanity Fair.
Pero no, Charles Bradley no tuvo una trayectoria extensa: su primer álbum (titulado No Time For Dreaming) salió apenas en 2011, cuando él ya tenía 62 años de edad. Podría decirse que para entonces era todo un jovenzuelo en la industria, aunque ya desde finales de los noventa había probado suerte con presentaciones en pequeños lugares y a partir del 2002 también había lanzado algunos sencillos sin mayor resonancia.
La voz de Bradley recuerda un poco al gran Otis Redding o Clarence Carter, aunque sobre todo tiene ecos de un James Brown en plan resquebrajado. Y no es casualidad, ya que el acontecimiento que lo marcó fue el día en que, siendo un jovencito, su hermana lo llevó a un concierto de James Brown en el Teatro Apollo de Nueva York a principios de los años sesenta. Fue ahí donde le invadió una llama artística que no se apagó a pesar de que transcurrieran décadas antes de que diera la campanada. Después de una infancia y adolescencia errática que lo llevó a ser un vagabundo que dormía en las estaciones del metro, tuvo al fin un objetivo: ser un showman. Una meta complicada, pero meta al fin. Un lugar hacia el cual dirigirse. Ese concierto de James Brown lo salvó de hundirse: “fue lo que realmente me dio un gran impulso”, dijo en una entrevista. Fue una resurrección. Y entonces comenzó a practicar en la intimidad de su casa, sin florecer aún, simplemente cuidando lo que podría explotar algún día.
A los 19 años dio un concierto desastroso en un local de mala muerte. Para quitarse los nervios se emborrachó previo al evento. El resultado fue terrible y tuvo que ser sacado de la escena. No estaba listo todavía. Tenía que esforzarse a fondo si quería competir. Fue hasta los años noventa cuando le rindió tributo más en forma a su ídolo Brown cuando empezó a imitarlo en actuaciones de audiencia limitada.
El suyo es un ejemplo de persistencia. Fue un hombre al que los sueños se le cumplieron ya tarde, pero tuvo a bien aprovecharlo. Así lo resumía: “Debo decir que está bien soñar, pero es el trabajo lo que lo vuelve realidad. Tomó 62 años que alguien me encontrara, pero estoy agradecido con Dios. Algunas personas jamás son descubiertas”.
Bradley nunca quitó el dedo del renglón e hizo lo que le gustaba hasta las últimas consecuencias. Como otros artistas de fama postrera, apostó al todo o la nada. Si no podía conseguir el éxito a través del canto, pues se moriría con la suya. Por fortuna, un giro en el destino le permitió gozar de la calidez del público y ser aclamado en el montaje del escenario cuando la fama llegó gracias al renacimiento del soul en el siglo XXI. Pocos como él lo merecían. Llegó casi de último minuto, justo a tiempo para dejar una marca imborrable en quienes lo escucharon. Fue un gran descubrimiento, agua de mayo. Un tesoro, una reliquia, como si una leyenda hubiera quedado resguardada desde hace cincuenta años para hacer una aparición en el momento preciso, cuando ya todo parecía perdido o contaminado. La crítica y el público lo admiraron apenas se puso en serio a hacer lo que mejor hacía.
La odisea de Bradley es inspiradora. Una historia para recordar a aquellos que no cesan en el intento. Un caso similar a la de escritores o pintores que no alcanzan notoriedad hasta una etapa crepuscular. De cierto modo dan esperanza, en especial cuando llegas a sentir que quizás ya no seas lo suficientemente joven para lograr tus sueños y que quizás si no han sucedido hasta ahora es porque no sucederán jamás. Ahí están ellos para que uno se calme un poco. Sí es posible. La edad a veces pesa más de lo que debería. Hay que serenarse.
Las circunstancias de la vida pusieron a Charles Bradley contra las cuerdas. La pobreza que vivió durante gran parte de su existencia lo obligó a aceptar trabajos miserables que se alejaban de su ideal. Pero nunca, ni en los momentos más bajos, dejó de tener el ojo puesto en esa luz lejana, la de un teatro en donde pudiera ser aplaudido. Un lugar donde pudiera desbordar todo lo que le inundaba por dentro.
Quienes busquen aproximarse a la obra de Bradley lo tienen sencillo: sus tres álbumes de estudio son destacados, así que no hay pierde. En todos ellos va reforzado por el soporte de la Menahan Street Band. Me permito, eso sí, recomendar dos temas en particular. “You Think I Don’t Know (But I Know)” de Changes (2016), su último álbum, que trata sobre una relación desgastada en la que el protagonista ya no quiere jugar al tonto. Y “Victim Of Love”, la canción con la que lo conocí en 2013. Una joya que expone una idea tan certera como demoledora: quien se enamora, a veces sin darse cuenta, se convierte en una víctima. No en una víctima de otra persona, sino del amor mismo.
Descanse en paz, Charles Bradley.