Winston Churchill fue un hombre de época, uno de esos que a través de esfuerzo y determinación se encargan de cambiar el rumbo de las cosas. Desde joven, como descendiente de una familia de prosapia en el entorno británico, tuvo instalada una idea muy específica de lo que significaba el destino. Parecía que había una misión para él, o al menos así lo creía. Quería influir en el porvenir. Y en medio de un periodo crítico de la historia se encargó de abrirse el paso, sin intimidarse ni dejar que se le quebrara el pulso. La adversidad lo enardecía y en cada aspecto de su vida no temía a la hora de tomar direcciones importantes. Nunca quiso mostrar debilidad. Ni en los peores episodios le daba ese gusto al enemigo.
Churchill también tenía muchos defectos. Una serie de contraindicaciones que, de manera irónica, le ayudaban en un contexto muy particular. Era un tipo bélico y arrojado. Tomaba decisiones sin contemplar que las consecuencias pudieran ser desastrosas. Tenía una clase de optimismo que podía ser temerario y hasta imprudente, pero útil para que la mano no temblara en momentos donde la valentía era el único camino para la supervivencia. En un panorama de titubeos generalizados, alzó la voz y animó a un pueblo que de otro modo pudo acabar hundido.
Hablamos de un líder político que atravesó casi todas las esferas de primer nivel dentro del entramado estatal del Reino Unido. Era un gran histrión, un artesano de la palabra y un polemista feroz. Alguien culto y pasional. A su enorme intensidad le acompañaban algunos pozos de tristeza. En medio del maremoto político de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que lidiar con la depresión, el “perro negro” que lo arrastraba en soledad, cuando los focos no lo veían.
También estaba rendido a los placeres. En especial al del alcohol. Sobre este último existe una anécdota de relativa celebridad ocurrida unos años antes de que asumiera el cargo de Primer ministro del Reino Unido.
A principios de los años treinta Winston Churchill viaja a Estados Unidos para dar una serie de lecturas en distintos recintos. El panorama era estimulante para el hombre que tiempo después se encargaría de plantar cara Hitler cuando el tablero internacional parecía cubrirse de llamas. Era alguien que gustaba de convencer y lanzar frases lapidarias ante la audiencia. Pero para él había un gran problema: “la prohibición”. La ley seca que impedía la venta de bebidas alcohólicas en todo el territorio estadounidense se encontraba vigente por aquel entonces. Esto era trágico para Churchill que tenía una fuerte dependencia hacia la bebida. No era un consumidor casual, sino uno de excepción. Se dice que tomaba por las mañanas (champagne), en la hora de la comida (whisky) y por la noche (brandy), para dormir bien. Sin el alcohol, pues, no podía estar a gusto. Entraba en crisis, se desesperaba. Eso ponía en jaque su buen desempeño en el exterior. La gira de conferencias podría ser un fiasco si no podía recurrir a una botella de Johnnie Walker (su whisky favorito, tanto el etiqueta roja como la negra). Era una situación que lo agobiaba y que, por fortuna para él, encontraría pronta y —curiosa— solución.
Los automóviles son un caos en Nueva York. Los conductores van con un ánimo casi salvaje y a menudo cometen imprudencias. La ciudad se mueve a ritmo vertiginoso y no hay espacio de consideración para los lentos y los distraídos. Así lo es en la actualidad y así apuntaba ya en los años treinta.
Winston Churchill lo descubriría al bajarse de un taxi, durante aquel tour que realizaba por suelo americano. Confiado ante la civilidad de la gente, no reparó en mirar hacia ambos lados al cruzar la calle. El descuido tuvo consecuencias: un auto que pasaba cerca lo arrolló. El ritmo del nuevo mundo no era igual que en Europa.
El cosmos parecía cebarse con Churchill, quien se encontraba en un periodo bajo de su carrera (parte de sus famosos “años en el desierto”), en el que fue apartado de las altos estratos políticos. Su fuerte personalidad y espíritu férreo le hicieron ganar enemigos. Y ya desde entonces se procuró aislarlo y mantenerlo lejos de las grandes resoluciones. Su posiciones alarmistas respecto a la geopolítica tardarían todavía unos años en ser aceptadas, pero eventualmente se convertirían en un eje crucial en la historia de la humanidad, cuando fue el primer gran líder opositor del expansionismo nazi.
Churchill acabó en el hospital con diversas lesiones debido al atropello. El conductor que lo impactó iba a tan solo 56 km/h, por lo que pudo ser dado de alta poco después. E incluso llegó un beneficio inesperado para él. Si bien sufrió daños considerables, fueron menores dentro de lo que se podía esperar. Y lo mejor vino durante la consulta con el doctor, ya que durante la ley seca se podían hacer excepciones para aquellos que tuvieran algún justificante que diera carta libre para que el paciente consumiera alcohol, en caso de que su padecimiento así lo requiriera.
Así ocurrió con Churchill que obtuvo un certificado médico con el que, al fin, pudo tener acceso a la bebida sin restricciones. Esto era lo que expresaba el documento:
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Esto es para certificar que la convalecencia post-accidente del H. Winston S. Churchill requiere del uso de bebidas alcohólicas, especialmente durante la hora de la comida. La cantidad es naturalmente indefinida, pero el requerimiento mínimo sería de 250 centímetros cúbicos.Firmado: OTTO C. PICKHARDT, M.D.
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250 centímetros cúbicos es el equivalente a unos 6 shots de alcohol puro. Y eso era el mínimo requerido por Winston Churchill, quien poco después se iría de vacaciones para completar su recuperación.
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